No sé si el Anderer estaba en lo cierto.
No sé si de algunas cosas puedes curarte. En el fondo, tal vez contar no sea un remedio tan infalible. Tal vez, por el contrario, no sirva más que para mantener vivas las heridas, como se mantienen las brasas de un fuego para poder avivarlo de nuevo a nuestro capricho, cuando nos apetezca.
Quemé la carta de Diodème. Por supuesto que la quemé. A él, escribir no lo curó de nada. Y a mí, saber los nombres de los Dörfermesch, que apuntó al dorso de la última hoja, tampoco me habría servido para nada. Absolutamente para nada. No tengo ánimo de venganza. Una parte de mí sigue siendo el Perro Brodeck, un ser que prefiere el polvo al mordisco, y tal vez sea mejor así.
Aquella tarde no volví directamente a casa. Di un largo rodeo. Hacía buena noche. En el cielo, las estrellas abrillantaban sus clavos de plata en el paño de la oscuridad. Hay horas en que todo es de una belleza insoportable, una belleza que parece tan inabarcable y tan dulce sólo para subrayar la fealdad de nuestra condición. Fui a pasear por la orilla del Staubi, más arriba del Baptisterbrücke, hasta un bosquecillo de sauces desmochados, que Baerensbourg tortura cada enero cortándoles todas las ramas. Allí están enterradas las tres chicas. Lo sé. Me lo dijo Diodème, señalándome el sitio exacto. No hay ninguna sepultura. Ni cruz. Nada. Pero sé que debajo de la hierba se encuentran las tres chicas, Marisa, Therne y Judith. Sus nombres son importantes. Son suyos. Se los he dado yo. Porque, además de matarlas, los Dörfermesch hicieron desaparecer todo lo relacionado con ellas, así que nadie sabe cómo se llamaban, de dónde venían ni quiénes eran en realidad.
Esa parte del Staubi es muy bonita. El río desliza sus claras aguas sobre un lecho de grises guijarros. Murmura y borbotea. Su voz suena casi humana. Es una música delicada que regala a cualquiera que se siente un momento en la hierba y aguce el oído.
El Anderer iba a este sitio a menudo, a sentarse también sobre la hierba, tomar notas en su pequeño cuaderno y dibujar. Creo que algunos que lo vieron allí, justo allí, debieron de decirse que no había elegido un lugar tan cercano a las mudas tumbas de las tres chicas por casualidad. Y seguramente debido a esas visitas, el Anderer, sin saberlo, empezó a condenarse, y poco a poco los Dörfermesch decidieron su muerte. Nunca hay que exhumar el horror, aunque no se haga a propósito, aunque no se haga por voluntad, porque de lo contrario vuelve a la vida y se propaga. Taladra las cabezas, se agranda, vuelve a engendrarse a sí mismo.
Diodème también encontró la muerte cerca de aquí. Pensándolo bien, «encontrar la muerte» es una expresión curiosa; pero, en su caso, creo que acertada. Para encontrar algo hay que buscarlo. Y estoy convencido de que Diodème buscaba la muerte.
Ya no creo, como creía al principio, y menos aún después de leer la carta, que lo mataran los otros, como mataron al Anderer. No. Creo que la verdad no va por ahí.
Sé que Diodème salió de casa. Sé que salió del pueblo. Sé que caminó por la orilla del Staubi y que, mientras remontaba la corriente, remontó también el curso de su vida. Pensó en nuestros largos paseos, pensó en las conversaciones que habíamos mantenido, pensó en nuestra amistad. Acababa de escribir la carta, y caminó a lo largo de la orilla pensando en eso. Pasó junto a los sauces, pensó en las chicas, siguió caminando, caminó y trató de ahuyentar a los fantasmas, trató de hablarme por última vez, estoy convencido, sí, estoy seguro de que pronunció mi nombre, subió a las peñas de los Tizenthal, y la corta ascensión le sentó bien, porque cuanto más subía más ligero se sentía. Al alcanzar la cima, contempló los tejados del pueblo, contempló la luna reflejada en las ondas del río y contempló por última vez su vida, sintiendo que el aire de la noche le acariciaba la barba y el pelo. Cerró los ojos y se dejó caer. Fue una larga caída. Por lo demás, tal vez donde ahora esté todavía no haya dejado de caer.
La tarde del Ereigniës, Diodème no se encontraba en la fonda. Había salido del pueblo en compañía de Alfred Wurtzwiller, el cartero, y su labio leporino para ir a S., adonde lo había mandado Orschwir con unos documentos importantes. Creo que el alcalde lo alejó con toda intención. Cuando volvió, tres días después, quise contarle lo ocurrido, pero me interrumpió enseguida:
—No quiero saber nada, Brodeck, guárdatelo para ti. Además, no estás seguro de nada. Puede que se marchara sin decírselo a nadie, puede que se quitara el sombrero, hiciera una reverencia y se fuera como llegó. No viste nada; tú mismo lo has dicho. Pero ese Anderer, ¿ha existido siquiera?
Me quedé helado.
—Hombre, Diodème, no puedes…
—¡Calla, Brodeck! No me digas lo que puedo o no puedo hacer. ¡Déjame en paz! ¡Bastantes desgracias ha habido en este pueblo!
Y se marchó a toda prisa, dejándome solo en la esquina de la calleja Silke. Seguramente, había empezado a escribir la carta ese día. La muerte del Anderer removía demasiadas cosas, más de las que Diodème podía soportar.
He arreglado el cajón y el escritorio. Creo que he hecho un buen trabajo. Luego, le he dado cera de abeja. Huele muy bien. Brilla a la luz de la vela. Y vuelvo a escribir sentado ante él. En el cobertizo hace frío, pero las hojas aún conservan el calor del vientre de Emélia. Todos los días, soy yo quien lava y viste a Emélia al levantarse y la desnuda por la noche. Cada mañana, después de haber pasado casi toda la noche escribiendo, meto las hojas en una bolsa de lino suave y se la ato alrededor de la cintura, debajo de la camisa. Y por la noche, cuando la acuesto, vuelvo a coger la bolsa, que está caliente y huele a ella.
Me digo que Poupchette se formó en el vientre de Emélia y que, en cierto modo, la historia que escribo crece en ese mismo vientre. Es un paralelismo que me gusta y anima.
Casi he terminado el informe que esperan Orschwir y los demás. En realidad, apenas me queda nada por referir. Pero no quiero entregárselo antes de haber acabado mi historia. Todavía tengo que recorrer ciertos senderos. Todavía tengo que juntar algunas piezas. Todavía tengo que abrir algunas puertas. Pero no ahora, aún no.
Porque antes debo retomar el encadenamiento de los hechos que llevaron al Ereigniës. Imaginemos la cuerda de un arco tensándose cada hora un poco más. Imaginémoslo para hacernos una idea de las semanas que precedieron al Ereigniës, pues durante ellas fue como si el pueblo entero se tensara igual que un arco, sin saber qué flecha dispararía ni cuál era su verdadero blanco.
Aquel verano hizo un calor abrasador. Los viejos aseguraban que no recordaban otro igual. Ni siquiera la espesura del bosque, entre las rocas de las que por lo general, incluso en pleno agosto, se siente ascender de las profundidades el hálito helado de los glaciares sepultados, exhalaba más que brisas tórridas. Los insectos giraban como locos sobre el musgo seco frotándose los élitros, y sus desafinados y persistentes violines taladraban las cabezas de los hombres que se afanaban en talar árboles y les crispaban. Las fuentes se secaban. Los pozos estaban en su nivel más bajo. Hasta el Staubi parecía un arroyo esmirriado donde las truchas, los salmones de fontana y las farras morían por decenas. Las vacas jadeaban. Sus ajadas ubres no daban más que leche agria, clara y poco abundante. Estaban encerradas en los establos y no salían hasta la caída de la noche. Tumbadas sobre un costado, entornaban los gruesos párpados sobre los brillantes ojos, enseñando la lengua, blanca como la cal. Para hallar un poco de fresco había que subir a los pastizales; por supuesto, los más afortunados eran los rebaños de ovejas y cabras, y sus pastores y cabreros, que respiraban el aire de las alturas a pleno pulmón. Abajo, en las calles y casas, todas las conversaciones giraban en torno al enorme y desesperante sol que cada mañana veíamos alzarse y encaramarse enseguida a lo alto de un cielo completamente azul y raso que no variaba en todo el día. Nos movíamos poco. Rumiábamos. El vaso de vino más pequeño se te subía a la cabeza enseguida, y te irritabas por nada. La sequía no conoce culpables. No se le puede reprochar a nadie. Así que hay que pagarla con lo que sea, o con quien sea.
Que no se me malinterprete. No estoy diciendo que el Ereigniës se produjera porque durante las semanas precedentes hizo un calor infernal y los ánimos bulleron como el agua de una olla puesta a todo fuego. Creo que habría pasado lo mismo al final de un largo verano de lluvias. Seguramente habría hecho falta más tiempo. Sin duda, no habría habido ese apresuramiento, ese arco que se tensa, como acabo de escribir. Habría ocurrido de otra manera, pero habría ocurrido.
Se teme a quien calla. A quien no dice nada. A quien mira y no habla. ¿Cómo saber qué piensa quien permanece mudo? El hecho de que el Anderer no respondiera más que con una palabra, una sola, al discurso del alcalde no había gustado en absoluto. Al día siguiente, pasada la alegría de la fiesta, el vino gratis y el baile, volvió a hablarse de su actitud, de su sonrisa, de su pinta, del colorete de sus mejillas, del asno y la yegua, de cómo los llamaba, de por qué estaba aquí y de por qué se quedaba.
Y no puede decirse que el Anderer se enmendara durante las siguientes jornadas. Estoy casi seguro de que soy la persona con la que más habló —aparte del padre Peiper, aunque al respecto no he conseguido averiguar nada, ni quién habló más de los dos, ni de qué—; y que juzgue cada cual: cuanto me dijo el Anderer ya lo he recogido en estas páginas. Cabe en un par de líneas, o poco más. Si se cruzaba con alguien, no le hacía un feo. Se quitaba el sombrero, inclinaba la cabezota, en la que sólo quedaban algunos pelos muy largos y rizados, y sonreía; pero no abría la boca.
Y, por supuesto, estaba aquel cuaderno negro y las notas que le veían tomar, los croquis, los dibujos… La conversación que oí un día al acabar el mercado entre Dorcha, Pfimling, Vogel y Hausorn, no la soñé. Y esos cuatro no eran los únicos a quienes ponía nerviosos. ¿Para qué garrapateaba todo aquello? ¿Con qué fin? ¿De qué le servía?
Acabamos sabiéndolo.
El 24 de agosto.
Y, realmente, ése fue el principio de su fin.