Ayer —pero ¿fue realmente ayer?— le llevé el informe a Orschwir. Me presenté en su casa con las hojas bajo el brazo, sin avisarlo. Atravesé el pueblo. Era muy temprano. No me encontré con nadie, aparte del Zungfrost.
—¡No… no ha… no hace calor, Brodeck!
Le di los buenos días y seguí mi camino.
Entré en la granja de Orschwir. Me crucé con los criados y me crucé con los cerdos. Nadie me prestó atención, ni los hombres ni los animales. Ni me miraron.
Encontré a Orschwir sentado ante la gran mesa, como cuando había ido a verlo a la mañana siguiente al Ereigniës. Pero ayer no estaba comiendo. Simplemente, tenía las manos entrelazadas sobre la mesa y parecía meditar. Cuando me oyó entrar, alzó la cabeza y esbozó una sonrisa.
—¡Hombre, Brodeck! ¿Qué tal? Estaba esperándote. Sabía que vendrías esta mañana.
En otras circunstancias, puede que le hubiera preguntado cómo lo sabía, pero, para mi sorpresa, aquella mañana solamente sentía indiferencia, o más bien desinterés, desinterés respecto a muchas preguntas y sus respuestas. Orschwir y los demás ya habían jugado bastante con mi persona. El ratón había aprendido a no hacer ni caso a los gatos; y, si los gatos se aburrían, sólo tenían que arañarse entre sí. Que no contaran más conmigo. Me habían encargado un trabajo. Ya estaba hecho. Ya estaba dicho.
Dejé las hojas en las que había recogido los hechos delante del alcalde.
—Aquí está el informe que me pedisteis.
Orschwir las cogió con un gesto mecánico. Nunca lo había visto tan distraído, tan pensativo. Hasta sus rasgos habían perdido su habitual brutalidad. Una especie de tristeza atenuaba un tanto su fealdad.
—El informe… —murmuró pasando las hojas.
—Quiero que lo leas ahora, delante de mí, y que me digas algo. Tengo tiempo. Esperaré.
Orschwir me sonrió.
—Como quieras, Brodeck, como quieras… Yo también tengo tiempo —se limitó a decir.
Y empezó a leer desde el principio, desde la primera frase. La silla era cómoda. Me recosté en el respaldo e intenté averiguar lo que sentía por su expresión, pero Orschwir leía sin traslucir ninguna emoción. Sin embargo, de vez en cuando se pasaba la gruesa mano por la frente, se frotaba los párpados, como si no hubiera dormido, o se mordía el labio con fuerza, sin ni siquiera percatarse.
Fuera, la enorme granja se despertaba. Ruidos de pasos, gritos, gruñidos, cubos de agua arrojada al suelo, voces, chirridos de ejes… Todo un mundo que renacía un día como cualquier otro, en el fondo, durante el que, en todas partes, unos hombres nacerían y otros morirían, en un movimiento perpetuo.
La lectura duró horas. No sabría decir cuántas. Mientras, mi mente parecía tranquilizarse. La había dejado libre, como después de un gran esfuerzo, para que corriera a sus anchas y tomara un poco el aire, para que fuera a donde le apeteciera.
Sonó el reloj. Orschwir había acabado de leer. Carraspeó tres veces, recogió las hojas, hizo un fajo con ellas, procurando que ninguna sobresaliera, y posó en mí sus grandes y abotagados ojos.
—¿Y bien?
Esperó un poco antes de responder. Se levantó y empezó a deambular lentamente alrededor de la gran mesa, enrollando el fajo de hojas, como para hacerse una especie de cetro.
—Soy el alcalde, Brodeck, eso ya lo sabes. Lo que no creo que sepas es lo que eso significa para mí. Escribes bien, Brodeck; no nos equivocamos eligiéndote. Y te gustan las metáforas, quizá demasiado, pero en fin… Voy a hablarte con metáforas. Has visto a nuestros pastores en los prados muchas veces, y los conoces. Ignoro si quieren o no quieren a los animales que les confían. Además, que los quieran o los dejen de querer no es asunto mío, ni suyo, creo yo. La gente les confía sus animales. El pastor tiene que encontrarles hierba en abundancia, agua pura, apriscos resguardados del viento… Tiene que protegerlos de cualquier peligro, alejarlos de pendientes demasiado abruptas, de rocas de las que podrían despeñarse, de determinadas plantas que pueden provocarles hinchazón y la muerte, de ciertas alimañas o rapaces que podrían atacar a los más débiles y, por supuesto, de los lobos, cuando vienen a merodear alrededor del rebaño. Un buen pastor sabe y hace todo eso, quiera o no a sus animales. Y los animales, me dirás tú, ¿quieren al pastor? Eso te pregunto. —En realidad, Orschwir no estaba preguntándome nada. Ni siquiera me miraba. Seguía dando vueltas alrededor de la gran mesa sin dejar de hablar, con la cabeza baja y golpeándose la palma de la mano izquierda con el informe—. Para empezar, ¿saben los animales que tienen un pastor que hace todo eso por ellos? ¿Lo saben? No lo creo. Me parece que sólo les interesa lo que ven entre las patas y justo delante del hocico: la hierba, el agua, la paja en la que duermen… Nada más. Un pueblo es pequeño, y también frágil. Tú lo sabes. Lo sabes bien. El nuestro sobrevivió de milagro. La guerra le pasó por encima como una enorme rueda de molino, no para convertirlo en grano, sino para aplastarlo y aniquilarlo. Sin embargo, conseguimos desviar un poco la rueda. No lo aplastó todo. No todo. Con lo que quedó, el pueblo tuvo que volver a levantarse. —Se había parado ante la gran estufa de porcelana azul y verde que ocupa un ángulo. Se inclinó y cogió un tronco del pequeño montón cuidadosamente arrimado al muro. Abrió la portezuela de la estufa y lo arrojó dentro. Las llamas, pequeñas y vivarachas, danzaron a su alrededor. El alcalde no cerró la portezuela. Se quedó mirando las llamas. Su alegre chisporroteo parecía la música que el viento arranca a veces a las ramas de algunos robles, llenas de hojas secas a mitad de otoño—. El pastor siempre ha de pensar en el mañana. Todo lo que pertenece al ayer pertenece a la muerte; lo que importa es vivir, y tú, Brodeck, que volviste de donde no se vuelve, lo sabes mejor que nadie. Yo, por mi parte, tengo que conseguir que los demás también puedan vivir y vean el día siguiente…
En ese momento lo comprendí.
—No puedes hacer eso —le dije.
—¿Y por qué no, Brodeck? Soy el pastor. El rebaño cuenta conmigo para que aleje todos los peligros, y el recuerdo es uno de los más terribles. No hace falta que te lo explique a ti, que lo recuerdas todo, que recuerdas demasiado. —Me dio dos golpecitos en el pecho con el informe, para mantenerme a distancia o para meterme una idea en la cabeza, como quien hunde un clavo en una tabla—. Es el momento de olvidar, Brodeck. Los hombres necesitan olvidar.
Acto seguido, Orschwir metió el informe en la estufa muy lentamente. En un segundo, las hojas, apretadas unas a otras, se abrieron como los pétalos de una extraña flor, enorme y atormentada, y a continuación se retorcieron, se tornaron rojas, negras y, por fin, grises, y se deshicieron una a una, mezclando sus fragmentos en un polvo incandescente que las llamas aspiraron de inmediato.
—Mira —me susurró al oído—. Ya no queda nada, nada de nada. ¿Eres menos feliz?
—¡Has quemado unos papeles, no lo que tengo en la cabeza!
—Es verdad, sólo eran papeles, pero esos papeles contenían cuanto el pueblo quiere olvidar, y olvidará. Todo el mundo no es como tú, Brodeck.
Cuando llegué a casa, se lo conté a Fédorine. La anciana tenía en brazos a Poupchette, que estaba durmiendo la siesta. Las mejillas de mi hija son tan delicadas como las flores de los melocotoneros, las primeras que vienen a alegrar nuestros huertos con su rosa pálido a comienzos de la primavera. Aquí las llamamos Blumparadz, las flores del paraíso. Pensándolo bien, es un nombre curioso. Como si el paraíso pudiera hallarse en la tierra, como si, de hecho, pudiera existir en algún sitio… Emélia estaba sentada junto a la ventana.
—¿Tú qué opinas, Fédorine? —acabé preguntándole.
La anciana sólo murmuró palabras entrecortadas y carentes de sentido. No obstante, pasados unos minutos, respondió:
—La decisión es tuya, Brodeck, sólo tuya. Nosotras haremos lo que decidas.
Las miré a las tres, a la niña pequeña, la mujer joven y la vieja abuela. Una dormía como si todavía no hubiera nacido. La otra cantaba como si no estuviera allí. Y la tercera me hablaba como si ya se hubiera ido.
Al cabo de unos instantes, con una voz extraña, que no parecía la mía, respondí:
—Nos iremos mañana.