Al principio, el pueblo acogió al Anderer como a una especie de personalidad. Por lo demás, en todo aquello había algo mágico. La gente de aquí no es de carácter abierto. Seguramente, en parte se debe a nuestro paisaje de valles y montañas, bosques y gargantas, y a nuestro clima de lluvias, nieblas, heladas, tormentas de nieve y grandes calores. Y la guerra, por supuesto, no arregló las cosas. Cerró las puertas y las almas todavía más y les echó un candado, poniendo lo que contenían a cubierto de la luz.
Pero en un primer momento, pasada la enorme sorpresa de su llegada a nuestro pueblo, el Anderer supo desplegar pese a todo un encanto que ablandó hasta a los más hostiles. La gente quería verlo, hombres y mujeres, niños y viejos, y él se prestaba al juego de buen grado, sonriendo a diestro y siniestro, quitándose el sombrero ante las señoras e inclinándose ante los hombres, aunque sin despegar los labios. Tanto era así que, si algunos no lo hubieran oído hablar la primera tarde, lo habríamos creído mudo.
No podía salir a la calle sin que lo siguiera un pequeño enjambre de ociosos y risueños chavales, a quienes hacía menudos regalos que a ellos les parecían tesoros: cintas, canicas, cordeles dorados, papeles de colores… Sacaba estas cosas de los bolsillos, como si siempre los llevara llenos, como si sus maletas estuvieran repletas de objetos por el estilo.
Cuando iba a la cuadra del tío Solzner a ver a sus animales, los chicos lo observaban desde la puerta, porque no se atrevían a entrar y tampoco él los animaba a hacerlo. Saludaba a la yegua y el asno llamándolos siempre por sus nombres y tratándolos de usted, los acariciaba y deslizaba entre sus grises belfos trocitos de azúcar moreno que extraía de un saquito de terciopelo granate. Los chavales asistían al espectáculo con la boca y los ojos muy abiertos, preguntándose qué lengua empleaba para cincelar las palabras que susurraba a los animales.
A decir verdad, hablaba más con la yegua y el asno que con nosotros. Schloss había recibido la consigna de llamar a su puerta a las seis en punto de la mañana y, en vez de entrar, dejar en el umbral la bandeja, donde siempre había lo mismo: un bollo —que el Anderer pagaba por adelantado a Wirfrau—, un huevo crudo, una jarra de agua caliente y un gran cuenco.
—¡No beberá agua caliente sin más! —exclamó un día Rudolf Scheuling, que desde los doce años no probaba más que el schnick.
Lo que tomaba el Anderer era té, un té fuerte que manchaba de marrón el borde de las tazas. Yo lo había probado la vez que me había invitado a su habitación para charlar y enseñarme algunos libros. Dejaba un regusto a cuero y humo, y también a salazón. Nunca había bebido nada parecido.
Para almorzar, bajaba a la gran sala. A esa hora, siempre había curiosos que habían ido a verlo y, sobre todo, a observar sus modales, unos modales muy finos, una forma muy elegante de sostener el cuchillo y el tenedor, de deslizados en la pechuga de un pollo o la carne de una patata.
Los primeros días, Schloss trató de hurgar en su memoria en busca de recetas dignas de su huésped, pero no tardó en desistir, a petición del interesado, que pese a su orondo corpachón y su buen color, apenas se alimentaba. Al final de una comida, su plato nunca estaba vacío. Siempre se dejaba la mitad. En cambio, no paraba de beber grandes vasos de agua, como si lo devorara una sed tan constante como insaciable, lo que había provocado que Marcus Graz, flaco como un silbido, comentara que por suerte no meaba en el Staubi, porque si no el río se habría desbordado.
Por la tarde, sólo cenaba una sopa, algo ligero, aunque en realidad, más bien caldos que sopas, y luego subía a su habitación, tras saludar a los presentes con un movimiento de la cabeza. Su ventana permanecía iluminada hasta tarde. Algunos incluso aseguraban que no se apagaba en toda la noche. En cualquier caso, la gente se preguntaba qué podía hacer.
Las primeras tardes que pasó entre nosotros, las dedicó a recorrer las calles metódicamente, como si estuviera haciendo una división en zonas o un listado. En verdad, nadie se dio cuenta, porque para eso habría habido que seguirlo a todas horas, lo que sólo hacían los niños.
Ataviado como para ocupar su puesto en un viejo cuento cubierto de polvo y salpicado de palabras en desuso, avanzaba con los pies un poco hacia fuera, la mano izquierda posada en un elegante bastón con pomo de marfil y la derecha sujetando el pequeño cuaderno negro, que se movía entre sus dedos como un extraño animal domesticado.
A veces sacaba una de sus monturas a pasear, o la yegua o el asno, nunca los dos juntos, y, acariciándole los flancos de vez en cuando, la llevaba de la brida hasta la orilla del Staubi, un poco más arriba del Baptisterbrücke, para pastar en la tupida y tierna hierba. Por su parte, plantaba las gruesas posaderas en la misma tierra y se quedaba allí sin moverse, contemplando la corriente y los blancos remolinos, como si esperara ver surgir un milagro entre la espuma. Los niños se mantenían a cierta distancia, un poco más arriba, en el ribazo. Respetaban su silencio y, en esas ocasiones, ninguno arrojaba piedras al agua.
El primer hecho importante se había producido a las dos semanas de su llegada. Creo que la idea fue del alcalde, aunque no puedo asegurarlo. Nunca se lo he preguntado, porque es lo de menos. Lo importante es lo que pasó esa tarde. La tarde del 10 de junio.
A esas alturas, ya habíamos comprendido que el Anderer no estaba de paso entre nosotros, que iba haciéndose al pueblo y seguramente se disponía a quedarse en él mucho tiempo. Ese 10 de junio se extendió el rumor de que el municipio, con su alcalde a la cabeza, iba a ofrecer un recibimiento en toda regla al recién llegado. Habría un discurso, música e incluso un Schoppessenwass, lo que en dialecto designa una especie de gran mesa llena de comida, bebidas y vasos que suele montarse con motivo de algún festejo popular.
Al amanecer, el Zungfrost se afanaba en construir una especie de pequeño estrado, que más bien recordaba a un cadalso, cerca del mercado. Los martillazos y chirridos de sierra empezaron a oírse incluso antes de que el sol royera la negrura del cielo, lo que había sacado de la cama a más de un curioso. A las ocho, todo el mundo conocía la noticia. A las diez, en la calle había más gente que un día de mercado. Esa tarde, mientras el Zungfrost acababa de pintar en una ancha pancarta de papel colgada sobre el estrado la frase de bienvenida con grueso y tembloroso trazo, «Wi sund vroh wen neu kamme», una extraña frase salida de Diodème, dos buhoneros avisados no se sabía cómo ofrecían a quienes los rodeaban medallas bendecidas y polvos contra las ratas, cuchillos e hilo, almanaques y semillas, estampas y sombreros de fieltro. Yo los conocía, porque me los encontraba a menudo en los senderos de las montañas o los bosques. Eran padre e hijo, a cual más sucio y con el pelo negro como ala de cuervo. Nadie sabía sus nombres. Los llamaban De Runhgäre, los Andarines, porque eran capaces de recorrer considerables distancias en muy pocas horas. El padre me saludó.
—¿Quién os ha dicho que había una fiesta?
—El viento.
—¿El viento?
—A quien sabe escucharlo, le cuenta muchas cosas. —Me miró con expresión irónica mientras se liaba un cigarrillo.
—¿Habéis vuelto por S.?
—No se puede, la carretera sigue cerrada.
—Entonces ¿quién te surte? ¿El viento?
—No, el viento, no, la noche. La noche, cuando la conoces bien, es como el manto de un hada. ¡Basta con ponértelo, y te lleva a donde quieras!
Soltó una carcajada que dejó al descubierto sus cuatro últimos dientes, plantados en la boca como tocones de árbol en una colina pelada. No muy lejos de donde estábamos, Diodème vigilaba al Zungfrost, que estaba acabando de pintar las letras. Me saludó con un gesto de la mano, pero fue más tarde, cuando estábamos juntos y la fiesta iba a empezar, cuando le hice la pregunta que me quemaba en los labios:
—¿Ha sido idea tuya?
—¿El qué?
—Lo de la frase.
—Me lo dijo Orschwir.
—¿El qué?
—Que pensara alguna cosa, unas palabras…
—Es una frase un poco rara. ¿Por qué no la has escrito en Deeperschaft?
—Porque Orschwir no ha querido.
—¿Por qué?
—No lo sé.
En ese momento, yo también lo ignoraba. Caí en la cuenta más tarde. El Anderer era un misterio. No sabíamos quién era. No sabíamos de dónde venía ni a qué. Y tampoco si nos entendía cuando le hablábamos en dialecto. Puede que la frase de la pancarta fuera un intento de despejar esa última incógnita. Un intento muy ingenuo, la verdad, y que además no cumplió su objetivo, porque aquella tarde, cuando el Anderer llegó ante el estrado y vio la pancarta, se detuvo, paseó la mirada por la frase y luego siguió andando hacia los peldaños. ¿La había entendido? No se sabe. No hizo el menor comentario.
La frase que se le había ocurrido a Diodème era curiosa, aunque quizá no lo pretendiera. Quiere decir, o más bien puede decir, diferentes cosas, porque el dialecto es como una tela elástica: puedes estirarla en todas direcciones.
«Wi sund vroh wen neu kamme» puede significar «nos alegramos de que venga alguien nuevo». Pero también puede interpretarse como «nos alegramos de que pase algo nuevo», que no es exactamente lo mismo. Lo más curioso es que vroh posee dos significados distintos según el contexto en que se emplee, «contento, feliz» pero también «atento, vigilante». De modo que, si se opta por el segundo, nos encontramos ante una frase extraña e inquietante, en la que en su momento nadie reparó, pero que luego no ha dejado de resonar en mi mente como una especie de advertencia que lleva ya en su seno un atisbo de amenaza, como un puño que se alza o una hoja de cuchillo que al moverse reluce al sol.