Ese asunto del saber y la ignorancia, del individuo y la multitud, me llevó a abandonar la ciudad sin haber acabado los estudios. De pronto, aquel gran cuerpo tentacular se vio agitado por habladurías, rumores sin fundamento, dos o tres conversaciones, un artículo anónimo de unas cuantas líneas, la labia de un charlatán en un mercado y una canción surgida de la nada cuyo feroz estribillo hicieron suyo en un abrir y cerrar de ojos todos los cantantes callejeros.
Cada vez se veían más corros. Unos cuantos hombres se detenían junto a una farola y hablaban entre sí. Enseguida otros los imitaban, y otros… En unos minutos había una cuarentena de individuos muy juntos y ligeramente encorvados que de cuando en cuando se movían un poco, o aprobaban con una palabra las frases de quien hablaba, que nunca se sabía quién era. Al rato, de repente todos aquellos cuerpos se dispersaban como barridos por un vendaval, y la acera desierta reanudaba su monótona espera.
De la frontera oriental llegaban noticias insólitas y contradictorias. Se aseguraba que al otro lado guarniciones enteras se desplazaban durante la noche con el mayor sigilo, que estaban produciéndose movimientos de tropas de inusitada magnitud. También, que se oían máquinas en funcionamiento, excavando fosos, galerías, trincheras y misteriosos subterráneos. Por último, se decía que acababan de inventarse armas de una potencia y un alcance diabólicos y no tardarían en ser utilizadas, y que la capital estaba infestada de espías dispuestos a prenderle fuego cuando llegara la hora. El hambre atenazaba los estómagos y gobernaba las mentes. Los dos veranos anteriores, de un calor asfixiante, habían agostado la casi totalidad de los cultivos de las llanuras que rodeaban la ciudad. A diario se veían llegar enjambres de campesinos arruinados y consumidos, que posaban la mirada perdida en todo como si fueran a robarlo. Los niños se agarraban a las faldas de sus madres. Eran criaturas tristes y demacradas que apenas se sostenían sobre las piernas y, a menudo, se quedaban dormidas de pie, apoyadas contra una pared o en las rodillas de sus madres, que, muertas de cansancio, se dejaban caer en el suelo.
Mientras esto ocurría, el profesor Nösel nos hablaba de los grandes poetas patrios, que en tiempos oscuros, hacía siglos y más siglos, cuando la capital sólo era un poblacho, nuestros bosques estaban llenos de osos y manadas de lobos, uros y bisontes, y hordas llegadas de las remotas estepas sembraban la muerte y la destrucción, habían cincelado en incontables versos vibrantes epopeyas fundacionales. Nösel descifraba el griego antiguo, el latín, el cimbrio, el árabe, el arameo, el mutchik, el kazajo y el ruso, pero era incapaz de mirar por la ventana o despegar la nariz del libro mientras caminaba por la ciudad de vuelta a su piso de la calle Jeckenweiss. Sabio en los libros y ciego para el mundo.
Un día hubo una manifestación. Un centenar de individuos, o poco más, en su mayoría campesinos arruinados y obreros en paro que solían congregarse en el mercado de la Albergeplatz en busca de trabajo para la jornada, al no encontrarlo, se dirigieron a buen paso y dando gritos al Parlamento. Al llegar, los soldados que montaban guardia ante la verja los dispersaron sin necesidad de recurrir a la violencia. Ulli y yo los vimos cuando nos dirigíamos a la universidad. Sólo parecían un gentío un poco ruidoso, como los que a veces formaban los estudiantes para celebrar la licenciatura; pero estaba claro que aquellas caras tensas y macilentas y aquellos ojos brillantes de sordo resentimiento no eran de universitarios.
—¡Ya se les pasará! —exclamó Rätte desdeñoso, cogiéndome del brazo y arrastrándome hacia un café nuevo que había descubierto el día anterior y quería enseñarme.
Mientras nos alejábamos me volví un par de veces a fin de mirar a aquellos hombres que desaparecían por las calles como la cola de una gran serpiente, cuyas invisibles fauces agrandaba aún más mi imaginación.
El día siguiente y durante los seis posteriores, se reprodujo el mismo fenómeno, con la diferencia de que las concentraciones eran cada vez más numerosas y los gritos, cada vez más fuertes. Entre los obreros y los campesinos había algunas mujeres, seguramente sus esposas, y también unos individuos a quienes nunca habíamos visto y que parecían salidos de la nada, y que recordaban a pastores, pero, para conducir al rebaño, en lugar de bastones y picas utilizaban palabras y gritos. A partir de entonces, todos los días se producían enfrentamientos violentos, cuando los soldados que custodiaban el Parlamento golpeaban unas cuantas cabezas con el canto del sable. Ahora los movimientos de masas habían saltado a los titulares de prensa, mientras que, curiosamente, el poder permanecía mudo. La tarde del viernes, un adoquín alcanzó a un soldado, que resultó herido de gravedad. Horas después, las fachadas y los muros de la ciudad exhibían un aviso que prohibía toda reunión hasta nueva orden y advertía que cualquier manifestación sería reprimida con la mayor dureza.
Lo que prendió la mecha fue que al amanecer del día siguiente, cerca de la iglesia de los Ysertinguës, apareciera el cuerpo tumefacto de Wighert Ruppach, un tipógrafo en paro conocido por sus ideas revolucionarias que, según los rumores, había sido uno de los inspiradores de las primeras protestas. Y era verdad que muchos habían podido ver su ancho rostro semioculto por la barba a la cabeza de las manifestaciones y oír su voz de barítono exigiendo pan y trabajo a gritos. La policía no tardó en determinar que había sido asesinado a golpes de porra y visto por última vez saliendo de una de las numerosas tabernas del barrio de los mataderos que servían vino barato y licores de contrabando, medio borracho y caminando con dificultad. Al encontrarlo despojado de la documentación y el reloj y sin un céntimo en el bolsillo, se dedujo que había sido víctima de un compañero de borrachera, o que se había cruzado en el camino de un facineroso. Pero a la explicación policial, la ciudad, que empezaba a ser presa de la fiebre, respondió mascullando gruñidos y amenazas. En unas horas, Ruppach se convirtió en un mártir, víctima de un poder senil incapaz de alimentar a sus ciudadanos y protegerlos contra la amenaza extranjera, que se armaba al otro lado de la frontera con total impunidad. En la muerte de Ruppach se vio la mano del foráneo, la mano del traidor a su pueblo. A esas alturas, la verdad importaba poco. La mayoría no estaba dispuesta a oírla. Durante los días precedentes, se había llenado el cráneo de pólvora y trenzado una buena mecha; ahora se tenía con qué encenderla.
La situación explotó el lunes, tras un domingo durante el que la ciudad se había vaciado. Parecía desierta, abandonada, asolada por una extraña y súbita epidemia. El día anterior Emélia y yo habíamos dado un paseo, fingiendo no ver cuanto a nuestro alrededor anunciaba la inminencia del desastre.
Hacía cinco semanas que nos conocíamos. Yo estaba entrando en otro mundo. De pronto, me daba cuenta de que la tierra y mi vida podían girar a un ritmo distinto, de que el suave y acompasado golpeteo que escapa del pecho del ser amado es el sonido más hermoso que pueda oírse. Siempre paseábamos por los mismos sitios, por las mismas calles. En cierto modo, y sin hablarlo, habíamos fijado un itinerario, el de los primeros días de nuestro amor. Pasábamos por delante del teatro Stüpispiel y luego tomábamos la avenida Under-de-Bogel hasta el paseo Elsi, el quiosco de música y la pista de patinaje. Emélia me pedía que le hablara de mis estudios, de los libros que leía, de la tierra de la que venía.
—Me gustaría mucho conocerla —me había dicho.
Ella había llegado a la ciudad un año antes, sin más capital que sus dos manos, capaces de hacer finos bordados, complejas labores, encajes frágiles como hilos de escarcha.
—Detrás de mí no había más que negrura, sólo negrura.
Esas palabras, que pronunció el día en que le pregunté por su familia y el lugar del que procedía, me recordaron mi propio pasado, mi lejana infancia de muerte, casas destruidas, muros derrumbados y ruinas humeantes, como lo recordaba y sobre todo como Fédorine me lo había descrito. Entonces, empecé a querer a Emélia también igual que a una hermana, alguien surgido de las mismas profundidades que yo, alguien que, como yo, no tenía otra opción que mirar adelante.
El lunes por la mañana estábamos escuchando a Nösel en la Sala de las Medallas. Nunca he sabido por qué llamaban así a aquella sala de techo bajo sin la menor decoración, cuyas paredes, forradas de madera encerada, nos devolvían nuestra imagen desdibujándola ligeramente. La clase versaba sobre la estructura rítmica de la primera parte del Kant’z Theus, el gran poema nacional trasmitido de boca en boca desde hacía casi mil años. Nösel hablaba sin mirarnos. Creo que en realidad hablaba sobre todo para sí mismo, la mayoría de las veces, manteniendo esa extraña conversación a una sola voz sin preocuparse de nuestra presencia y menos aún de nuestra opinión. Mientras disertaba con apasionamiento sobre los pentasílabos y los hexámetros, se engominaba el pelo y el bigote, llenaba la pipa, rascaba concienzudamente las manchas de comida que salpicaban las solapas de su chaqueta o se limpiaba las uñas con un pequeño cortaplumas. Quienes le prestábamos atención apenas llegábamos a la decena; la mayoría dormitaban o contemplaban las grietas del techo. En determinado momento, Nösel se levantó para escribir en la pizarra un par de versos que aún conservo en la memoria, porque la vieja lengua del poema se parecía a nuestro dialecto en muchos aspectos:
Stu pekart in dei mümerie gesachetet
Komm de Nebe un de Osterne vohin
Llegarán como un murmullo
y luego desaparecerán en la niebla y la tierra.
De pronto, la puerta se abrió bruscamente y golpeó contra la pared, mientras un sordo rumor se extendía por la sala. Nos volvimos como si fuéramos un solo hombre y descubrimos caras con ojos desorbitados, brazos gesticulantes y bocas que nos gritaron:
—¡Todos fuera! ¡Todos fuera! ¡Venganza para Ruppach! ¡Los traidores lo pagarán!
En el umbral sólo se veían cuatro o cinco individuos, sin duda estudiantes, cuyos rasgos me resultaban vagamente familiares; pero tras ellos se oían los sordos rugidos de una muchedumbre considerable que los empujaba y los mantenía en la primera línea. De pronto se fueron por donde habían venido, dejando la puerta abierta; y por esa puerta, como por el desagüe de un fregadero de piedra, desaparecieron casi todos los que momentos antes estaban a mi alrededor, arrastrados por una fuerza irresistible, casi material. Se organizó un tremendo estrépito de sillas y bancos derribados, de gritos, insultos y amenazas. Y luego, nada. La ola se había alejado, llevándose la barbarie para propagarla y extenderla por la ciudad.
En la Sala de las Medallas no quedaban más que cuatro estudiantes: Fritz Schoeffel, un chico obeso con los brazos muy cortos que no podía subir tres peldaños sin quedar sin resuello; Julius Kakenegg, que nunca hablaba con nadie y siempre respiraba a través de un pañuelo empapado en perfume; Bartheleo Mietza, que estaba sordo como una tapia, y yo. Y por supuesto Nösel, que había asistido a aquella escena sin soltar la tiza, se había encogido de hombros y había seguido con la clase como si nada.