26

Pasé ese extraño día entre los muros de la universidad. Allí me sentía protegido. No quería salir. Fuera, se oían ruidos atemorizadores seguidos de grandes silencios, que se alargaban, que no tenían fin, que me intranquilizaban tanto como el alboroto. No abandoné la biblioteca en toda la tarde. Sabía que Emélia estaba a salvo, en casa, en el piso amueblado que compartía con otra bordadora, una chica coloradota con el pelo como la lana que se llamaba Gudrun Osterik. La tarde anterior les había hecho prometer que no saldrían durante esa jornada.

Recuerdo perfectamente el libro que intenté leer durante aquellas horas de incertidumbre en la biblioteca. Se trataba de una obra de un médico, el doctor Klaus Reinhold Maria Messner, sobre la propagación de la peste a través de los siglos. Incluía cuadros, gráficas y cifras, además de sobrecogedoras ilustraciones que contrastaban con la frialdad científica del estudio, sobre el que arrojaban una especie de estudiado y macabro romanticismo. En una, que me impresionó especialmente, aparecía una angosta y miserable calleja de una ciudad. El pavimento de la calzada era de adoquines desiguales y las puertas de todas las casas estaban abiertas de par en par. Por ellas se veían salir docenas de gruesas y negras ratas con el pelaje hirsuto y las fauces abiertas, mientras tres hombres vestidos con amplias capas que les llegaban a los pies y cubiertos con puntiagudas capuchas amontonaban rígidos cadáveres en la plataforma de un carretón de mano. A lo lejos, penachos de humo estriaban el horizonte, mientras que en el primer plano, como si quisiera salirse de la imagen, se veía a un niño harapiento sentado en el suelo con el rostro entre las manos. Curiosamente, ninguno de los tres hombres le prestaba la menor atención, como si ya lo dieran por muerto, o al menos por condenado. Sólo lo miraba una rata. Erguida sobre las patas traseras, parecía buscar con maliciosa ironía el rostro del pequeño. Estuve observando el grabado largo rato, mientras me preguntaba cuál habría sido el auténtico objetivo del autor y el del médico que había decidido incluirlo en su libro.

Hacia las cuatro, la luz se atenuó de golpe. El cielo se había llenado de nubes cargadas de nieve, que empezó a caer sobre la ciudad. Abrí una ventana de la biblioteca. Los gruesos copos que me resbalaban por la cara se fundían de inmediato. Veía siluetas que iban y venían por la calle a un paso normal. La ciudad parecía haber recuperado su rostro habitual. Cogí la chaqueta y salí de la universidad. En ese momento, aún no sabía que jamás volvería a pisarla.

Para llegar a casa tenía que pasar por la plaza Salzwach y la avenida Sibelius-Vo-Rech, atravesar el viejo barrio del Kolesh, el casco antiguo de la ciudad, un dédalo de estrechas callejuelas a las que daban los escaparates de innumerables tiendas, y por último pasar junto al parque Wilhem y los lúgubres edificios de las Termas. Caminaba deprisa, sin apenas levantar la cabeza. Me cruzaba con numerosas sombras que hacían otro tanto, pero también con grupos de individuos que alzaban la voz, parecían achispados y reían.

En la plaza Salzwach y la avenida Sibelius-Vo-Rech, la nieve ya había cuajado en el suelo, y los escasos viandantes dejaban en ella las negras marcas de su marcha insectil. Al ver aquella zona podía pensarse que no había pasado nada, que la ciudad había vivido un lunes como cualquier otro y que el temprano adormecimiento de las calles sólo se debía al mal tiempo y al frío, así como a aquella oscuridad un poco prematura.

Pero bastaba entrar en el laberinto del barrio del Kolesh para comprender que no era así. Me lo advirtió un ruido. Un ruido de cristales, los cristales rotos sobre los que caminaba. El pavimento de la calleja que había tomado estaba cubierto de esquirlas, que brillaban entre la nieve caída hasta donde alcanzaba la vista. Era como si hubieran sembrado puñados de piedras preciosas, que conferían a la calleja un aspecto rutilante, insólito, mágico, y la asemejaban a un escenario de cuento. Ahora sólo faltaban la trama y la princesa. Pero esa primera impresión se desvanecía en cuanto la mirada descubría los escaparates, semejantes a fauces de animales muertos; el interior de las tiendas saqueadas; los toneles destrozados, cuyos arenques y carne en salazón, encurtidos y vino se derramaba alrededor; los estantes manchados; las mercancías desparramadas… El sonido de los pasos sobre la alfombra de cristales se mezclaba con lamentos y llantos. No se sabía quién se quejaba de ese modo, porque no se veía un alma. Pero, delante de una sastrería, yacían tres cadáveres con las cabezas monstruosamente hinchadas y lívidas debido a los golpes recibidos. En la puerta, sujeta al quicial por un solo gozne, alguien había garrapateado con pintura roja las palabras Schmutzig Fremdër, sucio extranjero, aunque el término Fremdër es ambiguo y también puede significar traidor, e incluso, en lenguaje coloquial, basura, inmundicia. Las letras se habían escurrido, como si hubieran sangrado. Alguien había amontonado rollos de tela y había intentado hacer una fogata. Las astillas de cristal que seguían sujetas a los montantes del escaparate formaban una estrella de brazos increíblemente finos y frágiles.

Esa misma pintada —Schmutzig Fremdër— aparecía en muchos otros sitios, acompañada por otra, Rache für Ruppach, venganza para Ruppach. Los ojos se me desviaban sin cesar hacia los tres cadáveres. Me sentía presa del vértigo, porque la vista de aquellos cuerpos volvía a traerme a la memoria confusos recuerdos de otros muertos, de otros cadáveres tendidos en el suelo como peleles, en cuyas facciones tampoco quedaba ningún rastro de humanidad. Volvía a ser el niño de cuatro años que vagaba entre las ruinas, abandonado en medio de los escombros y los fuegos que ardían por doquier; un niño que ya no sabía si era el juguete de una pesadilla de la que no conseguía despertar o de una época que había decidido divertirse con él como un gato con un ratón. Al tiempo que afloraban aquellos viejos jirones de mi vida, también volvía a ver con todo detalle el grabado que había contemplado en el libro del doctor Messner, el humo, el enjambre de ratas, el niño, los hombres de negro, el montón de cadáveres… Y era como si, de pronto, lo que tenía ante los ojos —el espantoso espectáculo de la calleja—, los recuerdos de mi lejana infancia y los detalles del grabado se hubieran superpuesto para sumar sus respectivos horrores. Tropecé, y estuve a punto de caer; entonces oí que me llamaban, que me llamaba una voz, una voz débil, cascada, una voz que era el trasunto de aquellos miles de cristales rotos.

Había un anciano acurrucado en el quicio de una puerta, no muy lejos de mí. Estaba extraordinariamente delgado y la larga y blanca barba le alargaba el rostro y se lo adelgazaba aún más. Temblaba y extendía los brazos hacia mí. Me acerqué a toda prisa e intenté ayudarlo a levantarse, mientras él repetía en la antigua lengua de Fédorine:

—Locos, locos, se han vuelto locos.

—¿Dónde vive? ¿En esta calle?

Posó sus ojos en los míos durante unos instantes, pero no parecía entender mis preguntas, y siguió con su cantinela. Tenía la ropa desgarrada y la mano derecha cubierta de sangre y como muerta. Le rodeé la cintura para incorporarlo; pero, cuando apenas había conseguido apoyarlo contra el muro, unos gritos resonaron a nuestras espaldas:

—¡Y aún se mueven! ¡Se burlan de nosotros! ¡Siguen en pie, mientras que nuestro Ruppach está muerto!

Se acercaban tres individuos. Los tres llevaban un bastón y, alrededor del brazo izquierdo, una especie de brazalete negro en el que podían leerse dos iniciales entrelazadas: «W. R.» Vociferaban y reían. Aunque apenas la distinguía, porque la visera arrojaba una sombra sobre sus facciones, la cara de uno de ellos me resultaba familiar; pero me sentía atenazado por el miedo y no podía pensar con claridad. Parecían borrachos, pero no olían a alcohol. Para ofuscar las mentes, bastan la ira y el odio. No hay aguardiente más fuerte. Por desgracia, más adelante pude constatarlo en el campo muchas veces.

El anciano seguía salmodiando. Creo que ni siquiera había advertido la presencia de aquellos tres. Uno de ellos le plantó la punta del bastón en el pecho.

—Vas a repetir conmigo: «¡Soy un Fremdër de mierda!». ¡Vamos, repítelo!

Mas el anciano no lo oía ni veía.

—Creo que no te entiende, está herido…

Las palabras apenas habían escapado de mis labios, pero ya las lamentaba. El bastón saltó a mi pecho.

—¿Eres tú quien ha hablado? ¿Eres tú quien se ha atrevido a hablar? ¿Quién eres tú, con esa cara de tiñoso? ¡Tú también apestas a Fremdër!

Y me propinó un bastonazo en las costillas que me cortó la respiración.

—No; lo conozco —dijo de pronto uno de sus compinches, el que me recordaba a alguien—. Se llama Brodeck.

Pegó su cara a la mía y en ese momento lo reconocí. Era un estudiante de tercero que frecuentaba la biblioteca, como yo. No sabía su nombre. Sólo recordaba haberlo visto a menudo consultando tratados de astronomía y estudiando mapas celestes.

—Brodeck, Brodeck… —murmuró el que parecía llevar la voz cantante—. ¡Un auténtico apellido de Fremdër! ¡Y mirad la nariz de esta basura! ¡La nariz, eso los delata! ¡Y los ojos enormes, esos ojos que se les salen de la cara, para verlo todo, para enterarse de todo!

Seguía clavándome el bastón entre las costillas, como a un animal rebelde.

—Déjalo, Félix. Ocupémonos del viejo. Él sí que es uno de esos ladrones, su tienda es aquélla, la conozco. ¡Una auténtica rata que engorda con la usura!

—¡Dejádmelo a mí! —terció el que todavía no había hablado—. ¡Me toca! ¡Vosotros ya habéis zurrado cada uno a dos!

Hasta ese momento había permanecido en la sombra, pero de pronto se acercó y reparé en que era un niño, un niño con la tez tersa y delicada que no pasaría de los trece años. En la oscuridad, los dientes le brillaban bajo una sonrisa de demente.

—¡Vaya, el pequeño Ullrich quiere participar en la fiesta! Estás un poco verde, chiquitín… ¡Si aún te gotea la leche de los labios!

El anciano parecía haberse dormido. Tenía los ojos cerrados y había dejado de balbucear. El chaval empujó a su hermano con rabia, me apartó con la punta del bastón y se plantó ante la débil masa encogida en el suelo. Se hizo un largo silencio. La oscuridad se había vuelto densa como el barro. Una ráfaga de viento recorrió la calleja e hizo revolotear los copos de nieve. Nadie se movía. Yo me decía que estaba soñando, o en el escenario del pequeño teatro Stüpispiel, que a menudo ofrecía espectáculos grotescos, sin pies ni cabeza, a veces atroces, y que siempre terminaban en farsa; pero de pronto Ullrich volvió a animarse. Levantó el bastón muy por encima de su cabeza y, profiriendo un aullido, lo descargó sobre el anciano, que no se quejó, pero abrió los ojos, los desorbitó y empezó a temblar como si lo hubieran arrojado a un río helado. El crío le propinó el segundo bastonazo en la frente, el tercero en un hombro y después el cuarto, el quinto… No podía parar, y se reía. Sus compinches lo jaleaban aplaudiendo y repitiendo, para marcarle el ritmo:

—¡Oi! ¡Oi! ¡Oi! ¡Oi!

El cráneo del anciano reventó con un crujido seco de avellana partida entre dos piedras. El crío lo golpeaba enloquecido, cada vez con más fuerza y sin dejar de gritar; pero, poco a poco, incluso antes de que parara, mientras miraba lo que quedaba de su víctima riendo y sus camaradas seguían dando palmadas, su rostro salpicado de sangre cambió. El horror por lo que acababa de perpetrar pareció penetrar en sus venas, ascender por cada uno de sus miembros, de sus músculos, de sus nervios, invadir su cerebro y lavar todas las inmundicias que contenía. Sus golpes se espaciaron y, por fin, cesaron. Miró horrorizado el bastón cubierto de sangre y esquirlas de hueso y, a continuación, sus manos, como si no le pertenecieran. Luego, sus ojos volvieron a posarse en el anciano, cuyo rostro se había vuelto irreconocible por completo: ahora, sus párpados cerrados y que presentaban una hinchazón atroz eran del tamaño de manzanas.

De pronto, Ullrich dejó caer el bastón a sus pies, como si le quemara las manos. Sacudido por un violento espasmo, vomitó un líquido amarillento, dos veces; luego, salió corriendo y se perdió en la noche, mientras sus dos compañeros se retorcían de risa.

—¡Buen trabajo, Ullrich! —le soltó su jefe y hermano—. ¡El viejo ha tenido lo que se merecía! ¡Ahora ya eres un hombre!

Con la punta del pie, empujó el cuerpo del anciano, que se derrumbó en la nieve, y se alejó tranquilamente del brazo de su camarada, silbando una pequeña romanza de moda.

Yo no me había movido. Era la primera vez que presenciaba el asesinato de una persona. Me sentía vacío. Vacío de cualquier pensamiento. Tenía la boca llena de amarga bilis. No podía apartar los ojos del cadáver del anciano. La sangre se mezclaba con la nieve. En cuanto se posaban en el suelo, los copos se teñían de rojo y dibujaban los dentados pétalos de una flor desconocida. Volví a oír ruidos de pasos, y me estremecí. Alguien se acercaba de nuevo a mí. Creí que volvían para matarme también.

—¡Lárgate, Brodeck! —Era la voz del estudiante, el que se pasaba las horas muertas con la mirada perdida en las constelaciones y las galaxias reproducidas en grandes atlas de páginas inmensas. Alcé la cabeza hacia él. No había odio en su mirada sino una especie de desprecio. Hablaba con calma—. ¡Lárgate! La próxima vez, no estaré para salvarte.

Y tras escupir al suelo, dio media vuelta y se fue.