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Cuando regresé al pueblo, me encontré con la animación de ese peculiar 10 de junio. Hombres y mujeres empezaban a reunirse, a abarrotar la plaza, a convertirse en muchedumbre.

Hace mucho tiempo que evito las multitudes. Las rehúyo. Sé que todo, o casi todo, fue culpa suya. Me refiero a lo malo, a la guerra y a todos los Kazerskwirs, los cráteres que la guerra horadó en el cerebro de mucha gente. He visto a los hombres en acción cuando saben que no están solos, que pueden diluirse, disimularse en una masa que los engloba y supera, una masa formada por miles de rostros como los suyos. Se alegará que la responsabilidad es de quien los arrastra, los azuza, los hace bailar como a una serpiente alrededor de un bastón, y que las muchedumbres no son conscientes de sus actos, su dirección ni su futuro. Es mentira. Lo cierto es que la muchedumbre en sí es un monstruo, un enorme cuerpo que se engendra a sí mismo, compuesto de miles de otros cuerpos pensantes. Y también sé que no hay muchedumbre feliz. Detrás de las sonrisas, las risas, las músicas y los eslóganes hay sangre que se calienta, sangre que se agita, sangre que gira y enloquece al verse revuelta y removida en su propio torbellino.

Los primeros signos aparecieron hace mucho tiempo, cuando estaba en la capital, adonde me habían mandado a estudiar. La idea había sido de Limmat. Se la comentó al alcalde de la época, Sibelius Craspach, y luego también al padre Peiper. Los tres llegaron a la conclusión de que el pueblo necesitaba que al menos uno de sus jóvenes continuara formándose hasta un nivel superior al del resto, que viera un poco de mundo antes de volver aquí para convertirse en maestro de escuela, médico o tal vez en el sucesor del notario Knopf, que ya empezaba a decaer y sorprendía a más de un cliente con sus actas y opiniones. Y me eligieron a mí.

En cierta forma, puede decirse que quien me mandó a la capital fue el pueblo. Si la idea había sido de las tres personas que he mencionado, todos los demás me llevaron allí y mantuvieron. A fin de mes, el Zungfrost iba de puerta en puerta y hacía la colecta, agitando una campanilla y repitiendo la misma frase: «Fu Brodeck’s Erfosch! Fu Brodeck’s Erfosch!». Para los estudios de Brodeck… Cada cual daba según sus medios y su voluntad. A veces unas monedas, pero también un paletó de lana, un gorro, un pañuelo, un tarro de mermelada, un saquito de lentejas o alimentos para Fédorine, porque mientras estuve en la capital no pude ayudarla trabajando. Así que yo recibía pequeños giros y curiosos paquetes que mi portera, fra Haiternitz, agotada tras subir los seis pisos, me tendía mirándome con desconfianza sin dejar de mascar tabaco negro, que le teñía los labios y le dejaba un aliento infernal.

Al principio, la capital me aturullaba. Nunca había oído tantos ruidos. Las calles me parecían ríos embravecidos, y la gente y los vehículos que acarreaba formaban una barahúnda que me producía vértigo y a veces me obligaba a meterme bajo los pórticos para evitar que su ininterrumpida ola me arrollara. Vivía en una habitación con una ventana atascada que sólo podía abrir unos centímetros. No había sitio más que para el jergón, que plegaba durante el día y sobre el que colocaba un tablero que hacía las veces de mesa. Salvo algunos días luminosos de verano y durante los grandes fríos de invierno, la ciudad estaba permanentemente aprisionada en la neblina de los humos de carbón que salían indolentes de las chimeneas y se enredaban unos con otros, para luego dormitar días y días en el cielo, manteniendo al sol muy lejos de nosotros. Al principio, esa vida se me hizo insoportable. No dejaba de pensar en el pueblo y el valle lleno de abetales, donde parecía acurrucarse como en un regazo. Recuerdo que alguna noche incluso lloré.

La universidad ocupaba un enorme edificio barroco que tres siglos atrás había sido el palacio de un príncipe magiar, antes de ser asaltado y saqueado durante el período revolucionario y luego vendido a un importante comerciante en grano, que lo había convertido en almacén. En 1831, cuando la gran epidemia de cólera recorrió todo el país como un perro en persecución de una presa exhausta, fue requisado y transformado en hospital público, donde alguno se curó y la mayoría murieron. Pasó mucho tiempo antes de que el edificio se convirtiera en universidad, por decisión del emperador. Se limpiaron las salas comunes y se habilitó con bancos y estrados. El depósito de cadáveres se mudó en biblioteca y la sala de disección, en una especie de saloncito donde los profesores y algunos alumnos de familias influyentes podían fumarse una pipa, charlar y leer el periódico sentados en grandes sillones de cuero pardusco.

La mayoría de los estudiantes pertenecían a la burguesía. Tenían las mejillas sonrosadas, las manos finas y las uñas limpias. Habían comido hasta hartarse y llevado buena ropa desde la infancia. Los que no teníamos un chavo éramos muy pocos. Resultaba fácil identificarnos por las caras, curtidas al aire libre, la ropa, nuestras maneras torpes, nuestro visible temor a estar fuera de lugar, a habernos equivocado de sitio. Veníamos de muy lejos. No éramos de la ciudad ni de su comarca. Dormíamos en frías buhardillas. Nunca íbamos a casa, o muy pocas veces. Los que tenían familia y dinero apenas nos miraban. Sin embargo, no creo que nos despreciaran. Simplemente, no podían imaginar quiénes éramos, de dónde procedíamos, en qué grandiosos y solitarios parajes habíamos crecido ni cómo era nuestra vida diaria en la gran ciudad. En ocasiones, pasaban por nuestro lado y ni siquiera nos veían.

Al cabo de unas semanas, la ciudad dejó de asustarme. Hacía caso omiso de su monstruoso aspecto y hostilidad, pero era consciente de su fealdad. Una fealdad que, no obstante, conseguía olvidar durante horas, porque me zambullía en el estudio y los libros con auténtica pasión. A decir verdad, casi no salía de la biblioteca más que para acudir a las aulas donde los profesores impartían las clases. Había encontrado un camarada en la persona de Ulli Rätte, que tenía mi misma edad, era tan pobre como yo y en cierto modo también lo había enviado allí su pueblo, con la esperanza de que regresara con unos estudios que resultaran útiles a la mayoría de sus convecinos. Rätte venía de los confines del país, de la región de las colinas de Galinek, y hablaba una lengua áspera, repleta de expresiones que yo desconocía y que, a ojos de muchos de nuestros condiscípulos, lo convertían en un paleto o un bicho raro. Cuando no estábamos en nuestros alojamientos o en la biblioteca de la universidad, dábamos largos paseos por las calles, soñando y haciendo proyectos para nuestras futuras vidas.

A Ulli le apasionaban los cafés, pero no tenía dinero para frecuentarlos. Solía arrastrarme a ellos para admirarlos, y la simple contemplación de aquellos sitios, iluminados por azuladas luces de gas y velas de cera donde las risas de las mujeres ascendían hacia techos tapizados por el humo de pipas y cigarros, los hombres vestían ropa elegante, pieles durante el invierno y pañuelos de seda en el buen tiempo, y los camareros, enfundados en impecables delantales blancos, parecían soldados de un ejército inofensivo, bastaba para que mi amigo rebosara de una alegría infantil.

—Perdemos el tiempo con los libros, Brodeck. ¡La vida es esto!

A diferencia de mí, Rätte se sentía en la ciudad como pez en el agua. Conocía todas las calles y todos los trucos. Le gustaba aquel ruido, la suciedad, la pestilencia, la agitación, la inmensidad. Para Ulli, todo tenía su gracia.

—No creo que vuelva al pueblo —me decía a menudo.

Yo le recordaba que si estaba allí era gracias a su pueblo, que contaba con él; pero Ulli rechazaba mis argumentos con una frase o un ademán.

—Un montón de borrachos y zopencos, eso es lo que hay en mi pueblo. ¿Crees que me mandaron aquí por generosidad? Los mueve el interés, nada más. Esperan que vuelva repleto de conocimientos, como un animal cebado, para sacarme rendimiento el resto de mi vida. No olvides que lo que siempre triunfa es la ignorancia, Brodeck, no el saber.

Aunque soñara más con los cafés que con los bancos de la universidad, Ulli Rätte distaba de ser un idiota. A veces pronunciaba sentencias dignas de recogerse en un libro, pero las decía como si tal cosa, burlándose de ellas y de sí mismo a continuación, para acabar soltando una carcajada, una risotada que, mitad bramido mitad ejercicio de vocalización, siempre hacía que la gente se volviera para mirarlo.