18

Las caras. Sus caras. ¿Era otro de aquellos embrollados sueños que me arrojaban a un mundo sin puntos de referencia, parecido a los que me asaltaban durante las noches en el campo? ¿Dónde estoy? ¿Acabará todo esto algún día? ¿Es esto el Infierno? En tal caso, ¿qué pecado he cometido? Emélia, dímelo… Te dejé sola. Sí, te dejé sola. No estaba. Perdóname, ángel mío, te lo suplico. Sabes que me llevaron y no pude hacer nada. Dime las cosas. Dime quién soy. Dime que me quieres. Deja de tararear, por favor, deja de canturrear esa canción que me rompe el corazón y la mente. Abre los labios y permite que salgan las palabras. Ahora puedo soportarlo todo. Puedo oírlo todo. Estoy tan cansado… Soy tan poca cosa… Sin ti, mi vida no tiene ningún brillo. No soy más que polvo. Soy tan nulo…

Esta noche he bebido un poco más de la cuenta. Fuera reina la oscuridad. Ya no me asusta nada. Hay que escribirlo todo. Pueden venir. Los espero. Sí, los espero.

En el salón del concejo, leí el puñado de hojas, a lo sumo diez, en que había recogido los testimonios y reconstruido los hechos. Mantenía la vista sobre las líneas, sin alzarla en ningún momento hacia quienes estaban frente a mí y me escuchaban. No paraba de resbalar en la silla, cuyo asiento se inclinaba hacia delante. En cuanto al escritorio, era tan pequeño que me había costado meter las piernas debajo. Estaba en una postura forzada, pero eso era lo que querían: que me encontrara incómodo en aquella inmensa sala, en aquel ambiente más propio de un juicio.

Leí con tono inexpresivo, ausente. Aún no me había recuperado de la sorpresa, de la amarga decepción de ver allí a mi viejo maestro. Mis ojos leían, pero mi mente estaba lejos. Me venían a la memoria muchos recuerdos ligados a él, recuerdos muy antiguos: el día que había cruzado la puerta de la escuela por primera vez y había reparado en que sus ojos, unos ojos grandes de un azul de glaciar, un azul de grieta profunda, se posaban en mí; también recordaba los momentos —¡cuánto me gustaban!— en que me hacía quedarme después de clase y me ayudaba a avanzar, a ponerme al día, permaneciendo a mi lado con paciencia y bondad. En esas ocasiones su voz se hacía menos grave. Estábamos solos. Me hablaba con suavidad, me corregía sin enfadarse, me animaba… Recuerdo que en las noches de mi infancia, cuando trataba de recordar el rostro paterno, a menudo me sorprendía haciéndolo aparecer con los rasgos de mi maestro, y recuerdo también que esa idea me resultaba agradable y reconfortante.

Hace un rato, cuando he vuelto a casa, he descolgado las ristras de trompetas de los muertos que me dio el otro día, cuando fui a verlo por lo de los zorros, y las he arrojado al fuego.

—¿Te has vuelto loco? Pero ¿se puede saber qué te han hecho? —me ha preguntado Fédorine, que ha abierto un ojo y me ha visto.

—Ellas nada. Pero las manos que las han trenzado no están limpias.

Sobre las rodillas, tenía una madeja de gruesa lana y las agujas de tejer.

—Hablas en tibershoï, Brodeck.

El tibershoï es la lengua mágica del país de Tibipoï, donde transcurren tantas de las historias que cuenta Fédorine, una lengua propia de los duendes, los elfos y los gnomos, que los humanos no pueden entender.

No le he respondido. He cogido la botella de aguardiente y un vaso y me he ido al cobertizo. He tardado largo rato en retirar toda la nieve que se había acumulado en la puerta. Y seguía cayendo. Llenaba la oscuridad. Ya no soplaba el viento y los copos, abandonados a su capricho, descendían en imprevisibles y graciosas espirales.

En el salón del concejo, cuando acabé de leer lo que había escrito, se había producido un gran silencio. No se sabía quién iba a hablar primero. Por primera vez, levanté los ojos hacia ellos. El señor Knopf daba caladas a su pipa como si el destino del mundo dependiera de ello. Apenas le sacaba humo, lo que parecía contrariarlo. Daba la impresión de que Göbbler se hubiera dormido y Orschwir apuntaba algo en un trozo de papel. Sólo Limmat me miraba, sonriendo. El alcalde levantó la cabeza.

— Bien. Muy bien, Brodeck. Es muy interesante. Y está bien escrito. Sigue así.

Se volvió hacia los unos y los otros en busca de asentimiento o para autorizarlos a hacer algún comentario. El primero en lanzarse fue Göbbler.

—Esperaba más, Brodeck. Te oigo teclear tanto… El informe dista de estar acabado; sin embargo, por lo visto escribes mucho…

Procuré ocultar mi cólera. Procuré responder con calma, sin sorprenderme de nada, sin cuestionar el comentario ni a quien me lo hacía. Me habría gustado contestarle que haría mejor preocupándose de la hoguera que arde entre los rollizos muslos de su mujer y dejándome escribir tranquilo. Pero contesté que no estaba acostumbrado a escribir ese tipo de informes, que me costaba dar con el tono y las palabras, que era muy difícil hilvanar los testimonios, pintar un retrato fiel, atrapar la verdad de lo ocurrido en los últimos meses. Sí, trabajaba sin descanso ante la máquina, pero dudaba, corregía, tachaba, rompía y recomenzaba, lo que explicaba que no avanzara demasiado aprisa.

—No, si yo no quería molestarte, Brodeck; sólo era un comentario. Disculpa —murmuró Göbbler con fingido apuro.

Orschwir se mostró satisfecho con mis explicaciones y se volvió de nuevo hacia quienes lo acompañaban. Siegfried Knopf parecía encantado con su pipa, que tiraba de nuevo; la miraba con ojos benévolos y acariciaba la cazoleta con ambas manos, sin prestar la menor atención a quienes lo rodeaban.

—¿Alguna pregunta, señor Limmat? —dijo respetuosamente el alcalde volviéndose hacia el viejo maestro.

Noté que el sudor me perlaba la frente, como cuando me preguntaba en clase delante de mis compañeros. Limmat sonrió, dejó pasar unos instantes y se frotó las largas manos.

—No, ninguna, señor alcalde; más bien un comentario, un simple comentario… Conozco bien a Brodeck. Lo conozco muy bien. Desde hace muchos años. Sé qué cumplirá a conciencia la tarea que le hemos encomendado, pero… ¿Cómo lo diría? Es un soñador, y no lo digo en el mal sentido, porque creo que es una gran cualidad; pero, en este caso, debería evitar mezclarlo todo, confundir los sueños con la realidad, lo que existe con lo que no ha ocurrido… Le recomiendo que esté atento, que siga por el camino iniciado, que no deje que su imaginación se adueñe de sus pensamientos y frases.

Durante las horas que siguieron, no paré de dar vueltas a las palabras de Limmat. ¿Cómo debía interpretarlas? No lo sé.

—No te entretenemos más, Brodeck. Supongo que estarás deseando volver a casa…

Orschwir se levantó, y me apresuré a imitarlo. Me despedí de todos con un leve movimiento de la cabeza y me dirigí a la puerta rápidamente. Fue el momento que eligió el señor Knopf para salir de su letargo. Su voz de cabra vieja me detuvo en seco:

—Llevas un gorro muy bonito, Brodeck. Y debe de abrigar. No había visto ninguno parecido… ¿De dónde lo has sacado? —Me volví. El notario venía hacia mí dando saltitos sobre las torcidas piernas. No le quitaba ojo al gorro del Anderer, que acababa de ponerme. Ahora estaba junto a mí y extendía los ganchudos dedos hacia mi cabeza. Los sentí deslizándose por la piel—. Muy original. Y qué buen trabajo… ¡Excelente! Qué bien se debe de estar ahí abajo, sobre todo ahora, que se avecina mal tiempo… Te envidio, Brodeck.

Knopf acariciaba el gorro temblando. Olía su aliento a tabaco y veía la delirante luz que danzaba en sus ojos. De pronto, me pregunté si se habría vuelto loco. Göbbler acababa de unirse a nosotros.

—El señor notario te ha preguntado quién te ha hecho la gorra y aún no has respondido, Brodeck.

Dudé. Dudé entre el silencio y unas palabras, unas palabras que le habría lanzado como afilados cuchillos. Göbbler aguardaba. Limmat se había acercado y estaba subiéndose las solapas de la chaqueta de terciopelo alrededor del delgado cuello.

—No me creerás, Göbbler —dije al fin adoptando un tono confidencial—, pero es la pura verdad; aunque, por favor, no se lo cuentes a nadie, es un secreto. Bueno, pues ahí donde la ves, esta gorra me la ha cosido la Virgen y me la ha traído el Espíritu Santo.

Limmat soltó una carcajada. Knopf también rió. El único que frunció el ceño fue Göbbler. Sus ojos casi muertos buscaron los míos, como para fulminarlos. Los dejé allí y me fui.

Fuera seguía nevando, y el camino que había despejado el Zungfrost hacía apenas una hora había desaparecido. En las calles del pueblo no se veía un alma. Los faroles agitaban sus halos en las fachadas. El viento, aunque suave, volvía a soplar y movía los copos en todas direcciones. De pronto noté una presencia a mi lado. Era Ohnmeist, intentando restregar el frío hocico contra mis pantalones. Me sorprendió tanta desenvoltura. Incluso me pregunté si no me habría confundido con otro, si no me tomaría por el Anderer, el único a quien había concedido su confianza.

El perro y yo seguimos andando uno junto al otro, envueltos en el olor a nieve y humo de madera de pino, que bajaba a rachas de las chimeneas. Ya no recuerdo con exactitud en qué pensaba durante ese extraño paseo. Pero sé que de pronto estaba muy lejos de aquellas calles, muy lejos del pueblo, muy lejos de aquellas caras conocidas y brutales. Caminaba al lado de Emélia. Íbamos cogidos del brazo. Ella llevaba un abrigo de paño azul ribeteado de piel de conejo gris en el cuello y los puños, y el pelo, su hermoso pelo, recogido dentro de un sombrerito rojo. Hacía mucho frío. Teníamos mucho frío. Era la segunda tarde que pasábamos juntos. Devoraba con la mirada aquella cara, cada uno de sus gestos, las pequeñas manos, las risas y los ojos.

—Así que es usted estudiante…

Tenía un acento delicioso que se deslizaba sobre las palabras y les daba a todas, bonitas o feas, un dulce relieve. Era la tercera vez que dábamos la vuelta al lago, por el paseo Elsi. No estábamos solos. Había otras parejas parecidas a nosotros, que se observaban mucho y hablaban poco, se reían por nada y volvían a quedarse calladas. Le había pedido unas monedas a Ulli Rätte. Le compré una crepe muy caliente al vendedor que tenía el tenderete junto a la pista de patinaje. El hombre añadió una gran cucharada de miel diciendo:

—¡Para los enamorados!

Nosotros sonreímos, pero no nos atrevimos a mirarnos. Le tendí la crepe a Emélia. La cogió como si fuera un tesoro, la partió en dos y me dio la mitad. Caía la noche y, con ella, la helada, que volvía aún más sonrosadas las mejillas de Emélia y hacía brillar todavía más sus ojos color avellana. Nos comimos la crepe. Mirándonos. Era como si empezáramos a vivir.

Ohnmeist soltó un largo gemido que me devolvió a la realidad. Se frotó la cabeza contra mí por última vez y se alejó con pequeños pasos, agitando la cola a diestro y siniestro, como si se despidiera. Lo seguí con la mirada hasta que se metió detrás de la leñera que hay junto a la herrería de Gott. Sin duda, la había elegido como refugio para pasar el invierno.

No me había fijado en el camino que habíamos recorrido juntos. Habíamos llegado al final del pueblo, muy cerca de la iglesia y el cementerio. Seguía nevando con la misma intensidad. El bosque empezaba a menos de treinta metros y, sin embargo, no distinguía el lindero. La iglesia me hizo pensar en el padre Peiper, y, al ver luz en la cocina, decidí llamar a su puerta.