19

Peiper me había escuchado llenándose el vaso con regularidad y yo me había explayado. Lo había dicho casi todo. No había mencionado las páginas que escribo aparte del informe. Pero había hablado de mis dudas, de mis miedos. De esa extraña sensación de haber caído en una trampa, sin saber exactamente quién me la había tendido, por qué y, sobre todo, cómo conseguiría salir de ella. Cuando callé, Peiper dejó pasar unos instantes. Hablar me había sentado bien.

—¿Con quién te has sincerado, Brodeck, con el hombre o con lo que queda del sacerdote? —Dudé, porque sencillamente no sabía qué responder. Al verme apurado, Peiper añadió—: Te lo pregunto porque, aunque soy consciente de que ya no crees en Dios, no es lo mismo, ¿sabes? Voy a ayudarte un poco haciéndote una confidencia: yo ya tampoco creo demasiado en Dios. Le he hablado durante mucho tiempo, años y años. Me parecía que me escuchaba, incluso que me respondía, mediante signos, ideas que se me ocurrían, cosas que hacía, inspirado por él. Luego, todo eso acabó. Ahora sé que no existe, o que se ha ido para siempre, lo que viene a ser lo mismo: estamos solos. Eso es todo. No obstante, sigo con la función, está claro que mal, pero todavía tiene público. Eso no perjudica a nadie, y aquí viven unas cuantas almas viejas que estarían aún más solas y más abandonadas si cerrara el teatro. Cada representación les da un poco de fuerza, la suficiente para continuar, ¿comprendes? Sin embargo, hay un principio del que no he renegado, y es el del secreto, el secreto de confesión. Es mi cruz, y la llevo. La llevaré hasta el final. —De pronto me cogió la mano y la apretó con fuerza—. Lo sé todo, Brodeck. Todo. Y ni puedes imaginarte lo que ese «todo» significa. —Al ver el vaso vacío, se levantó temblando y lanzando miradas ansiosas a las botellas que atestaban la cocina. Movió cinco o seis, hasta dar con una en que quedaba un poco de vino. La estrechó contra el pecho como quien abraza a un ser querido en la alegría del reencuentro, volvió a sentarse y se sirvió—. Los hombres son extraños. Cometen las peores acciones sin formularse demasiadas preguntas, pero luego no pueden vivir con el recuerdo de lo hecho. Necesitan desahogarse. Así que vienen a verme, porque saben que soy el único que puede aliviarlos, y me lo cuentan todo. Soy su cloaca, Brodeck. No soy el sacerdote, soy el hombre-cloaca. El individuo en cuyo cerebro pueden verter todas las inmundicias, todo el pus, para aliviarse, para aligerarse. Y a continuación se marchan tan campantes. Como nuevos. Bien limpios. Listos para volver a empezar. Sabiendo que la cloaca se ha cerrado sobre lo que le han confiado. Que no se lo contará a nadie, jamás. Entonces pueden dormir tranquilos. Mientras tanto, Brodeck, yo reboso, me desbordo, no puedo más, pero aguanto, trato de aguantar. Moriré con ese poso de horror en mi interior. ¿Ves este vino? Pues es mi único amigo. Me atonta y me ayuda a olvidar por unos instantes esa inmunda masa con que cargo, el pútrido cargamento que me han confiado entre todos. No te lo explico para que me compadezcas, sino para que lo comprendas. Tú te sientes solo en la tarea de contar lo peor; yo, en la de absolverlo. —Se interrumpió y, a la múltiple y vacilante luz de las velas, pude ver con claridad que sus ojos se humedecían—. No siempre he bebido, Brodeck, y tú lo sabes. Antes de la guerra sólo probaba el agua, y sabía que Dios estaba a mi lado. La guerra… Puede que los pueblos necesiten esas pesadillas. Destrozan lo que han tardado siglos en construir. Destruyen lo que ayer alababan. Autorizan lo que antes prohibían. Amparan lo que hasta entonces condenaban. La guerra es una mano inmensa que barre el mundo. Es la coyuntura en que el mediocre triunfa y el criminal recibe la aureola de santo, ante quien todos se arrodillan, a quien todos aclaman, a quien todos adulan. ¿Tan insoportablemente monótona es la vida para los hombres, que desean la matanza y la destrucción de ese modo? Yo los he visto correr hasta el abismo, caminar por el borde y mirar fascinados el horror del vacío, en el que se agitaban las pasiones más viles. ¡Destruir! ¡Manchar! ¡Violar! ¡Degollar! Si los hubieras visto… —El cura me cogió la muñeca con viveza y la apretó—. ¿Por qué crees que soportan mis incoherentes sermones y mis misas, trufadas de imprecaciones y delirios de borracho? ¿Por qué vienen todos? ¿Por qué nadie ha pedido mi destitución al obispo? Sencillamente, porque me temen, Brodeck, porque me temen y temen lo que sé sobre ellos. El miedo gobierna el mundo. Tiene a los hombres cogidos por los cojones. De vez en cuando, se los aprieta un poco, para recordarles que puede acabar con ellos cuando quiera. Contemplo sus rostros en mi iglesia, desde el púlpito. Los veo bajo su falsa placidez. Huelo su acre sudor. Lo huelo. Lo que les resbala por la raja del culo no es agua bendita, créeme. Deben odiarme por habérmelo confesado todo… ¿Te acuerdas de cuando eras monaguillo?

Yo era un niño muy pequeño y el padre Peiper me inspiraba mucho respeto. Tenía una voz profunda y aterciopelada, una voz que el vino aún no había enronquecido. Nunca reía. Yo llevaba un alba blanca y un cuello bermellón. Aspiraba el incienso, convencido de que de ese modo Dios penetraría en mí con mayor facilidad. La mía era una felicidad beatífica, sin tacha. No había razas. No había diferencias entre los hombres. Había olvidado quién era, de dónde venía. Nunca me había parado a pensar en el pequeño trozo de piel que faltaba en mis ingles, y nunca me lo habían reprochado. Todos éramos el pueblo de Dios. En nuestra pequeña iglesia, yo estaba junto al padre Peiper, al lado del altar. Él pasaba las páginas del Gran Libro. Alzaba la hostia y el cáliz. Yo agitaba la campanilla. Le presentaba el agua y el vino, y el paño blanco para que se secara los labios. Sabía que había un Cielo para los justos y un Infierno para los culpables. Todo me parecía sencillo.

—Una vez vino a verme… —Peiper tenía la cabeza baja y su voz se había apagado. Pensé que volvía a referirse a Dios—. Vino, pero creo que no supe escucharlo. Era tan… distinto. No supe… no supe escucharlo. —De pronto comprendí que se refería al Anderer—. Esto no podía acabar de otro modo, Brodeck. Ese hombre era como un espejo. Sí, no necesitaba abrir la boca. Devolvía su imagen a cada uno. O tal vez fuera el último enviado de Dios, antes de que echara el cierre y tirara la llave. Yo soy la cloaca, pero él era el espejo. Y los espejos, Brodeck, acaban rompiéndose.

Como para demostrarlo, cogió la botella y la estrelló contra la pared. Luego tomó otra, y otra… Y mientras se rompían y el suelo de la cocina se llenaba de añicos, reía, reía como loco, gritando:

Ziebe Jarh vo Missgesck! Ziebe Jarh vo Missgesck! Ziebe Jarh vo Missgesck! ¡Siete años de mala suerte!…

De pronto, paró, se derrumbó sobre la mesa y, con la cara entre las manos, sollozó como un niño.

Me quedé a su lado sin atreverme a moverme ni hablar. Se sorbió la nariz dos veces, ruidosamente; luego, el silencio nos envolvió. Siguió así, con el torso sobre la mesa y la cabeza escondida entre los brazos, largo rato. Una tras otra, las velas acabaron de consumirse, y poco a poco la cocina se sumió en la penumbra. Del cuerpo de Peiper empezaron a brotar pacíficos ronquidos. La campana de la iglesia dio las diez. Salí de la cocina y cerré la puerta con suavidad.

Fuera me sorprendió la claridad. Había dejado de nevar y el cielo estaba despejado. Las últimas nubes seguían intentando agarrarse a los Schnikelkopf, pero el viento, que ahora soplaba del este, acababa de hacer limpieza desgarrándolas en delgados jirones. Las estrellas habían esparcido sus adornos de plata. Cuando alcé la cabeza para mirarlas, tuve la sensación de sumergirme en un mar a la vez oscuro y deslumbrante cuyo fondo, negro como la tinta, estaba sembrado de innumerables e inmaculadas perlas. Parecían muy cercanas. Hasta esbocé el estúpido ademán de extender la mano, como si mis dedos hubieran podido coger un puñado, para metérmelas bajo la chaqueta y regalárselas a Poupchette.

El humo ascendía de las chimeneas en vertical. El aire se había vuelto muy seco, y la helada caía sobre la nieve amontonada delante de las casas y formaba una dura y reluciente costra sobre su superficie. En el bolsillo notaba las hojas que había leído hacía unas horas. Unas pocas hojas, finas y livianas, que sin embargo pesaban terriblemente y me quemaban la piel. Iba pensando en lo que me había dicho Peiper sobre el Anderer, intentando en vano descubrir si eran desvaríos de borracho o las palabras de un hombre acostumbrado a manejar parábolas. Y, sobre todo, me preguntaba por qué habría acudido a verlo el Anderer, cuando todos nos percatamos enseguida de que rehuía la iglesia y nunca iba a misa. ¿Qué le habría contado?

Al acercarme a la fonda Schloss, vi que la sala grande todavía seguía iluminada y de pronto, sin saber por qué, me dieron ganas de entrar.

De pie tras la barra, Dieter Schloss charlaba con Caspar Hausorn. Estaban tan inclinados el uno hacia el otro que parecían a punto de besarse. Lancé al aire un saludo que los dejó petrificados, y fui a sentarme a la mesa del rincón, junto a la chimenea.

—¿Te queda vino caliente?

Schloss asintió. Hausorn se volvió hacia mí e hizo un débil movimiento con la cabeza que podía interpretarse como un «buenas noches». Luego se inclinó de nuevo hacia el oído de Schloss y, tras susurrarle algo con lo que el fondista parecía estar de acuerdo, cogió su gorra, apuró la cerveza de un trago y salió sin volver a mirarme.

Era la segunda vez que iba a la fonda después del Ereigniës. Y como en la anterior, me costaba creer que la escena de la ejecución se hubiera desarrollado en un sitio tan normal. El bar de Schloss se parecía al de cualquier otro pueblo: unas mesas, sillas, bancos, estantes atestados de botellas, espejos enmarcados tan llenos de mugre que no reflejaban nada desde hacía mucho, el mueble donde se guardaban los juegos de ajedrez y damas, el suelo cubierto de serrín… Las habitaciones estaban arriba. Cuatro, exactamente. Tres no se habían utilizado en mucho tiempo. La cuarta, la más grande y también la mejor, había alojado al Anderer.

Al día siguiente del Ereigniës, tras visitar a Orschwir, había pasado casi una hora en casa de la tía Pitz, recuperando la calma, tranquilizando mi mente y mi corazón, mientras frente a mí la anciana pasaba las hojas del herbario y me refería las flores que dormían en su interior. Luego, cuando poco a poco mis pensamientos fueron aclarándose, me despedí de ella dándole las gracias y fui directamente a la fonda. Pero encontré la puerta y los postigos cerrados. Era la primera vez que la veía así. Aporreé con insistencia y esperé. Nada. Volví a llamar, aún con más fuerza, y esta vez se abrió una ventana y apareció Schloss, escamado e inquieto.

—¿Qué quieres, Brodeck?

—Hablar contigo. Ábreme.

—Puede que no sea el mejor momento.

—Ábreme, Schloss. Ya sabes que tengo que redactar el informe.

Pronuncié «informe» sin darme cuenta. Era la primera vez que empleaba la palabra, y me produjo un efecto extraño, pero el que obró sobre Schloss fue inmediato. Volvió a cerrar la ventana y lo oí bajar a toda prisa. Segundos después, descorría los cerrojos y me abría la gruesa puerta.

—¡Entra, deprisa!

Volvió a cerrar a mis espaldas con tal rapidez que no pude evitar preguntarle si temía que se colara algún fantasma.

—No bromees con esas cosas, Brodeck… —murmuró, y se santiguó dos veces—. ¿Qué quieres?

—Que me enseñes la habitación.

—¿Qué habitación?

—No te hagas el tonto. La habitación. Schloss se quedó pensando, indeciso.

—¿Para qué quieres verla?

—Necesito verla ahora. Quiero ser preciso. No me gustaría dejarme nada. Tengo que contarlo todo.

Schloss se pasó la mano por la frente, que le brillaba como si acabara de frotársela con manteca.

—No hay mucho que ver, pero si te empeñas… Sígueme.

Subimos. Schloss y su corpachón ocupaban toda la escalera y los peldaños crujían a su paso. El hombre resoplaba ruidosamente. Al llegar al rellano, sacó una llave de un bolsillo del delantal y me la tendió.

—Adelante, Brodeck.

Lo intenté tres veces antes de conseguir introducir la llave en la cerradura. No podía dominar el temblor de las manos. Schloss había retrocedido un poco y trataba de recuperar el aliento. Por fin, se oyó un débil clic. Empujé la hoja. Mi corazón parecía un pajarillo asustado. Me daba miedo volver a ver aquella habitación, tanto miedo como si esperara toparme con el muerto; pero lo que vi me dejó tan sorprendido que mi angustia se desvaneció al instante.

La habitación estaba totalmente vacía. Ya no había ni ropa ni maletas ni objetos ni muebles, a excepción del gran armario fijado a la pared. Abrí los dos batientes. También vacío. No quedaba nada. Era como si el Anderer nunca hubiera estado allí. Como si jamás hubiera existido.

—¿Adónde han ido a parar sus maletas?

—¿A qué te refieres, Brodeck?

—No te burles de mí, Schloss.

La habitación olía a madera húmeda y jabón. Habían baldeado y fregado el suelo. En el sitio que había ocupado la cama, se veía una gran mancha más oscura sobre el suelo de alerce.

—¿Has limpiado tú?

—Alguien tenía que hacerlo…

—Y esa mancha, ¿de qué es?

—¿Tú qué crees, Brodeck? —Me volví hacia él—. ¿Tú qué crees? —repitió con expresión de hastío.