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No he matado a ninguna yegua ni a ningún asno.

He hecho cosas peores. Sí, mucho peores.

Por la noche, no paro de pasearme al borde del Kazerskwir.

También sueño con el vagón. Con los seis días en el vagón.

Y con sus noches, en una pesadilla que nunca pierde intensidad; sobre todo, con la quinta de esas noches.

Nos habían hecho subir al tren en la estación de S., tras dividirnos en dos grupos, como ya he dicho. Todos éramos Fremdër. Unos ricos y otros pobres. Unos procedentes del campo y otros, de la ciudad. Las diferencias desaparecieron enseguida. Nos metieron a empellones en grandes vagones sin ventanas. En el suelo de madera, había un poco de paja, pero ya estaba sucia. En condiciones normales, habrían podido ir sentadas unas treinta personas, aunque apretadas. Los guardias obligaron a entrar a más del doble. Hubo gritos, lamentos, protestas, sollozos. Un anciano se cayó. Algunos de los que estaban junto a él intentaron levantarlo, pero los guardias seguían haciendo entrar prisioneros, lo que provocaba movimientos bruscos, imprevisibles, de gran violencia, de modo que el anciano fue pisoteado por los mismos que intentaban salvarlo.

Fue el primer muerto del vagón.

Minutos después, con el cargamento completo a bordo, los guardias corrieron la gran puerta de hierro y echaron el cierre. La oscuridad nos envolvió. La luz del día ya sólo se filtraba por pequeñas rendijas. De pronto, el tren arrancó. Hubo una gran sacudida, que acabó de apretarnos los unos a los otros. Empezaba el viaje.

Ésas son las circunstancias en que conocí al estudiante Kelmar. La casualidad nos juntó. Kelmar estaba a mi derecha, mientras que a mi izquierda había una chica, una chica muy joven con un niño de meses, al que mantenía estrechado contra el pecho, siempre. Percibíamos a los demás, su calor y sus olores, el de sus cuerpos, pelo, sudor, ropa. No podíamos movernos sin obligar a moverse a los otros. No podíamos levantarnos ni desplazarnos. Las sacudidas del vagón nos apiñaban un poco más. Al principio, la gente hablaba en voz baja; luego, dejó de hablar. Se oyeron sollozos, pero muy pocos. A veces, un niño tarareaba una canción, pero la mayor parte del tiempo sólo reinaba el silencio, nada más que el silencio, el ruido de los ejes y el chirrido de las ruedas sobre los raíles. A veces, el tren avanzaba durante horas. Otras, permanecía parado, no sabíamos por qué. En seis días, la gran puerta no se abrió más que una vez, la mañana del quinto, no para dejarnos salir, sino para que unas manos sin rostro nos arrojaran encima cubos de agua templada.

A diferencia de los más previsores, Kelmar y yo no teníamos nada para comer ni beber. Pero curiosamente, al menos los primeros días, no lo notamos demasiado. Hablábamos en voz baja. Evocábamos recuerdos de la capital. Conversábamos sobre nuestras lecturas, compañeros que habíamos tenido en la universidad o sobre los cafés ante los que pasaba con Ulli Rätte y en los que Kelmar, que procedía de una familia acomodada, se reunía con amigos para tomar aguardiente flambeado, cerveza y grandes tazas de cremoso chocolate. Kelmar me hablaba de los suyos, de su padre, que era comerciante en pieles, de su madre, que se pasaba la vida tocando el piano en su gran casa de la margen del río, y de sus hermanas, que eran seis y tenían entre diez y dieciocho años. Me dijo sus nombres, pero no los recuerdo. Yo le hablaba de Emélia y Fédorine, de nuestro pueblo, de sus paisajes, de las fuentes, de los bosques, las flores y los animales.

Así que, durante tres días, nos alimentamos a base de palabras en la oscuridad y el fétido calor del vagón. A veces, conseguíamos dormir un poco por la noche, pero si no reanudábamos la conversación. El bebé que la chica estrechaba en los brazos no hacía el menor ruido. Cogía el pecho cuando su madre se lo daba, mas nunca lo reclamaba. Si tenía el pezón en la boca, lo veías ahuecar las delgadas mejillas e intentaba succionar un poco de leche; pero el fláccido pecho parecía vacío, y la criatura no tardaba en cansarse de sorber en vano. Entonces, su madre le echaba un poco de agua en la boca, un agua que sacaba de una garrafa de cristal forrada de mimbre. En el vagón, había más gente que tenía tesoros parecidos: un poco de pan, un trozo de queso, galletas, embutido, agua… Los guardaban celosamente entre la ropa y la piel.

Al principio estaba sediento. Me ardía la boca. Era como si mi lengua, seca como madera vieja, se estuviera haciendo enorme y fuera a llenarme la boca hasta explotar. No me quedaba saliva. Mis dientes parecían brasas que clavaban sus pequeños puñales rojos en las encías. Tenía la sensación de que sangraban, pero al tocármelas comprendí que eran imaginaciones. Extrañamente, la sed fue desapareciendo poco a poco. Cada vez me sentía más débil, pero ya no tenía sed. Y apenas hambre. Kelmar y yo seguíamos hablando.

La chica no nos prestaba atención. No obstante, tenía que oírnos y sentirnos, como yo sentía su cadera, su hombro y a veces su cabeza, que chocaba con la mía o se apoyaba en ella durante el sueño. Nunca nos dirigió la palabra. Abrazaba a su hijo. Y, con el mismo cariño, sujetaba la garrafa de agua, que racionaba previsoramente para ellos dos.

Todos habíamos perdido la noción del tiempo y el espacio. No me refiero al espacio concreto, que era el vagón, sino al espacio por el que aquél discurría. ¿Adónde se dirigía con su desesperante lentitud? ¿Cuál era su destino? ¿Qué regiones atravesábamos? ¿Figuraban en los mapas?

Hoy sé que no aparecían en ningún mapa, que nacían a medida que el vagón avanzaba hacia ellas. El vagón, y el resto de los vagones, todos idénticos, donde, como en el nuestro, se asfixiaban docenas de hombres, mujeres y niños, devorados por la sed, el hambre y la fiebre, y apretados unos contra otros, en algunos casos muertos contra vivos; nuestro vagón y los demás vagones inventaban minuto a minuto un país, el de la inhumanidad, el de la negación de toda humanidad, en cuyo centro se hallaba el campo. Ése era el viaje que estábamos haciendo, un viaje que ningún ser humano había hecho antes que nosotros, quiero decir, con tanto método, con tanto rigor, con tanta eficacia, sin dar margen a la improvisación.

Habíamos dejado de contar las horas, las noches, la aparición del sol entre las tablas. Al principio, el cómputo nos había ayudado, como también intentar orientarnos, decirnos que íbamos hacia el este, o más bien hacia el sur, o puede que hacia el norte. Luego, renunciamos a lo que sólo era fuente de sufrimiento. Ya no sabíamos nada. Creo que ni siquiera esperábamos llegar a ningún sitio. Ese deseo nos había abandonado.

Mucho más tarde, al volver a pensarlo, tratando de recordar, tratando de revivir el terrible viaje, llegué a la conclusión de que habían sido seis días con sus noches. Y, desde entonces, me he dicho a menudo que ese lapso de tiempo no era casual. Nuestros verdugos creían en Dios. Sabían de sobra que, según las Escrituras, Él había tardado seis días en crear el mundo. Seguramente, estaban persuadidos de que necesitaban otros seis para empezar a destruirlo. A destruirlo en nosotros. Y si para Él el séptimo día había sido el del descanso, para nosotros, cuando los verdugos abrieron las puertas de los vagones y nos hicieron salir a bastonazos, fue el del fin.

Pero para Kelmar y para mí, también hubo un quinto día. Por la mañana, las puertas se entreabrieron y nos arrojaron cubos de agua, agua templada, turbia, que cayó sobre nuestros cuerpos, sucios y apelotonados, en algunos casos inertes, y que en lugar de refrescarlos, de aliviarlos, los dejó marcados como una gran quemadura. Era como si aquella agua sucia, en vez de apaciguarnos, nos hubiera recordado el agua pura, clara, límpida que habíamos bebido con avidez en nuestra vida.

Volvió la sed. Pero en esta ocasión, seguramente porque nuestros cuerpos estaban al borde de la inanición y nuestras mentes, demasiado débiles, eran presa fácil del delirio, la sed se volvió como loca y nos enloqueció. Que no se me malinterprete; no estoy buscando excusas para lo que hicimos.

La chica que estaba pegada a mí seguía viva, y el niño también. Al menos, respiraban, débilmente, pero respiraban. Lo que los había mantenido con vida era la garrafa, garrafa que a Kelmar y a mí nos parecía inagotable y en la que aún quedaba agua. La oíamos chocar contra las paredes de cristal cada vez que el vagón daba una sacudida. Era una música deliciosa e insoportable, que recordaba el murmullo de un arroyuelo, el borboteo de un manantial, la melodía de una fuente. Exhausta, la chica cerraba los ojos cada vez más a menudo, abandonándose a una especie de pesada modorra, de la que despertaba bruscamente, sobresaltada, al cabo de unos instantes. En unos días, su cara había envejecido diez años, lo mismo que la de su pequeño, que iba adoptando las curiosas facciones de un viejecillo del tamaño de un recién nacido.

Kelmar y yo habíamos dejado de hablar hacía tiempo. Cada cual se las apañaba con los bandazos de su cerebro y zurcía su pasado y su presente como Dios le daba a entender. El vagón apestaba a carne en descomposición, excrementos y vómitos, y, cuando reducía la marcha, un enjambre de moscas lo tomaban al asalto, abandonando los apacibles campos, la hierba verde y la tierra inmóvil para colarse entre las tablas y amenizar nuestra agonía con sus zumbidos.

Lo que vimos, creo que lo vimos a la vez. Y volvimos la cabeza el uno hacia el otro al mismo tiempo. Ese intercambio de miradas lo decía todo. La chica se había dormido de nuevo;

pero, por primera vez, sus débiles brazos habían soltado al pequeño y la garrafa de agua. El niño, que apenas abultaba, seguía pegado al cuerpo de su madre, mas la garrafa había rodado por su propio peso hasta detenerse a unos centímetros de mi pierna izquierda. Kelmar y yo nos entendimos sin decir palabra. No sé si nos paramos a pensar. No sé si había nada que pensar y, sobre todo, si aún estábamos en condiciones de hacerlo. En el fondo, tampoco sé qué parte de nosotros tomó la decisión. Nuestras manos se posaron en la garrafa al mismo tiempo. No hubo vacilación. Sólo un último intercambio de miradas entre ambos, que nos bebimos, por turnos, aquella agua caliente contenida entre las paredes de cristal, apuramos hasta la última gota, cerrando los ojos, con avidez, como nunca habíamos bebido, con la certeza de que lo que descendía por nuestras gargantas era la vida, sí, la vida, y aquella vida tenía un sabor delicioso y repugnante, maravilloso y terrible, reconfortante y desgarrador, un gusto del que creo que me acordaré con horror hasta el final de mis días.

La chica murió hacia el atardecer, después de gritar largo rato. Su hijo, aquel arrugado y pálido cuerpecillo de frente inquieta y párpados hinchados, le sobrevivió unas horas. Su madre había muerto después de golpear con los puños a cuantos estábamos alrededor. Tras haberlos llamado ladrones y asesinos. Tenía los puños tan débiles y esqueléticos que, cuando me golpeaba, parecía que me acariciaba. Yo fingía dormir. Y Kelmar también. La poca agua que habíamos bebido nos había repuesto algunas fuerzas, y también algo de lucidez. La suficiente para lamentar nuestra conducta, para que nos pareciera abominable, para no atrevernos a abrir los ojos, a mirarla, a mirarnos. Seguramente, la chica y su bebé habrían muerto de todas formas; pero esa idea, por razonable que fuera, no bastaba para borrar la indignidad de lo cometido. Nuestro acto suponía el gran triunfo de nuestros verdugos. Lo sabíamos. En esos momentos, puede que Kelmar fuera aún más consciente que yo, porque poco después decidió no seguir avanzando. Decidió morir pronto. Decidió castigarse.

Yo decidí vivir, y mi castigo es la vida. Así es como veo las cosas. Mi castigo son todos los sufrimientos que he padecido desde entonces. Es el Perro Brodeck. Es el silencio de Emélia, que a veces interpreto como el mayor reproche. Son las pesadillas de cada noche. Y es, sobretodo, esta permanente sensación de habitar un cuerpo que robé un día gracias a unas cuantas gotas de agua.