¡Han entrado en el cobertizo! ¡Han entrado en el cobertizo! ¡Seguro que ha sido Göbbler! ¡Pondría la mano en el fuego! ¡No ha podido tratarse de ningún otro! Además, están las huellas, huellas de pisadas en la nieve, grandes huellas manchadas de barro, que se dirigen hacia su casa. ¡Ni siquiera disimula! Se sienten tan fuertes que ni se molestan en ocultar que todos me espían, que soy el centro de sus miradas a cualquier hora.
Ha bastado que me ausentara apenas una hora, para ir a comprar lana a Fédorine, tres madejas en la mercería de Frida Pertzer, que tiene un poco de todo, cintas, agujas, hilo, botones, tela por metros y también chismes, para que decidiera entrar en el cobertizo y revolverlo todo. ¡Está patas arriba! ¡Lo ha movido, lo ha abierto, lo ha volcado todo! Ni siquiera se ha molestado en recoger lo que ha tirado. Y ha forzado el cajón del escritorio, el escritorio de Diodème, lo ha roto y dejado en el suelo. ¿Qué buscaba? Lo que escribo, por supuesto. Me oye teclear muy a menudo. Sospecha que redacto algo aparte del informe. ¡Pero no lo ha encontrado! Es imposible. Mi escondite es muy seguro.
Cuando lo descubrí, hace un rato, me enfurecí. No reflexioné. Vi las pisadas, salí disparado hacia casa de Göbbler y aporreé la puerta con la palma de la mano. Ya era de noche, y el pueblo dormía, pero en aquella casa se veía luz, y yo estaba seguro de que no dormía. Salió a abrir su mujer. Estaba en camisón y, cuando vio que era yo, sonrió. Al trasluz, se distinguía el contorno de sus anchas caderas y sus opulentos pechos. Llevaba el pelo suelto.
—Buenas noches, Brodeck —dijo pasándose la lengua por los labios.
—¡Quiero ver a tu marido!
—¿Te pasa algo? ¿Te encuentras mal?
Grité su apellido hasta quedar ronco. No paré de gritarlo. Luego oí pasos en el piso de arriba y, al cabo de unos instantes, Göbbler hizo su aparición con una vela en la mano y el gorro de dormir en la cabeza.
—Pero ¿se puede saber qué ocurre, Brodeck?
—¡Eso dímelo tú! ¿Por qué has registrado mi cobertizo? ¿Por qué has roto el cajón del escritorio?
—Te juro que yo…
—¡No me tomes por idiota! ¡Sé que has sido tú! ¡Siempre estás espiándome! ¿Te han dicho los otros que lo hicieras? ¡Las pisadas conducen a tu casa!
—¿Las pisadas? ¿Qué pisadas? Brodeck, ¿quieres entrar a tomarte una tila? Creo que…
—Si se te ocurre volver a hacerlo, Göbbler, te juro que…
—¿Qué?
Se acercó a mí. Tenía la cara pegada a la mía. Trataba de verme a través del velo blanquecino que cada día se extiende un poco más por sus ojos.
—Sé razonable, es de noche, te aconsejo que vayas a acostarte… Te lo aconsejo…
De pronto, los ojos de Göbbler me dieron miedo. Ya no tenían nada humano. Parecían de hielo, ojos helados, como los que había visto una vez a los once años cuando un grupo de hombres del pueblo había ido a rescatar a dos guardas forestales de la aldea de Froxkeim, arrollados por un alud de nieve al pie de los Schnikelkopf. Bajaron los cuerpos en grandes sábanas atadas a varas, y yo, que había ido a buscar agua, los vi pasar no lejos de nuestra cabaña. El brazo de uno de los fallecidos colgaba fuera de la sábana y se balanceaba al ritmo de los pasos. También entreví la cabeza del otro, por un desgarrón en la tela. Vi sus ojos, fijos y blancos, de una blancura mate e inmaculada, como si toda la nieve que le había caído encima se hubiera metido en ellos. Recuerdo que había gritado y dejado caer el cántaro, y había vuelto corriendo a la cabaña para abrazarme a Fédorine.
—No vuelvas a decirme lo que tengo que hacer, Göbbler. Jamás.
Y me fui sin darle tiempo a responder.
Me he pasado una hora volviendo a poner orden en el cobertizo. Por supuesto, no se han llevado nada, porque no hay nada que llevarse. Lo que escribo aquí está muy bien escondido; nadie podrá encontrarlo nunca. Tengo las hojas en las manos. Todavía están tibias y, cuando me las acerco a la cara, percibo el olor del papel, el de la tinta y también otro, el olor de una piel. No. Jamás descubrirán mi escondite.
Diodème también tenía el suyo, que acabo de sorprender por pura casualidad, mientras intentaba volver a colocar el cajón. He cogido el escritorio, lo he apoyado boca arriba en el suelo y, en ese momento, he visto una especie de sobre grande pegado bajo el tablero, en el sitio exacto del cajón, que debía ocultarlo. El cajón estaba vacío, pero sobre él, pegado, invisible, se hallaba el sobre.
Su contenido es bastante heterogéneo, la verdad. Acabo de revisarlo. Para empezar, hay una larga lista distribuida en dos columnas, la de la izquierda, con el epígrafe «Novelas escritas», y la de la derecha, con el de «Novelas por escribir». La primera consta de cinco títulos: La joven de la orilla del río, El capitán enamorado, El invierno florido, Los ramos de Mirna y Los corazones transidos. Conocía no sólo esos títulos, sino también todas esas novelas, porque Diodème me las leía en su modesto alojamiento atestado de libros, archivos y hojas siempre a punto de prender en las velas, mientras yo luchaba contra el sueño. Pero él sentía tal pasión por sus historias y sus palabras que ni siquiera se percataba de que yo estaba dando cabezadas.
Al leer la lista, he sonreído, porque esos títulos me han recordado todos los momentos que pasé en compañía de Diodème, y he vuelto a ver su hermoso rostro de efigie animado por la lectura. En cambio, revisando la otra lista, la de las novelas pendientes, no he podido evitar reír, pensando que me había librado de una buena. ¡Diodème había apuntado unos sesenta títulos! La mayoría se parecían: sonaban a novela sentimental. Pero un par rompía con esa norma, y Diodème los había subrayado con varios trazos de lápiz: La traición de los justos y El remordimiento. Además, este último estaba escrito cuatro veces, con letras cada vez más grandes, como si el lápiz de Diodème hubiera tartamudeado.
En otra hoja, había trazado una especie de árbol genealógico de su familia. Figuraban los nombres de sus padres, abuelos y bisabuelos, con las fechas y lugares de nacimiento. Aparecían igualmente sus tíos, tías, primos y algunos antepasados lejanos. Pero también había grandes vacíos, agujeros, líneas que acababan de forma abrupta en el blanco de la hoja o con un signo de interrogación. Así que el árbol tenía ramas frondosas, superpobladas, que casi se combaban bajo los nombres, y otras desnudas, reducidas a un simple trazo que moría sin adornos. De pronto, me ha dado por imaginar los extraños bosques de símbolos y vidas extintas que podrían formar todos nuestros árboles si los pusiéramos unos junto a otros. El mío desaparecería bajo los exuberantes ramajes de muchas familias que conservan su memoria desde hace siglos como su más preciada herencia. Además, en mi caso no sería un árbol, sino más bien un tronco esquelético. Sobre mi nombre sólo habría dos ramas, prematuramente cortadas, desnudas, peladas, obstinadamente mudas. No obstante, puede que consiguiera encontrar un sitio para Fédorine, del mismo modo que a veces se puede injertar una rama más fuerte a una planta endeble, para que le dé su vigor y su savia.
En el sobre también había dos cartas, leídas y releídas, porque el papel estaba desgastado y los pliegues amenazaban con romperse en varios sitios. Iban firmadas por una tal Magdalena, que se las había enviado a Diodème hacía mucho tiempo, mucho antes de que se instalara en el pueblo. Eran dos cartas de amor, pero la segunda comunicaba el final de ese amor. Lo comunicaba con palabras sencillas, sin frases ampulosas, sin adornos ni giros lacrimógenos. Lo comunicaba como una verdad de la vida, un hecho contra el que no puede lucharse y que nos obliga a agachar la cabeza y aceptar nuestra suerte.
No quiero transcribir aquí esas cartas, ni siquiera de manera parcial. No me pertenecen. No forman parte de mi historia. Leyéndolas, me he dicho que quizá fueran la causa de que Diodème viniera a nuestro pueblo, de que pusiera tanta distancia entre su antigua vida y la cotidianidad que poco a poco se construyó aquí. Ignoro si consiguió cerrar esa herida. Tampoco sé si realmente lo deseaba. A veces, nos gustan nuestras cicatrices.
Tenía en las manos pedazos de la vida de Diodème, trozos pequeños pero esenciales que, juntos, explicaban una mente que ya no existía. Y de pronto, pensando en su vida, en la mía, en la de Emélia, en la de Fédorine, y también en la del Anderer, de la que a decir verdad apenas sé nada y que sólo puedo imaginar, el pueblo se me apareció bajo una nueva luz; de pronto lo vi como el último lugar, al que acuden quienes han dejado atrás la noche y el vacío; no como un sitio donde se puede empezar de nuevo, sino simplemente como el lugar donde quizá todo acaba, o donde todo debe acabar.
Pero en el gran sobre marrón aún había otra cosa. Una tercera carta.
Una carta dirigida a mí, que abrí con bastante curiosidad, pues resulta raro que un muerto te hable. La carta de Diodème empezaba con estas palabras: «Perdóname, Brodeck, perdóname, por favor…». Y con ellas mismas terminaba.
Acabo de leer esa larga carta. Sí, acabo de leerla.
No sé si sabré dar una idea de lo que he sentido mientras la leía. Por otra parte, no estoy del todo seguro de haber sentido algo. En todo caso, no ha sido dolor, puedo jurarlo: no he sufrido con la lectura de la carta de Diodème, que en realidad es una larga confesión, porque carezco de los órganos necesarios para sentir dolor. Ya no los tengo. Me los extirparon en el campo, uno tras otro. Y por desgracia no volvieron a crecerme.