30

Estoy seguro de que Diodème pensaba que después de leer su carta lo odiaría profundamente. Diodème todavía me atribuía pasiones humanas, pero se equivocaba.

Anoche, después de ordenar el cobertizo, encontrar por casualidad el escondite del sobre marrón y examinar su contenido, me fui a la cama. Era tarde. Emélia dormía. Me pegué a ella. Envuelto en su calor y arrimado a su cuerpo, me dormí enseguida. Ni siquiera pensé en lo que acababa de leer. Sentía el alma curiosamente ligera y el cuerpo pesado, rebosante de cansancio y lazos rotos. Me sumergí en el sueño con la felicidad de las noches de mi infancia. Y soñé, pero no con lo que habitualmente me tortura, con el pozo negro del Kazerskwir, a cuyo alrededor giro y giro sin cesar. No; fueron sueños tranquilos.

Volví a ver al estudiante Kelmar. Seguía vivo y vestía su elegante camisa de lino con adornos bordados. De un blanco inmaculado, hacía resaltar el moreno de su tez y la esbeltez de su cuello. No íbamos camino del campo. Tampoco estábamos en el vagón donde pasamos días y noches, hacinados con los demás. Nos encontrábamos en un sitio que no pude reconocer; ni siquiera sabría decir si se trataba del interior de una casa o fuera. Kelmar estaba distinto. No tenía marcas de golpes. Iba afeitado y tenía buen color. Su ropa olía bien. Sonreía. Me hablaba. Estuvo hablando un buen rato, y yo lo escuché sin interrumpirlo. Luego se levantó y, sin necesidad de que dijera nada, comprendí que debía marcharse. Me miró y sonrió. Conservo un recuerdo muy nítido de las últimas palabras que intercambiamos:

—Después de lo que habíamos hecho en el vagón, Kelmar, debí detenerme como tú, no seguir corriendo, detenerme en el camino.

—Hiciste lo que considerabas tu deber, Brodeck.

—No; tenías razón. Era lo que nos merecíamos. Fui un cobarde.

—No sé si tenía razón. La muerte de un hombre nunca compensa el sacrificio de otro, Brodeck. Sería demasiado fácil. Además, tú no eres quién para juzgarte. Ni yo tampoco. A los hombres no les corresponde juzgarse unos a otros. No están hechos para eso.

—¿Crees que ha llegado el momento de reunirme contigo, Kelmar?

—Quédate en el otro lado, Brodeck. Tu sitio sigue estando ahí.

Son las últimas palabras de Kelmar que tengo presentes. Luego, quise acercarme, rodearlo con los brazos y estrecharlo contra mí, pero sólo abracé el aire.

No creo que los sueños anuncien nada, como aseguran algunos. Pero pienso que llegan en el momento justo y, en el secreto de la noche, nos dicen lo que quizá no nos atrevemos a confesarnos a la luz del día.

No voy a reproducir la carta de Diodème entera. Además, ya no la tengo. Imagino cuánto le costaría escribirla.

No fui al campo voluntariamente. Me detuvieron y me llevaron. Los Fratergekeime habían llegado al pueblo hacía apenas una semana. La guerra había empezado tres meses antes. Estábamos aislados del mundo y apenas nos llegaban noticias. A veces, las montañas nos protegen del barullo, pero al mismo tiempo nos alejan de la vida.

Una mañana, habíamos visto llegar una larga y polvorienta columna que avanzaba con rapidez por la carretera de la frontera. Nadie intentó obstaculizar su marcha, y, de todas formas, habría sido inútil; además, creo que todos tenían en mente la muerte de los dos hijos de Orschwir, y eso era lo que querían evitar, que hubiera más muertes.

Por otra parte, lo más importante, y lo que permite entender muchas cosas, era que quienes llegaban a nuestro pueblo, armados, protegidos con cascos y enardecidos por sus aplastantes victorias sobre todos los ejércitos que se habían cruzado en su camino, eran mucho más parecidos a los habitantes de nuestra región que la mayoría de la población de nuestro propio país. Para la gente de aquí, el país apenas contaba. Era algo así como una mujer que de vez en cuando les recordaba que existía, con una palabra tierna o una petición, pero a la que en realidad nunca le habían visto la cara. Aquellos soldados que llegaban como vencedores compartían las costumbres de aquí, hablaban una lengua tan parecida a la nuestra que bastaba un pequeño esfuerzo para entenderla y emplearla. La historia secular de nuestra tierra se confundía con la de su país. Teníamos en común leyendas, canciones, poetas, refranes, formas de aderezar la carne y preparar las sopas, una misma tendencia a la melancolía y una similar propensión a la ebriedad. En el fondo, las fronteras no son más que trazos de lápiz sobre el mapa. Dividen mundos, pero no los separan. A veces, se olvidan con la misma rapidez con que se trazaron.

El escuadrón que entró en el pueblo estaba formado por un centenar de hombres al mando de un capitán llamado Adolf Buller. Apenas lo conocí. Lo recuerdo como un hombre de poca estatura y muy delgado, con un tic que le llevaba a volver la barbilla a la izquierda bruscamente cada veinte segundos, más o menos. Montaba un caballo con el pelaje grasiento y cubierto de barro, y nunca se separaba de la fusta, una fusta corta con la punta trenzada. Orschwir y el padre Peiper se apostaron a la entrada del pueblo para dar la bienvenida a los vencedores y suplicarles que respetaran a los habitantes y las casas, mientras en todo el pueblo las puertas y los postigos se cerraban a cal y canto y la gente contenía la respiración.

El capitán Buller escuchó los tartamudeos de Orschwir sin bajar del caballo. A su lado estaba el portaestandarte, que sujetaba una lanza de la que pendía una bandera roja y negra. Al día siguiente sustituyó a la que ondeaba en la fachada del ayuntamiento. En la bandera, podía leerse el nombre del regimiento al que pertenecía el escuadrón, Der unverwundbar Anlauf, «el impulso invulnerable», y su divisa, Hinter uns, niemand: «tras nosotros, nadie».

Buller no respondió a Orschwir; movió la barbilla varias veces, apartó al alcalde con la fusta suavemente y siguió avanzando a la cabeza de sus hombres.

Cabía esperar que nos exigiera alojar a sus tropas tras los gruesos muros de nuestras casas, para que durmieran en camas calientes. Pues no. Los soldados se instalaron en la plaza del mercado, descargaron las grandes tiendas y las montaron en un santiamén. Luego, fueron de puerta en puerta para confiscar todas las armas, en su mayoría, escopetas de caza. Lo hicieron sin usar la violencia, con una educación exquisita. Sin embargo, cuando Aloïs Cathor, un cacharrero que se las daba de listo, les aseguró que no tenía ningún arma en casa, lo encañonaron, registraron de cabo a rabo la conejera donde vivía y acabaron descubriendo una escopeta vieja. Se la pusieron delante y acto seguido se los llevaron, a él y la escopeta, ante el capitán Buller, que estaba tomando una copita de aguardiente delante de su tienda, escoltado por su ordenanza, que esperaba de pie con la botella, listo para volver a llenársela. Los soldados le explicaron lo ocurrido. Cathor mantenía una actitud desafiante. Buller lo miró de pies a cabeza, apuró la copita de un trago, agitó la barbilla, ordenó que volvieran a servirle, llamó a un teniente de tez grosella y pelo pajizo apuntándolo con la fusta y le susurró unas palabras al oído. El oficial asintió, dio un taconazo, saludó y se alejó, seguido por los dos soldados y el detenido.

Unas horas después, un tambor recorrió las calles repitiendo un pregón: a las siete en punto, todos los habitantes sin excepción debían presentarse delante de la iglesia para asistir a un acontecimiento de suma importancia. Era obligatoria la presencia, so pena de sanción.

Poco antes de dicha hora, la gente salió de casa. En silencio. Nuestras calles presenciaron el paso de aquella extraña procesión, en la que nadie abría la boca ni se atrevía a levantar la cabeza, mirar alrededor o cruzar la mirada con los demás. Emélia y yo caminábamos agarrándonos con fuerza las manos. Teníamos miedo. Todo el pueblo lo tenía. El capitán Buller nos esperaba fusta en mano en el atrio de la iglesia, flanqueado por sus dos tenientes, el que ya he mencionado y otro, rechoncho y moreno. Cuando la placita de la iglesia estuvo llena, la gente inmóvil y no se oía el menor ruido, Buller nos dijo:

—Vecinos de este pueblo: no hemos venido aquí ni a destruir ni a pisotear. Nadie destruye ni pisotea lo que le pertenece, lo que es suyo, salvo si está loco. Y nosotros no lo estamos. Ahora, vuestro pueblo tiene la enorme suerte de formar parte del Gran Territorio. Estáis en vuestra casa, y esa casa es la nuestra. Nos une ya un futuro milenario. Nuestra raza es la raza primigenia, inmemorial e inmaculada, y también será la vuestra si aceptáis deshaceros de los elementos impuros que aún viven entre vosotros. Así pues, tenemos que convivir en perfecta armonía y con total sinceridad. No es bueno tratar de mentirnos. No es bueno tratar de burlarse de nosotros. Hoy, un hombre lo ha intentado. Confiamos en que nadie seguirá su ejemplo.

Buller tenía una voz suave, casi femenina, y lo más curioso es que al hablar no hacía ese gesto involuntario del mentón, que lo asemejaba a un autómata estropeado. Apenas había acabado su discurso, siguiendo un ceremonial irreprochable, como si aquello se hubiera repetido muchas veces, los dos soldados que custodiaban a Aloïs Cathor lo trajeron a la plaza, ante el capitán Buller. Detrás de ellos, a un metro, otro soldado portaba un objeto pesado que no logré distinguir. Cuando lo dejó en el suelo, vimos que se trataba de un bloque de madera, una sección de tronco de abeto de aproximadamente un metro de altura. A partir de ese momento, todo ocurrió muy deprisa: los soldados agarraron a Cathor, lo obligaron a arrodillarse y apoyar la cabeza en el tronco y retrocedieron. Llegó un cuarto soldado, al que todavía no habíamos visto. Un gran delantal de cuero negro le ceñía el pecho y las piernas. Sujetaba una enorme hacha. Se detuvo muy cerca de Cathor, alzó el hacha en el aire y, antes de que nadie tuviera tiempo de soltar un «¡oh!», la descargó sobre el cuello del cacharrero. La cabeza, seccionada limpiamente, rodó a los pies del tajo. Un gran chorro de sangre brotó del cuerpo, que tras agitarse espasmódicamente unos segundos, como el de una oca degollada, se inmovilizó, inerte. Desde el suelo, la cabeza de Cathor nos miraba. Tenía la boca y los ojos muy abiertos, como si acabara de hacernos una pregunta a la que no habíamos respondido.

Todo había sido muy rápido. La espantosa escena nos había dejado petrificados. La voz del capitán nos sacó de ese estupor para sumirnos en otro todavía mayor:

—Esto es lo que les ocurre a quienes tienen ganas de jugar. Pensad en ello, vecinos de este pueblo, ¡pensad en ello! Y para que podáis pensarlo con calma, el cuerpo y la cabeza de este Fremdër se quedarán aquí. ¡Prohibido enterrarlos, so pena de correr su misma suerte! Una última recomendación: purificad vuestro pueblo. No esperéis a que lo hagamos nosotros. Purificadlo mientras estáis a tiempo. Y ahora, ¡dispersaos y volved a vuestras casas! Os deseo muy buenas noches.

Buller volvió la barbilla hacia la izquierda, como para espantar una mosca, hizo restallar la fusta contra la costura de su pantalón, dio media vuelta y se marchó, seguido por los dos tenientes. Emélia temblaba y sollozaba agarrada a mí, que la abrazaba tan fuerte como podía.

—Es una pesadilla, Brodeck, es una pesadilla, ¿verdad? —repetía sin cesar.

No apartaba los ojos del cuerpo de Cathor, derrumbado sobre el tajo.

—Vamos —le dije tapándoselos con la mano.

Más tarde, cuando ya estábamos acostados, llamaron a la puerta. A mi lado, Emélia se estremeció. Sabía que estaba despierta. La besé en la nuca y bajé. Fédorine ya había hecho pasar a la visita. Era Diodème. La anciana le tenía mucho aprecio. En su vieja lengua, lo llamaba el Klübeigge, el sabio. Me senté a la mesa con él. Fédorine trajo dos tazas y nos sirvió una infusión que acababa de preparar con serpol, menta, melisa y brotes de abeto.

—¿Qué piensas hacer? —me preguntó Diodème.

—¿Cómo que qué pienso hacer?

—En fin, tú estabas allí igual que yo… Ya has visto lo que le han hecho a Cathor.

—Claro que lo he visto.

—Y ya has oído lo que ha dicho el capitán…

—¿Que está prohibido tocar el cuerpo? Me ha recordado una historia griega que nos contaba Nösel en la universidad, sobre una princesa que…

—¡Déjate de princesas griegas! No he venido a hablar de eso —me atajó Diodème, sin dejar de retorcerse las manos—. Cuando ha dicho que había que «purificar el pueblo», ¿qué has entendido?

—Esa gente está loca. Cuando vivía en la capital, pude verlos en acción. ¿Por qué crees que me volví al pueblo?

—Puede que estén locos, pero el caso es que ahora quienes mandan son ellos, después de haber echado a su emperador y violado nuestras fronteras.

—Se irán, Diodème. Acabarán yéndose. Ya me dirás para qué iban a quedarse… Aquí no hay nada. Estamos apartados del mundo. Querían demostrarnos que ahora son los amos, y ya lo han hecho. Querían aterrorizarnos, y ya lo han conseguido. Se quedarán unos días y después se marcharán a otra parte, lejos de aquí.

—Pero el capitán nos ha amenazado… Ha dicho que teníamos que «purificar el pueblo».

—Bueno, ¿y qué propones que hagamos? ¿Que limpiemos las calles con un cubo de agua y una fregona?

—¡No bromees, Brodeck! ¿Crees que ellos bromean? Esa frase no era inocente; ha elegido cada palabra, no las ha pronunciado al tuntún. Es como usar Fremdër para referirse a Cathor…

—Es la palabra que utilizan para hablar de todos los que no les gustan, los Fremdër, los «piojosos»… Durante la Pürische Nacht, la vi escrita en muchas puertas.

—¡Sabes perfectamente que también significa extranjero!

—Cathor no era extranjero; su familia es más antigua que el pueblo.

Diodème se aflojó el cuello de la camisa, que al parecer le apretaba. Luego se pasó el dorso de la mano por la frente, cubierta de sudor, me lanzó una mirada asustada, posó los ojos en la taza, tomó un sorbo, volvió a mirarme furtivamente, bajó de nuevo los ojos y, al fin, con un hilo de voz, replicó:

—Pero ¿y tú, Brodeck? ¿Y tú?