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En la habitación de Evelyn se encendió la luz. Evelyn apartó la mano del interruptor y parpadeó mientras se incorporaba en la cama. Se preguntó qué era lo que la había despertado. Era desconcertante, porque la habitación estaba en silencio, todo estaba en silencio. Pero entonces, cuando la consciencia fue total, Evelyn supo lo que había sido: otra vez aquel ruido en la casa de al lado.

Lo de costumbre. El ruido en la casa vecina había subido de tono lo suficiente para privarla del sueño. Después de haberlo conseguido, el ruido había cesado. Evelyn estaba muy molesta. Se frotó los ojos, salió de la cama y fue al cuarto de baño. Se bebió un vaso de agua, sintiendo la frialdad del líquido correr por su interior.

De nuevo en la cama, Evelyn se puso las manos detrás de la cabeza y dejó correr los dedos por su cabello castaño. Hizo una mueca al recordar a una malhumorada anciana que había provocado un considerable alboroto en el mostrador ese día. Evelyn deseaba que la trasladaran de la sección de artículos de cristal a otra donde no hubiera nada interesante para las ancianas malhumoradas. Cosméticos o chucherías, o faldas y blusas juveniles, algo que le permitiera tratar con muchachas de su misma edad. Estaba harta y cansada de los artículos de cristal. Estaba harta y cansada del almacén, y de trabajar, y de muchas cosas.

Pronto tendría veinte años, y, ¿dónde estaba? ¿Quién era? Una chica llamada Evelyn Ervin, una chica muy delgada, o quizá delicada era una palabra que la definía mejor. Pequeña y delicada, pero ¿había algo negativo en eso? Había muchos hombres a quienes atraían las chicas pequeñas y delicadas. El instinto masculino de proteger a lo exquisitamente frágil. Y ella realmente era exquisita cuando quería serlo. Los ojos grises, para empezar, la forma de su nariz, la forma de sus labios, todo.

Cuando quería serlo. Eso desorientaba. Una chica siempre debería querer parecer exquisita. Y sin embargo no se podía ser exquisita cuando se estaba relajada. Para ser exquisita tenía que manipular sus rasgos en respuesta a alguna persona o ambiente o situación especial. Saber cómo había que fruncir el ceño, expresar cierto placer o disgusto, apretar los labios o medir el grado de una sonrisa. Entrecerrar los ojos, levantar la cabeza con aire de duda o con desdén o con alegría.

A una edad temprana Evelyn había aprendido que estas expresiones tenían más fuerza que las palabras. Durante un tiempo, se había burlado de sí misma por adoptar esta estrategia. Y después, había ocasiones en que se odiaba a sí misma por ello, decidiendo dejarlo de una vez por todas. Pero no en los últimos tres años.

En los últimos tres años esto se había filtrado a través del proceso mecánico y ahora era completamente natural. El gesto de levantar la cabeza era involuntario, como parpadear.

Se sentó en la cama, mirándose las uñas de la mano, pensando en un tipo llamado Leonard Halvery. Un día, la semana anterior, se encontraba poniendo en orden un grupo de ceniceros de cristal pesado y levantó la vista, y vio a un hombre joven que le estaba sonriendo. Ella le devolvió la sonrisa y le preguntó si podía servirle en algo. Inmediatamente él compró dos ceniceros. Luego rondó cerca del mostrador durante un rato. Era una hora del día tranquila, y Evelyn no tenía nada que hacer en particular, así que le habló.

El joven volvió al día siguiente y, a las cinco, Evelyn telefoneó a casa para decir a Agnes que no iría a cenar.

Bien parecido, este Leonard Halvery. Y seguro de sí mismo. No realmente fresco, pero sí discretamente vanidoso. Bueno, a veces eso era atractivo en un hombre. Él era un poco mayor que ella, tenía treinta y tres, dijo, pero a Evelyn no le importaba. Le halagaba que se interesara por ella. Su padre era socio de una de las más antiguas y más grandes compañías de abogados de Filadelfia. Leonard se había graduado en la Facultad de Derecho de Virginia y trabajaba en la empresa de su padre. Conducía un reluciente Oldsmobile descapotable de color púrpura oscuro, con la capota marrón claro y la tapicería de cuero púrpura oscuro también. Vestía tweed grueso y suave o cheviot azul oscuro, camisas clásicas estilo Oxford o atrevido paño fino a rayas. Sus corbatas eran a cuadros escoceses o con las rayas del regimiento, o de un solo color, de seda apretada. Sus zapatos eran de cuero escocés de suela gruesa o con pespuntes, tipo mocasín.

Llevaba un balón de fútbol de oro en la cadena del reloj. De Dartmouth, dijo, donde jugaba de centro y recibía golpes por su querida vieja Dartmouth, pero realmente lo había pasado bien y todavía estaba en forma. Sí, señor; pesaba noventa y siete kilos metidos en un metro setenta y cinco de carne y músculo, y él estaba orgulloso de ello, y, ¿por qué no? El problema con la mayoría de hombres hoy en día era simplemente esto: los hombres no se daban cuenta de que su posesión más preciada era su propio cuerpo.

Evelyn tenía que admitirlo. Y no era en absoluto difícil de resumir; había algo limpio, potente y compacto en su aspecto. Tenía el pelo rubio oscuro, rizado, y lo llevaba muy bien cortado. Sus ojos eran de color azul oscuro, sanos. Tenía los dientes regulares y blancos, y todo él olía como a cuero. Evelyn se preguntó durante un tiempo qué era, hasta el día en que pasó por una elegante tienda para hombres y vio el escaparate. Una silla de montar bellamente labrada, rodeada de botellas de colonia y loción para después del afeitado, jabón de afeitar y enormes pastillas de jabón de baño, loción para el cabello y polvos de talco. Un lazo formaba las palabras: Montana Saddle. Tenía que conocerlo, aunque fuera caro. Probó el jabón de baño. Un dólar por un óvalo de jabón, pero lo valía, porque era eso. El olor que emanaba de Leonard Halvery era, sin lugar a dudas, Montana Saddle.

La primera noche la llevó a un lugar donde cenar costaba cuatro dólares. Después estuvieron en un bar decorado elegantemente y él pidió whisky de doce años. Se tomó nueve whiskies, bebiéndoselos con muy poquita soda cada uno. Evelyn paró al tercero. Ahora lo recordó; había tenido un poco de miedo. Con nueve whiskies en el cuerpo, probablemente estaría borracho.

Pero resultó que no lo estaba. Caminó con estabilidad, habló con naturalidad, tranquilamente, y condujo el coche con seguridad y facilidad. Era admirable, pensó Evelyn.

Y cuando se despidió, él le cogió las manos, sus grandes dedos con suavidad en los nudillos, sus pulgares apretándole las palmas. Sonrió débilmente y dijo:

—Quiero verte otra vez. —Hizo una pausa, se acercó a ella, y añadió—: Mañana por la noche —y sin esperar respuesta, dio media vuelta y bajó la escalera.

A la noche siguiente la fue a recoger a la tienda y otra vez la llevó a cenar. Otra vez fue un restaurante caro, más caro aún que el primero. Luego fueron al cine y, cuando salieron la llevó a un bar elegante, tranquilo, decorado al estilo colonial. Evelyn se tomó dos sidecars y él once whiskies. Salieron del bar hacia las doce y media. Desde el centro de la ciudad, él la llevó a casa por el River Drive. El descapotable color púrpura circulaba a ochenta kilómetros por hora, silencioso al lado del Schuylkill. Leonard tenía muy poco que decir, y Evelyn se preguntó si habría dicho o hecho algo que le había desagradado. Empezó a preocuparse por ello, y luego de repente se enfadó consigo misma por preocuparse por eso, y levantó un poco la cabeza y la mantuvo ahí.

Cuando Leonard se despidió de ella, no le puso las manos encima. No dijo nada de verla otra vez. Se limitó a desearle buenas noches y se fue.

Al día siguiente apareció de nuevo en la tienda. Llegó a mediodía y la llevó a almorzar. Salió con ella el sábado por la noche. El domingo la llevó a dar un paseo por el campo. El lunes llevó a su casa una caja de bombones de dos kilos y medio.

Esta noche era martes.

Evelyn estaba citada con él mañana por la noche. Pensar en mañana por la noche era pensar en riqueza color púrpura y en Montana Saddle, con el fondo de un nuevo vestido que había visto en un escaparate de Chestnut Street. Ella quería ese vestido y quería un sombrero nuevo, pero sólo cobraba dieciséis dólares a la semana y el vestido era muy caro. Su padre le compraría el vestido si se lo pedía, pero no se lo pediría, porque Clara lo descubriría y habría el mismo problema que la última vez. Sin ruido, toda rigidez y formalidad; era esa clase de problemas. La fórmula especial de Clara para crear problemas. El modo que tenía Clara de descubrirlo. El modo que tenía Clara de tantear, de rascar, de escarbar, con la tranquila severidad de quien está decidido a sacar el último trozo de carne de una cáscara de nuez.

Evelyn se retorció sobre su costado y apagó la luz. Sintió un confort limpio entre las blanquísimas sábanas, con el calor justo que proporcionaba la manta azul con ribete de satén. Evelyn permaneció tumbada de espaldas, respirando tranquilamente el dulce aire de primavera que entraba por las dos ventanas que había frente a la cama. Contempló la resplandeciente oscuridad; la noche era como la faceta muy pulida de alguna gigantesca gema color azul oscuro. Negro oscuro fuerte. El cheviot azul oscuro que quedaba tan bien sobre los hombros de Leonard Halvery. Sus anchos hombros. Sus gruesos brazos, sus gruesas muñecas, tan gruesas. Y sus manos, qué limpias eran sus manos, sus uñas pulcramente arregladas.

La suave riqueza de la voz de Leonard, la suave y suntuosa tapicería de cuero púrpura oscuro del descapotable púrpura, la riqueza de los grabados en los gruesos mangos de los cuchillos y tenedores de los restaurantes grandes y caros. Y el rico e indiferente zumbido del gran descapotable al deslizarse por la noche primaveral junto a la orilla del Schuylkill.

Y la suavidad, la maravillosa suavidad de la música que sonaba en la radio del coche, la delicadeza con que las manos de Leonard manipulaban el volante de plástico color espliego, el suave tintineo de los gruesos vasos altos, reluciendo sobre un fondo de suaves paredes de madera de arce. El majestuoso salón de coctelería situado en ángulo recto con Rittenhouse Square en el majestuoso centro de la ciudad de Filadelfia. Qué delicia.

Qué delicia vivir en un mundo de color. Estas espléndidas combinaciones como verde y oro, la piedra verde tan grande y firme en el centro del grueso anillo de oro de la clase de Dartmouth. O negro y oro, el cuerpo negro mate de la correa del reloj sobre el vello rubio de la gruesa muñeca de Leonard.

Evelyn cerró los ojos y vio los colores. Sonrió.

Oyó un ruido y sintió un escalofrío. Un ruido en las ventanas. Se estremeció otra vez. El ruido lo producían unas piedrecitas que golpeaban las ventanas, algunas de la cuales atravesaban el espacio abierto y caían al suelo. Evelyn tenía los ojos cerrados con fuerza.

Las piedras siguieron golpeando las ventanas.

Evelyn sacudió la cabeza, como si quisiera negar algo. Empezó a hacer girar la cabeza de un lado a otro sobre la almohada, y las piedras seguían golpeando las ventanas.

Evelyn se llevó una mano a la garganta, se estremeció otra vez y se incorporó. Luego todo sucedió velozmente, sin pensarlo. El armario y la bata. Y las zapatillas en los pies. La habitación, el oscuro pasillo, la escalera. El silencio de la casa en el piso de abajo, y la puerta trasera. Y Evelyn se quedó en lo alto de la escalinata, mirando hacia la ancha calle.

La luz indefinida de la luna bañaba la calle, franjas de azul luminoso que colgaban oblicuas de la densa quietud negra. Estas franjas parecían ensancharse al abrirse paso la luna a través de las nubes más altas, y su resplandor era completamente líquido, desparramando de modo gradual una corriente acuosa de reluciente azul por toda la calle. Recortada sobre esta se veía la figura de un hombre joven.

El joven esperaba, a pocos metros del pie de la escalinata. Respiraba fuerte, con la boca abierta, los brazos sueltos a los costados mientras observaba a la muchacha acercarse a él.

Al principio bajó la escalera despacio. Luego corrió, saltó desde el cuarto escalón, fue a parar al cemento blanco y se precipitó hacia él mientras él se precipitaba hacia ella. La muchacha se abalanzó sobre su pecho, le rodeó con sus brazos, le atrajo hacia sí mientras él la atraía hacia sí. Se quedaron así quietos, latiendo con fuerza sus corazones, y luego ella levantó la cabeza y le miró.

A la luz de la luna se veía esto: un muchacho de unos veintisiete años, un muchacho delgado pero fuerte de peso medio. Pelo negro, muy negro y brillante. Era un pelo lacio y lo llevaba tal cual, pero con descuido.

Ella acercó las manos al rostro del joven. Susurró:

—¡Barry! ¡Oh, Barry!

En los brazos de él había ferocidad, y también en sus ojos y en sus labios. Los ojos de Evelyn ahora estaban cerrados, y era como si estuviera corriendo a través de las llamas. Era una llamarada fulgurante, como un torbellino. Sin embargo en el centro era fría, manando de un modo maravilloso, inmensamente maravilloso.

Él susurró:

—Sabía que responderías a mi señal.

—Barry, no quería hacerlo.

—Lo sé. Pero sabía que de todos modos vendrías.

—¿Cómo lo sabías?

—No sé explicarlo. Pero lo sabía. Todos estos años sabía que alguna noche volvería a arrojarte las piedras. Y sabía que vendrías a mí cuando las oyeras.

—Barry, me alegro tanto de haberlo hecho. Ha pasado tanto tiempo, tanto tiempo…

Evelyn se estremeció, pensando en los tres años que la habían separado de Barry. Pero estaban juntos otra vez, y aunque la esencia de lo que ahora tenía lugar era como un sueño, con la noche que les envolvía como un vapor negro —el escenario para un idilio— la realidad de ello superaba el sueño; ella sabía que él estaba allí, y se aferró a ello.

Aquel primer encuentro, tan claro ahora, aun cuando estaba bajo un cristal de extremo grosor y estaba gastado… Ella era una niña pequeña, que salía a tientas de la infancia y hacía muecas al muchachito de diez años. Y el muchachito se quedaba donde estaba y la miraba con el ceño fruncido.

Y después era una niña de cinco años, y le tiraba algo al muchacho. Era una jarra de vidrio. Se la arrojó y se escapó corriendo, pero él no la persiguió. Siempre era así. Él nunca la perseguía. Apenas si la miraba alguna vez. Y su infancia transcurrió de esta manera, una oscura beligerancia, una progresión de escenas en las que ella le hacía muecas y le arrojaba cosas, e incluso cuando recibió un corte en la cara, él no le hizo ningún caso.

Cuando Evelyn tenía dieciséis años él empezó a mirarla. Entonces él trabajaba en un garaje. Ella recordó ahora cómo él solía subir por la calle, y el color dorado y gris de media tarde del sábado en primavera. Él trabajaba en un garaje y regresaba sucio y negro, cansado y aparentemente disgustado. ¡Oh!, tenía un aspecto horrible.

A ella le producía un cruel placer verle así, porque ella iba impecablemente limpia, con su bonito vestido ahuecado y elegante para la cita del sábado por la noche con algún chico de la parte alta de la ciudad. Y estaba encantadora, de pie en la escalinata, esperando a su cita. Ella siempre concertaba la hora para que el chico llegara cuando Barry regresaba a casa después del trabajo.

La cita llegaba con el cabello engominado, los pantalones planchados, los zapatos relucientes. Una sonrisa para el chico, una barbilla levantada y un movimiento de hombro para Barry, como para impresionarle y hacerle sentir inferior. Y una noche él apareció en la calle con la cabeza vendada, y ella le dijo a su cita que no se encontraba bien. Llamó a la puerta de los Kinnett. Barry estaba en casa solo; la miró, intentó decir algo, y de repente ocurrió algo pasmoso. Él se echó a llorar. Ella recordó ahora el sabor que sus lágrimas, estas extrañas lágrimas de un joven de veintitrés años, dejaron en su boca.

Y la sangre manchaba el vendaje. Él le contó que había habido una pelea en el garaje. No pudo decirle mucho más que eso. Ella no le dejó. Porque lo sabía. Ella lo sabía mejor de lo que él podía contárselo. Toda su amargura, esas tardes de sábado cuando subía por la calle, cuando veía los relucientes coches nuevos de la parte alta de la ciudad aparcados enfrente de la casa de ella. Las cosas que acudían a su mente mientras permanecía junto a la ventana y observaba alejarse el descapotable, el pelo de Evelyn al aire, y el chico erguido y presumido ante el volante.

Y aquella noche ella lo descubrió. Su sangre y sus lágrimas eran una narración viva, que le decían la lucha que existía en el interior del muchacho, las cosas que era capaz de sentir, la profundidad que había en él. De una manera extraña ella no sólo comprendió los pensamientos y emociones de Barry, sino sus acciones cuando estaba fuera de su vista, y pudo verle cuando estaba solo en su casa, aquellas noches en que la risa y la charla de ella se mezclaban con la chispa de una fiesta en la parte alta de la ciudad. Pudo verle en su soledad y su confusión y su fatiga. Pudo verle salir de su casa, caminar hacia la parte alta de la ciudad, caminar y caminar en la oscuridad, mirando hacia los grandes céspedes y las ventanas iluminadas de las mansiones. Y su mente, desgarrada por el despecho, por el ansia, pensando cuánto la odiaba, cuánto quería que estuviera con él. La sangre y las lágrimas lo borraron todo. La sangre y las lágrimas les empujaron a un abrazo y a una promesa.

Él le habló de una verdad inmensa arraigada en esta noche de primavera. Siempre estarían juntos, y lanzar piedrecitas desde la calle a la ventana del dormitorio de Evelyn sería su señal.

Ella recordó ahora la maravillosa música de aquella señal; cómo le hacía correr hacia él, la aventura que ello representaba, la emoción y el placer durante toda una primavera de ensueño.

Y sin embargo llegó el verano, y luego un invierno, y él olía a gasolina, parecía tan cansado, no podía quitarse la suciedad de las uñas, no podía, o no quería, peinarse el cabello. Hubo una noche en que las piedras golpearon la ventana y ella bajó con cierta desgana, los ojos fríos, fríos como la noche de invierno, su voz no la voz de Evelyn, y su actitud, distante. Vio el efecto que producía en él, su esfuerzo por no creer, sus gestos torpes, y ella apartó la mirada. Era como si ella no estuviera escuchando, pero ahora, al rememorar aquella noche, recordó todas y cada una de las palabras que él dijo.

Dijo que a los veinticuatro años no se era demasiado mayor para comenzar la universidad. Iba a estudiar bioquímica. Se las arreglaría para trabajar y pagárselo. Había un gran futuro en ese campo. Aun cuando tardara seis o siete o incluso ocho años en conseguir el diploma, lo haría.

Pero aquella misma noche ella había estado en una gran fiesta en la parte alta de la ciudad. Una mansión espléndida. Muchísima gente. Había algo en ella que atraía a los jóvenes ricos y de posición, algo refinado y digno que hacía que las jóvenes damas de talla social la aceptaran. Ella nunca había hecho nada por conseguirlo. Llegó con facilidad, sin quererlo. Había atraído la atención de la gente de la parte alta; su actitud les había gustado, y habían mostrado abiertamente una auténtica admiración. Ella se lo pasaba bien en todas las fiestas, en especial se lo había pasado bien en la fiesta de esta noche, esta noche que terminaba tristemente al ver a Barry, su pelo más desgreñado de lo usual, una mayor negrura en su cara y sus manos, cierta tosquedad en su voz, dureza y desafío en su actitud.

Hacía tres años de esa noche, pero ella la recordaba ahora con todo detalle. La manera como él se quedó, quieto como una roca, sin decir nada. Y la manera como ella se dio media vuelta y se alejó de él, diciéndose que nunca más volvería a preocuparse por él. No obstante, cuando regresó a su habitación, tuvo una visión de Barry, que no había vuelto a su hogar. Se alejaba de allí calle abajo. Se encaminaba al centro de la ciudad, hacia el barrio de casas de pisos donde había nacido. Las calles eran estrechas y sucias. Ella compartió las cosas que asaltaban los sentidos de Barry, el olor de humo de las fábricas que palpitaban con el turno de noche, el polvo que se levantaba en las calles, la sensación de que quería permanecer allí, en aquella zona estancada y derrotada. Ella oyó la promesa que se hizo a sí mismo de que no volvería a verla jamás y que no sería necesario que se marchara, porque él estaría a miles de kilómetros aunque viviera en la casa de al lado.

Ella sufrió todo esto con él, mientras se decía que era un alivio saber que habían terminado. Se quedó dormida diciéndose que un capítulo desagradable se cerraba para siempre. Y no obstante le veía en la calle estrecha, y sus ojos se asomaban a los ojos de él, aunque le miraba en la oscuridad de su mente.

Ahora Evelyn regresó a esta noche. Tenía la cabeza apoyada en su hombro, los ojos cerrados.

—Es tan difícil de creer —dijo ella—. Vives en la casa contigua, y sin embargo no nos hemos visto en todo este tiempo.

—He estado trabajando por las noches, y durante el día estoy en la Facultad. Así ha sido. Pero había noches en que no podía dormir, y salía aquí y tenía las piedras en la mano, pero no podía lanzarlas, porque me decía que no bajarías. Y entonces entraba de nuevo en casa. Y durante el resto de la noche, soñaba contigo. Sé que es difícil imaginar algo parecido a un sueño en esa casa…

—No digas eso, Barry.

—No es necesario que lo diga. Puedes oírlo tú misma a través de las paredes.

—Nunca oigo nada.

—Sí lo oyes. Mi padre, gritando. Mi madre, gritando. Yo moriría por ellos, Evelyn, pero no dejaré que me hundan con ellos. Voy a salir de esto, voy a entregar todo lo que tengo y trabajaré para salir de esto, y entonces, que Dios me ayude, les sacaré a ellos también. Esta noche han peleado otra vez, y no me digas que no les has oído. He subido arriba mientras todavía discutían. Y después, cuando han parado, no podía dormir. Pensaba y me dormía y volvía a despertar. Luego ha empezado esto, algo que me ha hecho salir de la habitación, alguna fuerza que me dominaba y me ha hecho salir de casa, me ha traído hasta aquí, me ha hecho coger las piedras. Y tenía miedo de tirarlas, pero sin querer, ya las estaba lanzando.

—A mí me ha pasado lo mismo. Tenía miedo de bajar. Y antes de darme cuenta, ya estaba fuera de casa, corriendo escaleras abajo, viéndote otra vez…

—Hemos tardado, ¿eh?

—Han sido tres años horribles, Barry. Pero ahora han pasado. Ahora todo irá bien, lo sé, estoy tan segura como de que estoy aquí de pie, mirándote, tocándote. Sé que todo irá bien. Eso es lo que realmente quiero. Y, Barry, quiero que recuerdes una cosa. Soy yo, la real, la que te está hablando ahora. Nadie más. Por favor, no lo olvides.

Él frunció el ceño.

Los ojos de ella mostraban angustia. Barry reconoció esa angustia, pero no pudo saber qué significaba, y su gesto ceñudo se intensificó.

—Nadie más —repitió ella.

Él empezó a decir algo, y su boca se cerró de golpe. Tenía el ceño fruncido cuando se inclinó hacia ella y le cogió las muñecas.

—Soy Evelyn —dijo ella—. Recuérdalo, ¿lo harás, Barry? Por favor.

Barry percibió que algo extraordinario estaba ocurriendo y quería entender y, sin embargo, le daba miedo hacerlo.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Nada… ahora. Ahora no pasa nada.

—Dime lo que era.

—Barry, hagamos planes.

—Por supuesto.

—¿Mañana?

—Sí, claro. ¿A qué hora? ¿Y dónde?

—Me cogerá un dolor de cabeza terrible durante la hora del almuerzo y me tomaré el resto del día libre. Encontrémonos en Fifteenth and Chestnut, la esquina sudoeste. Iremos a Fairmount Park… Mira, mira las estrellas. Mañana será un día hermoso. Y es primavera, somos jóvenes, tenemos derecho a ver las violetas de vez en cuando, en lugar de paredes y caras espantosas. Barry, di la hora.

—Digamos a la una y cuarto.

—Sí, pero yo estaré allí mucho antes. Quiero esperarte, Barry. Quiero estar allí y esperar y ser feliz esperando verte. Ver tu pelo negro desgreñado.

—Mañana me lo peinaré.

—No. —Casi lo dijo con un siseo, como si se rebelara contra algo—. No quiero nada especial ni preparado. Sólo quiero ver a Barry, tal como es.

—Verás a Barry.

Ella se apoyó en él y dijo:

—Ahora tenemos algo, ¿no es verdad?

—Lo tenemos todo —murmuró Barry, y sus manos enmarcaron suavemente la cabeza de la joven—. Esta vez no lo perderemos… —Sonrió, levantando la vista despacio, queriendo ver el cielo estrellado, pero su mirada se detuvo al llegar al segundo piso de la casa de los Ervin. Mientras miraba las ventanas, los puntales de madera, las columnas de ladrillo, se oyó a sí mismo decir—:…y nadie nos lo quitará.

Notó que Evelyn se estremecía contra él. Esperó; quería que ella hablara, quería que ella le llevara a estos tres años transcurridos, como si se tratara de alguna tortuosa caverna que contuviera algo de lo que ella había escapado, algo angustioso y funesto, algo contra lo que él tuviera que tomar venganza.

Las paredes de la casa de los Ervin parecieron expandirse, elevarse y ensancharse, haciendo desaparecer las estrellas.