Vuelvo al primer día. O mejor dicho, a la primera tarde. La tarde en que llegó al pueblo el Anderer. He mencionado su encuentro con el hijo mayor de Dörfer, pero no su entrada en la fonda minutos después. Pedí que me la contaran tres veces, tres personas distintas: el propio Schloss, Menigue Wirfrau, el panadero, que estaba tomando un vaso de vino, y Doris Klattermeier, una chica muy sonrosada de pelo pajizo que pasaba por la calle en ese momento. Hubo más testigos, en la fonda y fuera, pero los tres con quienes hablé me relataron los hechos del mismo modo, detalle más, detalle menos, y me pareció que lo mejor era dejarlo así.
El Anderer había desmontado para hablar con Hans Dörfer y siguió a pie calle adelante tirando de su yegua por la brida, mientras el asno los seguía a unos pasos. Al llegar a la fonda, ató las riendas a la anilla y, en lugar de hacer como todo el mundo, es decir, empujar la puerta y entrar, llamó con los nudillos tres veces y aguardó. Era algo tan inusual que se quedó esperando un buen rato.
—Pensé que era un bromista, o un crío —me dijo Schloss.
En resumen, no sucede nada. Ni abre ni le abren. Algunos, entre ellos Doris, ya se han parado para contemplar el espectáculo: el burro, la yegua, el cargamento y aquel buen hombre extrañamente ataviado, inmóvil ante la puerta con una sonrisa en la redonda y empolvada cara. Pasados unos minutos, vuelve a dar tres golpes, más secos y más fuertes.
—Esa vez, me dije que aquello no era normal y fui a ver.
Así que Schloss abre la puerta y se encuentra con el Anderer.
—¡Casi me quedé mudo! ¿De dónde había salido aquel fulano? ¿De un circo o de un cuento de hadas?
Pero el Anderer no le da tiempo a recuperarse. Se quita el sombrero, dejando al descubierto un cráneo muy redondo y muy calvo, le dirige un gracioso y elegante saludo con su extraño sombrero, y le dice:
—Le deseo muy buenas tardes, caballero. Mis amigos —y señala a la yegua y el asno— y yo hemos hecho un largo viaje y estamos muy fatigados. ¿Sería usted tan amable de ofrecernos su hospitalidad? Por supuesto, tenemos con que pagarle.
Schloss está convencido de que el Anderer dijo: «Le deseo muy buenas tardes, señor Schloss». Pero tanto Doris como Wirfrau me aseguraron que no fue así. Puede que el fondista, estupefacto ante la extraña aparición y su no menos extraña demanda, quedara ofuscado por un momento.
—Al principio no supe qué decir. ¿Cuántos años hacía que no nos visitaba nadie, aparte de quienes ya sabes? Además, esas frases las había dicho en Deeperschaft, la lengua del interior, no en dialecto, y mi oído ya no estaba habituado.
Menigue Wirfrau me contó que Schloss estuvo unos instantes sin responder, mirando al recién llegado y rascándose la cabeza. Entretanto, por lo visto el Anderer permanecía inmóvil, sonriendo, como si todo aquello fuera tan normal y el tiempo, que parecía gotear lentamente de una estrecha manguera, no tuviera la menor importancia.
—El burro y la yegua tampoco se movían —comentó Doris Klattermeier—. Ambos animales miraban a Schloss con unos ojos que parecían entender.
Al decir eso, la chica se estremeció un poco y luego se santiguó dos veces. Aquí, si para la mayoría Dios es un ser lejano que vive en los libros y entre el incienso, el Diablo es un vecino al que muchos creen haber visto un día u otro.
No obstante, Schloss acabó respondiéndole.
—Le preguntó cuántas noches pensaba quedarse. —A Wirfrau fui a verlo cuando estaba amasando. Tenía el torso desnudo y el pecho y las pestañas cubiertos de harina. Cogía a pulso el enorme anillo de masa, lo levantaba, le daba la vuelta, lo dejaba caer en la artesa y volvía a empezar. Hablaba sin mirarme. Yo me había sentado en un saco junto a la leñera. El horno llevaba rato ronroneando, y la pequeña habitación parecía cocer impregnada del olor a leña que ardía—. El otro se quedó pensando, sin dejar de sonreír, miró a la yegua y el asno como para pedirles opinión, y acabó respondiendo con su curiosa voz: «Creo que nos quedaremos bastante tiempo». Entonces Schloss, seguramente porque no sabía qué decir y no quería parecer idiota, asintió con la cabeza varias veces y lo invitó a entrar.
Dos horas después, el Anderer se encontraba ya en la habitación que Schloss había limpiado a toda prisa. Le habían subido las maletas y los bultos, y la yegua y el asno estaban tumbados en un buen lecho de paja en la cuadra del tío Solzner, un viejo simpático como un cardo borriquero, que está pegada a la fonda. El Anderer había pedido que les pusieran una tina con agua muy limpia y un cubo de avena. Luego, fue a asegurarse de que estaban bien, les cepilló los flancos con un puñado de heno y les susurró unas palabras que nadie oyó. Antes de irse deslizó tres monedas de oro —el equivalente a varios meses de manutención para las monturas— en la mano del tío Solzner. Y, al marcharse, se despidió de los animales y les dio las buenas noches.
Entretanto, la fonda se había llenado de gente que quería ver a aquel sujeto tan extravagante con sus propios ojos. Debo confesar que, pese a no ser excesivamente curioso, yo también fui a echar un vistazo. La noticia había corrido como la pólvora por las calles y las casas, así que en la fonda nos juntamos unas treinta personas, mientras fuera la cálida noche de primavera se posaba en los tejados. Pero nos llevamos un chasco, porque el Anderer, que había subido a su habitación, no volvió a bajar. Los comentarios se sucedían, y los vasos de vino también, así que Schloss no daba abasto para servir a todo el mundo. Es probable que estuviera diciéndose que, después de todo, la llegada de un forastero tenía cosas buenas. Llenaba la caja como un día de mercado o en un entierro. Menigue Wirfrau no paraba de describir la llegada del Anderer, su vestimenta, su yegua y su asno, y poco a poco, como todos lo invitaban a un trago para desatarle la lengua, empezó a adornar la historia trabándose de vez en cuando.
Pero, en ocasiones, se oían pisadas en el piso de arriba, y la sala guardaba silencio. Todos contenían la respiración y clavaban los ojos en el techo, como si quisieran atravesarlo. Trataban de imaginarse al recién llegado. Le daban forma y carne. Intentaban penetrar en los meandros de su mente, cuando ni siquiera lo habían visto.
En determinado momento, Schloss subió a preguntarle si necesitaba algo. Intentamos oír la conversación, pero fue en vano. Los que se acercaron a la escalera y aguzaron el oído tampoco se enteraron de nada. Cuando bajó Schloss, todos lo rodearon.
—¿Qué?
—¿Qué de qué?
—Pues que qué ha dicho.
—Que quiere un refrigerio.
—¿Un refrigerio? ¿Y eso qué es?
—Una cena ligera, me ha dicho.
—¿Y qué vas a hacerle?
—¡Pues lo que me ha pedido!
Todos se morían de curiosidad por ver qué aspecto tenía un refrigerio. La mayoría siguieron a Schloss a la cocina y lo observaron mientras disponía en una bandeja tres gruesas lonchas de tocino, una salchicha, unos pepinillos en vinagre, un tarro de crema, una libra de pan moreno, col en salsa agridulce y queso de cabra, además de una copa de vino y otra de cerveza. En actitud solemne, Schloss se deslizó con la bandeja entre los parroquianos, que se apartaban en silencio como si pasara una imagen santa. Lo único que rompía el mutismo general era la voz de Wirfrau, que seguía contando la llegada del Anderer a la fonda. Ahora nadie lo escuchaba, pero en su estado no podía darse cuenta. No en vano, poco después, confundió la artesa con la cama y se durmió en la primera después de preparar la masa en la segunda. El día siguiente fue una jornada de resaca para él y sin pan para todos los demás.
Cuando llegué a casa, Fédorine estaba esperándome.
—¿Qué ha pasado, Brodeck?
Le conté lo que sabía. Ella me escuchó atentamente y luego meneó la cabeza.
—Eso no es bueno, nada bueno…
No eran más que palabras, pero consiguieron irritarme, y le pregunté secamente por qué decía eso.
—Cuando acaba de tranquilizarse el rebaño, hay que procurar que no vuelva a alborotarse —respondió.
Me encogí de hombros. Estaba de buen humor. Hasta hoy no me había dado cuenta, pero probablemente era el único en el pueblo que se alegraba de que hubiera llegado un forastero. Tenía la sensación de que señalaba un renacer, una vuelta a la vida. Para mí, era como si hubieran retirado la gruesa plancha de hierro que cerraba la entrada de una cueva, donde, de pronto, el aire puro y los rayos de sol hubieran penetrado. Pero no me paré a pensar que a veces el sol resulta molesto, que sus rayos, que iluminan el mundo y lo hacen resplandecer, no pueden evitar que se revele también lo que se intenta ocultar.
La vieja Fédorine me conoce como si fuera un bolsillo en el que ha metido la mano miles de veces. Se colocó frente a mí, me miró a los ojos y luego me pasó la mano por la mejilla, una mano que temblaba al acariciarme.
—Soy muy vieja, mi pequeño Brodeck, muy vieja… Pronto ya no estaré aquí. Ten cuidado, Brodeck, ya has vuelto una vez de donde no se vuelve. Nunca hay una segunda oportunidad, nunca. Y ahora tienes cargas… Piensa en ellas, piensa en ellas dos…
No soy muy alto, pero hasta ese momento no me había percatado de lo pequeña que era Fédorine. Parecía una niña, una niña con cara de vieja, una criatura menuda, encorvada, apergaminada, frágil, con la piel ajada y surcada de arrugas, una criatura a la que un soplo de viento un poco fuerte habría podido barrer como al polvo. Bajo la telilla blanquecina, sus ojos brillaban, y sus labios se movían ligeramente. La rodeé con los brazos y la estreché contra mi pecho largo rato, mientras pensaba en los pájaros, en los pájaros, tan pequeños y perdidos, en los pájaros débiles, enfermos o heridos, que no pueden seguir a sus semejantes en las grandes migraciones y, al final del otoño, esperan con resignación en los aleros y las ramas bajas de los árboles, con las plumas despeinadas y el corazón desbocado, el frío que los matará. Besé a Fédorine muchas veces, primero en el pelo, luego en la frente y las mejillas, como cuando era niño, y recuperé su olor, un olor a cera, horno y ropa limpia, el olor que casi desde del comienzo de mi existencia bastaba para que una sonrisa apacible asomara a mis labios, incluso dormido. La tuve entre mis brazos mucho rato, mientras mi mente iba y venía entre los momentos de mi vida a la velocidad del rayo, pegando horas inconexas hasta formar un extraño mosaico, cuyo único efecto fue hacerme sentir un poco más el vacío del tiempo que había huido y de los instantes que nunca volverían.
Fédorine estaba allí, abrazada a mí, y podía hablarle. Aspiraba su olor y sentía sus latidos. En cierto modo, también era como si mi corazón latiera en su interior. Volví a pensar en el campo. La idea de la muerte era lo único que ocupaba nuestras mentes. Habíamos vivido con la permanente conciencia de nuestra muerte; seguramente, eso hacía que algunos enloquecieran. Aunque sepa que un día morirá, el hombre no puede vivir continuamente en un mundo que no le devuelve más que la conciencia de su propia muerte, un mundo saturado de muerte y que sólo ha sido ideado para eso.
«Ich bin nichts», rezaba el letrero que pendía del cuello del ahorcado. Sabíamos que no éramos nada. Demasiado bien lo sabíamos. Nada. Una nada destinada a la muerte. Sus esclavos. Sus juguetes. Que esperan resignados. Curiosamente, el hecho de ser una criatura de la nada, habitante de la nada y habitado por ella, no me daba miedo. Mi propia muerte ya no me asustaba, o si lo hacía era por una especie de reflejo condicionado, irracional y fugaz. En cambio, cuando asociaba la idea de morir con Emélia o Fédorine, me resultaba insoportable. Lo que nos roe y puede destruirnos es la muerte de los demás, de nuestros seres queridos, no la nuestra. Contra la que tuve que luchar fue contra ella, blandiendo rostros y figuras ante su negra luz.