El día siguiente fue día de resaca. Un estado en que a la cabeza le da por tocar el bombo y ya no sabes si lo que recuerdas fue sueño o realidad. Supongo que la mayoría de quienes habían perdido los estribos debían de sentirse muy idiotas, quizá aliviados, pero también un poco estúpidos. No porque se avergonzaran respecto al Anderer —no, por ese lado tenían las cosas claras y siempre las tendrían—, sino porque haberla emprendido de aquel modo con unos simples trozos de papel no era precisamente una hombrada.
La lluvia les vino bien. No tuvieron que salir de casa, encontrarse, hablarse, ver su hazaña en la mirada de los demás. El único que desafió los chaparrones, que se sucedían como en pleno abril, fue el alcalde. Salió por la tarde y se dirigió directamente a la fonda. Llegó calado hasta las cejas, y Schloss se quedó de piedra al verlo en la puerta, que había permanecido cerrada todo el día. Tampoco es que tuviera muchas ganas de abrir. Se había pasado horas arreglando el desaguisado, limpiándolo todo y manteniendo vivo un gran fuego para secar las baldosas y consumir el aire viciado. Acababa de conseguirlo. Todo volvía a estar igual que siempre: la sala, las mesas y las paredes. Como si la tarde anterior no hubiera pasado nada. Y en ese momento aparece Orschwir. Schloss lo mira como si fuera un monstruo, hecho una sopa, pero monstruo al fin y al cabo. El alcalde se quita la gran capa de pastor que se había echado por los hombros, la cuelga de un clavo junto a la chimenea, saca un enorme pañuelo arrugado y más bien sucio, se seca la cara, se suena en él y, por fin, se vuelve hacia Schloss, que espera con el codo apoyado en la escoba.
—Tengo que hablar con él. Ve a buscarlo.
Evidentemente, era una orden. Schloss no necesitaba ninguna precisión. En la fonda sólo estaban el Anderer y él. Como cada mañana, le había dejado la bandeja —con un bollo, un huevo crudo y una jarra de agua caliente— ante la puerta de su habitación. Y como cada mañana, poco después había oído pasos en la escalera y el ruido de la puerta de atrás, que se abría y volvía a cerrarse. Por ella su huésped solía salir para visitar a su yegua y su asno a la cuadra del tío Solzner, contigua a la fonda. Al rato, había vuelto a abrirse la puerta, la escalera había crujido de nuevo, y ya no se había oído nada más.
En un pueblo como el nuestro, el alcalde es todo un personaje. No será el dueño de la fonda quien se ponga a contradecirlo. Así que Schloss subió. Llamó a la puerta de la habitación. Se dio de bruces con la sonrisa del Anderer y le comunicó el recado. El Anderer sonrió aún más y volvió a cerrar la puerta sin responder. Schloss bajó de nuevo.
—Creo que ahora viene.
Eso le dice al alcalde. A lo que éste responde:
—Está bien, Schloss. Ahora, seguro que tienes mucho trabajo en la cocina, ¿verdad?
El fondista, que no es tonto, balbucea un sí. El alcalde se saca del bolsillo una pequeña llave de plata labrada, y la introduce en la cerradura de la puerta de la sala pequeña, la de la Erweckens’Bruderschaf.
—¿Tú no tienes llave? —le he preguntado a Schloss cuando me lo ha contado.
—¡Claro que no! ¡No he pisado esa sala en mi vida! No sé ni el aspecto que tiene, ni cuántas llaves hay, ni quién las guarda, aparte del alcalde y Knopf, y creo que Göbbler, aunque no estoy seguro.
Schloss ha venido a casa hace un rato. Ha arañado la puerta como un animal. Ha esperado a que la oscuridad fuera densa como la pez. Supongo que se ha deslizado pegado a los muros de las casas, sin hacer ruido, no fueran a verlo. Es la primera vez que pisa mi casa. Cuando lo he visto, me he preguntado qué podría querer. Fédorine lo ha mirado como si fuera una mierda de gato. No lo traga. Para ella, es un ladrón que vende a precio de oro las cuatro cosas que compra tiradas. Lo llama Schlocheikei, lo que es un juego de palabras intraducible entre el apellido del fondista y el adjetivo que en su antiquísima lengua equivale a «aprovechado». Le ha faltado tiempo para dejarnos solos con la excusa de que debía acostar a Poupchette. Al oír el nombre de mi hija, he visto en los ojos del fondista un destello triste, y he pensado en su hijito muerto; pero ese destello se ha apagado enseguida.
—Quería hablar contigo, Brodeck. Necesito hablar contigo para volver a demostrarte que no tengo nada contra ti, que no soy una mala persona. Me parece que la otra vez no acabaste de creerme. Te contaré una cosa. Utilízala como quieras, pero, te lo advierto, no digas que la has sabido por mí, porque lo negaré todo. Aseguraré que mientes. Que nunca te lo he dicho. Diré que jamás vine a verte. ¿Entendido?
No le he respondido. Yo no le había pedido nada. El que había venido era él. Él era quien tenía que hablar, pero sin esperar nada de mí.
El Anderer había acabado bajando de la habitación, y el alcalde lo hizo pasar a la sala de la hermandad. Luego cerró la puerta a sus espaldas.
—Yo me quedé en la cocina, como me había pedido Orschwir. Pero debes saber que el armario donde guardo los cubos y las escobas está empotrado en la pared, y que el fondo sólo es de tablas de madera, bastante mal ajustadas, que con los años han ido estropeándose, y ahora tienen agujeros del tamaño de ojos. Y ese armario da a la sala pequeña. Gerthe lo sabía. Y yo sé que algunas veces escuchaba lo que decían y lo que hacían, aunque nunca me lo confesó, porque creía, y con razón, que me enfadaría.
De modo que esa tarde, Schloss se comportó como nunca se había permitido. ¿Por qué? La gente hace cosas muy extrañas, tan extrañas que a veces, por mucho que te devanes los sesos, es imposible encontrarles explicación. Puede que Schloss quisiera demostrarse que era un hombre, desafiando una prohibición y superando una prueba, cambiando definitivamente de bando, haciendo lo que consideraba justo, o simplemente satisfacer una curiosidad reprimida durante largo tiempo. El caso es que se metió como pudo entre las escobas, los cubos, los recogedores y los trapos para el polvo y pegó la oreja a las tablas.
—Era una conversación muy extraña, Brodeck, extrañísima… Al principio, parecía que se entendían perfectamente, que no necesitaban muchas palabras, que hablaban el mismo idioma. El alcalde empezó diciendo que no estaba allí para disculparse, que lo que había pasado la tarde anterior era desagradable, pero en el fondo un poco normal. El Anderer no rechistó.
«Aquí la gente es un poco bruta, ¿comprende? —prosiguió el alcalde—. Si tienen una pequeña llaga y les echan pimienta encima, empezarán a pegar patadas. Y sus dibujos eran puñados de pimienta, ¿no le parece?». «Los dibujos no tienen ninguna importancia, no piense más en ellos, señor alcalde —respondió el Anderer—. Si no los hubieran roto ellos, lo habría hecho yo».
Llegado a ese punto de su relato, que recitaba como si se lo hubiera aprendido de memoria, Schloss hizo una pausa.
—Lo que debes saber, Brodeck, es que cada una de sus frases iba seguida de grandes silencios. La respuesta a una pregunta no llegaba enseguida, y viceversa. Aquellos dos se estaban tanteando, estoy seguro. Su jueguecito me recordaba lo que hacen los jugadores de ajedrez, aparte de estudiar y ejecutar las jugadas. No sé si me explico… —Hice un gesto ambiguo. Schloss se miró las manos entrelazadas y continuó.
Orschwir entró en materia: «¿Puedo preguntarle por qué motivo ha venido precisamente a nuestro pueblo?». «Me pareció digno de interés». «Pero está lejos de todo…». «Puede que viniera justo por eso. Quería ver cómo es la gente que vive lejos de todo». «La guerra hizo estragos, aquí como en todas partes». «La guerra destruye y destapa». «¿Qué quiere decir?». «Nada, señor alcalde. Es la traducción de un verso de un poema muy antiguo». «La guerra no tiene nada de poética». «No, desde luego que no». «Creo que sería mejor que se fuera. Usted despierta, seguramente sin querer, cosas dormidas. Eso no conducirá a nada bueno. Váyase, por favor».
Schloss no recordaba el resto palabra por palabra, porque Orschwir había renunciado a las frases cortas y se había perdido en los interminables circunloquios de una confusa perorata. Pero yo sé que es lo bastante astuto como para no avanzar a ciegas y sopesar sus ideas y palabras una a una, mientras fingía dudar y sentirse incómodo.
—Fue muy hábil —me confirmó Schloss—. Porque a fin de cuentas eran amenazas, sin serlo del todo. Podía interpretarse una cosa y la contraria. Y si al Anderer se le hubiera ocurrido reprocharle algo, siempre podía contestarle que lo había malinterpretado. Su jueguecito duró un rato más, pero yo me estaba quedando entumecido en el armario y me faltaba el aire. Me zumbaban los oídos. Como si estuviera rodeado de abejas. Tengo demasiada sangre en la cabeza y a veces me aporrea las sienes. El caso es que, en un momento dado, los oí levantarse y dirigirse a la puerta. Pero antes de abrirla el alcalde aún dijo algo y, luego, hizo la última pregunta, la que más me sorprendió, porque le había cambiado la voz, y, aunque no es hombre que se impresione con facilidad, creí percibir un deje de miedo en su tono. «Ni siquiera sabemos cómo se llama…». «¿Qué importa eso ahora? Un nombre no es nada. Podría no ser nadie, o ser todo el mundo», respondió el Anderer. «Quería preguntarle una cosa más —dijo Orschwir muchos segundos después—. Una cosa a la que llevo mucho tiempo dándole vueltas…». «Usted dirá, señor alcalde». «¿Lo ha enviado alguien?». El Anderer rió, con esa risilla suya, ya sabes, esa risilla casi de mujer. Al cabo de unos instantes que se hicieron muy, muy largos, acabó respondiendo: «Todo depende de sus creencias, señor alcalde, todo depende de sus creencias. Lo dejo a su discernimiento…». Y volvió a reírse. Y te lo juro, Brodeck, su risa me produjo un escalofrío.
Schloss había desembuchado. Parecía agotado y al mismo tiempo profundamente aliviado por la confidencia. Fui a por dos vasos y una botella de aguardiente.
—¿Me crees, Brodeck? —me preguntó un tanto angustiado mientras le llenaba el vaso.
—¿Y por qué no iba a creerte, Schloss?
El fondista bajó rápidamente la cabeza y apuró la bebida.
Me contara Schloss la verdad o no, tuviera o no lugar la conversación que me refirió, en los términos exactos que transcribo o en otros, más o menos parecidos, el hecho indudable es que el Anderer no se marchó del pueblo. Y lo que también es innegable es que, cinco días después, cuando la lluvia cesó y el sol volvió a asomar en el cielo, cuando unos y otros empezaron a salir de las casas, todas las conversaciones se referían a la última parte de la charla entre el alcalde y el Anderer. Aquello era peor que la yesca seca: estaba pidiendo arder. Si hubiéramos tenido un párroco con la cabeza en su sitio, unas cuantas palabras bien elegidas y un poco de sentido común lo habríamos apagado todo con cubos de agua bendita. Por el contrario, los delirios etílicos del padre Peiper echaron aún más leña al fuego al domingo siguiente, mientras farfullaba no sé qué memeces sobre el Anticristo y el Juicio Final encaramado al púlpito. Ignoro quién pronunció la palabra «Diablo», si fue él o algún otro, pero Peiper la echó y los demás la firmaron. Como el Anderer no había querido dar su nombre, el pueblo le puso uno. A medida. Un nombre que lleva siglos usándose, pero que no se estropea, siempre flamante. Eficaz. Definitivo.
La estupidez es una enfermedad que casa bien con el miedo. Una y otro se alimentan mutuamente, creando una gangrena que sólo pide propagarse. ¡Menuda mezcla la prédica de Peiper y las palabras pronunciadas por el Anderer!
El interesado seguía sin sospechar nada. Continuó con sus cortos paseos hasta el martes 3 de septiembre, sin sorprenderse de que ahora nadie le devolviera el saludo ni de que muchos se santiguaran en cuanto lo dejaban atrás. Los niños ya no lo seguían. Convenientemente sermoneados, ponían pies en polvorosa en cuanto lo veían a cien metros. Los más valientes, un día, incluso le arrojaron piedras.
Por las mañanas iba a la cuadra, como siempre, a visitar a su yegua y su asno. Pero, pese a la fianza y las cantidades que pagaba por adelantado al tío Solzner, comprobó que sus animales estaban desatendidos. El bebedero se hallaba vacío. Lo mismo que el comedero. No se quejó, sino que se ocupó él de lo necesario: los cepilló, los almohazó, les habló al oído, los tranquilizó… La Señorita Julia le enseñó los amarillentos dientes y el Señor Sócrates meneó la cabeza de arriba abajo y agitó la corta cola. Eso fue el lunes por la tarde. Presencié la escena cuando volvía a casa tras haber pasado la jornada en los bosques. El Anderer no me vio. Me daba la espalda. Estuve a punto de entrar en la cuadra, carraspear y hablar con él, pero me arrepentí. Me quedé en el umbral. Los animales me vieron. Posaron sus grandes y dulces ojos en mí. Aguarde un instante. Esperaba que uno de los dos indicara mi presencia, coceara levemente, soltara un gruñido, pero no. Nada de nada. El Anderer seguía acariciándolos y dándome la espalda. Seguí mi camino.