28

Acabo de releer mi historia desde el principio. No me refiero al informe oficial, sino a esta confesión. Le falta orden. No ceso de divagar. Pero no tengo por qué justificarme. Las palabras acuden a mi cabeza como las limaduras de hierro a un imán, y las vierto en la hoja sin preocuparme de nada. Si esta historia se parece a un cuerpo monstruoso, se debe a que es la imagen de mi vida, que va a la deriva, que no he podido encauzar.

El 10 de junio, día de la Schoppessenwass en honor del Anderer, el pueblo entero y los habitantes de sus pedanías se habían reunido cerca del mercado y esperaban ante el pequeño estrado construido por el Zungfrost. Como ya he dicho, hacía mucho tiempo que no había tanta gente en un sitio tan reducido. Aunque sólo se veían caras alegres, risueñas, pacíficas, no pude evitar acordarme de las muchedumbres de aquellos días en que la capital había sido presa de la locura, justo antes de la Pürische Nacht, y miraba esos rostros tranquilos como si fueran máscaras que ocultaban caras ensangrentadas con ojos de demente y bocas permanentemente abiertas.

El acordeón de Viktor Heidekirch interpretaba todas las melodías que conocíamos, y en el aire de esa cálida y suave tarde de junio flotaba el olor a fritura, salchichas asadas, buñuelos, gofres y Wärmspeck, mezclado con el aroma más delicado del heno que acababa de secarse en los prados que rodeaban el pueblo. Poupchette los olisqueaba con placer y acompañaba con palmadas cada una de las canciones que salían de los fuelles de Heidekirch. Emélia se había quedado en casa con Fédorine. El sol no tenía prisa en ocultarse tras las cimas de los Hörni. Parecía tomarse su tiempo, querer alargar el día, deseoso de participar en la fiesta.

De pronto, se hizo evidente que la ceremonia iba a empezar. Una especie de onda recorrió a la multitud, que se movió con tanta suavidad como las hojas de los fresnos al soplo de la brisa. Viktor Heidekirch, al que quizá habían hecho una señal, dejó de tocar. Aún se oyeron algunas voces, algunas risas y algún grito, que no obstante fueron atenuándose, hasta morir en un silencio expectante. En ese momento, percibí un olor a gallinero. Me volví. Göbbler estaba a dos pasos de mí. Levantó su extraño gorro de paja trenzada y me saludó:

—¿Disfrutando del espectáculo, vecino?

—¿Qué espectáculo? —repuse.

Göbbler esbozó un ademán que abarcaba cuanto nos rodeaba y rió por lo bajo. No le respondí. Poupchette me tiró del pelo.

—¡Papá rizos negros! ¡Papá rizos negros!

De pronto, a unos diez metros a mi derecha, hubo movimientos, rumor de pies que se arrastraban y de cuerpos al apartarse. El corpachón de Orschwir se abría paso entre ellos y, tras él, lo seguía un sombrero, el mismo sombrero que nos habíamos acostumbrado a ver desde hacía dos semanas, una especie de lustroso hongo negro fuera del tiempo, el espacio y la gravedad, porque parecía flotar en el aire, como si debajo no hubiera nadie. El alcalde llegó al estrado, subió sin un instante de vacilación y, una vez arriba, con un gesto ceremonioso invitó a reunirse con él al portador del sombrero.

Con mucha precaución y haciendo crujir la madera verde, el Anderer empezó a trepar hacia Orschwir. El estrado sólo se elevaba unos metros, apenas tres, sobre el suelo de la plaza, y la escalera que había construido el Zungfrost no contaba más que seis peldaños; pero tal como la subía el Anderer, lenta y penosamente, cualquiera habría dicho que estaba escalando la cima más alta de los Hörni. Cuando al fin llegó junto al alcalde, la gente dejó escapar un murmullo de sorpresa, porque hay que decir que era la primera vez que muchos de los presentes veían en carne y hueso, y vestido a su estilo, a aquel individuo del que tanto habían oído hablar. La plataforma del estrado no era ni muy ancha ni muy profunda. El Zungfrost había calculado las medidas a ojo de buen cubero, tomándose como referencia a sí mismo, que está flaco como un listón. Pero Orschwir es una especie de gigante alto y ancho, y el Anderer estaba gordo como un tonel.

El alcalde lucía el traje de gala, que se pone tres veces al año, para las grandes ocasiones: las fiestas del pueblo, la feria de San Mateo y el día de Todos los Santos. Sólo se diferencia del que viste a diario en la chaqueta, verde, con pasamanería y cerrada con una hilera de diez alamares. Aquí, para sobrevivir, lo mejor es no hacerse notar, no destacar en nada, ser tan normal y tan tosco como un bloque de granito que se alza sobre un rastrojal. Eso Orschwir siempre lo ha sabido. Y nunca ha sucumbido a la pompa.

El Anderer, por supuesto, era harina de otro costal. Venía de la luna, o de más lejos. Ignoraba nuestras costumbres y cómo funcionaban nuestras mentes. Tal vez con un poco menos de perifollos, perfume y pomada nos hubiera resultado menos chocante. Tal vez vestido con paño grueso, terciopelo y un viejo gabán de lana hubiera acabado mimetizándose con las paredes del pueblo, y entonces, si no aceptarlo, porque para eso hacen falta al menos cinco generaciones, lo habrían tolerado, como toleran a los gatos o los perros salidos de la nada, sin duda de las entrañas del bosque, que animan nuestras calles con sus silenciosos vagabundeos y sus mesuradas quejas.

Pero el Anderer, y especialmente ese día, era todo lo contrario: chorrera blanca espumando entre solapas de terciopelo negro; cadenillas para el reloj, las llaves y no sé qué más cubriéndole la barriga de dorada quincalla; puños inmaculados con vistosos gemelos; levita azul marino; cinturón trenzado con una hebilla relumbrante; pantalón con trencillas; polainas granates y zapatos relucientes, sin olvidar el colorete en las gruesas mejillas, redondas como manzanas maduras, el lustroso bigote, las rizadas patillas y los labios rosa.

Apretujados sobre el angosto estrado, el alcalde y el Anderer formaban una curiosa pareja que habría sorprendido menos bajo la carpa de un circo que en la plaza de un pueblo. El Anderer sonreía. Se había quitado el sombrero y lo sujetaba con ambas manos. Sonreía a la nada, sin mirar a nadie. Alrededor, volvían a oírse cuchicheos.

—Teufläsgot! ¡Vaya un fulano!

—¿Es un hombre o una bola de sebo?

—¡No, un mono gigante!

—¡Puede que sea la moda de su tierra!

—¡Es un Dumkof! ¡Sí, un chalado!

—¡Chsss, que va a hablar el alcalde!

—¡Pues que hable! ¡A ver si no vamos a poder ni mirar!

Con mucha dificultad, Orschwir se había sacado de un bolsillo dos hojas plegadas varias veces y las había alisado con parsimonia para ganar tiempo, porque era evidente que estaba un poco nervioso y, por qué no decirlo, un tanto incómodo. El discurso que leyó tenía miga. Voy a reproducirlo íntegro. No es que lo recuerde de memoria; sencillamente, hace unos días se lo pedí, porque sé que el alcalde archiva todo lo relacionado con el ejercicio de su cargo.

—¿Para qué lo quieres?

—Para el informe.

—¿Por qué te remontas tan atrás? No te pedimos tanto.

Me hizo ese comentario mirándome con desconfianza, como si sospechara que le tendía una trampa.

—He pensado que serviría para mostrar lo bien que lo recibió el pueblo.

Orschwir apartó el libro de cuentas que tenía delante, cogió la jarra y los dos vasos que le tendía la Keinauge, sirvió la cerveza y empujó uno de los vasos hacia mí. Saltaba a la vista que mi petición lo incomodaba, que dudaba.

—Si crees que es bueno para nosotros, entonces adelante —acabó diciendo. Cogió un trozo de papel, escribió unas palabras lentamente y me lo tendió—. Ve al ayuntamiento y dale esto a Hausorn. Él te entregará el discurso.

—El discurso, ¿lo escribiste tú?

Orschwir dejó el vaso de cerveza en la mesa y me miró con expresión a un tiempo irritada y comprensiva. Luego, se volvió hacia la Keinauge y, con una suavidad que me sorprendió, le dijo:

—Déjanos solos, Lise, ¿quieres? —La joven ciega esbozó una inclinación de la cabeza y salió. Su primo esperó a que cerrara la puerta, antes de decirme—: ¿Ves a esa chica, Brodeck? Bueno, pues tiene los ojos muertos. Nació con los ojos muertos. No ve nada de cuanto tú puedes contemplar alrededor: ese arcón, ese reloj de péndulo, ese mueble, que hizo mi bisabuelo con sus propias manos, y ese rincón del bosque de Tannäringen que se ve por la ventana. Seguramente, sabe que están ahí, porque los toca, los huele, los oye y los siente. Pero no puede verlos. Y, por mucho que pidiera verlos, no podría. Así que no lo pide. No pierde el tiempo pidiéndolo, porque sabe que nadie puede satisfacer esa petición. —Orschwir se interrumpió para tomar un largo trago de cerveza—. Deberías tratar de parecerte un poco a ella, Brodeck. Deberías conformarte con pedir lo que puedes obtener, y lo que puede serte útil, porque lo otro no sirve para nada. Salvo para desorientarte, para meterte en la cabeza no sé qué ideas y hacerlas cocer, hervir en tu cerebro, y ya está. Voy a decirte algo. La noche en que aceptaste escribir el informe, recalcaste que escribirías «yo», pero que ese «yo» significaría todos nosotros. Lo recuerdas, ¿no? Bueno, pues hazte cuenta de que ese discurso lo pensamos y escribimos entre todos. Puede que lo leyera yo, pero se nos ocurrió a todos juntos. Confórmate con eso. ¿Otro vaso, Brodeck?

En el ayuntamiento, cuando le tendí el papel, Caspar Hausorn esbozó una mueca. Fue a decir algo, pero en el último momento se abstuvo. Me dio la espalda y abrió dos grandes cajones. Levantó varios libros de registro y acabó sacando una carpeta negra que contenía docenas de hojas de distintos tamaños. Tras examinarlas rápidamente, dio con las páginas del discurso, que me tendió sin soltar palabra. Las cogí; pero, cuando me disponía a guardármelas en el bolsillo, me espetó:

—La nota del alcalde dice que puedes leerlas y copiarlas, pero no que puedas llevártelas.

Con un gesto de la cabeza, Hausorn me señaló un extremo de la mesa y una silla. Luego se ajustó las gafas, se alejó y siguió trabajando en su escritorio. Yo me puse cómodo y empecé a copiar el discurso procurando no dejarme una sola palabra. De vez en cuando, Hausorn alzaba la vista y me observaba. Sus gafas eran tan gruesas que los ojos adquirían un tamaño desmesurado, semejante al de un huevo de paloma, y él, cuyo rostro sin embargo es de facciones finas y delicadamente cinceladas, y siempre ha gustado a las mujeres, el aspecto de un enorme insecto, una especie de mosca gorda que hubiera robado el cuerpo de un decapitado y se hubiera colocado encima.

—«Estimados convecinos del pueblo y sus pedanías, y estimado señor: es para mí un gran placer recibirlo entre nosotros».

Antes de seguir reproduciendo lo leído por Orschwir en el estrado aquel cálido atardecer de junio, que estaba a años luz del frío y la sensación de terror de la noche del Ereigniës, conviene dejar constancia de la confusión que se apoderó del alcalde cuando, apenas iniciado el discurso, tras decir «estimado señor», dejó en suspenso la frase, miró al Anderer y esperó a que éste la completara dando su nombre, aquel nombre que nadie sabía. Pero el Anderer permaneció mudo, sonriendo, aunque sin despegar los labios, de tal modo que Orschwir, tras repetir varias veces «Señor… señor…» en un leve tono interrogativo, no tuvo más remedio que continuar sin haber conseguido su objetivo.

—«Es usted la primera persona, y por ahora la única, que nos ha visitado desde que la guerra trazara su atroz surco en estas tierras, durante muchos y dolorosos meses. Antaño, y durante siglos, nuestra región fue recorrida por viajeros que, procedentes de las grandes llanuras del sur, alcanzaban por la ruta de las montañas las lejanas costas del septentrión y sus ciudades portuarias. Aquí siempre encontraron el lugar propicio para hacer un alto agradable, y las antiguas crónicas hablan de nuestro pueblo designándolo con el viejo nombre de Wolhwollend Trast, “la parada grata”. Ignoramos si su objetivo es ése. Sea como fuere, nos honra con su presencia en el seno de nuestra pequeña comunidad. Es usted algo así como la primavera de la humanidad, que ha regresado tras un largo invierno, y confiamos en que después de usted vengan a visitarnos otros viajeros y, de ese modo, volvamos a estar unidos a la comunidad de los hombres. Le ruego, señor… —una vez más, Orschwir se interrumpió, miró al Anderer, dándole tiempo para que pronunciara su nombre, que no sonó, y tras carraspear de nuevo volvió a posar los ojos en el papel— que no nos juzgue demasiado mal ni demasiado pronto. Hemos tenido que superar numerosas pruebas y sin duda nuestro aislamiento nos ha convertido en individuos al margen de la civilización. No obstante, para quien nos conoce a fondo, valemos más de lo que aparentamos. Hemos padecido el sufrimiento y la muerte, y tenemos que aprender otra vez a vivir. También hemos de aprender a no olvidar el pasado, sino a vencerlo, ahuyentándolo lejos de nosotros para siempre y haciendo lo posible a fin de evitar que siga rebosando sobre nuestro presente, y más aún sobre nuestro futuro. En nombre de todos y todas, en nombre de nuestro hermoso pueblo, que tengo el honor de regir, le doy la bienvenida, estimado señor —repitió el alcalde, pero esta vez no hizo pausa—, y le cedo la palabra».

Orschwir miró al auditorio, volvió a plegar las hojas y tendió la mano al Anderer, mientras los aplausos ascendían hacia el cielo azul y rosa, donde las golondrinas, que parecían ebrias, rivalizaban en zigzagueantes carreras de velocidad. La ovación fue languideciendo poco a poco, y volvió a instalarse un pesado silencio. El Anderer sonreía, pero no se sabía a quién dirigía su sonrisa, si a los campesinos apretujados en primera fila, que no habían entendido la mayor parte del discurso y sólo esperaban el momento de beber vino y cerveza, a Orschwir, cuyo nerviosismo aumentaba visiblemente a medida que el silencio se prolongaba, al cielo o quizá a las golondrinas. Todavía no había abierto la boca, cuando, de pronto, una fuerte ráfaga de viento, un golpe de viento cálido, casi bochornoso, de ésos que ponen nerviosos a los animales en el establo, irritándolos a tal punto que empiezan a cocear sin motivo contra puertas y paredes, agitó la pancarta, la rasgó por la mitad y siguió jugando con ella, haciendo ondear los jirones, enredándolos, hasta arrancar la mayoría, que salieron volando a gran velocidad hacia los pájaros, las nubes y el crepúsculo. Luego, se alejó como había venido, como un ladrón. Los restos de la pancarta quedaron colgando. Sólo se habían salvado dos palabras: «Wi sund», nos alegramos. El resto de la frase había desaparecido, se había evaporado, se había volatilizado en el aire, se había borrado. Volví a percibir un olor a gallinero. Era Göbbler; lo tenía pegado a la oreja.

—¡«Nos alegramos»! Pero ¿de qué, Brodeck? Eso es lo que me pregunto…

No respondí. Sobre mis hombros, Poupchette canturreaba. Durante la ovación, había palmoteado con todas sus fuerzas. El accidente de la pancarta había distraído a la gente unos segundos, pero ahora volvía a estar atenta y expectante. Orschwir también esperaba, y quien lo conocía un poco sabía que no le gustaba esperar. Por lo demás, puede que el Anderer se percatara, porque se movió un poco, se pasó las manos por las mejillas, como si se las estirara, y luego las adelantó, las juntó en ademán de rezo, movió la cabeza de izquierda a derecha sin dejar de sonreír y dijo:

—Gracias.

Simplemente «gracias». Luego se inclinó ceremonioso tres veces, como si estuviera en un proscenio al final de una representación. La gente se miraba. Algunos abrieron una boca en la que cabía un pan. Otros se propinaban codazos y se interrogaban con los ojos. Y el resto se rascaba la cabeza o se encogía de hombros. De pronto, a alguien le dio por aplaudir. Era una forma como cualquier otra de salir del paso. La gente lo imitó. Poupchette volvía a estar encantada.

—¡Fiesta, papá, fiesta!

En cuanto al Anderer, se puso de nuevo el sombrero, bajó del estrado tan despacio como había subido y se perdió entre la multitud, bajo la mirada del alcalde, que estaba estupefacto e inmóvil, con los brazos inertes a lo largo del cuerpo, mientras el trozo de pancarta que había sobrevivido le rozaba el gorro y, a sus pies, la gente se dispersaba y corría hacia la mesa, las copas, los vasos, las jarras, las salchichas y los panecillos.