34

Esa mañana, los habitantes del pueblo encontraron bajo la puerta de casa una tarjeta que olía a agua de rosas. Llevaba escrita, con tinta violeta y letra muy elegante, la siguiente frase:

Esta tarde a las siete,

en la fonda Schloss,

retratos y paisajes.

Más de uno examinó la tarjeta con lupa, la volvió, la olió, leyó y releyó esas pocas palabras. A las siete de la mañana, la fonda ya estaba abarrotada. De hombres. Sólo hombres, claro, aunque a algunos los habían mandado sus mujeres, para que se enteraran. Con tanto brazo extendido y tanto vaso vacío, Schloss no daba abasto.

—Bueno, Schloss, ¿qué es esta carnavalada?

Codo con codo, le daban al vino, la cerveza, el schorick… Fuera, el sol ya empezaba a picar. Todos aguzaban el oído, apretujados.

—¿Se ha vuelto majareta tu huésped?

—¿Qué se trae entre manos?

—¿Es un Scheitekliche o qué?

—¡Venga, Schloss, cuenta! ¡Di algo!

—¿Se va a quedar mucho tiempo ese adefesio?

—¿Dónde cree que está, con su apestosa tarjeta?

—¿Nos toma por lechuginos?

—¿Qué son los lechuguinos?

—¡Y a mí qué me cuentas! ¿Acaso lo he dicho yo?

—Pero, por Dios santo, ¡responde, Schloss! ¡Dinos algo!

Lo ametrallaban a preguntas. Pero Schloss las recibía como balas inofensivas. Sólo conseguían que aflorara una sonrisilla maliciosa en su gruesa cara. No soltaba prenda. Dejaba que subiera la tensión. Era bueno para el negocio. Hablar da sed.

—¡No vas a dejarnos in albis hasta la tarde, puñeta!

—¿Está allá arriba?

—¡No empujéis!

—¡Venga, Schloss!

—¡Ya está, ya está! ¡Cerrad el pico, que va a hablar Schloss!

Todo el mundo contuvo la respiración. Los dos o tres que no se habían dado cuenta y seguían con sus apartes enseguida fueron llamados al orden. Las miradas, algunas ya bastante turbias, convergieron en el fondista, que se tomaba su tiempo y hacía un poco de teatro.

—Ya que insistís, os diré… —Un gran murmullo de alegría y alivio recibió esas palabras—. Os diré cuanto sé. —Los cuellos se estiraron todo lo que pudieron hacia él. Schloss dejó el trapo, apoyó las manos en el mostrador; luego se quedó mirando al techo en el silencio más absoluto. Los demás lo imitaron; si en ese momento hubiera entrado alguien, sin duda se habría preguntado qué hacía aquella cuarentena de hombres callados y con la cabeza alzada hacia aquel techo de vigas negras, grasientas y ahumadas, clavándoles una mirada ansiosa, como para formularles una pregunta trascendental—. Lo que sé —dijo al fin Schloss en voz muy baja y tono confidencial, mientras sus oyentes se bebían sus palabras como el mejor aguardiente— es que no sé mucho, la verdad. —De nuevo, un gran rumor, pero esta vez provocado por la decepción y también un poco por la cólera, acompañado por puñetazos en la barra y palabras gruesas. Schloss levantó las manos para intentar calmar los ánimos, pero tuvo que alzar la voz para que lo oyeran—: Sencillamente, me ha pedido permiso para disponer de la sala a partir de las seis y poder prepararlo. —¿Preparar, qué?

—¡Y yo qué sé! En todo caso, lo que puedo deciros es que invita a beber a todo el mundo…

Volvieron a oírse risas. La perspectiva de remojar el gaznate de gorra bastó para acabar con todas las preguntas. Poco a poco, la fonda fue vaciándose, y yo también iba a salir, cuando sentí una mano en el hombro. Era Schloss.

—Tú no has dicho nada, Brodeck.

—He preferido dejar hablar a los demás.

—¿No tenías ninguna pregunta? Si no tenías preguntas, a lo mejor es porque tienes las respuestas, porque estás en el ajo…

—¿Y por qué iba a estarlo?

—El otro día te vi subir a su habitación. Estuviste horas. Algo os contaríais para matar el tiempo…

La cara de Schloss estaba muy cerca de la mía. A esa hora, el calor hacía que su piel rezumara por todos los poros como un pedazo de tocino en una sartén caliente.

—Déjame en paz, Schloss, tengo cosas que hacer.

—No deberías hablarme así, Brodeck, no deberías.

En su momento, me había tomado la frase como una amenaza. Pero desde el otro día, cuando se sentó frente a mí y me habló llorando de su hijo muerto, ya no sé qué pensar. Los hombres son tan torpes que a veces los tomamos por lo contrario de lo que realmente son.

Yendo a la fonda no había sacado en claro nada, salvo que, gracias a sus perfumadas tarjetas, el Anderer había conseguido ser aún más el centro de atención. Sólo eran las siete, y ya no corría un soplo de aire. En el cielo, las golondrinas parecían agotadas, y su vuelo se volvía lento. Una nube muy pequeña y casi transparente con forma de hoja de acebo vagaba solitaria y en lo alto. Ni siquiera se oían los animales. Los gallos no habían cantado. Las gallinas permanecían mudas e inmóviles, buscando un poco de fresco, acurrucadas en polvorientos agujeros excavados en la tierra de los corrales. Los gatos dormitaban en la sombra de las puertas cocheras, tumbados de lado con las patas estiradas y la punta de la lengua asomando por las fauces entreabiertas.

Cuando pasé cerca de la herrería, oí ruidos en su interior. Un estrépito de mil demonios. Gott estaba poniendo un poco de orden. Me vio, me hizo un gesto para que me detuviera y vino hacia mí. La forja estaba parada. No ardía ningún fuego, y Gott se había lavado, afeitado y peinado. No llevaba su eterno delantal de cuero con los hombros al aire, sino una camisa limpia, un pantalón alto y unos tirantes.

—¿Qué piensas de todo esto, Brodeck?

Opté por encogerme de hombros, porque en realidad no sabía a qué se refería, si al calor, al Anderer, a la tarjeta perfumada o a ninguna de esas cosas.

—¡Pues yo digo que explotará de golpe! ¡Y será violento, créeme! —Gott habló apretando los puños y los dientes. El labio partido se le movía como un músculo y su barba pelirroja parecía una zarza en llamas. Como me sacaba tres cabezas, tuvo que inclinarse para hablarme al oído—: ¡Esto no puede continuar, y no soy el único que lo piensa! Tú, que fuiste a estudiar y sabes más que nosotros, ¿cómo va a acabar esto?

—No lo sé, Gott. Habrá que esperar a esta tarde para verlo.

—¿Por qué a esta tarde?

—Habrás recibido la tarjeta, como todo el mundo… A las siete saldremos de dudas.

Gott retrocedió y me miró de hito en hito, como si creyera que me había vuelto loco.

—¿Por qué me sales con la tarjeta, cuando te estoy hablando de este maldito sol? ¡Lleva tres semanas asándonos la sesera! No puedo ni trabajar, porque me asfixio, y tú me vienes con esa mandanga de la tarjeta…

Un quejido procedente del fondo de la herrería nos hizo volver la cabeza. Era Ohnmeist, más flaco que un palo, que se desperezaba y bostezaba.

—Ése sí que es feliz —le dije a Gott.

—Feliz, no sé, ¡pero zángano, desde luego!

Y, como para darle la razón al herrero, cuya casa había elegido a modo de domicilio provisional, el chucho apoyó la cabeza en las patas delanteras y volvió a dormirse tan plácidamente.

Fue un día más en aquel verano que nos asaba a fuego lento. Pero un día especial que parecía como vaciado desde el interior, casi como si su centro y sus horas no tuvieran ninguna importancia y sólo la tarde se mereciera que pensaran en ella, que la esperaran, que se acercaran a ella. Recuerdo que esa mañana, cuando regresé de la fonda, no volví a salir de casa. Estuve trabajando, ordenando las notas que había tomado en los últimos meses sobre la explotación de nuestros bosques, la cubicación de nuestras parcelas, las talas efectuadas y pendientes, las replantaciones, las siembras, los montes altos que convenía limpiar al año siguiente, el usufructo de las plantaciones forestales… Me había instalado en la bodega para escapar del calor, pero ni allí, en aquel sitio donde normalmente las paredes rezuman un sudor frío, hallé más que un aire pesado y pegajoso, apenas un poco más fresco que en el resto de la casa. De vez en cuando, oía sobre mi cabeza las carcajadas de mi hija, a la que Fédorine había metido en una tina llena de agua fría. Poupchette se pasó horas jugando al pececillo sin cansarse, mientras no muy lejos, sentada junto a la ventana con las manos en las rodillas, mirando afuera sin ver, Emélia salmodiaba su melancólica cantinela.

Cuando subí de la bodega, Poupchette, seca, limpia y sonrosada, se comía un gran plato de sopa clara, un caldo de zanahorias y perifollo.

—¿Te vas, papá, te vas? —me preguntó al ver que me disponía a salir; y, dejándose caer de la silla, corrió para lanzarse a mis brazos.

—Vengo enseguida —le dije—. Te daré un beso en la cama. ¡Sé buena!

—¡Buena! ¡Buena! ¡Buena! —repitió mi hija riendo y girando sobre sí misma, como si bailara un vals.

Mi pequeña Poupchette… Algunos te dirán que eres la hija de nadie, que eres la hija de la vergüenza, que eres la hija del odio y el horror. Algunos te dirán que eres la hija abominable nacida de lo abominable, que eres la hija de la deshonra, deshonrada ya mucho antes de nacer. No los escuches, por favor, pequeña mía, no los escuches. Yo te digo que eres mi hija y que te quiero. Te digo que a veces del horror nacen la belleza, la pureza y la gracia. Te digo que soy tu padre y siempre lo seré. Te digo que a veces las rosas más bellas brotan de una tierra inmunda. Te digo que eres el alba, el mañana, todos los mañanas, y que lo único que cuenta es que eres una promesa. Te digo que eres mi suerte y mi perdón. Te digo, mi Poupchette, que eres toda mi vida.

Cerré la puerta al mismo tiempo que Göbbler cerraba la suya. Y los dos nos quedamos tan sorprendidos que miramos al cielo a la vez. Nuestras dos casas son oscuras de por sí. Están pensadas para el invierno e, incluso cuando hace mucho sol, a menudo hay que encender una o dos velas para ver. Al salir de la oscuridad de mi casa, esperaba encontrar, en cuanto cruzara el umbral, el enorme sol que formaba parte de nuestra inmutable rutina desde hacía semanas. Pero era como si alguien hubiera extendido sobre el cielo una inmensa y opaca manta gris ocre surcada de regueros negruzcos. En el horizonte, al este, las cimas de los Hörni desaparecían en aquel espeso magma metálico, salpicado de grumos algodonosos, que producía la asfixiante sensación de ir descendiendo poco a poco, y de que tarde o temprano acabaría aplastando los bosques y los tejados de las casas. Aquí y allí, vivos jaspeados estriaban la pastosa masa y la iluminaban fugazmente con una falsa luz amarillenta; pero esos relámpagos abortados o retenidos no producían ningún fragor. El calor se había vuelto pegajoso y se agarraba a la garganta, como la mano de un asesino para apretarla con inexorable seguridad.

Pasado el primer momento de estupor, Göbbler y yo nos pusimos en marcha, una vez más al unísono. Como autómatas, al mismo paso, nos encontramos uno al lado del otro, caminando juntos sobre la polvorienta calzada, que, con aquella extraña luz, parecía cubierta de cenizas de abedul. Alrededor flotaba el olor a excrementos y plumas de gallina, repugnante y persistente como el de los tallos podridos de unas flores olvidadas durante días en un jarrón.

No tenía ningunas ganas de hablar con Göbbler, y ese silencio no me incomodaba. Suponía que él iniciaría la conversación en cualquier momento, pero no abrió la boca. Así que seguimos callados, avanzando por las calles casi como cuando se va a la iglesia para asistir a un funeral, sabiendo que ante la muerte toda palabra es inútil.

A medida que nos acercábamos a la fonda, de las calles, callejas, callejuelas y porches emergían siluetas que se unían a nosotros y caminaban a nuestro lado, igual de mudas. Por otra parte, puede que ese enorme silencio no se debiera a la incertidumbre sobre lo que nos encontraríamos, sino al súbito cambio del tiempo, a aquel magma de metal pastoso posado en el cielo, que había arrojado una oscuridad invernal sobre el atardecer. En aquel río de cuerpos, que se hacía más caudaloso por momentos, no había una sola mujer. Sólo íbamos hombres, hombres solos. Sin embargo, en el pueblo hay mujeres, como en todas partes, jóvenes, viejas, feas y bonitas, que saben y que piensan. Mujeres que nos han traído al mundo y nos ven destruirlo, que nos dan la vida para que después les proporcionemos tantas ocasiones de lamentarlo. En esos momentos, mientras avanzaba sin hablar entre todos aquellos hombres, que también caminaban sin decir nada, me dio por pensar en eso y, sobre todo, en mi madre. Que no existe, mientras que yo existo. Que no tiene rostro, mientras que yo lo tengo.

A veces, me miro en el pequeño espejo que hay sobre el fregadero de casa. Observo mi nariz, la forma y el color de mis ojos, el tono de mi pelo, el dibujo de mis labios, el de mis orejas, el color de mi piel. Con ello, intento componer el retrato de la ausente, la que un día vio salir mi cuerpecillo entre sus muslos, se lo puso sobre el pecho, lo acarició, le dio su calor y su leche, le habló, le puso un nombre y seguramente sonrió, sonrió feliz. Sé que lo que hago es inútil. Nunca conseguiré esbozar sus facciones, sacarlas de la oscuridad donde entraron hace tanto tiempo.

En el interior de la fonda, todo estaba cambiado. Parecía otro sitio. Era como si hubiera mudado de piel. Entramos de puntillas, casi con miedo. Hasta los que suelen dar voces mantenían la boca cerrada. Muchos se volvían hacia Orschwir, pensando seguramente que el alcalde era distinto y que les mostraría lo que debían hacer, cómo comportarse, qué decir o no decir. Pero Orschwir era como los demás. Ni más listo ni más sabio.

Las mesas estaban arrimadas contra la pared y cubiertas con manteles limpios, sobre los que se alineaban decenas de vasos y botellas, como soldados antes de la batalla. También había grandes bandejas con suficientes salchichas troceadas, queso, jamón, tocino, pan y bollos para dar de comer a un regimiento. Desde el primer momento, todos los ojos habían convergido sobre aquel despliegue de comida y bebida, que aquí sólo se ve en las celebraciones de algunas bodas, cuando los campesinos ricos unen a sus hijos y quieren darse importancia. De modo que sólo después advertimos en las paredes una veintena de retazos de tela colocados sobre lo que debían de ser cuadros. Unos y otros se los señalaron con un movimiento de barbilla, pero no dio tiempo a hacer ni decir nada más, porque los peldaños de la escalera empezaron a crujir y apareció el Anderer.

No llevaba su estrambótico atavío, camisa con chorreras, levita y pantalón de tubo, a los que al final habíamos acabado acostumbrándonos. Simplemente vestía una especie de gran túnica blanca y amplia, que le llegaba casi a los pies, y le dejaba el pescuezo al aire, como si un verdugo hubiera cortado ya el cuello de la prenda con unas tijeras.

El Anderer bajó unos peldaños, lo que produjo una sensación extraña, porque la túnica era tan larga que no se le veían los pies y parecía deslizarse a unos centímetros del suelo, como un fantasma. Al verlo, nadie dijo nada, y además él se adelantó a cualquier reacción tomando la palabra con su discreta voz, un poco aflautada:

—Llevaba tiempo pensando cómo podía agradecerles el recibimiento y la hospitalidad dispensada. Y llegué a la conclusión de que debía hacer lo que sé hacer: mirar, escuchar, captar el alma de los objetos y los seres. He viajado mucho por el mundo. Puede que ése sea el motivo de que mis ojos vean más y mis oídos oigan mejor. Sin presunción, creo haber comprendido gran parte de sus caracteres y de los paisajes que los rodean. Acepten mis pequeños trabajos como un homenaje. No vean en ellos otra cosa. ¡Por favor, señor Schloss!

El fondista, que estaba en posición de firmes, no esperaba más que aquella señal para pasar a la acción. En un santiamén, recorrió el perímetro de la sala de su fonda retirando los retales de tela que ocultaban los cuadros; y, como si la escena no fuera aún lo bastante extraña, en ese preciso instante sonó un trueno seco y cortante, como un latigazo restallando en la grupa de un jamelgo.

La tarjeta perfumada no mentía: había «retratos» y también «paisajes». No eran pinturas propiamente dichas, sino dibujos a tinta, a veces realizados con grandes pinceladas y otras, con trazos extremadamente finos que se juntaban, se recubrían, se cruzaban. Como en procesión, o en extraño vía crucis, pasamos ante todos ellos, para observarlos más de cerca. Algunos, como Göbbler y el señor Knopf, que no veían tres en un burro, casi los rozaban con la nariz, mientras que otros retrocedían hasta encontrar la distancia ideal. Las primeras exclamaciones de sorpresa y las primeras risas se oyeron cuando algunos se reconocieron o reconocieron a otros en los retratos. El Anderer había escogido a sus modelos. ¿Cómo? Misterio. Allí estábamos Orschwir, Hausorn, el cura, Göbbler, Dorcha, Vurtenhau, Röppel, el sacristán Ulrich Yackob, Schloss y yo. En cuanto a los paisajes: la plaza de la iglesia y su contorno de casitas bajas, la Lingen, la granja de Orschwir, las peñas de los Tizenthal, el Baptisterbrücke, con el bosquecillo de sauces al fondo, el claro del Lichmal, la sala grande de la fonda de Schloss…

Lo más curioso era que, aunque tanto las caras como los sitios resultaban reconocibles, no podía decirse que el parecido fuera perfecto. En cierto modo, los* dibujos se limitaban a evocar ecos familiares, impresiones, resonancias que acudían a la mente para completar el retrato apenas sugerido que teníamos delante.

Cuando todos finalizaron la pequeña ronda, se abordó el asunto serio. Dieron la espalda a los dibujos como si nunca hubieran existido. Se produjo un avance general hacia las mesas repletas de comida. Cualquiera habría dicho que llevaban años sin comer ni beber. Parecían salvajes. En un visto y no visto, cuanto habían preparado desapareció; pero Schloss debía de tener instrucciones al respecto, a fin de que siempre hubiera platos y botellas llenos, porque el bufet no parecía vaciarse. Las caras enrojecieron, las frentes empezaron a sudar, las voces subieron de tono y los primeros juramentos rebotaron en las paredes. La mayoría ya había olvidado el motivo de su presencia allí, y nadie contemplaba los cuadros. Sólo les importaba lo que podían echarse al coleto. En cuanto al Anderer, había desaparecido. El primero en advertirlo fue Diodème.

—Ha soltado su discursito y se ha vuelto a su habitación. ¿Qué opinas? —¿De qué?

—Pues de todo esto. —Diodème abarcó con un gesto la exposición colgada de las paredes. Creo que me limité a encogerme de hombros—. Es curioso, tu retrato. No se te parece y sin embargo eres tú. No sé cómo decirlo… Ven a verlo.

Como no quería mostrarme antipático con Diodème, lo seguí. Nos abrimos paso entre aquellos cuerpos, entre sus aspavientos, olores, sudores, alientos, saturados de vino y cerveza. Las voces se calentaban y los ánimos también. Orschwir se había quitado el gorro de piel de nutria. El señor Knopf silbaba por lo bajo. El Zungfrost, que habitualmente sólo bebía agua, animado por los tres vinos que le habían obligado a tomar, empezaba a bailar. Tres hombres sujetaban entre risas a Lulla Carpak, un ferroviario de pelo amarillo y tez rubicunda que, en cuanto se emborrachaba, quería partirle la cara a alguien a toda costa.

—Fíjate —me señaló Diodème.

Habíamos conseguido llegar junto al retrato. Le hice caso y me fijé. Con calma. Al principio, sin prestar demasiada atención a las líneas que había entremezclado el Anderer, hasta que, poco a poco, sin saber cómo ni por qué, fui entrando en el dibujo cada vez más.

Al mirarlo por primera vez, hacía unos minutos, no había notado nada. Debajo estaba mi nombre, y seguramente me había dado apuro verme dibujado, así que había apartado la vista enseguida y pasado al siguiente de inmediato. Pero ahora, al verlo de nuevo, al plantarme delante y observarlo con detenimiento, fue casi como si me absorbiera, como si se animara, y lo que vi ya no fueron trazos, curvas, puntos y pequeñas manchas, sino fragmentos enteros de mi vida. Por decirlo así, el retrato que había hecho el Anderer estaba vivo. Era mi vida. Me ponía frente a mí mismo, ante mis sufrimientos, vértigos, miedos, deseos. En él, veía mi lejana infancia y los largos meses pasados en el campo. Veía mi regreso. Veía a Emélia, muda. Lo veía todo. Era un espejo opaco que me arrojaba al rostro cuanto había sido, cuanto era. Una vez más, fue Diodème quien me devolvió a la realidad.

—¿Y bien?

—Es curioso —murmuré.

—Y si te fijas, si los miras bien, los demás son igual: no demasiado fieles, pero clavados.

Seguramente, era su afición a las novelas lo que hacía que Diodème mirara siempre el forro de las palabras y que su imaginación corriera diez veces más deprisa que él. Pero su comentario de aquel día no era ninguna estupidez. Lentamente, volví a pasar ante todos los dibujos que el Anderer había colgado de las paredes de la fonda. Los paisajes, que me habían parecido mediocres, empezaron a animarse y las caras, a contar los secretos y las angustias, los vicios, las faltas, las preocupaciones, las bajezas… No había probado el vino ni la cerveza, pero la cabeza me daba vueltas y casi me tambaleaba. En el retrato de Göbbler, por ejemplo, la ejecución era tan astuta que, mirándolo desde el ángulo izquierdo, se veía la cara de un individuo sonriente, con la mirada perdida y el semblante sereno, mientras que, al contemplarlo desde la derecha, las mismas líneas fijaban la expresión de la boca, los ojos y la frente en un rictus bilioso, una especie de horrible mueca, altanera y cruel. El de Orschwir dejaba traslucir cobardía, contemporización, apatía, indignidad. El de Dorcha, violencia, acciones sangrientas, gestos irreparables. El de Vurtenhau emanaba ruindad, estupidez, envidia, rabia. El de Peiper sugería desistimiento, vergüenza, debilidad. Y con los demás ocurría otro tanto. Los retratos del Anderer resultaban sorprendentes revelaciones que sacaban a la luz las verdades más profundas de la gente. Componían una galería de desollados vivos.

¡Y los paisajes…! Un paisaje parece algo inofensivo. No dice nada. Como mucho, sólo nos remite a nosotros mismos. Pero, plasmados por el Anderer, los paisajes hablaban. Contaban su propia historia. Mostraban las huellas de lo que habían presenciado. Daban fe de las escenas desarrolladas en ellos. En la plaza de la iglesia, en el suelo, una mancha de tinta, en el lugar exacto de la ejecución, recordaba la sangre que había manado del cuerpo de Aloïs Cathor al ser decapitado; y, en ese mismo dibujo, si uno se fijaba veía que las casas que rodeaban la plaza tenían todas las puertas cerradas. Todas menos una, abierta con toda claridad: la del granero de Otto Mischenbaum… Juro que no me invento nada. En el dibujo que representaba el Baptisterbrücke, por ejemplo, si inclinabas un poco la cabeza para mirarlo de lado, veías que las raíces de los sauces esbozaban la forma de tres caras, las de tres chicas. En el correspondiente al claro del Lichmal, entornando los párpados, también se adivinaban las mismas caras en las ramas de los robles. Y, si en ese momento no pude descubrir lo que no era del todo evidente en otros dibujos del Anderer, fue sólo porque los acontecimientos que sugerían todavía no habían ocurrido. Como en el caso de las peñas de los Tizenthal, que entonces no eran más que simples rocas, ni bonitas ni feas, sin historia ni leyenda; sin embargo, fue precisamente delante de ese dibujo donde volví a juntarme con Diodème. Estaba clavado ante él como una estaca. Petrificado. Tuve que pronunciar su nombre tres veces para que se volviera un poco y me mirara.

—¿Qué ves en éste? —le pregunté.

—Cosas… —me respondió pensativo.

No añadió más. Después, tras su muerte, he tenido tiempo para reflexionar, evidentemente. Y me he acordado del dibujo.

Alguien puede pensar que se me han reblandecido los sesos, que estoy mal de la azotea. Que esta historia de los dibujos es absurda. Que hay que tener la mente y los sentidos muy trastornados para ver en unos simples garabatos cuanto vi. Y que es fácil hablar así cuando no queda ninguna prueba, cuando los dibujos ya no existen, porque todos fueron destruidos. Y, además, esa misma tarde. Si eso no es una prueba, que venga Dios y lo vea. Los rompieron en mil pedazos y los desparramaron o redujeron a cenizas, porque, a su manera, contaban cosas que no convenía contar, porque revelaban verdades que se habían enterrado.

Yo ya había tenido bastante.

Salí de la fonda, donde bebían cada vez más y bramaban como animales; pero todavía eran animales alegres, de buen beber. Diodème, en cambio, se quedó hasta el final; y él me contó lo sucedido. Schloss siguió sacando vasos y botellas durante cerca de una hora y luego, de pronto, se acabó lo que se daba. Supongo que habían llegado a la cantidad acordada por el Anderer y el fondista. Fue el comienzo de la acritud. Primero, palabras, seguidas de algún gesto, pero nada grave; algún pequeño destrozo, pero aún sin importancia. Y, de pronto, los refunfuños cambiaron de tono, como cuando se desteta a un ternero, que al principio gruñe, pero enseguida cambia de parecer y busca otro entretenimiento alrededor, una leve razón para existir. De repente, todos recordaron por qué estaban allí. Se volvieron hacia los dibujos y los observaron otra vez. O con ojos nuevos. O con los ojos más abiertos. Como se quiera. Y vieron. Se vieron. Vieron lo que eran y lo que habían hecho. Vieron en los dibujos del Anderer lo mismo que Diodème y yo. Y, por supuesto, no lo soportaron. ¿Quién lo habría soportado?

—¡Menudo saqueo! No me di cuenta de quién empezó, y de todas formas eso no tiene la menor importancia, porque todos participaron y nadie intentó detener a nadie. El cura estaba borracho como una cuba y hacía rato que dormía debajo de una mesa chupándose un trozo de la sotana, como un crío el pulgar. Los más viejos se habían marchado a casa poco después de irte tú. En cuanto a Orschwir, asistía al espectáculo sin tomar parte, pero con una pizca de satisfacción; y, cuando Kipoft hijo arrojó su retrato al fuego, parecía la mar de contento, créeme. Luego, todo sucedió muy deprisa, ¿sabes? En un santiamén, no quedaba un dibujo en las paredes. El único que parecía un poco apurado era Schloss.

Cuando Diodème me lo contó, habían pasado dos días y, desde esa famosa tarde, no había dejado de llover. Como si el cielo necesitara hacer limpieza general, lavar los trapos sucios de los hombres, ya que ellos no eran capaces. Los muros de nuestras casas parecían llorar y, en las calles, arroyos ennegrecidos por la tierra y el estiércol de los establos brincaban sobre el empedrado, arrastrando guijarros, briznas de paja, peladuras y desperdicios. Era una lluvia extraña, un continuo diluvio que caía de un cielo que ya ni siquiera veíamos, porque la espesa, sucia y húmeda barba de las nubes lo mantenía permanentemente oculto. Llevábamos esperándola semanas. Semanas durante las cuales el pueblo se había achicharrado al sol, y con él los cuerpos, los nervios, los músculos, los deseos, las fuerzas; y, de pronto, se había producido el estallido de la tormenta, que respondía desmesuradamente al estallido de los hombres, al desencadenamiento de la ira entre las paredes de la fonda de Schloss, a la ridícula hecatombe de los dibujos, porque mientras se representaba aquella especie de ensayo del Ereigniës, mientras se quemaban las efigies antes de matar al hombre, el cielo, demasiado pesado, se abrió en dos de este a oeste, en toda su longitud, y, en vez de vísceras y tripas, descargó trombas de agua gris, tan densas y pesadas como lavaduras.

Schloss puso a todo el mundo en la puerta, incluido el alcalde, y aquella purria empezó a chapotear bajo el aguacero y los relámpagos, algunos cayéndose al suelo cuan largos eran, simulando nadar en los charcos, vociferando como colegiales desmandados, lanzando puñados de barro a la cara de los demás, como si fueran bolas de nieve.

Me gustaría creer que, tras su ventana, el Anderer contempló el espectáculo. Imagino su débil sonrisa. El cielo le hacía justicia, y cuanto veía a sus pies, aquellos mamarrachos calados hasta los huesos, que vomitaban, se insultaban y mezclaban sus risas, sus voces estropajosas y sus chorros de orina, no hacía más que dar la razón a los retratos destruidos. En cierto modo, era una victoria para él. El triunfo del director de orquesta.

Pero en este mundo es mejor no tener la razón. De lo contrario, enseguida te lo hacen pagar caro.