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Al día siguiente, Diodème vino a buscarme. Jadeando, con la camisa fuera, los pantalones torcidos y el pelo revuelto.

—¡Ven! ¡Ven enseguida! —Yo estaba tallándole unos zuecos a Poupchette en dos trozos de abeto negro. Eran las once de la mañana—. ¡Vamos, ven! ¡Te digo que vengas! ¡Ven a ver lo que han hecho!

Su expresión era de un pánico tal que preferí no discutir. Dejé la gubia, me quité de un manotazo las virutas que me habían caído encima, como quien se sacude después de desplumar a una oca, y lo seguí.

Diodème no habló en todo el camino. Corría como si le fuera la vida en ello, y a mí me costaba seguirlo en sus zancadas. Veía que nos dirigíamos a la curva del Staubi, que bordea los huertos de Sebastian Uränheim, el mayor productor de berzas, nabos y puerros de todo el valle, pero no entendía por qué. En cuanto superamos la esquina de la última casa, lo vi. Una muchedumbre se congregaba en la orilla del río. Había allí mucha gente, hombres, mujeres y niños, cerca de un centenar, más o menos, que nos daban la espalda y miraban al río. De pronto, el corazón se me desbocó, e, idiota de mí, pensé en Poupchette y en Emélia. Me llamo idiota porque sabía que estaban en casa. Estaban hacía un momento, cuando Diodème había ido a buscarme. Así que la desgracia que acababa de ocurrir no podía afectarlas. Me tranquilicé y seguí avanzando.

La gente no decía nada, permanecía muda, y los rostros que iba dejando atrás mientras me acercaba a la orilla eran inexpresivos. Realmente, resultaba muy extraño avanzar entre aquellas facciones que no traslucían ninguna emoción, aquellos ojos que sólo miraban, que ni siquiera parpadeaban, aquellas bocas cerradas, aquellos cuerpos que empujaba, que me dejaban pasar, que casi atravesaba, como si carecieran de la menor consistencia, y que a continuación recuperaban su solidez y posición, como tentetiesos.

No estaría a más de tres o cuatro metros de la orilla, cuando oí el lamento. Era como un cántico sin palabras, triste y monocorde, que se te metía en los oídos y te helaba la sangre, aunque a fe que esa mañana hacía calor, porque después de la gran limpieza y el festival de trombas y truenos, el sol había vuelto por sus fueros. Casi había dejado atrás el gentío. Ante mí, sólo estaban ya el hijo mayor de Dörfer y su hermano pequeño, Schmutti, que es un poco retrasado y tiene los hombros descompensados y una cabeza desmesurada, grande como una calabaza y hueca como el tronco de un árbol muerto. Los aparté con suavidad y miré.

Todas aquellas personas se habían juntado donde el Staubi tiene más profundidad. Cerca de tres metros, aunque cuesta creerlo, porque el agua es tan clara y pura que se ve el fondo como si pudieras tocarlo con los dedos.

En mi vida he visto llorar a muchos hombres. He visto rodar muchas lágrimas. He visto a numerosos seres humanos machacados como nueces cascadas con una piedra, convertidos luego en desechos. En el campo, era el pan nuestro de cada día. Pero, pese al dolor y la desgracia de que he sido testigo, si tuviera que elegir entre la infinita galería de rostros crispados por el sufrimiento, de seres que de pronto comprenden que lo han perdido todo, que se lo han arrebatado todo, que no les queda nada, sería la cara del Anderer esa mañana de septiembre, a la orilla del Staubi, la que se impondría.

No lloraba. Tampoco hacía grandes aspavientos. Parecía partido por la mitad. Por un lado, estaba su voz, su lamento, ininterrumpido, que parecía una especie de canto fúnebre, algo que está más allá de las palabras, más allá de cualquier lenguaje, que viene del fondo del cuerpo y del alma, que es la voz del dolor. Y, por otro, sus temblores, sus estremecimientos, aquella cara redonda, que iba de la gente al río y del río a la gente, su cuerpo, enfundado en un lujoso batín de brocado tan fuera de lugar en aquel paisaje, y cuyos faldones, que había arrastrado por el barro y el agua, chorreaban y le azotaban las cortas piernas.

No comprendí de inmediato por qué se encontraba en aquel estado, por qué parecía un autómata atrapado en una perpetua pantomima de la locura. Lo miraba con tanta atención, intentando hallar algún indicio en su rostro, en su boca entreabierta, en su batín de ministro plenipotenciario, que tardé en fijarme en lo que tenía en la mano derecha, algo parecido a una larga y espesa melena de un rubio un poco descolorido.

Eran las crines de la cola de su yegua, unas largas crines que se hundían en el agua, a modo de amarras todavía sujetas al muelle de un barco que se hubiera ido a pique con el cargamento y la tripulación. Bajo la superficie del río se veían dos grandes masas inmóviles, enormes, que la corriente mecía con mucha suavidad. Era una imagen irreal, casi apacible, de la gran yegua y el asno ahogados, con los ojos abiertos, flotando ingrávidos entre dos aguas. Debido a no sé qué fenómeno inexplicable, el pelaje del asno estaba adornado con miles de minúsculas burbujas, redondas y relucientes como perlas, y las largas y ondulantes crines de la yegua se mezclaban con las algas, que en aquel sitio crecían en forma de tupidas chalinas, de tal modo que daba la sensación de contemplar a dos animales mitológicos ejecutando un ballet irreal. Un remolino les imprimía un movimiento circular de vals lento sin más música que el inesperado e irrespetuoso canto de un mirlo que hurgaba la tierra blanda del ribazo con el amarillo pico para extraer grandes lombrices rojas. Al principio pensé que, en el último momento, el instinto había impulsado al asno y a la yegua a encorvarse ligeramente y acercar las cuatro patas, como quien se acurruca, como quien se ovilla para no ofrecer más que la curva de la espalda al frío o al peligro. Pero luego advertí que, en realidad, les habían trabado las patas y se las habían atado entre sí con fuerza mediante cuerdas.

No sabía qué decir ni qué hacer. Y, si hubiera hablado, creo que el Anderer, sumido en su lamentación, ni siquiera me habría oído. Trataba de sacar del agua a la yegua, por supuesto sin éxito, porque el peso del animal era desmesurado para sus fuerzas. Nadie lo ayudó. Nadie tuvo un gesto hacia él. El único movimiento de la muchedumbre congregada a su espalda fue el de reflujo. Ya había visto bastante, y empezó a desfilar. Pronto no quedó nadie, aparte del alcalde, que llegó en el último momento acompañado por el Zungfrost, que guiaba un tiro de bueyes. Orschwir contempló el espectáculo sin mostrar la menor sorpresa, ya fuera porque lo había visto antes, porque lo habían puesto al corriente o porque estaba en el ajo. Yo no me había movido.

—¿Qué crees que haces ahí, Brodeck? —me espetó mirándome con suspicacia. No entendí por qué me hacía esa pregunta ni supe qué responderle. Se dirigía a mí sin siquiera tener en cuenta la presencia del Anderer. «Una yegua y un asno no se atan las patas solos», estuve por contestar. Pero preferí callar—. Harías mejor yéndote a casa, como los demás —opinó. En el fondo tenía razón. Hice lo que me decía; pero, cuando ya me había alejado unos metros, me gritó—: ¡Brodeck! ¡Acompáñalo a la fonda, por favor!

No sé cómo, el Zungfrost había conseguido que el Anderer soltara su presa. Estaba inmóvil en la orilla, con los brazos caídos, observando al tartamudo, que ataba la cola de la Señorita Julia a una gran correa de cuero sujeta al yugo de los bueyes. Le puse la mano en el hombro, pero no reaccionó. Así que lo cogí del brazo y eché a andar. Se dejó llevar como un niño. Ahora estaba callado.

Un solo hombre no puede arreglarles las cuentas a dos animales de ese modo. Ni un par de hombres. Aquello era obra de varios. ¡De una expedición entera! Entrar en la cuadra, sin duda por la noche, no era tan difícil. Sacar a los animales, tampoco, porque eran cualquier cosa menos ariscos; más bien lo contrario: tranquilos y dóciles. Pero conseguir, una vez junto al río, porque debieron de hacerlo allí, que se tumbaran sobre el costado, o derribarlos, cogerles las patas, juntárselas, atárselas con fuerza y, por último, transportarlos o arrastrarlos y arrojarlos al agua… Ahí es nada. Tras darle muchas vueltas, creo que al menos tuvieron que ser cinco o seis, fornidos y que además no temieran llevarse una coz o un mordisco.

La crueldad de aquellas muertes no escandalizó a nadie. Algunos se dijeron que animales como aquéllos sólo podían ser criaturas del demonio. Hubo incluso quien aseguró haberlos oído hablar. Pero la mayoría pensó que quizá era la única forma de librarse del Anderer, de que cogiera el portante y se largara lejos, al sitio del que había venido, es decir, a un sitio que nadie quería ni conocer. Por lo demás, aquella salvajada estúpida era bastante paradójica, porque matar a sus monturas para darle a entender que debía marcharse era privarlo del único medio rápido de abandonar el pueblo. Pero los asesinos, de animales o de personas, rara vez reflexionan sobre sus actos.