Sé que el miedo puede transformar a un hombre.
Antes no lo sabía, pero lo aprendí. En el campo. Vi a hombres aullar, darse cabezazos contra una pared, arrojarse contra alambres tan cortantes como navajas… Los vi hacérselo encima, vaciarse por completo, vomitar, echar fuera todos los líquidos, los humores, los gases que tenían dentro. Vi rezar a unos y renegar de Dios, cubrirlo de injurias y bilis a otros. Incluso vi morir de miedo a uno. Lo vi la mañana en que los guardias acababan de elegirlo con su jueguecito para ser el siguiente en subir a la horca. Cuando el guardia se detuvo frente a él y le dijo riendo «Du!», el hombre se quedó inmóvil. Su rostro no dejó traslucir ninguna emoción, ninguna angustia, ningún pensamiento. Pero cuando el guardia empezaba a perder la paciencia y levantar el bastón, el hombre cayó fulminado al suelo, muerto antes de que el otro lo tocara.
El campo me enseñó esta paradoja: por muy grande que sea un hombre, nunca está a la altura de sí mismo. Es una imposibilidad inherente a nuestra naturaleza. Sin embargo, al emprender ese viaje vertiginoso, al bajar uno tras otro los peldaños de la sórdida escalera que me llevaba a las profundidades del Kazerskwir, no sólo iba hacia la negación de mi propia persona, sino también hacia la plena conciencia de las motivaciones de mis verdugos y de quienes me habían entregado a ellos. Y en consecuencia, en cierto modo, hacia el comienzo de un perdón.
Mucho más que el odio, o cualquier otro sentimiento, lo que me había transformado en víctima era el miedo que sentían otros. Precisamente porque el miedo los tenía agarrados del cuello, me habían entregado a los verdugos, y a esos mismos verdugos, a esos hombres que en otros tiempos fueran como yo, también los había convertido en monstruos el miedo, haciendo fructificar las semillas del mal que llevaban dentro, como las llevamos todos.
Sin duda calculé mal las consecuencias de la ejecución de Aloïs Cathor. Sentí el horror, la odiosa crueldad, pero no podía imaginar hasta qué punto iba a calar en las mentes de todos, ni que las palabras del capitán Buller, pasadas por el cedazo por docenas y docenas de cerebros, los conmocionarían y conducirían a tomar una decisión cuya víctima sería yo. Y, por supuesto, estaban los restos de Cathor, su cabeza, en el suelo, a unos metros del cuerpo, y sobre ellos el sol y los efímeros insectos que ese comienzo de otoño nacían por la mañana y morían por la noche, pero durante su breve existencia se pasaban horas zumbando alrededor del cadáver, invitándose al festín, revoloteando, zigzagueando, bordoneando, enloquecidos por aquella masa de carne que el calor pudría.
El pueblo entero exhalaba aquel repugnante hedor. Era como si el viento se hubiera compinchado con Buller. Llegaba a la plaza de la iglesia, impregnaba sus ráfagas con los miasmas del cadáver y luego recorría las calles en remolinos, que bailaban su zarabanda, se colaban por debajo de las puertas, por las ventanas mal cerradas y entre las tejas movidas, para traernos el fétido recordatorio de la muerte de Cathor.
Entretanto, los soldados se comportaban con una corrección irreprochable, como si no hubiera pasado nada. Nada de robos ni actos de pillaje ni abusos ni exigencias. En las tiendas, pagaban lo que compraban. Cuando se cruzaban con una mujer o una chica, se descubrían. Cortaban leña para las viudas ancianas. Gastaban bromas a los niños, pero sólo conseguían que salieran corriendo, asustados. Saludaban al alcalde, al cura y a Diodème.
Todas las mañanas y todas las tardes, el capitán Buller, acompañado invariablemente por los dos tenientes y su tic, se paseaba por las calles sobre sus cortas y esmirriadas piernas. Caminaba deprisa, como si lo esperaran en algún sitio, sin prestar atención a quien se encontraba por el camino. De vez en cuando, azotaba el aire con la fusta o espantaba las abejas.
La gente estaba como atontada. Apenas hablaba. Iba al grano. Agachaba la cabeza. No salía de su estupor.
No había visto a Diodème desde la noche de la ejecución. Así que cuanto voy a escribir a continuación lo he sabido por la larga carta que me dejó.
Una noche, cuando los Fratergekeime llevaban tres días en el pueblo, Buller llamó a Orschwir y Diodème. Lo de Orschwir se comprende, pues era el alcalde; lo del maestro sorprende más. Buller se adelantó a una pregunta que, de todas formas, Diodème jamás se habría atrevido a formular, al explicarle que lo había llamado porque debía de ser menos idiota que el resto, dado que era el maestro, y por lo tanto sería capaz de entenderlo.
Recibió a ambos en su tienda. En ella había una cama de campaña, una mesa, una silla, un baúl y un ropero de tela en forma de funda en cuyo interior se veían algunas prendas. Sobre la mesa, papel con el membrete del regimiento, tinta, plumas, papel secante y una fotografía enmarcada de una mujer metida en carnes rodeada por seis niños, el más pequeño de los cuales podía tener dos años y el mayor, unos quince.
Buller estaba sentado, escribiendo una carta. Les daba la espalda. Se tomó su tiempo para terminarla, releerla, meterla en un sobre, cerrarlo, dejarlo sobre la mesa y, por fin, volverse hacia ellos, que por supuesto estaban de pie y no se habían movido ni un centímetro. Buller los miró en silencio largo rato, sin duda tratando de adivinar de qué pie cojeaban. Diodème sentía que el corazón quería escapársele del pecho y las palmas de las manos sudorosas. Se preguntaba qué pintaba allí y cuánto iba a durar aquel suplicio. El tic agitaba la barbilla de Buller a intervalos regulares. El capitán cogió la fusta, que tenía al alcance de la mano, sobre la cama, y la acarició muy lenta y suavemente, como si fuera un animal de compañía.
—¿Entonces? —dijo al fin. Orschwir abrió la boca de par en par y, sin saber qué decir, miró a Diodème, que ya ni siquiera podía tragar saliva—. ¿Entonces? —repitió Buller sin mostrar impaciencia.
Armándose de valor, Orschwir consiguió preguntarle con voz ahogada:
—Entonces… ¿qué, capitán?
Buller esbozó una sonrisa.
—¡La purificación, señor alcalde! ¿De qué otra cosa iba a hablarle? ¿Cómo va esa purificación?
Una vez más, Orschwir miró a Diodème, que trató de evitar sus ojos bajando la cabeza. Luego, nuestro alcalde, siempre tan seguro, nuestro alcalde, que suele hacer restallar las palabras como latigazos, que no se deja impresionar fácilmente, que tiene el carácter del hombre rico y poderoso, empezó a balbucear, a perder el aplomo delante de aquel individuo de uniforme que no era ni la mitad de alto que él, de aquel pigmeo adornado con un tic grotesco, que acariciaba la fusta con ademanes de mujer.
—Es que… Verá, capitán… No… no lo entendimos… muy bien. No. No entendimos… lo que usted… lo que usted quería decir.
Orschwir se interrumpió y relajó los hombros como después de un enorme esfuerzo. Buller soltó una risita, se levantó, empezó a recorrer de un lado a otro la tienda, como si reflexionara, y por fin se plantó ante ellos.
—¿Ha observado usted a las mariposas alguna vez, señor alcalde? ¿Y usted, señor maestro? Sí, mariposas, cualquier tipo de mariposas… ¿No? ¿Nunca? Lástima… Una verdadera lástima. Yo, en cambio, he consagrado mi vida a las mariposas. Hay quien se interesa por la química, la medicina, la mineralogía, la filosofía, la historia… Yo me he dedicado a las mariposas. Lo merecen de sobra, pero poca gente es capaz de darse cuenta. Es muy triste, porque si nos interesáramos más por esas frágiles y hermosas criaturas, aprenderíamos lecciones extraordinariamente útiles para la especie humana. Figúrense, por ejemplo, que, en una variedad de esos lepidópteros conocida con el nombre de Rex flammae ha podido observarse un comportamiento que, a primera vista, parecía carecer de lógica, pero tras muchas comprobaciones ha demostrado estar pleno de sentido y, si la palabra pudiera aplicarse a las mariposas, de notable inteligencia. Las Rex flammae viven en grupos de una veintena de individuos. Se cree que entre ellas existe una especie de solidaridad que las impulsa a reunirse cuando una encuentra alimento en cantidad suficiente para que todas puedan beneficiarse. Con bastante frecuencia, admiten a mariposas de otras especies dentro de su grupo, pero, en cuanto aparece un depredador, por lo visto las Rex flammae se avisan unas a otras, mediante algún lenguaje que desconocemos, y se ponen a salvo. Las mariposas que momentos antes podían considerarse integradas en el grupo no parecen tener la información, y son devoradas por el pájaro. Entregando una presa al depredador, las Rex flammae garantizan su supervivencia. Cuando todo les va bien, la presencia de uno o varios individuos que no pertenecen a su grupo no les molesta; probablemente, incluso de alguna forma las beneficia. Pero en cuanto surge un peligro y la integridad y la supervivencia del grupo está en juego, no dudan en sacrificar a quienes no son de los suyos. —Buller se interrumpió y volvió a pasearse sin dejar de mirar a Orschwir y Diodème, que sudaban la gota gorda—. Posiblemente, ciertas mentes estrechas considerarían que el comportamiento de esas mariposas carece de moral. Pero ¿qué es la moral? ¿Para qué sirve? La única moral que prevalece es la vida. Sólo los muertos se equivocan.
El capitán se sentó de nuevo a la mesa y no volvió a prestar atención ni al alcalde ni al maestro, que abandonaron la tienda en silencio.
Unas horas después, mi suerte estaba echada.
La Erweckens’Bruderschaf, la Hermandad del Despertar de la que ya he hablado, se reunió en su pequeña sala reservada de la parte posterior de la fonda. Diodème también estaba. En su carta, me jura que no formaba parte del grupo, que era la primera vez que lo invitaban. ¿Y eso qué importa? ¿Qué más da si era la primera vez o la última? Diodème no cita los nombres de los miembros. Sólo el número. Eran seis, además de él. Aunque no lo dice, deduzco que, lógicamente, Orschwir era uno de ellos y fue quien refirió a los demás el monólogo de Adolf Buller sobre las mariposas. Los presentes sopesaron las palabras del capitán. Comprendieron lo que había que comprender, o más bien, lo que les convenía comprender. Se convencieron de que eran esas Rex flammae, esos dichosos lepidópteros que había mencionado el capitán, y de que para sobrevivir debían apartar de su comunidad a quienes no pertenecían a su especie. Cada uno cogió un trocito de papel y escribió en él los nombres de las mariposas ajenas al grupo. Supongo que fue el alcalde quien recogió los papeles y los leyó.
En todos los papelitos aparecían dos nombres, el de Simon Frippman y el mío. Diodème me jura que él no escribió mi nombre, pero no me lo creo. E incluso si fuera cierto, a continuación los demás debieron de convencerlo sin mucha dificultad de la necesidad de incluirlo.
Frippman y yo teníamos en común no haber nacido en el pueblo, no parecemos a la gente de aquí, ni en los ojos ni en el pelo ni en la piel, demasiado oscuros, haber venido de lejos, de un pasado borroso y una historia trágica, errante y secular. Ya he contado cómo llegué al pueblo, en la carreta de Fédorine, después de haber vagado entre ruinas y cadáveres, huérfano de padres y de memoria. En cuanto a Frippman, había llegado hacía diez años, chapurreando algunas palabras del dialecto mezcladas con la vieja lengua que me ensañara Fédorine. Como muchos no lo entendían, me pidieron que hiciera de intérprete. Era como si Frippman se hubiera dado un porrazo en la cabeza, porque repetía sin cesar su nombre y apellido, pero aparte de eso apenas sabía nada sobre sí mismo. Como parecía buena persona, la gente no lo rechazó. Le prepararon una cama en un granero de la granja de Vurtenhau. Era muy dispuesto. Durante el día iba a ayudar a éste o aquél a segar heno, arar, ordeñar o talar árboles, y nunca parecía cansado. Le pagaban con comida. Jamás se quejaba. Siempre estaba silbando canciones que no conocíamos. Lo adoptamos. Él se dejó domesticar sin oponer resistencia.
Así pues, Simon Frippman y yo éramos Fremdër, extranjeros, basura, mariposas a las que se tolera durante un tiempo, cuando todo va bien, y se ofrece como chivos expiatorios cuando las cosas se tuercen. Lo extraño es que quienes decidieron entregarnos a Buller —es decir, enviarnos a la muerte: eso no podían ignorarlo— se pusieron de acuerdo para salvar a Fédorine y Emélia, que sin embargo también eran mariposas de las otras. No sé si ese olvido, ese deseo de que se salvaran, hay que interpretarlo como un acto de valentía. Creo que más bien tiene algo que ver con la redención. Quienes nos denunciaron necesitaban preservar una zona pura, incontaminada, en su conciencia, una parcela virgen de todo mal que les permitiera olvidar lo hecho, o al menos vivir con ello, pese a todo.
Los soldados echaron abajo la puerta de casa al filo de la medianoche. Poco antes, los miembros de la hermandad habían visitado al capitán Buller y le habían dado los dos nombres. Diodème también estaba. Llorando, explicaba en su carta. Llorando, pero estaba.
Antes de que pudiera darme cuenta de lo que pasaba, los soldados entraron en nuestra habitación. Agarrándome de los brazos, me arrastraron fuera, mientras Emélia chillaba, se aferraba a mí, trataba de golpearles con sus débiles puños. No le prestaron atención. Las lágrimas resbalaban por las arrugadas mejillas de Fédorine. Me sentí como si volviera a ser el niño abandonado de antaño, y sé que Fédorine pensó lo mismo. Ya estábamos en la calle. Vi a Simon Frippman con las manos atadas a la espalda, esperando entre dos soldados. Me sonrió, me dio las buenas noches como si tal cosa y comentó que no hacía demasiado calor. Emélia intentó abrazarme. Le dieron un empujón y la tiraron al suelo.
—¡Volverás, Brodeck! ¡Volverás! —gritó.
Y los soldados rieron a carcajadas.