Al día siguiente, los rumores aseguraban que se habían recogido sesenta y siete cadáveres en las calles. Se decía que la policía no había impedido los asesinatos, pudiendo hacerlo. Esa tarde, había convocada otra manifestación. La ciudad estaba al borde del estallido.
Me había levantado al amanecer, tras una noche en blanco obsesionado por la imagen del niño asesino y el anciano víctima de su ira, y por los gritos del uno y la cantinela del otro, por el golpe sordo de los bastonazos y los secos crujidos de los huesos al partirse. Había tomado una decisión. Hice un hatillo con mis pertenencias y devolví la llave de la habitación a la portera, fra Haiternitz, que las cogió sin decir palabra ni responder a mi escueta despedida más que con una especie de sonrisa avinagrada y despectiva. Estaba friendo tocino y cebolla en una sartén. En su tabuco flotaba un humo grasiento que irritaba los ojos. Fra Haiternitz colgó la llave en un clavo e hizo como si yo ya no existiera.
Caminaba a buen paso. En las calles, apenas había nadie. En algunos sitios, aún se veían los destrozos del día anterior. Hombres con el miedo pintado en el rostro hablaban entre sí, volviéndose sobresaltados al menor ruido. Las puertas de algunos edificios tenían pintarrajeada la expresión «Smutzg Fremdër», y volví a encontrar muchas calles cubiertas de cristales rotos, que crujían bajo mis pies y me hacían estremecer.
Había escrito una carta de despedida para Ulli Rätte, pensando que no lo hallaría en su habitación. Me equivocaba. Estaba, pero tan borracho que se había quedado dormido sobre la cama con la ropa puesta. Todavía tenía una botella medio vacía en la mano y apestaba a aguardiente barato, tabaco y sudor. La manga derecha de la chaqueta estaba desgarrada y cubierta por una gran mancha alargada. Sangre. Temí que mi amigo estuviera herido, pero al descubrirle el brazo vi que no tenía nada. De pronto, sentí mucho frío. No quería pensar. Me obligué a no pensar en nada. Ulli dormía con la boca abierta. Roncaba. Fuerte. Tras meterle la carta de despedida en el bolsillo de la camisa, abandoné la habitación.
No he vuelto a verlo.
¿Por qué he escrito esto, si no es del todo cierto? Volví a ver a Ulli Rätte, o más bien creí verlo en una ocasión. Fue en el campo. En el otro lado. Me refiero a que estaba en el lado de quienes nos vigilaban, no en el nuestro, en el de quienes no éramos más que sufrimiento y sumisión.
Era una mañana gélida. Yo era el Perro Brodeck. Scheidegger, mi amo, me había sacado a pasear. Llevaba el collar y, sujeta a él, la correa. Tenía que andar a cuatro patas. Y husmear como un perro, comer como un perro, mear como un perro. Scheidegger caminaba a mi lado con aquel aire de inofensivo oficinista. Ese día, me había llevado hasta el barracón de la enfermería y, antes de entrar, había atado cuidadosamente mi correa a una anilla de hierro fijada a la pared. Me ovillé en el polvo con la cabeza sobre las manos, tratando de no pensar en el frío penetrante.
Fue entonces cuando creí ver a Ulli Rätte. Cuando lo vi. Cuando oí su risa, su inconfundible risa, que sonaba a cascabeles y alegres matracas. Me daba la espalda. Se hallaba con otros dos guardias, a unos metros de mí. Los tres intentaban entrar en calor dando palmadas, y Ulli, o el fantasma de Ulli, estaba diciendo:
—¡Sí, creedme, un verdadero rincón del paraíso! Y sin embargo está en la tierra, a una legua de ésta, de este sitio de mierda… Una buena estufa que ronronea y silba, cerveza fría con blanca espuma y una moza frescotona que te la sirve y por unas perras deja de mostrarse arisca… ¡Te pasarías allí las horas, fumando en pipa, soñando y olvidándote de todos estos piojosos que te amargan la vida!
Culminó la frase con una gran risotada, a la que se unieron los otros, y luego hizo ademán de volverse. Yo escondí la cara entre las manos. Y no por miedo a que me reconociera, no. Era yo quien no quería verlo. No quería ver sus ojos. Sobre todo, deseaba conservar en lo más profundo de mi mente la ilusión de que aquel hombre alto y grueso, feliz de ser un verdugo, que estaba tan cerca de mí y al mismo tiempo en un mundo muy distinto del mío, en el mundo de los vivos, podía no ser Ulli Rätte, mi Ulli, con quien antaño había pasado tantos buenos momentos, con quien había compartido mendrugos de pan, platos de patatas, horas felices, sueños, interminables paseos cogido de su brazo… Prefería la duda a la verdad, por mínima, por frágil que fuera. Sí, lo prefería, porque creo que la verdad habría podido matarme.
Qué extraña es la vida… Quiero decir, las corrientes de la vida, que nos arrastran, más que nos llevan, y tras un curioso recorrido nos dejan en una orilla, la de la derecha o la de la izquierda. Ignoro cómo se convirtió el estudiante Ulli Rätte en uno de los guardias del campo, es decir, en una de las piezas obedientes y perfectamente engrasadas de la gran maquina de muerte en que nos horneaban. No sé qué tropiezos o qué resbalones lo llevaron allí. ¿Cómo se transmutó el Ulli que yo había conocido, incapaz de matar una mosca, en el servidor de un sistema que aniquilaba a los hombres, reduciéndolos a un estado que hacía envidiable el de las cucarachas?
La única ventaja del campo es que era inmenso. Nunca volví a ver a quien podría haber sido Ulli Rätte ni a oír su risa. Puede que la escena de aquella gélida mañana fuera otra de las muchas pesadillas que sufría por entonces. Sin embargo, aquélla parecía tan real… Tanto, que el día en que estuve vagando por el campo, abierto de par en par, recorrí todas las calles, donde se amontonaban numerosos cadáveres, de prisioneros, pero también de algunos guardias. Les di la vuelta uno a uno, pensando tal vez que encontraría el de Ulli. Pero no fue así. Sólo había hallado los despojos de la Zeilenesseniss, que había contemplado largo rato, como se contempla el fondo de un abismo o el recuerdo de un sufrimiento infinito.
Al día siguiente de lo que más tarde se conoció como la Pürische Nacht, después de haber metido la carta en el bolsillo de Ulli Rätte, corrí a casa de Emélia. La encontré bordando tranquilamente junto a la ventana de su habitación. Su compañera, Gudrun Osterik, hacía lo mismo. Me miraron sorprendidas. Llevaban dos días sin salir a la calle, como les había pedido, trabajando sin descanso para terminar a tiempo un encargo importante, un gran mantel para el ajuar de una novia. En el blanco lino, Emélia y su amiga habían alternado pequeños lirios y grandes estrellas, y, cuando vi esas estrellas, el corazón me dio un vuelco. Por supuesto, habían oído el alboroto, los gritos y los chillidos, pero su barrio estaba lejos del Kolesh, donde se había producido la mayoría de los saqueos y asesinatos. No sabían nada.
Abracé a Emélia y la apreté contra mi pecho. Le dije que me iba, que me iba para no volver, y sobre todo le dije que había ido a buscarla, que quería llevarla conmigo, a mi tierra, a mi pueblo, que allí había montañas, que era otro mundo, donde estaríamos a salvo de todo y que, en aquel escenario de cimas, prados y bosques, que formarían para nosotros la muralla más segura del mundo, quería que se convirtiera en mi mujer.
Sentí que se estremecía entre mis brazos. Y fue como si sintiera el temblor de un pájaro y ese temblor penetrara en lo más profundo de mi cuerpo, para darle aún más vida. Emélia volvió hacia mí su hermoso rostro, sonrió y me dio un largo beso.
Una hora después, abandonábamos la ciudad. Caminábamos rápidamente, cogidos de la mano. No éramos los únicos. Hombres, mujeres, familias enteras, niños y ancianos huían como nosotros cargados con maletas que, llenas a reventar y mal cerradas, dejaban ver la ropa y los enseres amontonados, empujando carretones atestados de fardos o llevando hatos mal anudados. Sus semblantes traslucían preocupación, y el miedo volvía sus miradas indecisas. Nadie hablaba. Apretaban el paso como si lo urgente fuera dejar muy lejos lo que ahora estaba a nuestras espaldas.
¿Quién nos expulsaba, en realidad? ¿Otras personas, o el curso de los acontecimientos? Aunque aún estoy en la flor de la edad, aunque aún soy joven, cuando pienso en mi vida, me parece una botella en la que han querido meter más de lo que cabía. ¿Es el sino de todo hombre, o acaso he nacido en una época que niega todo límite y baraja las vidas como si fueran las cartas de un gran juego de azar?
Yo no pedía gran cosa. Me habría gustado no salir nunca de aquí. Las montañas, los bosques, los ríos me habrían bastado. Me habría gustado vivir lejos del ruido del mundo; pero a mi alrededor los pueblos empezaron a matarse unos a otros. Muchos países dejaron de existir y ya no son más que un nombre en los libros de Historia. Unos devoraron a los otros, los destrozaron, violaron, ensuciaron. Y lo justo no siempre triunfó sobre lo inicuo.
¿Por qué, como miles de otros seres humanos, tuve que cargar con una cruz que no había elegido, recorrer un calvario que no estaba hecho para mis pies y que no me concernía? ¿Quién decidió hurgar en mi oscura existencia, hacer añicos mi frágil tranquilidad, arrancarme de mi gris anonimato, para lanzarme como a una bola enloquecida en un inmenso juego de petanca? ¿Dios? Entonces, si existe, si existe de verdad, que se esconda. Que se eche las manos a la cabeza y que la agache. Puede que, como antaño nos enseñaba Peiper, muchos hombres no sean dignos de Él; pero ahora también sé que Él no es digno de la mayoría de nosotros, y que si las criaturas han podido engendrar el horror es únicamente porque el Creador les ha soplado la receta.