—La cerveza no mancha, y el aguardiente tampoco. Pero el vino…
El padre Peiper no paraba de gruñir. Estaba en calzoncillos y camiseta junto al fregadero de piedra, frotando la blanca casulla con un cepillo de grama y una pastilla de jabón.
—¡Y encima, justo sobre la cruz! Si no consigo quitarla, los gazmoños y las beatas dirán que es un símbolo… ¡Los símbolos son cosa de la Iglesia, estamos de símbolos hasta las cejas, no necesitamos más!
Yo lo miraba sin decir nada. Estaba sentado en un rincón, en una silla coja con la anea desgastada. En la cocina hacía un calor sofocante y olía a cacharros sucios, grasa coagulada y vinazo derramado. Centenares de botellas vacías se amontonaban por todas partes, y en decenas de golletes el cura había colocado velas, que estiraban sus frágiles llamas hacia el techo.
Peiper dejó de restregar la vestidura, la lanzó con rabia al fregadero y se volvió.
—Brodeck… —murmuró mirándome sorprendido, como si se hubiera olvidado de mí y acabara de descubrirme—. ¿Un vino? —Negué con la cabeza—. Aún no lo necesitas… Tienes suerte. —Para encontrar una botella en que quedara vino, hubo de remover otras muchas, que produjeron un estrepitoso tintineo. Cuando al fin dio con una, la agarró del gollete como si le fuera la vida en ello y se sirvió. Luego cogió el vaso con ambas manos, lo levantó a la altura de su cara y, con voz grave teñida de ironía, entonó—: Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi sangre…
Y tras echárselo al coleto, hizo resonar el culo del vaso contra la mesa y soltó una carcajada.
Había pasado a verlo después de ir al ayuntamiento para leer el informe, como me había pedido Orschwir.
Ese día, la noche había caído de golpe sobre el pueblo, como un hacha sobre un tajo. Durante la mañana se habían acumulado en el valle grandes nubes procedentes del oeste que, encajonadas, atrapadas en la trampa de las montañas, habían empezado a girar sobre sí mismas enloquecidamente, hasta que hacia las tres un fuerte viento frío llegado del norte las había partido en dos. Su vientre, abierto de par en par, había dejado escapar una densa nieve de testarudos y gruesos copos, pegados unos a otros como los aguerridos soldados de un ejército infinito. Cuajaban en todas partes: tejados, muros, calles, árboles… Era el 3 de diciembre. Las nevadas precedentes sólo habían sido un preludio. Todos lo sabíamos. Pero aquélla, la que caía ese día, iba en serio. Era la primera gran nevada. Habría más, y tendríamos que vivir con ellas hasta la primavera.
El Zungfrost —el Lengua Helada— había encendido sendos faroles a ambos lados de la puerta del ayuntamiento y despejaba el camino con una gran pala, amontonando la nieve a derecha e izquierda. Con la ropa cubierta de copos semejantes a plumas, parecía una gallina gigante.
—¡Hola, Zungfrost!
—¡Ho… ho… hola, Bro… Brodeck! ¿Has vis… visto la… la que es… está… ca… ca… cayendo? —Vengo a ver al alcalde.
—Ya lo… ya lo sé. Te es… te espe… te espera arri… arriba.
El Zungfrost es unos años más joven que yo. Siempre sonríe, pero no es un retrasado. Además, puede que su sonrisa sólo sea una mueca. Un día, hace mucho tiempo, la cara se le había quedado congelada; la cara, la sonrisa, la lengua, todo. Tenía siete u ocho años. Fue en mitad de otro largo invierno. Los niños del pueblo, mayores y pequeños, nos habíamos juntado en una curva del Staubi, ese año helado por completo. Nos deslizábamos por el hielo. Nos empujábamos. Reíamos. Al rato, alguien, nunca supimos quién, cogió la merienda del Zungfrost —una tajada de tocino y un mendrugo— y la lanzó a lo lejos, sobre el hielo. El Zungfrost miró su merienda, que se deslizaba y se deslizaba, hasta detenerse a uno o dos metros de la otra orilla, y empezaron a resbalarle gruesos y silenciosos lagrimones por las mejillas, tan redondos como bayas de muérdago. Los demás nos echamos a reír.
—¡Deja de llorar y ve a buscarlo de una vez! —le gritó de pronto un chico.
Hubo un silencio. Todos sabíamos que en aquel sitio la capa de hielo debía de ser muy fina, pero nadie dijo nada. Esperamos. El Zungfrost vaciló; luego, quizá por amor propio, para demostrar que no era un cobarde, o quizá simplemente porque tenía hambre, empezó a gatear por el hielo muy despacio. Los demás contuvimos la respiración. Nos sentamos en la orilla unos junto a otros y lo observamos. Avanzaba como un pequeño animal, con enorme cautela, y era evidente que procuraba hacerse tan liviano como podía, aunque tampoco debía de pesar mucho. A medida que se acercaba a su merienda, nuestro pequeño grupo fue saliendo de su estupor, y todos empezamos a animarlo a coro, a un ritmo cada vez más rápido. En el instante en que extendía la mano hacia el pan y el tocino, el hielo se partió y desapareció bajo su cuerpo como un mantel retirado de una mesa de un tirón, mientras el Zungfrost se hundía en el río sin un grito.
Fue el tío Hobel, un guarda forestal, que pasaba cerca de allí, quien, alertado por nuestros gritos, lo sacó minutos después con la ayuda de una larga pértiga. La cara del Zungfrost se veía blanca como el papel. Hasta los labios se le habían vuelto blancos. Tenía los ojos cerrados y sonreía. Todos creímos que estaba muerto. Horas más tarde, tras restregarle el cuerpo con alcohol y taparlo con mantas, despertó. La vida afluyó por sus venas y la sangre por sus mejillas. Enseguida había pedido su merienda, pero lo había hecho trabándose en las sílabas, como si la boca se le hubiera congelado en la fría corriente y tuviera la lengua medio muerta, atrapada bajo un caparazón de hielo. Desde entonces, todos lo llamábamos por su apodo, el Zungfrost.
En el primer piso, oí voces procedentes de la sala del concejo. El corazón empezó a latirme un poco más deprisa. Respiré hondo, me descubrí y llamé a la puerta antes de entrar.
La sala es enorme. Incluso diría que demasiado grande para lo poco que hay que hacer en ella. Es de otra época, de un tiempo en que la prosperidad de un municipio se medía por el tamaño de sus edificios públicos. El techo se pierde en las alturas. De las paredes, simplemente encaladas, cuelgan mapas antiguos, pergaminos enmarcados donde letras floridas e inclinadas fijan derechos, servidumbres y arriendos que se remontan a la época en que la población dependía de los señores de Molensheim, antes de que el emperador la eximiera de toda dependencia en una cédula de 1756. Todos los documentos ostentan sellos de cera, que cuelgan de acartonadas cintas.
Habitualmente, frente a la gran mesa tras la que se sienta el alcalde en medio de los concejales hay varias filas de bancos, reservados a los vecinos que quieran asistir a las sesiones. Ese día, la mesa se hallaba en su sitio, pero los bancos se amontonaban en un rincón de la sala, apilados unos sobre otros en un caos indescriptible. Y frente a la mesa sólo había una silla y un minúsculo escritorio.
—Acércate, Brodeck. No vamos a comerte…
Detrás de la gran mesa estaba Orschwir, que era quien acababa de hablar. Sus palabras provocaron las risas de los demás, risas ahogadas, seguras, que traslucían complicidad. ¿He dicho los demás? Sólo eran dos. A la izquierda del alcalde estaba el señor Knopf, que me miraba por encima de los sucios quevedos mientras atacaba la pipa. Y a la derecha, con una silla vacía en medio, Göbbler, que tenía la cabeza adelantada hacia mí y ligeramente vuelta, como si ahora intentara ver las cosas y a la gente con las orejas en vez de con los ojos, que cada día lo traicionaban más. Göbbler… El corazón me dio un vuelco cuando lo vi allí.
—¿Qué, vas a sentarte? —dijo Orschwir en un tono que pretendía ser afable—. Estás entre amigos, Brodeck. Siéntete como en casa. No tienes nada que temer.
Estuve a punto de preguntarle el motivo de la presencia de mi vecino, e incluso de Knopf, que pese a ser un notable no formaba parte del concejo. ¿Por qué ellos y no otros? ¿Por qué justo ellos? ¿En calidad de qué? ¿A título de qué? ¿Con qué derecho estaban tras aquella mesa?
Todas esas preguntas me bullían en la cabeza, cuando oí abrirse la puerta tras de mí. Una gran sonrisa iluminó el rostro de Orschwir.
—Acérquese, por favor —pidió respetuosamente al recién llegado, al que yo aún no veía—. No se ha perdido nada; ahora mismo íbamos a empezar.
En la sala, resonaron unos pasos lentos, acompañados por los golpes de un bastón. El recién llegado avanzaba hacia mí, que le daba la espalda. Estaba acercándose. Yo no quería volverme. Se detuvo a unos metros de mí y, de pronto, oí su voz, que dijo «Buenas tardes, Brodeck», su voz, que me saludó como había hecho cientos y cientos de veces en el pasado. Mi corazón dejó de latir, cerré los ojos y sentí que las manos se me humedecían y un sabor amargo colmaba mi boca hasta inundarla, como si quisiera ahogarme. Los pasos se reanudaron y, con ellos, su sonido, de una elegante lentitud. Poco después se oyó el chirrido de una silla, y luego nada. Abrí los ojos. Ernst-Peter Limmat, mi viejo maestro, acababa de sentarse a la derecha de Orschwir y me miraba con sus grandes ojos azules.
—¿Se te ha comido la lengua el gato, Brodeck? ¡Vamos! Ya estamos todos. Puedes empezar a leer lo que has escrito.
Orschwir pronunció esas palabras frotándose las manos, como se las frotaba cuando acababa de hacer un buen negocio.
No era la lengua lo que se me habían comido. Lo que había perdido de repente no era eso, sino quizá un pedazo, uno más, de fe y esperanza.
Mi viejo y querido maestro… ¿Qué hacía usted allí, detrás de aquella mesa, tan parecida a la de un tribunal? Entonces, ¿usted también lo sabía?