Esta mañana he despertado muy tarde. Y en mi cabeza suenan martillazos. Creo que realmente anoche bebí demasiado. La botella de aguardiente casi está vacía. Tengo la boca seca como el esparto, y todavía no me explico cómo conseguí llegar a la cama. Estuve escribiendo hasta tarde; recuerdo que ya no sentía los dedos, entumecidos por el frío. También recuerdo que las teclas de la máquina se atascaban cada vez más. El hielo había posado sus filigranas de helecho en el cristal, y estaba tan borracho que creí que era el bosque, que avanzaba para envolver el cobertizo y tragárselo, y a mí con él.
Al levantarme, Fédorine no me ha hecho preguntas. Me ha preparado una infusión, en la que reconocí el aroma del serpol, la hierbabuena y la siempreviva.
—Tómate esto, es bueno para lo que tienes —se ha limitado a decir.
Le he obedecido, como cuando era pequeño. Luego, me ha puesto delante un cesto que había traído Alfred Wurtzwi11er hacía un rato. Dentro había sopa de patata, un pan moreno, un trozo de jamón, manzanas y puerros; pero no dinero. No es lo habitual cuando llega algo de S., como muestra de que la Administración no me ha olvidado del todo: siempre se trata de un giro postal, acompañado por tres o cuatro documentos oficiales sellados varias veces, firmados y refrendados, que certifican el pago. Pero en el cesto sólo había comida. No he podido evitar relacionar la lectura de ayer ante el alcalde y los demás con aquellos alimentos. Es su forma de pagarme. De pagarme un poco. Por el informe. Por lo que he escrito y, sobre todo, sobre todo, por lo que no he escrito.
Fédorine estaba lavando a Poupchette en un barreño. Mi hija palmoteaba y chapoteaba en el agua caliente riendo a carcajadas.
—¡Un pececillo! ¡Un pececillo! —repetía.
La he tomado en brazos, empapada como estaba, la he estrechado contra mi pecho y he besado su piel desnuda, suave y caliente, lo que la ha hecho reír aún más fuerte. Detrás de nosotros, junto a la ventana, con la mirada perdida en la inmaculada inmensidad del valle, Emélia tarareaba su canción. Como Poupchette se debatía en mis brazos, la he dejado en el suelo. La pequeña ha cogido un poco de espuma, ha corrido hacia su madre y se la ha lanzado. Emélia se ha vuelto hacia ella sin dejar de canturrear. Ha posado sus ojos sin vida en la preciosa sonrisa de Poupchette y luego ha seguido mirando la blanca lejanía.
Me siento débil e inútil. Intento escribir cosas. Pero ¿quién las leerá? ¿Quién? Más me valdría coger de la mano a Emélia y Poupchette, echarme a la espalda a la vieja Fédorine, llenar un hato con comida, ropa y unos cuantos recuerdos bonitos, e irme lejos de aquí. Volver a empezar. Empezar de cero. Según parece, en eso se reconoce al hombre. «El hombre es un animal que siempre vuelve a empezar», nos decía Nösel en otros tiempos. Con las manos apoyadas en su gran escritorio, pronunciaba sus sentencias con pausas de tribuno, que siempre acompañaba de un gran silencio, que cada uno de nosotros llenaba a su manera.
«El hombre es un animal que siempre vuelve a empezar». Pero vuelve a empezar, ¿a qué? ¿A cometer los mismos errores, o a levantar sus frágiles andamiajes, que a veces consiguen auparlo a dos dedos del cielo? Eso Nösel nunca lo dijo. Quizá porque sabía que la misma vida, la vida en que nosotros aún no habíamos entrado del todo, acabaría por hacérnoslo comprender tarde o temprano. O quizá porque sencillamente no lo sabía, porque nunca había dudado y porque sólo había mamado de la teta de los libros, olvidando el mundo real y a quienes viven en él.
Ayer tarde, después de haberme traído el vino caliente, Schloss se había sentado frente a mí sin que lo invitara. Saltaba a la vista que quería decirme algo, pero yo no tenía nada que hablar con él. Todavía estaba dándole vueltas a lo que me había contado el padre Peiper. Además, lo único que deseaba era tomarme el vino caliente y sentir que el fuego me entonaba el cuerpo. Sólo eso. No buscaba otra cosa. Preguntas sin respuesta y cientos de pequeñas piezas de un gran mecanismo, que aún debía inventar para juntarlas, bullían en mi mente.
—Sé que no me aprecias demasiado, Brodeck —dijo de pronto Schloss, cuya presencia casi había olvidado—. Sin embargo, no soy el peor, ¿sabes? —Parecía aún más gordo y sudoroso que de costumbre. Se estrujaba las manos y se mordía los grasientos y agrietados labios—. No soy más que un mandado. No quiero problemas, pero eso no me impide pensar… Soy un hombre sencillo; no tengo tu inteligencia, pero, creas lo que creas, no soy malo. No soy el peor. Es verdad que cuando los Fratergekeime ocuparon el pueblo les di de beber. Pero ¿qué querías que hiciera? Es mi trabajo. No iba a dejar que me mataran por negarles una jarra de cerveza… Te juro que siempre he lamentado lo que te pasó, Brodeck. Yo no tuve nada que ver, te lo aseguro… En cuanto a lo que le hicieron a tu mujer… Dios mío… —Cuando mencionó a Emélia, estuve a punto de escupirle a la cara, pero lo que dijo a continuación me dejó parado—. Yo también quería a mi mujer, ¿sabes? Puede que te resulte extraño, porque, como recordarás, no era muy guapa; pero desde que me falta tengo la sensación de vivir a medias. Ya no me importa nada. Si Gerthe hubiera estado aquí durante la guerra, puede que nunca les hubiera servido a los Fratergekeime. En su presencia me sentía fuerte… Puede que les hubiera escupido a la cara. Puede que hubiera cogido el cuchillo grande con el que pico la cebolla y les hubiera abierto las tripas. Y además, si ella hubiera estado aquí, puede… puede que el Murmelnër siguiera vivo, puede que me hubiera dejado matar antes que permitir que lo mataran a él bajo mi techo…
Tenía el estómago revuelto. Sentía náuseas. El vino no me pasaba. En vez de entonarme, me mordisqueaba las entrañas, como si de pronto en mi vientre hubiera un pequeño animal que intentara clavar los dientes por todas partes. Veía a Schloss como jamás lo había visto. Era como si una cortina de niebla se hubiera desgarrado, revelando poco a poco un paisaje insospechado cuyos relieves se ordenaban con extraña armonía. Pero al mismo tiempo me preguntaba si Schloss no estaría intentando engatusarme. Es muy fácil lamentar las cosas después de ocurridas. No cuesta nada, y permite lavarse las manos y la memoria a la vez con mucha agua, hasta dejarlas limpias como una patena. De todas formas, lo que me había dicho Peiper sobre la confesión y la cloaca no era ninguna tontería. Todos debían de haber pasado por la iglesia, y Schloss no habría sido el último. Sin embargo, recordaba perfectamente la expresión y la actitud del fondista la tarde del Ereigniës: no me había dado la sensación de que se hubiera quedado atrás. No parecía desaprobar el crimen cometido bajo su techo, pese a lo que ahora decía. No era un hombre aterrado ni horrorizado por lo ocurrido.
No sabía a qué carta quedarme. Y sigo sin saberlo. Seguramente, ésa es la gran victoria del campo sobre los prisioneros: unos están muertos y los que como yo consiguieron sobrevivir siempre guardarán un poso de suciedad en lo más profundo de sí mismos. Nunca podrán volver a mirar a los demás sin preguntarse si en el fondo de las miradas que cruzan no brilla el deseo de acosar, de torturar, de matar. Nos hemos convertido en eternas presas, en seres que, hagan lo que hagan, siempre verán el día que comienza como una larga prueba que hay que superar y la noche que cae con una curiosa sensación de alivio. Llevamos en nuestro interior el fermento de la decepción y la intranquilidad. Creo que nos hemos convertido, para el resto de nuestra vida, en la memoria de la humanidad destruida. Somos heridas que nunca se cerrarán.
—Seguramente no sabes que tuvimos un hijo —prosiguió Schloss—. Supongo que, en su momento, Fédorine no te lo dijo en las cartas que te envió. Era la época en que estabas fuera, estudiando en la capital. Un hijo que no vivió más que cuatro días con sus noches. Un niño, que según la partera, la vieja Paula Beckenart, que en paz descanse, era un pequeño Schloss. Lo ayudó a salir del vientre de Gerthe un siete de abril. Fuera, los pájaros piaban y los brotes de los alerces eran tan gordos como ciruelas. Cuando me lo pusieron en los brazos, pensé que no sabría tenerlo. Me daba miedo apretarlo demasiado, ahogarlo con mis manazas, y también que se me cayera al suelo y se rompiera como el cristal. Gerthe se reía de mí, y el pequeño lloraba con todas sus fuerzas agitando los brazos y las piernas; pero, en cuanto encontraba el pecho de Gerthe, empezaba a sorber la leche y mamaba sin parar, como si quisiera vaciarla. Le había pedido a Hans Douda que le fabricase una cuna del tronco de un nogal, un hermoso nogal que se reservaba para hacerse un armario; pero le puse el dinero encima del banco y cerramos el trato. —Schloss tenía las uñas grandes y sucias. Mientras me hablaba de su hijo, intentaba limpiárselas, sin siquiera mirarlas, pero no conseguía quitarles la porquería incrustada en los bordes—. Ocupaba la cuna entera. Golpeaba el fondo con toda la fuerza de sus piececillos, haciendo un ruido curioso que recordaba los hachazos que se oyen a veces en lo profundo del bosque. Gerthe quería llamarlo Stephan, pero a mí me gustaba más Reichart. En realidad, nos había pillado desprevenidos: los dos estábamos seguros de que iba a ser niña. Y a esa niña que no llegó ya le habíamos puesto un nombre: Lisebeth; de Lise, mi madre, y Bethsie, la madre de Gerthe. Pero cuando apareció nuestro hombrecito y la partera lo alzó en vilo, no teníamos un nombre para él. Durante los cuatro días de su corta vida, Gerthe y yo no paramos de pelearnos entre risas. Yo decía «¡Reichart!» y ella replicaba «¡Stephan!». Se convirtió en un juego, un juego que siempre acababa en abrazos y caricias. Así que el niño murió sin nombre, y desde entonces no he dejado de reprochármelo, casi como si fuera eso lo que lo mató. —Se interrumpió y bajó la cabeza. Estaba completamente inmóvil. Parecía haber dejado de respirar. Yo tenía en la boca el regusto a canela y clavo, y seguía sintiendo la misma mordedura en el estómago—. A veces, por la noche, sueño con él. Tiende hacia mí sus manos, aquellas manitas tan pequeñas, y luego se va, se aleja, como arrastrado por una fuerza, y yo no puedo gritar ningún nombre, no hay ninguno que pueda pronunciar para intentar retenerlo. —Schloss había levantado la cabeza y pronunciado esas palabras posando sus abotagados ojos en los míos. Su mirada lo llenaba todo, rebosaba, casi me ahogaba. Seguramente esperaba que le hablara, que le dijera algo, pero ¿qué? Sólo sé que los fantasmas pueden tener una vida tenaz y que a veces están más presentes que los vivos—. Una mañana me desperté y no oí ningún ruido. Gerthe no estaba en la cama. La encontré agachada junto a la cuna. Inmóvil, miraba al niño. La llamé. No respondió. Ni siquiera volvió la cabeza. Me acerqué a ella canturreando los nombres, Stephan, Reichart… Entonces Gerthe se levantó de un salto y se abalanzó sobre mí como una fiera salvaje, intentando golpearme, agarrarme la boca, arañarme las mejillas… Miré la cuna y vi la cara del niño. Tenía los ojos cerrados y la tez del color de la pizarra.
No sé cuánto rato me quedé con Schloss. Tampoco recuerdo si siguió hablándome de su hijo o permaneció callado frente a mí. En la chimenea, el fuego moría. Schloss no lo reavivó. Las llamas se apagaron y apenas quedaron ascuas. La sala se enfrió. Al cabo de un rato, me levanté y Schloss me acompañó a la puerta. Mantuvo mi mano apretada en la suya unos instantes y luego me dio las gracias. Dos veces. Gracias, ¿por qué?
En el camino de vuelta a casa, me zumbaba la cabeza y tenía la sensación de que mis sienes chocaban una contra otra como dos platillos. Me había sorprendido pronunciando el nombre de Poupchette en voz alta varias veces: «Poupchette, Poupchette, Poupchette…». Eran como guijarros sonoros que arrojaba al aire para que me hicieran llegar a mi hogar lo antes posible. No podía dejar de pensar en el hijo que había perdido Schloss, en cuanto me había contado sobre él, en las pocas horas que había pasado en este mundo… Qué extraña es la vida del hombre… Una vez metido en ella, a menudo te preguntas qué haces aquí. Puede que sea precisamente por eso que algunos, un poco más listos que los demás, se limitan a entreabrir la puerta, justo para echar un vistazo y, al ver lo que hay dentro, les entran ganas de cerrarla. Puede que tengan razón.