32

No siento odio hacia Diodème. No le guardo rencor. Leyendo su carta, más que acordarme de mi sufrimiento, me he imaginado el suyo. Y también he comprendido. He comprendido por qué durante mi ausencia se ocupó de Fédorine y Emélia con tanto celo, visitándolas a diario, ayudándolas constantemente, sobre todo a partir del día que Emélia se sumió en su inmenso silencio. Y también he comprendido por qué cuando al regresar del campo volvió a verme, pasado el primer momento de estupor, dio rienda suelta a su alegría, se abrazó a mí y, riendo, me hizo bailar y girar, girar una y otra vez, hasta que me desmayé. Yo había vuelto al pueblo, pero él volvía a vivir.

Toda mi vida he intentado ser un hombre, Brodeck, pero no siempre lo he conseguido. El perdón que necesito no es el de Dios, sino el tuyo. Encontrarás esta carta. Sé que si dejo este mundo, te quedarás mi escritorio, en el que pienso esconderla. Lo sé por lo mucho que me hablas de él, de ese escritorio, dices, donde debe de dar gusto escribir, puesto que yo no paro de hacerlo. Así que tarde o temprano hallarás la carta. Y lo sabrás todo. Todo. También lo de Emélia, Brodeck. Lo he descubierto todo. Te lo debía. Ahora sé quién lo hizo. No sólo había soldados, también había Dörfermesch, hombres del pueblo. Sus nombres están al dorso. No hay error posible. Haz lo que consideres oportuno, Brodeck. Y perdóname, Brodeck, perdóname, por favor…

Leí el final de la carta varias veces, tropezando en las últimas palabras, incapaz de seguir la indicación de Diodème, darle la vuelta a la hoja y leer los nombres. Nombres de individuos a los que forzosamente conozco, porque nuestro pueblo es muy pequeño. A unas decenas de metros de mí, Emélia y Poupchette dormían. Mi Emélia y mi adorada Poupchette.

Ahora pienso en el Anderer. A él le conté la historia.

Fue a las dos semanas de habérmelo encontrado sentado en la roca de la Lingen, contemplando el paisaje y dibujando un mapa. Ese día, regresaba de una larga caminata durante la que había comprobado el estado de los caminos que unen los prados de la montaña. Había salido al alba y andado mucho. Me alegraba de haber llegado al pueblo, porque tenía hambre y sed. Me lo crucé cuando acababa de salir del establo de Solzner. Había ido a ver a su yegua y su asno. Nos saludamos. Yo seguía mi camino, cuando lo oí decir:

—¿Aceptaría ahora mi invitación de hace unos días?

Iba a responderle que estaba agotado y quería volver a casa, con mi mujer y mi hija; pero bastó que lo viera esperando con una amplia sonrisa en la redonda cara para que respondiera lo contrario. Él se mostró encantado y me invitó a acompañarlo.

Cuando entramos en la fonda, Schloss estaba fregando el suelo. No había ningún cliente. El fondista iba a preguntarme qué quería, pero se dio cuenta de que seguía al Anderer en dirección a la escalera. Apoyó las manos en la fregona, me miró con expresión extraña y, cogiendo el asa del cubo como si estuviera furioso, arrojó con rabia el agua que quedaba al suelo de madera.

En la habitación del Anderer flotaba un asfixiante olor a incienso y agua de rosas. Los baúles estaban abiertos en un rincón, dejando ver gran cantidad de libros con dorados en las tapas, mezclados con los tisúes, sedas, terciopelos, brocados y gasas que no había extendido sobre las paredes, ocultando la sucia y agrietada cal y confiriendo a la estancia un aspecto oriental de campamento nómada. Justo al lado, dos grandes carpetas de dibujo debían de contener un número impresionante de hojas, porque abultaban mucho, aunque sus cintas, cuidadosamente anudadas con varios lazos, impedían ver nada. La pequeña mesa que le servía de escritorio se hallaba cubierta de coloridos mapas antiguos, mapas que nada tenían que ver con nuestra región y presentaban relieves y trazados de ríos desconocidos para mí. Junto a ellos, también se veía una gran brújula de cobre, un catalejo, un compás y otro instrumento de medición parecido a un teodolito, pero de un tamaño minúsculo, además de su pequeño cuaderno negro, cerrado.

Me invitó a sentarme en el único sillón de la habitación, después de retirar tres tomos de lo que parecía una enciclopedia. Abrió un estuche de ébano, cogió dos tazas sumamente finas, decoradas con motivos de guerreros armados con arcos y flechas y princesas arrodilladas, que debían de ser chinas o indias, y las puso sobre dos platillos a juego. Junto a la cabecera de la cama había un gran samovar plateado cuyo cuello recordaba el de un cisne. El Anderer lo cogió, vertió agua hirviendo en las tazas y a continuación añadió unas hojas secas, apergaminadas, de un marrón casi negro, que se desplegaron en forma de estrella, flotaron unos instantes en la superficie del agua y descendieron poco a poco al fondo de las tazas. Me di cuenta de que había observado el fenómeno como si fuera un truco de magia, y también de que mi anfitrión me contemplaba con expresión divertida.

—Mucha apariencia y poca sustancia… Con mucho menos, se puede embaucar a pueblos enteros —dijo tendiéndome una taza.

Luego se sentó frente a mí en la silla del escritorio, tan pequeña que sus gruesas nalgas sobresalían por ambos lados, se llevó la taza a los labios, sopló para enfriar el té y bebió a pequeños sorbos, con evidente satisfacción. A continuación, dejó la taza, se levantó, buscó en el baúl mayor, el que contenía los libros más voluminosos, y volvió con un infolio cuyas gastadas tapas daban fe de su frecuente uso. Por lo demás, de cuantos despedían brillos dorados desde aquel baúl, era el menos vistoso. El Anderer me lo tendió.

—Échele un vistazo. Estoy seguro de que le interesará.

Lo abrí, y no pude dar crédito a mis ojos. Era el Liber florae montanarum del hermano Abigaël Sturens, impreso en 1702 en Müns e ilustrado con centenares de grabados coloreados reunidos al final del volumen. Yo había buscado en vano aquel libro en todas las bibliotecas de la capital. Se decía que sólo existían cuatro ejemplares. Su precio alcanzaba cifras astronómicas; muchos ricos aficionados habrían pagado una fortuna por poseerlo. En cuanto a su valor científico, era incalculable, porque catalogaba exhaustivamente la flora de montaña, hasta las especies más raras y curiosas, ya extinguidas.

Sin duda, el Anderer advirtió mi emoción, que de todas formas no intenté disimular.

—Consúltelo, se lo ruego. Vamos, vamos…

Así que, como un niño al que acaban de ponerle delante un juguete maravilloso, me apoderé del libro y empecé a pasar las hojas.

Tenía la sensación de haber hallado un tesoro. El inventario elaborado por el hermano Sturens era en extremo preciso, y las notas que acompañaban cada flor, cada planta, además de recapitular todo el saber anterior, añadían numerosos detalles que no había leído en ningún otro sitio.

Pero lo más extraordinario de aquella obra, y lo que justificaba su fama, eran el primor y la belleza de las láminas que ilustraban los comentarios. Los herbarios de la tía Pitz constituían para mí una inestimable fuente de información, que a menudo me ayudaba a completar mis notas, a corregir algún error cometido o, a veces, incluso a orientar mis informes. Sin embargo, lo que encontraba en ellos había perdido toda su vida, todo su color, toda su gracia. Había que recurrir a la memoria y la imaginación para que ese mundo dormido y seco volviera a ser lo que había sido, recuperara la savia, la flexibilidad, los colores. En cambio, ante el Liber florae tenía la sensación de que una inteligencia excepcional, unida a un talento diabólico, había conseguido capturar la verdad de las flores. La turbadora precisión de los trazos y los tonos lograba que parecieran recién colocadas en el papel por una mano que acabara de cogerlas frescas. Nevadilla, zapatito de Venus, genciana cruciata, matalobos, uña de caballo, lirio ambarino, campánula iridiscente, euforbia del pastor, artemisa de montaña, pie de león, corona imperial, sieteenrama, dríada, vermicularia, eléboro negro, gregoria, soldanela plateada… La lista, interminable, hacía que la cabeza me diera vueltas.

Me había olvidado del Anderer y de dónde estaba. Pero el mareo se me pasó de golpe. Acababa de pasar una página, y en ese momento apareció ante mis ojos, frágil como los hilos de la Virgen y tan minúscula que casi no parecía real, con los pétalos azules ribeteados de rosa pálido y rodeando la corona de estambres de oro a modo de solícitas manitas, para atenderlos y protegerlos: la violeta de los barrancos.

Seguramente solté un grito. Tenía ante mí, en el antiguo y lujoso libro que descansaba sobre mis rodillas, la imagen de aquella flor, para dar fe de su existencia; y también estaba allí, asomándose por encima de mi hombro, el rostro del estudiante Kelmar, que tanto me había hablado de ella y que me había hecho prometer que la encontraría.

—Interesante, ¿verdad?

La voz del Anderer me sacó de mi ensoñación.

—Hace tanto tiempo que busco esta flor… —me oí responder en un tono que no reconocí como propio.

El Anderer me miraba con su tenue sonrisa, una sonrisa que asomaba a sus labios a menudo y que no parecía de este mundo. Apuró la taza de té, la dejó en el platillo y, luego, con un tono casi ligero, me respondió:

—Lo que aparece en los libros no siempre existe. A veces mienten, ¿no cree?

—Ya casi no leo libros.

Se hizo un silencio que ninguno de los dos trató de romper. Yo había cerrado el Liber florae, pero seguía abrazado a él. Pensé en Kelmar. Nos vi saliendo del vagón. Oía los gritos, los de nuestros compañeros en la desgracia, los de los guardias y los ladridos de sus perros. Y luego apareció el rostro de Emélia, su hermoso y mudo rostro, sus labios canturreando la eterna canción. Sentía la benévola mirada del Anderer posada en mí. De pronto, ocurrió. Empecé a hablarle de Emélia. ¿Por qué lo hice? ¿Por qué le conté a un hombre al que no conocía en absoluto cosas que no había confiado a nadie? Seguramente, necesitaba aligerar el corazón del peso que llevaba en él, más de lo que me confesaba a mí mismo. Si el padre Peiper hubiera sido el mismo de antaño, si después de la guerra no se hubiera convertido en un espantajo empapado en alcohol, puede que me hubiera confiado a él. Aunque no estoy tan seguro.

He dicho que la sonrisa del Anderer no parecía de este mundo. Pero es que, en el fondo, él tampoco pertenecía a nuestro mundo. Ni a nuestra historia. No estaba en la Historia. Había surgido de la nada y, ahora que no queda rastro de él, es como si nunca hubiera existido. Así que, ¿a quién mejor que a él podía contárselo? No estaba de ningún lado.

Le hablé de cuando me habían llevado aquellos dos soldados, mientras a mis espaldas Emélia lloraba y gritaba en el suelo. También del buen humor de Frippman, de su inconsciencia, de su incapacidad para comprender lo que nos estaba sucediendo y lo que irremisiblemente iba a pasarnos.

Nos habían sacado del pueblo esa misma noche, atados uno a otro por las manos mediante un ronzal, bajo la vigilancia de dos soldados a caballo. El viaje duró cuatro días, durante los cuales nuestros guardias no nos dieron más que agua y las sobras de su comida. Frippman no estaba desesperado en absoluto. Mientras caminábamos, no dejaba de hablarme de las mismas cosas, las semillas, la forma de la luna y los gatos, que, según decía, solían seguirlo por la calle. Explicaba todo eso en su jerigonza, salpicando la vieja lengua con dialecto. Fue durante esos cuatro días que pasamos juntos cuando me di cuenta de que era un alma bendita, y no sólo un poco fantasioso. Todo lo dejaba maravillado, los movimientos de los caballos de los soldados, los botones de sus uniformes, que relucían al sol, el paisaje, el canto de los pájaros… Los soldados no nos maltrataron. Nos arrastraban como a dos fardos y no nos dirigieron la palabra ni una sola vez, pero jamás nos golpearon.

Cuando llegamos a S., que estaba sumida en el caos, medio destrozada, con las calles cubiertas de cascotes y ruinas calcinadas, nos tuvieron en la estación una semana. Allí había de todo, hombres, mujeres y familias enteras; muchas eran humildes, mientras que otras seguían llevando los signos de su pasada riqueza y miraban a las primeras de arriba abajo. Éramos centenares. Todos Fremdër. En realidad, esa palabra se había convertido en nuestro nombre. Los soldados nos llamaban así sin excepciones. Poco a poco, íbamos dejando de existir como individuos. Llevábamos el mismo nombre y debíamos responder a él, que no era tal. Ignorábamos lo que nos esperaba. Frippman seguía a mi lado. No se separaba de mí. A veces, me agarraba el brazo con ambas manos y así permanecía durante minutos, como un niño asustado. Yo no se lo impedía. Siempre es mejor ser dos frente a lo desconocido. Una mañana, hicieron una selección. A Frippman le tocó el grupo de la izquierda y a mí, el de la derecha.

—Schussa, Brodeck! Au baldiegeï en Dörfer!

«¡Hasta pronto, Brodeck! ¡Nos veremos en el pueblo!», me gritó Frippman con expresión radiante cuando su columna se puso en movimiento. No pude responderle. Me limité a esbozar un gesto con la mano, un leve gesto para que no sospechara nada, la gran nada que yo presentía y hacia la que, primero a él y después a mí, nos conducían a palos. Frippman miró al frente y apretó el paso, silbando.

No volví a verlo. No regresó al pueblo. Baerensbourg, el pedrero, grabó su nombre en el monumento. A diferencia del mío, no ha tenido que borrarlo.

Emélia y Fédorine se quedaron solas en casa. El pueblo las evitaba. Como si de pronto hubieran contraído una especie de peste. El único que se ocupó de ellas fue Diodème, por amistad y por vergüenza, como ya he dicho. El caso es que se ocupó.

A Emélia ya casi no le encargaban canastillas, manteles, cortinas ni pañuelos. Aunque no tenía labores que hacer, no se quedó mano sobre mano. Había que comer, que calentarse… Yo la había aleccionado sobre todo cuanto los bosques y la montaña ofrecen a los hombres: ramas, tocones, bayas, setas, hierbas, lechuga silvestre… Fédorine le enseñó a atrapar pájaros con liga y con cordel, a cazar conejos con lazo, a atraer a las ardillas hasta el pie de los grandes abetos y matarlas de una pedrada. No morían de hambre.

Todos los días, Emélia apuntaba en una libreta que he encontrado algunas frases dirigidas a mí. Siempre frases sencillas y tiernas que hablaban de mí, de ella, de nosotros, como si fuera a volver de un momento a otro. Me contaba lo que había hecho durante la jornada, empezando siempre con las mismas palabras: «Mi pequeño Brodeck…». No había en ellas rastro de la menor amargura. No mencionaba a los Fratergekeime. Estoy seguro de que lo hacía a propósito. Era una buena manera de negar su existencia. Por supuesto, conservo esa libreta. A menudo releo pasajes. Es un largo y conmovedor repaso a los días de la ausencia. Es nuestra historia, la de Emélia y la mía. Son palabras luminosas que sirven de contrapunto a todas mis zonas de sombra. Y quiero guardármelas para mí, para mí solo, como la última huella de la voz de Emélia antes de su entrada en la noche.

Orschwir no fue a visitarlas. Un día mandó que les llevaran medio cerdo, que se encontraron una mañana delante de la puerta. Peiper fue a verlas un par de veces, pero Fédorine no lo soportaba, porque se pasaba horas al lado de la estufa, vaciando la botella de aguardiente de ciruela que le había sacado y cada vez diciendo más incoherencias. Una noche acabó echándolo a escobazos.

Adolf Buller y su escuadra seguían ocupando el pueblo. Una semana después de nuestra detención, dio al fin su permiso para enterrar a Cathor. El cacharrero no tenía más familia que su hermana, la mujer de Beckenfür. El trabajito le tocó a él.

—Una asquerosidad, Brodeck… Nada agradable, pero que nada… Tenía la cabeza dos veces más grande, como un globo tumefacto y sanguinolento. Y. el resto… ¡Dios! Mejor no hablar.

Aparte de esa ejecución y nuestro arresto, los Fratergekeime se comportaban con gran educación, así que los dos hechos se olvidaron rápidamente, o más bien la gente se esforzó cuanto pudo para olvidarlos. Fue en esa época cuando Göbbler regresó al pueblo con su rolliza mujer, Boulla. Volvió a instalarse en su casa, que había dejado quince años antes, y fue recibido con los brazos abiertos por la población y, en especial por Orschwir, que era de su quinta.

Poco a poco, el pueblo empezó a cambiar, juraría que siguiendo los consejos de Göbbler, que hizo notar a los habitantes las ventajas de estar ocupados por las tropas, que no eran nada hostiles; más bien al contrario: garantizaban la paz y la seguridad, y habían convertido el pueblo y sus alrededores en una zona a salvo de las matanzas. Por lo demás, no le resultó difícil convencerlos de que el interés de todos era que Buller y sus hombres se quedaran allí cuanto más tiempo mejor. Un centenar de hombres que comen, que beben, que fuman, que necesitan que les laven y les zurzan la ropa, reporta, en definitiva, un dinero nada despreciable.

Göbbler se convirtió en una especie de teniente de alcalde, con la aprobación de toda la población y el beneplácito de Orschwir. A menudo se lo veía en la tienda de Buller, que al principio lo observaba con suspicacia, pero, comprendiendo el provecho que podía obtener de aquel individuo apático y del acercamiento que favorecía, empezó a tratarlo casi como a un camarada. En cuanto a Boulla, distribuyó equitativamente sus favores entre las tropas, abriendo de par en par sus muslos a oficiales y soldados rasos.

—¿Qué esperabas? Fuimos acostumbrándonos —me dijo Schloss el día que vino llorando como una Magdalena a sentarse a mi mesa y hablar conmigo—. Se volvió como natural que estuvieran aquí. Después de todo, eran hombres igual que nosotros, cortados por el mismo patrón. Hablábamos de las mismas cosas en la misma lengua, o casi. Al cabo de un tiempo, los conocíamos a la mayoría por el nombre de pila. Muchos ayudaban a los viejos, otros jugaban con los niños… Todas las mañanas, diez de ellos limpiaban las calles. Otros se encargaban de los caminos, cortaban leña, quitaban las boñigas… ¡El pueblo nunca ha estado tan limpio! ¿Qué quieres que te diga? Cuando venían aquí, les llenaba los vasos. ¡No iba a escupirles en la cara! Además, ¿crees que muchos tenían ganas de acabar como Cathor, o de desaparecer como Frippman y tú?

Los Fratergekeime se quedaron cerca de diez meses. No se produjo ningún incidente reseñable. Pero, durante las últimas semanas, el ambiente se enrareció. Más tarde se supo por qué. La guerra tenía otro escenario y otro espíritu. Como una hoguera primaveral cuyo acre humo, agitado por el viento, enloquece y cambia de dirección violentamente, las victorias mudaron de bando. Al pueblo no llegaban noticias. A los vecinos, quiero decir. Mientras permanecieran en la ignorancia, no eran peligrosos. Pero Buller lo sabía todo. Y me gusta imaginarme su cara torturada por el tic cada vez con mayor frecuencia, a medida que los despachos le comunicaban las derrotas, el desastre, el hundimiento de ese Gran Territorio que debía extender su imperio sobre el mundo y durar miles de años.

La tropa, como un perro, percibió la angustia de su amo y empezó a inquietarse. Las máscaras volvieron a caer. Los viejos reflejos regresaron. Brochiert, el panadero, fue vapuleado ante los ojos de Diodème porque había bromeado con un cabo sobre su afición a los callos. A Limmat, que se olvidó de saludar a dos soldados con quienes se cruzó, lo tiraron al suelo, y se salvó de que lo molieran a palos gracias a la intervención de Göbbler, que pasaba en ese momento. Una docena de incidentes por ese estilo hizo comprender al pueblo que los monstruos nunca se habían ido, que simplemente se habían quedado dormidos por un instante y que su sueño había acabado. Entonces, el miedo volvió. Y con él, el deseo de conjurarlo.

Una tarde, de hecho la del día anterior a la partida de las tropas, unos Dörfermesch, unos hombres del pueblo, que habían ido al bosque del Borensfall a bajar maderos con trineo, descubrieron cerca del claro del Lichmal, bajo una especie de choza hecha con ramas de abeto, a tres chicas aterradas, que se abrazaron unas a otras al verlos llegar. Sus vestidos no eran como los que usan las campesinas. Sus zapatos tampoco se parecían en nada a unos zuecos o unos borceguíes. Llevaban una maletita. Venían de lejos, de muy lejos. Sin duda, después de semanas de huida habían llegado, Dios sabe cómo, a aquel bosque en medio de aquel extraño universo, donde se sentían totalmente perdidas.

Los Dörfermesch les dieron de comer y beber. Ellas se abalanzaron sobre la comida como si no hubieran probado bocado en varios días. Luego, los acompañaron al pueblo, confiadas. Diodème cree que, durante el trayecto, aquellos hombres todavía no habían decidido qué hacer con ellas. Me gustaría creerlo. La cuestión es que se dieron cuenta de que eran Fremdër y de que cada paso, cada metro que avanzaban por el sendero en dirección al pueblo, sellaba su suerte. Como ya he dicho, Göbbler se había convertido en un hombre importante y era el único vecino que realmente había sido aceptado por el capitán Buller. Los hombres condujeron a las chicas hasta la casa de Göbbler. Él fue quien los había convencido de que las entregaran a los Frafergekeime, para ganarse su favor, para calmarlos, para ablandarlos, mientras ellas esperaban delante de la casa, bajo la tupida lluvia que de pronto había empezado a caer.

El cielo juega con nosotros. A menudo me he repetido que, de no ser por esa lluvia que comenzó a azotar con fuerza los tejados, puede que Emélia nunca hubiera mirado por la ventana. De no hacerlo, tampoco habría visto a las tres chicas, escuálidas, empapadas, temblorosas, asustadas. No habría salido para invitarlas a sentarse junto al fuego. Y en consecuencia no habría estado con ellas cuando los dos soldados advertidos por uno de los hombres del pueblo fueron a apresarlas. Y tampoco habría protestado. No le habría gritado a Göbbler, como hizo, que aquello era inhumano, ni lo habría abofeteado, estoy seguro. Los soldados no se habrían apoderado de ella. No se la habrían llevado junto con las tres chicas. Emélia no habría dado el primer paso hacia el abismo.

Lluvia. Una simple lluvia. Azotando las tejas y los cristales.

El Anderer me escuchaba. De vez en cuando echaba agua caliente en las tazas y añadía unas hojas de té. Mientras le hablaba, me abrazaba al viejo Líber florae montanarum, como a una persona. El benévolo silencio del Anderer y su sonrisa me animaban a continuar. Me calmaba contárselo por primera vez, explicárselo a aquel desconocido, con su extraña cara, su extraña vestimenta, en aquel sitio tan poco parecido a una habitación.

El resto se lo había referido en pocas palabras. No había mucho más que decir. Buller y sus hombres estaban levantando el campo. En la plaza del mercado, reinaba un caos de rebaño bajo la tormenta. Ordenes, gritos, botellas apuradas de un trago y estrelladas contra el suelo, decenas de hombres borrachos que reían, se tambaleaban y se insultaban, todo ante la mirada de Buller, tieso como una estaca a la entrada de su tienda, con la cabeza agitada por el tic, cuya frecuencia no dejaba de aumentar. En ese paradójico instante, los Fratergekeime seguían siendo los amos, pese a saber que habían perdido. Eran dioses caídos, grandes señores presintiendo que no tardarían en despojarlos de sus armas y corazas. Con la cabeza todavía en las nubes, pero sabiéndose colgados boca abajo.

Ésa fue la escena que presenció la pequeña comitiva de las tres chicas y Emélia, escoltada por los Dörfermesch y los dos soldados. En un abrir y cerrar de ojos, como presas acorraladas, las cuatro mujeres se vieron rodeadas, empujadas, palpadas, manoseadas. Desaparecieron entre risotadas en el centro de un grupo que volvió a cerrarse a su alrededor, un círculo de hombres borrachos y violentos, que entre palabras y bromas soeces las empujaron hasta el granero de Otto Mischenbaum, un viejo granjero a punto de cumplir cien años, sin descendencia —«Hab nie Zeit gehab, nieman Zeit gehab», «No tenía tiempo, nunca tuve tiempo»—, y que ahora vivía enclaustrado en su cocina.

Y desaparecieron.

Se las tragó el granero.

Y luego, nada.

Al día siguiente, la plaza estaba vacía, aunque cubierta de cristales rotos. Los Fratergekeime se habían ido. No habían dejado más que un acre olor a vino, aguardiente vomitado y espesa cerveza acumulada en charcos. Las puertas de todas las casas seguían cerradas tras aquella noche de náusea, durante la que los soldados y algunos «hombres del pueblo», con la muda bendición de Buller, habían destrozado almas y cuerpos. Nadie se atrevía a salir. Y Fédorine se acercaba a todas esas puertas y llamaba, llamaba, llamaba… Hasta que llegó al granero.

—Entré, Brodeck.

Es la vieja Fédorine quien me lo cuenta todo dándome de comer con una cuchara. Mis manos están cubiertas de llagas. Me duelen los labios. Los dientes rotos me hacen tanto daño como si las astillas siguieran clavándose en mis encías. Acabo de llegar, después de casi dos años fuera del mundo. Salí del campo. Recorrí carreteras y caminos. Estoy aquí otra vez. Pero aún estoy medio muerto. Estoy muy débil. Hace unos días que empujé la puerta de mi casa. Al verme, a Fédorine se le cayó la bandeja de porcelana con motivos florales rojos que estaba secando, cuyos pedazos se esparcieron por toda la cocina. Encontré a Emélia, aún más hermosa, sí, más hermosa que en mis recuerdos, y no es decir poco; a Emélia, que, sentada junto al fuego, pese al estrépito de la bandeja, pese a mi voz, que la llamaba, pese a mi mano en su hombro, no levantó los ojos hacia mí y siguió canturreando una canción que me partió el corazón, «Schöner Prinz so lieb, Zu weit fortgegangen», la canción de nuestro naciente amor. Y mientras pronunciaba su nombre, mientras lo repetía con la inmensa alegría del reencuentro, mientras mi mano se posaba en su hombro y le acariciaba la mejilla y el pelo, vi que sus ojos no me veían, comprendí que no me oía, comprendí que tenía delante el cuerpo y el maravilloso rostro de Emélia, pero que su alma vagaba lejos, ignoraba dónde, en un lugar desconocido más al que me juré ir para rescatarla, y fue en ese preciso instante, en el instante en que me hacía esa promesa, cuando oí por primera vez una vocecilla que no conocía, una vocecilla infantil proveniente de nuestra habitación y que frotaba unas sílabas con otras, como se frota el sílex para prender fuego, emitiendo una melodía de cascada alegre, libre, desmandada, una cháchara jubilosa que —ahora lo sé— debe de ser lo más parecido a la lengua de los ángeles.

—Entré en el granero, Brodeck. Entré. Había un gran silencio. Estaba oscuro. Entreví unas formas tumbadas, unas formas menudas pegadas entre sí, inmóviles. Me arrodillé junto a ellas. Conozco demasiado bien la muerte como para no reconocerla. Eran las tres chicas, tan jóvenes… No tendrían veinte años, y estaban con los ojos muy abiertos. Les cerré los párpados. Y también estaba Emélia. Era la única que aún respiraba, débilmente. La habían dado por muerta, pero no había querido morirse, Brodeck, no había querido porque sabía que un día volverías, lo sabía, Brodeck… Cuando llegué junto a ella y puse su cabeza en mi regazo, empezó a canturrear la canción que no ha dejado de cantar desde entonces… La mecí y la mecí, la mecí mucho rato…

En el samovar ya no quedaba agua. Dejé el Líber florae a mi lado, con delicadeza. Fuera casi había anochecido. El Anderer acababa de entreabrir la ventana. Un olor a resina caliente y humus muy seco penetró en la habitación. Había estado hablando mucho rato, sin duda horas, pero el Anderer no me había interrumpido. Iba a disculparme por haber desnudado mi corazón ante él de aquel modo, sin pudor ni permiso, cuando, justo detrás de mí, sonó un carillón. Me volví bruscamente, como si hubiera oído un disparo. Era un carillón curioso, del tamaño de un reloj de bolsillo grande, como los que antaño se colgaban en el interior de la carrozas. No me había fijado en él hasta entonces. Sus finas agujas de oro marcaban las ocho. La caja era de ébano y oro, y las cifras de las horas, de esmalte azul sobre fondo de marfil. Debajo del eje de las agujas, el relojero, cuyo nombre, Benedik Fürstenfelder, se hallaba grabado al pie del marco, había escrito un lema con hermosas letras inclinadas enlazadas unas con otras: «Alle verwunden, eine tötet». Todas hieren, la última mata.

Mientras me levantaba, pronuncié la frase en voz alta. El Anderer también se había puesto en pie. Yo había hablado mucho. Quizá demasiado. Ya era hora de volver a casa. Estaba confuso, no quería que él creyera que… Me interrumpió levantando con viveza la mano, pequeña y regordeta como la de una mujer metida en carnes, y con una voz tan imperceptible como un suspiro, dijo:

—No se disculpe. Sé que contar es un remedio infalible.