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Los vecinos estaban peleando otra vez. Eran las dos de la madrugada. George Ervin lo vio cuando abrió los ojos y miró la esfera luminosa del despertador.

Ervin, de cuarenta y siete años, era técnico en estadística y trabajaba para una empresa de inversiones bancarias en Walnut Street. Tenía una altura media, y un peso algo más que medio. Hasta hacía pocos años, su cabello había sido castaño oscuro. Ahora tenía muchas canas, y las sienes completamente blancas. También su piel había sido morena, porque caminaba mucho, jugaba a golf los domingos en la cancha pública y se sentaba en la gradería de sol los sábados por la tarde. Todavía quería hacer estas cosas, pero no las hacía, y por eso su tez era pálida y sin brillo, y su rostro tenía arrugas y surcos. Se estaba volviendo cada vez más panzudo, aunque su cara seguía siendo delgada.

Miró los resplandecientes números verdes de la esfera del despertador. Aparte de esto, la habitación estaba completamente sumida en la oscuridad, una cámara oscura de extraño debate entre el estridente ruido de los vecinos de al lado y la profunda y plácida respiración de Clara, su segunda esposa.

Ervin escuchó el ruido de los vecinos. Se oía con claridad, porque estas casas estaban adosadas, pegadas la una a la otra, separadas tan sólo por una pared las viviendas y las historias familiares.

Ervin oyó al señor Kinnett que decía:

—Te romperé la cabeza. Siempre has tenido suficiente comida, y un techo sobre tu cabeza, ¿no? El chico siempre ha tenido lo que ha querido, ¿no?

—Claro —gritó la señora Kinnett—. El chico ha tenido todo lo que ha querido. Pero él nunca ha querido nada. Cuando todos los niños de este bloque tenían una bicicleta de dos ruedas, ¿qué tenía nuestro hijo?

—Siempre me echas eso en cara —dijo el señor Kinnett—. Sabes que no tenía dinero suficiente para comprarle esa bicicleta. ¿Sabes cuándo era esto? Mira atrás y recuerda. Era en mil novecientos veintinueve. ¿Recuerdas lo que ocurrió en mil novecientos veintinueve?

Ervin también recordó el año mil novecientos veintinueve. Él nunca había especulado mucho. No es que no hubiera querido hacerlo, sino que simplemente no había tenido dinero. Al parecer, sin llegar a tener lujos, siempre se las había apañado para gastarse hasta el último centavo. Esto en cierta manera le divertía, porque se ganaba la vida como estadístico, siguiendo el rastro a tendencias y sumas, y lo hacía muy bien. Pero no podía seguir el rastro a sus propios asuntos financieros. Y compraba sin analizar. Compraba todo lo que le apetecía, lo que a su esposa Julia le apetecía, lo que a su hija Evelyn le apetecía. Y así, como no tenía mucho que perder, no recibió un golpe demasiado duro en mil novecientos veintinueve, en lo que al dinero se refería. Pero en ese año perdió a Julia.

Julia había dejado pasar demasiado tiempo sin hacer caso de un dolor de estómago. Tuvo peritonitis y murió. Ervin fue de un lado a otro viendo a los que habían perdido todo su dinero. Les vio murmurar para sus adentros. Les vio llorar. Vio a un hombre que se acercaba tambaleante a una ventana de la doceava planta de un edificio de oficinas del centro, y que se desmayó antes de llegar a ella. Ervin contempló todo esto y suspiró profundamente, y sacudió la cabeza confundido. Era demasiado para él. Estaba muy cansado. Deseaba poder dormir durante unos cuantos años.

Se había casado con Julia cuando tenía veintiséis años. Y ella tenía veinte entonces; era una chiquilla callada, muy delgada, casi bonita, pero demasiado tímida para ponerlo de manifiesto realmente. Tenía el cabello castaño claro, brillante. Al principio, él siempre se decía que no quería atarse, y de todas maneras sólo ganaba veintidós con cincuenta a la semana y sus padres no podían darle nada, y sería difícil. Se preguntaba por qué necesitaba casarse. Miraba a su alrededor y veía que todo el mundo estaba casado, y pensaba que quizás había algo en el matrimonio que él no comprendía. Aunque la razón fundamental era evidente, pensaba mucho en ello, y había noches en que permanecía despierto discutiendo consigo mismo. La costumbre de casarse era algo sobre lo que reflexionar, algo que estudiar desde muchos ángulos distintos. Y no obstante, la idea de Julia distaba enormemente de este modelo geométrico de casarse y vivir con una mujer el resto de la vida. La idea de Julia era algo bueno y puro, algo que eliminaba todas las consideraciones prácticas. Pero no había empuje, no había vigor en la idea de Julia. Y Ervin tenía miedo, y no quería atarse.

Dos años después de casarse con Julia, efectuó una inversión en una compañía que lanzaba un artilugio de cocina. Resultó ser una buena cosa. Ervin ganó una suma considerable y pudo comprar una de las casas adosadas que se habían construido en esta parte más nueva de la ciudad. No era exactamente las afueras, pero las aceras tenían esa blancura suburbana, había vegetación aquí y allá, un pequeño cuadrado de césped bien cuidado enfrente de cada casita. Y las calles eran de asfalto liso, más anchas que las calles del centro de la ciudad, y mucho más limpias.

George y Julia eran felices en su pequeño hogar. Vivían modestamente, salvo algunas veces en que tenían una temporada de exuberancia y se escapaban juntos un fin de semana a la playa. Era maravilloso saber que se marchaban juntos y que regresarían juntos. Era maravilloso estar juntos, siempre juntos por la noche, en invierno, en el calor de su propio hogar. Hacían muchas cosas juntos. Jugaban a las damas. Les gustaban los mismos programas de radio, al menos eso era lo que se decían. Y se decían que les gustaban las mismas películas de cine, los mismos platos. Cuando tenían una discusión, esta transcurría principalmente entre ruegos y risas, quizá de vez en cuando algún lamento.

No tenían muchos amigos. Eran gente tranquila, y la gente tranquila nunca acumula muchos amigos y nunca se preocupa por ello. Realmente no necesitaban amigos, en especial después de que naciera Evelyn. Ellos tres formaban un pequeño mundo. George era tan feliz, que a veces pensaba en su esposa y en su pequeña Evelyn y las lágrimas acudían a sus ojos. Y cada noche, cuando regresaba a casa después del trabajo, su felicidad era inconmensurable.

Julia tuvo otro hijo, pero murió a los pocos días de nacer. Julia casi perdió la razón, y George pasó momentos difíciles con ella. A él le hubiera gustado tener otro niño, pero ella no quería. Decía que podría morir. Empezó a sufrir períodos de llanto. Decía que no podía soportar la idea de la muerte, y que si tenía otro bebé y este moría, ella también moriría. Esa manera de hablar enojaba a George, pero cuando mostraba su enfado, Julia se echaba a llorar. Él le daba unas palmaditas cariñosas en la espalda y se decía que su esposa era una cobarde, una pobre cobarde, tan dulce, tan buena, tan frágil y preciosa.

En la casa de al lado el señor Kinnett estaba diciendo:

—… y toda tu familia.

—¿Qué te ha hecho mi familia?

—Muchas cosas.

—¿Qué? —exigió la señora Kinnett—. Dime un mal negocio que mi familia te haya proporcionado jamás.

—Tú.

—Espero que caigas muerto por lo que has dicho.

—Te diré una cosa —gritó el señor Kinnett—, y quiero que la entiendas. La próxima vez que alguien de tu familia empiece a promover alguna transacción conmigo, se la tiraré a la cabeza. Y si no te gusta, también te tiraré a ti.

La señora Kinnett se echó a llorar. Dijo:

—Si me voy, Barry se irá conmigo. Mi hijo Barry no me dejará morir de hambre.

—¿Quién te va a dejar morir de hambre? ¿Alguna vez te he hecho pasar hambre?

—Si me voy —anunció la señora Kinnett—, mi hijo se va conmigo. Él no me dejará morir en las calles. Él se ocupará de que su madre esté cuidada. Aunque tenga que cavar zanjas, él hará que su madre tenga suficiente para comer.

—Oh, cierra el pico ya.

—Mi hijo no me dejará morir en la calle. No me abandonará. Se quedará con su madre, porque sabe que siempre ha sido una buena madre para él. Le ha criado desde que era un bebé.

—Espérate aquí —gritó el señor Kinnett—, que voy a salir a buscarte una medalla. Hablas tanto que pareces una ignorante. No tienes cerebro. Me atrevo a apostar a que no pasaste del jardín de infancia.

—Eres un mentiroso. Eres un sucio mentiroso…

—Deja de chillar —dijo el señor Kinnett con un grito—. Que Dios me ayude, si no cierras el pico…

—Vamos, mátame. ¿Por qué no me matas? ¿Por qué no te deshaces de mí? Lo han hecho antes. Destrózame y méteme en un baúl…

—Escúchame —dijo el señor Kinnett—. Si sigues hablando así, te parto la boca.

—Adelante, pégame. Mátame y méteme en un baúl, no me importa. ¿Para qué tengo que vivir, de todas maneras? Esta casa. Limpio esta casa día tras día con mis manos y de rodillas. Friego los suelos y lavo los platos y me parto la espalda en el lavadero. ¿Para qué? ¿Por qué no tengo una chica que me ayude con el trabajo de la casa?

—¿Te estás volviendo loca? Ya tienes una chica.

—Me refiero a una criada, no a una pequeña imbécil que viene después de la escuela y se queda ahí mirando las paredes. El otro día le dije que preparara una ensalada, y en lugar de aceite utilizó aceite para la máquina de coser. Si no lo hubiera probado antes de la cena, ahora estaríamos todos en el hospital. No puedo soportarlo más. ¿Por qué no me muero ya?

—¿Por qué demonios no te callas ya?

La señora Kinnett lloraba con todas sus fuerzas. El sonido del llanto iba y venía, como si la mujer estuviera paseando por la habitación. El llanto alcanzó un punto elevado, y luego ella lo interrumpió para decir:

—Ya verás. Barry prosperará. Trabaja mucho y estudia mucho, y algún día será un gran hombre. Y es listo. Tiene cerebro. Eso ha salido de mí, su madre. Es un buen chico, mi Barry.

Ervin contemplaba la oscuridad, recordando cómo Julia solía ponerle los labios sobre las pestañas, como si los suaves pétalos de las flores del naranjo se posaran en sus ojos. Recordaba cómo ella le hablaba por la noche, fluyendo su voz, apagándose las palabras a medida que el sueño la arrastraba. Pero ella seguía hablando, y al cabo de un rato las frases perdían coherencia, y su voz era muy baja, más débil que un susurro.

Era como una canción de cuna sin melodía, y George, sin darse cuenta, imaginaba cosas bonitas, maravillosas, con lo que su medio dormida Julia decía. En la oscuridad él la escuchaba, sin oír nada más, ni siquiera las discusiones de la casa de al lado.

Ahora recordaba. Recordó una noche, cuando hacía tres años que había muerto, en que despertó e imaginó que ella le estaba hablando. En ese momento recordaba cómo fue. Al principio se había sentido asustado. Había salido de la cama, encendido las luces, temblado un rato en la silenciosa habitación. Luego fue al cuarto de baño y bebió un vaso de agua. Volvió al dormitorio, apagó la luz y, pensativo, se metió otra vez en la cama que en otro tiempo había compartido con Julia.

Durante un rato no se oyó nada. Luego, de nuevo, ella empezó a hablarle. El miedo regresó a él, pero lo apartó, porque ahora estaba seguro de que era Julia que le hablaba desde algún lugar y que quería que oyera lo que le estaba diciendo.

Le preguntó por Evelyn. ¿Todo iba bien? ¿Cómo le iba el colegio? Que estudiara. Que se cepillara los dientes al menos dos veces al día. ¿Agnes seguía trabajando en casa, o había una chica nueva?

Le dijo que escuchara con atención. Lo siguiente era de lo más importante. Lo siguiente se refería a él. Su salud. ¿Todavía no había solucionado lo del riñón? ¿Seguía padeciendo aquellos dolores de cabeza? Quizá tenía alguna relación con el problema del riñón. Si el médico que tenía ahora no hacía nada, debería ir a un especialista. Por lo demás, ¿cómo se sentía? ¿Se cuidaba bien? No salía mucho, ¿verdad? No era que pusiera objeciones de tipo moral, pero su salud se resentiría si trasnochaba.

Debería encontrar una mujer buena y casarse otra vez.

Julia lo repitió. La voz medio dormida de su esposa muerta lo repitió suavemente, una y otra vez, como una enfermera dulce y eficiente que le dijera al paciente que se tomara la medicina, le dijo que necesitaba una esposa y Evelyn necesitaba una madre. Julia siguió repitiéndolo, y de forma gradual su voz fue adquiriendo fuerza. Había algo diferente en ella. George cayó del ensoñecedor acantilado, aterrizó con dureza y se dio cuenta de que aquella voz era la suya propia.

Esa idea se había estado formando hacía tiempo en su mente y por fin se había revelado por completo. No había querido dar ese paso él solo. Queriendo conocer lo que Julia pensaba, se había forzado a sí mismo a creer que ella realmente le visitaba por la noche y le hablaba. Y que estaba de acuerdo con él. Necesitaba una esposa, y Evelyn necesitaba una madre.

Aquella noche, recordó, estaba lloviendo: la suave y persistente lluvia de primavera. Y en primavera, cuatro años más tarde, se había casado con Clara Reeve.

En la casa de al lado, el señor Kinnett gritó:

—Un hombre puede aguantar hasta cierto límite nada más. Hay un momento en que le llega al cuello y le ahoga. Todo el día me mato a trabajar en ese taller. Hoy casi me he destrozado un dedo en una máquina. Trabajo y trabajo y trabajo…

—Si hubieras utilizado la cabeza cuando tenías dinero, hoy dispondrías de tu propio taller. Nuestra casa sería grande y Barry no tendría que trabajar en la fábrica por la noche para pagarse la escuela. Pero no, cuando tenías dinero…

—No me hables de cuando tenía dinero. No sigas echándomelo en cara.

—Cuando tenías dinero, ¿qué hiciste con él? Te lo jugaste y lo perdiste. Lo tiraste en la Bolsa.

—Ahora va a hablarme de la Bolsa.

—Algún día, lo sé, lo presiento, Barry llegará a algo. Ya lo verás. Será una persona importante algún día, y entonces veremos cuánto te ríes tú.

—¿Me estoy riendo yo de él? —gritó el señor Kinnett—. ¿Y me puedes decir qué tiene que ver una cosa con la otra? ¿Me has oído reír? ¿Acaso impido al chico que haga lo que quiere?

—¿Qué haces por él? ¿Qué has hecho por él? ¿Qué has hecho por mí?

—Me casé contigo, y sólo Dios sabe dónde tenía la cabeza entonces. En cuanto a Barry, siempre he sido un buen padre para él. Quiso hacer ese curso de bioquímica, e hice todo lo que pude para ayudarle. Otros chicos de veintisiete años están casados y ya tienen hijos. Pero ¿alguna vez se lo echo en cara? No. Soy su padre y quiero verle progresar. Y no le regaño como haces tú.

—Yo nunca le regaño —se quejó la señora Kinnett.

—Oh, no. Nunca le regañas. Y supongo que nunca me regañas a mí tampoco. Escucha. Vas a volverme majareta y después volverás majareta a tu hijo y después tú misma te volverás majareta. Y si te llevan al manicomio mientras yo esté allí, te juro que saltaré la verja y me escaparé.

Como si estuviera dirigiendo una asamblea, la señora Kinnett dijo:

—Mi hijo Barry sabe lo que hace. Será un gran científico. Por eso hace ese curso de… lo que sea. Por eso estudia tanto. Por eso pierde peso y tiene ojeras. Pero todo tiene su precio. Mi madre me lo enseñó. Mi propia madre, ya muerta. Todo en este mundo tiene su precio.

—Está bien —dijo el señor Kinnett—. Todo en este mundo tiene su precio. Ahora cierra el pico y déjame dormir un poco.

En el silencio de la oscura habitación, George Ervin se movió hacia el borde de la cama. Clara estaba apretada a él. Cuando dormía, tenía la costumbre de rodar hacia él, desplazándole al borde de la cama. Él había sugerido muchas veces que durmieran en camas separadas, pero ella insistía en utilizar una sola cama. Y él no podía decir que ella se movía mucho cuando dormía. Tampoco eso era realmente cierto. Sólo que se le apretaba cuando dormía, y más de una vez George había abierto los ojos y había descubierto que se encontraba en el suelo. No quería decírselo. Había muchas cosas que no quería decirle.

Empezó a pensar en ellas. Empezó a pensar en Clara. Pasaba muchas noches haciendo esto, pensando en Clara, con los ojos abiertos en la habitación a oscuras. Y recordando.

Recordó su primer encuentro. Ella trabajaba entonces como cajera de una tienda del centro de la ciudad. Él entró en la tienda a comprar un regalo para una mujer a la que iba a ver aquella noche. Sabía que no significaba nada para aquella mujer, y no estaba seguro de que ella significara algo para él. Pero representaba una oportunidad, y tenía curiosidad por ver si podía sacar algo.

El regalo fue un estuche de manicura. Cuando George Ervin le entregó a la cajera el ticket y el dinero, esta le examinó de arriba abajo. Le sonrió débilmente, como si conociera su problema, como si le hubiera estado estudiando durante un buen rato y le comprendiera por completo. A él le interesó aquella sonrisa y le sonrió a su vez mirándola a los ojos. Luego le miró el cuerpo.

Debajo del ajustado vestido, de algodón y rayón, y sin mangas, apropiado para la época primaveral, su cuerpo era agresivo y majestuoso. Su grasa era firme, la robusta carne que sobresalía enviaba un reto al delgado cuerpo de George Ervin, el tono peculiarmente oscuro de sus ojos verdes repetía ese reto, lo reforzaba, y los labios carnosos y bien formados sonreían ante ese reto.

Días más tarde, semanas más tarde, George Ervin se encontró incontables veces pensando profundamente en la cajera de aquella tienda. No podía recordar lo que ella había dicho aquel día, ni cómo era su voz, pero le asombraba ver que recordaba cada detalle de su aspecto. Cerraba los ojos, y era como si tuviera ante sí una fotografía en color de aquella mujer. Un primer plano de su cara, los ojos verde oscuro en armonía con las mejillas rollizas que no necesitaban colorete, los labios pintados con moderación, aunque sobresalían con su reto rojo purpúreo. Por encima de todo esto, un peinado realizado con esmero, el pelo de brillante color naranja, teñido, por supuesto, y no obstante teñido de tal manera que la artificialidad quedaba subordinada a un atractivo atrevimiento.

La fotografía se amplió. Al otro lado del mostrador, él no había podido verle las piernas, pero sabía cómo serían. Sabía cómo sería toda ella. Le sorprendió no sólo esta seguridad, sino su repentino y decidido interés por el físico, este énfasis en la carne. Trató de recordar si anteriormente había ocupado alguna vez su mente con este tipo femenino concreto. Y cuando lo recordó, la respuesta fue que no, y eso aún le sorprendió más. Era del todo natural y completamente saludable que la atracción física actuara como fuerza magnetizadora inicial entre un hombre y una mujer. Sin embargo, eso era más un enigma que una respuesta, porque él nunca se había sentido atraído por las mujeres robustas, más bien corpulentas, por muy bien proporcionadas que fueran. Se había casado con una chica que pesaba cuarenta kilos y jamás había engordado un gramo.

Pensó en sus relaciones con otras mujeres. Se preguntó si era la simple casualidad lo que hacía que fueran mujeres calladas, educadas, que se vestían con modestia y no eran nerviosas ni bebían demasiado. Se preguntó si era la simple casualidad lo que hacía que casi todas fueran delgadas. Ninguna de ellas era realmente bonita en el sentido pleno de la palabra. Todas eran viudas o solteronas. No había nada especialmente excitante en ellas. Al cabo de un tiempo, o estaban cansadas o se hacían aburridas. Las escenas de despedida eran rápidas e insulsas, o no había siquiera escena de despedida.

Tenía la sensación de que la cajera gruesa, aunque curvada maravillosamente, aportaría algo nuevo y refrescante, quizás excitante, a su vida. Luego estaba la curiosidad, y por eso volvió a ir a la tienda.

Chestnut Street resplandecía en el atardecer primaveral. Fueron por Chestnut Street, encaminándose a un restaurante. Ella no llevaba corsé. Era asombroso. Esta mujer estaba gorda sin lugar a dudas, y sin embargo no necesitaba corsé, tan tersa era su redondez y tan bien equilibrada estaba. George trató de analizar una vez más este creciente interés por su aspecto físico. Quería saber cuáles eran sus dimensiones y se preguntaba por qué quería saberlo.

Ella tenía la conversación agradable y no hablaba mucho. Su voz armonizaba con su apariencia. Era una voz plena, fuerte y densa. Hablaba despacio, con cuidado, y su pronunciación era casi perfecta. A George le gustó el sonido de esa voz y le gustaron las cosas que dijo, le gustó ver cómo comía la cena. Comió poniendo énfasis en el placer de consumir buena comida. Comió concienzudamente, habló entre plato y plato, y sólo aceptó un cigarrillo después del café y licor de cereza. Después fueron a un cine, a ver una alegre comedia de enredos matrimoniales, y ella se rio de corazón. Le gustó el sonido de su risa. En un momento dado, el bolso le resbaló del regazo y, cuando él se inclinó para recogerlo, su mano rozó su muslo. Por un instante, hueco e irreal, le pareció que por sus venas corría aceite caliente.

Era fascinante, y de alguna manera importante, estar sólo paseando con ella. De nuevo quiso analizarlo. Casi volvió la cabeza para mirarla. Ella era casi tan alta como él, y le gustó saberlo, y se preguntó por qué le gustaba. Trató otra vez de analizar su interés por esta mujer, y ahora, cuando se acercaban a su apartamento de Spruce Street, estaba progresando un poco. Era en muchos aspectos una mujer notable, el atrevido desafío contrarrestado por la dignidad, la dignidad tan serena y desprovista de fingimiento que tenía que ser auténtica. Le aguijoneaba la ansiedad por conocer sus antecedentes.

En el apartamento, pequeño pero inmaculado, decorado con gusto, Clara Reeve encendió un cigarrillo ruso de quince centímetros y se recostó y habló de sí misma. Sonriendo con placidez, explicó que no había nada particularmente excitante en su pasado. Era de Denver, y mientras estaba en la escuela superior sus padres habían muerto. Por un tiempo, dijo, había vivido con unos tíos, pero tenían una manera de vivir monótona y sin atractivos y finalmente ella decidió irse a vivir sola. No fue tan fácil como esperaba. Trabajando por las noches en una tienda, se costeó la Universidad de Denver, donde se graduó. Luego tuvo un empleo de bibliotecaria, que duró tres años, Y después llegó un ingeniero de minas, y el matrimonio iba bien y seguro que habría durado, pero un día se rompió un cable mientras él se encontraba a mitad de camino en el pozo. Se rompió la espalda y quedó imposibilitado para el resto de su vida. Insistió en que se divorciaran.

Ella obtuvo el divorcio y al principio se negó a aceptar dinero. Al final él la convenció de que no sería feliz si ella no recibía una generosa pensión. Ocurrió cuando tenía veinticuatro años, y durante uno o dos años el gastar se llevó casi todo su tiempo. Le habló a George de los viajes por todo el país, las visitas a Canadá y México, el viaje por Sudamérica. Al final, dijo, regresó a Denver y se compró una casa. Un día, la visitó un abogado que le dijo que su exesposo había muerto mientras ella se encontraba en Sudamérica. Le había dejado en herencia todo su dinero.

Clara le dijo a George que todo esto no le debía interesar, pero él dijo que al contrario, le resultaba extremadamente interesante. Le rogó que continuara, y lo dijo de corazón. Había algo tan definido, tan firme en lo que decía, tan lógico y sincero, cuyo sonido estaba desprovisto de emoción y que sin embargo le mostraba exactamente cómo había sido, exactamente lo que había pasado. Él se dijo que ella no había querido abandonar a aquel hombre con la espalda rota. No había querido aceptar el dinero. Pero era lógico que le abandonara, era lógico que aceptara los términos del testamento. Era una mujer lógica, esta Clara, y era un placer estar allí sentado escuchándola y mirándola.

Bueno, era bastante dinero. Y por supuesto recibió ofertas de diferentes empresas de inversiones. Al final cedió. Sus ingresos aumentaron. Y al cabo de un tiempo hubo hombres que querían casarse con ella. Pero ninguno de ellos podía compararse con el ingeniero de minas. Tuvo algunas aventuras…

George la admiró por admitirlo. No se hacía pasar por un modelo de pureza. Hablando de las aventuras, introdujo algunos interludios de comedia. Sin entrar en detalles, le dio a entender que todo este tiempo había estado experimentando. Todo este tiempo había estado buscando algo fuera de lo corriente, pues le parecía que se lo merecía.

Entonces, en 1929, lo perdió todo. Fue necesario ponerse a trabajar. No fue particularmente desagradable. Denver era una buena ciudad y ella tenía buenos amigos. Pero después de algunos años, el recuerdo de sus viajes le escocía. Tenía algún dinero ahorrado, y se fue a Idaho. Una pequeña tienda de regalos en una pequeña ciudad. No funcionó, así que después fue una tienda de regalos en Salt Lake City, y después de eso un empleo en unos grandes almacenes de Cleveland. Un año atrás había decidido probar Filadelfia, y hacía unos meses que había aceptado este trabajo en la tienda, y ahí estaba, en este apartamento de Spruce Street, en Filadelfia. Y tenía treinta y ocho años.

George Ervin quería oír más, pero en este punto Clara le preguntó a qué hora tenía que estar en el trabajo al día siguiente, y cuando él le dijo que a las nueve menos cuarto, ella señaló que creía firmemente que se necesitaban al menos ocho horas de descanso cada noche. Aceptó verle de nuevo, le sonrió cuando se despidieron, y esperó en la puerta hasta que él estuvo abajo. Entonces le sonrió otra vez, y George, feliz, salió al dulce aire primaveral de Spruce Street. La noche era pegajosa. La densa dulzura de la noche era como una profecía.

Fue una amistad plena y agradable. A Clara le gustaba la buena música, con predilección por Bach, dijo, y escucharon Bach en la Academia, y mucho Bach en discos. Clara también manifestó que apreciaba la pintura, y así pasaron mucho tiempo en el museo del Parkway y asistieron a diversas exposiciones que se celebraban en la ciudad. Clara conocía bien la escuela holandesa, le entusiasmaban los ingleses, en especial Turner, con su rica y brillante luz del sol, e hizo la sencilla afirmación de que la mayoría de modernistas eran imitadores.

Para George todo esto era educativo, inmensamente educativo. Pero en ningún sentido era como escolar. A él nunca le parecía que esta información le fuera impuesta por la fuerza. Era más como una deliciosa ducha tibia después de un día de monotonía en la casa del dinero y la aritmética.

Hacía menos de un mes que conocía a Clara Reeve cuando decidió que sería una buena esposa para él. Aquel mismo día se lo propuso, y con total calma ella aceptó, y a la semana siguiente se casaron.

Ahora, esta noche, tres años después, tenso y expectante en el borde de la cama, George Ervin esperaba que Clara se apartara y le dejara un poco de sitio. Estaba incómodo y muy cansado, y esperaba que los Kinnett se calmaran y Clara le dejara espacio para así poder dormir un poco.

En la casa de al lado se oyó un estrépito, como de un plato grande estrellándose contra una pared. Se oyó otro estrépito, luego una maldición y después un grito. Hubo una sucesión de estrépitos y maldiciones y gritos. Todo acabó bruscamente cuando sonó el teléfono en casa de los Kinnett. George sabía que la gente que vivía al otro lado de los Kinnett finalmente había telefoneado y estaba diciendo que si este alboroto no cesaba iban a llamar a la policía.

George miró la esfera verde fosforescente de la mesilla de noche. Al fin había paz ahora. Y Clara, gracias a Dios, se estaba retirando hacia su lado de la cama. George cerró los ojos. Era extraño. Podía seguir viendo aquellos números verdes. Formaban un círculo iluminado sobre un fondo negro, luego se convirtieron en una bola verde en una caja negra, y luego en una estrella verde en el universo cuando George cerró los ojos con más fuerza.

Una estrella verde, alejándose a toda velocidad, dando la vuelta y subiendo otra vez, sin control. Una bola de calor verde rodando hacia la tierra, acercándose, fulgurando verde y enorme y repentina… estrellándose contra la tierra, destruyéndolo todo. Y la tierra humeante, sin vida, dando vueltas sin rumbo. George se despertó del todo y se preguntó por qué tenía esta imagen en la mente. Se dijo que volviera a dormirse, tenía mucho trabajo al día siguiente y la mente de un hombre necesitaba descanso igual que sus ojos y músculos.

Poco a poco el sueño se apoderó de él y le arrastró a sus profundidades, como una marea que domina a una concha.