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Volví a sacar la vieja carreta, la carreta con la que Fédorine y yo habíamos llegado al pueblo hace ya tantos años. No esperaba volver a utilizarla un día. No esperaba que hubiera otra partida. Pero puede que para los que son como nosotros, para quienes se parecen a nosotros, no haya más que partidas, eternas partidas.

Ahora estoy lejos.

Lejos de todo.

Lejos de los otros.

Me he ido del pueblo.

Por lo demás, puede que ya no esté en ningún sitio. Puede que ya no esté en la historia. Puede que ya no sea más que el viajero de la fábula, si es que ha llegado la hora de la fábula.

He dejado la máquina en la casa. Ya no la necesito. Ahora escribo en mi cabeza. No existe libro más íntimo. Ése no podrá leerlo nadie. No tendré que esconderlo. Es imposible de encontrar.

Esta madrugada, al despertar, he notado que Emélia estaba pegada a mí y he visto que Poupchette seguía durmiendo en la cuna, con el pulgar en la boca. Las he cogido en brazos a las dos. En la cocina, Fédorine ya estaba lista. Nos esperaba. Los hatos estaban preparados. Hemos salido sin hacer ruido. También he cogido en brazos a Fédorine; es tan vieja y tan poca cosa que no pesa nada. La vida la ha desgastado. Como una sábana lavada miles de veces. He echado a andar, llevando a mis tres tesoros y tirando de la carreta. Creo que antaño hubo un viajero que se marchó de una ciudad en llamas del mismo modo, con su anciano padre y su hijo pequeño sobre los hombros. Habré leído la historia en algún sitio. Sí, la habré leído. He leído tantos libros… O tal vez nos la contara Nösel. Aunque también pude oírsela a Kelmar o Diodème.

Las calles estaban tranquilas y las casas dormían. Igual que sus moradores. Nuestro pueblo era el mismo de siempre, un rebaño, como había dicho Orschwir, sí, un rebaño de casas apretadas unas a otras, tranquilas bajo el cielo todavía negro pero sin estrellas, vacío, inerte, como las piedras de sus muros. He pasado ante la fonda de Schloss. En la cocina, brillaba una lucecita. He pasado ante el café de la tía Pitz, ante la herrería de Gott, ante la panadería de Wirfrau, al que he oído amasando pan… He pasado ante el mercado, ante la iglesia, ante la ferretería de Röppel, ante la carnicería de Brochiert. He pasado por delante de cada una de las fuentes y en todas he bebido un sorbo, a modo de despedida. Todos esos sitios estaban intactos, vivos… Me he detenido un instante ante el monumento a los caídos en la guerra y he vuelto a leer la inscripción: los nombres de los dos hijos de Orschwir, el de Jenkins, nuestro policía, los de Cathor y Frippman, y el mío, medio borrado. No me he entretenido mucho, porque notaba la mano de Emélia en mi cuello; sin duda intentaba decirme que nos fuéramos, pues nunca le gustó que, cuando pasábamos cerca del monumento, me parara y leyera los nombres en voz alta.

Era una hermosa noche, fría y clara, una noche que, además, no parecía querer acabar, que se arrebujaba en su negrura, dando vueltas y más vueltas, como quien holgazanea en la cama por la mañana, al calor de las sábanas. He rodeado la granja del alcalde. Oía a los cerdos en sus corrales. También he visto a Lise, la Keinauge, cruzando el patio con un cubo que parecía lleno de leche y rebosaba a medida que avanzaba, dejando tras ella un fino reguero blanco.

He seguido andando. He cruzado el Staubi por el viejo puente de piedra. Me he detenido un instante para oír su murmullo por última vez. Un río cuenta muchas cosas, a poco que sepas escuchar. Pero la gente nunca escucha lo que cuentan los ríos, lo que cuentan los bosques, los animales, los árboles, el cielo, las rocas de las montañas, los demás hombres… Sin embargo, hay un tiempo para hablar y otro para escuchar.

Poupchette todavía no ha despertado y Fédorine dormita. Emélia, en cambio, tiene los ojos muy abiertos. Las he llevado a las tres sin esfuerzo. No he sentido ningún cansancio. Poco después del puente, he visto a Ohnmeist a unos cincuenta metros. Parecía estar esperándome para enseñarme el camino. Se ha puesto en marcha con paso cansino y me ha precedido durante más de una hora. Hemos subido por el sendero que conduce a la meseta del Haneck. Hemos atravesado los grandes bosques de coníferas, que huelen a musgo y espino. La nieve formaba blancas corolas al pie de los grandes abetos y el viento balanceaba sus copas y arrancaba tenues crujidos a sus troncos. Cuando hemos llegado al extremo superior del bosque y hemos empezado a caminar por los prados del Bourenkopf, Ohnmeist ha echado a correr hasta una roca y ha trepado a ella. En ese momento, el alba ha empezado a arrojar sus primeras luces, y me he dado cuenta de que no se trataba del perro sin amo, de aquel Ohnmeist que se paseaba por nuestras calles y casas como si fueran su reino, sino de un zorro, un zorro muy bonito y muy viejo, por lo que he podido apreciar, que se ha quedado quieto, ha vuelto la cabeza hacia mí, me ha mirado largo rato y luego, con un rápido y grácil salto, ha desaparecido entre las retamas.

Camino sin cansarme. Soy feliz. Sí, soy feliz.

Las cimas que me rodean son mis cómplices. Van a ocultarnos. Hace unos instantes, junto al calvario del hermoso y extraño Cristo, me he vuelto para lanzar una última mirada a nuestro pueblo. Desde aquí, la vista es espléndida. El pueblo se ve muy pequeño. Las casas parecen de juguete. Tienes la sensación de que, si extendieras la mano, casi te cabrían en la palma. Pero esta mañana no he visto eso. Por más que he mirado, no he visto nada. Sin embargo, no había niebla, ni nubes ni bruma. Pero allí abajo no se veía ningún pueblo. No había ningún pueblo. El pueblo, mi pueblo, había desaparecido por completo. Y, con él, todo lo demás, las figuras, el río, los seres vivos, los dolores, las fuentes, los senderos que acababa de recorrer, los bosques, las rocas… Era como si el paisaje y cuanto había formado parte de él se hubieran borrado a mi paso. Como si, a medida que avanzaba, alguien hubiera ido desmontando el decorado, plegando los bastidores, apagando las luces. Pero de eso no tengo la culpa yo, Brodeck. No soy responsable de esa desaparición. No la he provocado. No la he deseado. Lo juro.

Me llamo Brodeck y no tuve nada que ver.

Mi nombre es Brodeck.

Brodeck.

Recuérdenlo, por favor. Brodeck.