16

Estoy en la cocina. Acabo de ponerme la gorra de piel de marta. También llevo las zapatillas y las manoplas.

Un extraño calor se apodera de mí y me produce un sopor agradable, parecido al que nos invade cuando, un atardecer de finales de otoño, tomamos un par de copas de vino caliente tras una larga caminata. Me siento a gusto y pienso. En el Anderer, por supuesto. No pretendo decir que haberme puesto estas prendas que eran para él, que él mismo había encargado —y por cierto, ¿cómo conoció a Stern, que, como ya he dicho, apenas viene al pueblo, y cómo supo que cosía pieles?—, me permita penetrar en los pensamientos y en el pequeño universo de su mente. Sin embargo, tengo la sensación de acercarme a él, de volver a estar junto al Anderer y de que, con un gesto o una mirada, quizá va a decirme algo más sobre sí mismo.

Debo confesar que me siento perdido. Me han encomendado una misión que supera en mucho la fuerza de mis hombros y la de mi inteligencia. No soy abogado. No soy policía. No soy escritor. Este relato, llegue o no a leerse, lo demuestra de sobra: avanzo, retrocedo, me salto el hilo temporal como quien salta una cerca, me voy por las ramas y, sin quererlo, quizá no explico lo esencial.

Cuando releo las páginas precedentes, me doy cuenta de que me muevo entre las palabras como un animal acosado que huye a toda velocidad, zigzaguea y trata de despistar a los perros y cazadores que van en su persecución. En este batiburrillo hay de todo. Me vacío en él. Escribir me calma el corazón y el estómago.

El informe que me han encargado los otros es diferente. No uso ningún tono. Transcribo las conversaciones casi al pie de la letra. Me contengo. Además, hace unos días Orschwir me advirtió que, el próximo viernes a última hora, tenía que presentarme en el ayuntamiento.

—Ven a vernos el viernes, Brodeck. Nos leerás…

Vino a casa personalmente para decírmelo. Dejó caer su corpachón en la silla que le acercó Fédorine, a la que ni saludó ni dio las gracias, se quitó la gorra de piel de nutria y rechazó el vaso de vino que le ofrecí.

—Gracias, no tengo tiempo. Hay mucha faena. Treinta cerdos para matar esta mañana. Y si no estoy yo, son capaces de desgraciármelos…

Oímos pasos sobre nuestras cabezas. Era Poupchette, que trotaba allá arriba como una musaraña. Luego hubo otros pasos, más lentos, y también más pesados, y una voz lejana, la de Emélia canturreando. Orschwir alzó la cabeza un instante y luego me miró como si fuera a decir algo, pero cambió de opinión. Sacó la petaca y lió un cigarrillo. Un enorme silencio, duro como una piedra, se instaló entre nosotros. Orschwir estaba entreteniéndose sin motivo, cuando acababa de decirme que lo esperaban en la granja. Dio un par de caladas al cigarrillo, y un olor a miel y aguardiente añejo inundó la cocina. Orschwir no fuma cualquier cosa. Gasta tabaco de rico, muy rubio y bien cortado, que le traen de lejos.

Miró otra vez al techo y de nuevo volvió su horroroso rostro hacia mí. Ya no se oía nada, ni los pasos ni la voz de Emélia. Desentendiéndose de nosotros, Fédorine había rallado unas patatas y preparaba tortitas —kartfolknudle— haciendo rodar la masa entre las manos; luego, las freiría en aceite hirviendo y tras espolvorearlas con semillas de adormidera nos las serviría.

Orschwir carraspeó.

—¿No te sientes un poco solo? —Negué con la cabeza. Él pareció reflexionar, dio una calada al cigarrillo y se atragantó, casi se ahogó. Se puso tan rojo como las cerezas silvestres que maduran en junio, y los ojos se le humedecieron. La tos acabó apagándose—. ¿Necesitas algo?

—Nada.

Orschwir se pasó la manaza por ambas mejillas, como si se afeitara con ellas. Yo me preguntaba adónde quería ir a parar.

—Bueno, entonces te dejo —dijo con tono vacilante.

Lo miré a los ojos para intentar descubrir lo que había en el fondo de los suyos, pero los bajó de inmediato.

De pronto, me oí responder con una frase sorprendente, una frase que no parecía mía, porque me sonaba a amenaza:

—Te viene bien hacer como si ninguna de las dos existiera, ¿eh? Te viene bien, ¿verdad?

La frase tuvo el efecto de enmudecer a Orschwir definitivamente. Vi que intentaba pensar en lo que acababa de decirle, que les daba vueltas y más vueltas a las palabras pronunciadas por mí para tratar de encajarlas; pero seguramente no lo consiguió, porque se levantó de un brinco, cogió la gorra, se la caló hasta las cejas y se marchó. Al cerrarse, la puerta había emitido su seco y débil maullido. Y de pronto, por obra y magia de ese ruido insignificante, había vuelto a verme al otro lado de aquella puerta dos años antes, el día de mi regreso.

Toda la gente con quien me había encontrado desde que había llegado al pueblo me había mirado con los ojos y la boca muy abiertos, pero sin decir una palabra. Algunos habían corrido a sus casas para llevar la noticia de mi regreso, y todos habían comprendido que había que dejarme solo, que no era el momento de hacerme preguntas, que lo único importante para mí era llegar ante la puerta de mi casa, accionar el picaporte, empujar la hoja, oír su débil chirrido, volver a entrar en mi hogar, reunirme con la mujer a quien amaba, con la mujer en la que no había dejado de pensar, rodearla con los brazos, estrecharla con fuerza hasta hacerle daño y unir al fin de nuevo mis labios a los suyos.

¡Oh, cuántas veces había hecho en sueños esos gestos, ese camino, esos pocos metros! Así que aquel día, cuando empujé la puerta, mi puerta, la puerta de mi casa, temblaba y el corazón me golpeaba el pecho como si quisiera salirse. Llegué a creer que me faltaría el aire y moriría allí mismo, en cuanto cruzara el umbral, que moriría de pura felicidad. Pero, de pronto, el rostro de la Zeilenesseniss surgió ante mí, y quedé helado en mi felicidad. Fue como si me hubieran metido un puñado de nieve entre la camisa y la piel. ¿Por qué en ese preciso momento salía del limbo el rostro de aquella mujer para bailar ante mis ojos?

Durante las últimas semanas de la guerra, el campo se había convertido en un sitio aún más extraño. Rumores incesantes y contradictorios lo barrían como vientos helados o abrasadores. Los recién llegados murmuraban que la guerra tocaba a su fin y que nosotros, que nos arrastrábamos y parecíamos cadáveres, nos encontrábamos en el bando de los vencedores. Entonces, en la mirada de los muertos vivientes en que nos habíamos convertido, se encendía una luz hacía mucho tiempo apagada y que volvía a mostrar su frágil brillo. Pero, acto seguido, la brutalidad de los guardias ahuyentaba la angustia que habían dejado traslucir por unos instantes y, como para reafirmar que eran nuestros amos, la emprendían a bastonazos, patadas, culatazos, con el primero de nosotros que pasaba cerca, y lo hundían en el barro como quien trata de hacer desaparecer una huella o un desperdicio. No obstante, su nerviosismo y sus expresiones siempre preocupadas nos daban a entender que en realidad pasaba algo.

El guardia al que yo pertenecía ya apenas se ocupaba de mí. Si durante semanas todos los días se había divertido poniéndome un grueso collar de cuero alrededor del cuello, sujetándolo a una correa trenzada y paseándome por el campo de esa guisa, yo a cuatro patas, delante, y él siguiéndome, erguido sobre las dos piernas y sobre sus certezas, ahora ya no lo veía más que a las horas de comer. Se acercaba furtivamente a la perrera que me servía de vivienda y echaba dos cucharones de sopa en la escudilla; pero me daba cuenta de que aquel juego ya no lo divertía. Había palidecido, y dos profundas arrugas que no recordaba haberle visto le surcaban la frente.

Sabía que antes de la guerra había sido contable, que tenía mujer y tres hijos, dos chicos y una chica, y gato en vez de perro. De aspecto inofensivo, carácter apocado y mirada huidiza, sus manos, que se lavaba escrupulosamente varias veces al día silbando música militar, eran pequeñas y cuidadas. A diferencia de otros muchos guardias, no bebía y nunca visitaba el barracón sin ventanas destinado a las prisioneras que estaban a disposición de los guardias, y a las que jamás vimos. Era un hombre corriente, pálido y reservado, que siempre hablaba en el mismo tono, sin levantar la voz, pero que en dos ocasiones, sin dudarlo un instante, había matado a vergajazos a sendos prisioneros que se habían olvidado de saludarlo quitándose la gorra. Se llamaba Joss Scheidegger. He tratado de olvidar ese nombre con todas mis fuerzas, pero nadie manda en su memoria. Sólo puede adormecerla un poco, a veces.

Una mañana hubo en el campo un enorme alboroto, muchísimos ruidos, órdenes, preguntas vociferadas… Los guardias corrían en todas direcciones, recogían su impedimenta, cargaban en carretas montones de cosas… En el aire, como imponiéndose al hedor que despedían nuestros pobres cuerpos, flotaba otro olor, acre y apremiante: el miedo había cambiado de bando.

En su enorme agitación, los guardias se habían olvidado de nosotros. Antes existíamos para ellos como esclavos; esa mañana ni siquiera existíamos.

Yo estaba tumbado en la perrera, al calor de los cuerpos de los dogos, contemplando el curioso espectáculo de la desbandada. Observaba los movimientos, escuchaba las llamadas, las órdenes, órdenes que no nos concernían. Al rato, cuando la mayoría de los guardias ya había desaparecido, vi a Scheidegger dirigiéndose a un barracón cercano a la perrera que albergaba las oficinas del padrón. Poco después volvió a salir con una bolsa de cuero que posiblemente contenía documentos. Al verlo, uno de los dogos ladró. Scheidegger miró hacia la perrera, se detuvo y pareció dudar. Echó un vistazo alrededor y, al comprobar que nadie lo veía, se acercó a la perrera a toda prisa, se arrodilló junto a mí, buscó en un bolsillo, sacó una pequeña llave que yo conocía muy bien y, con movimientos torpes, abrió la cerradura de mi collar. Luego, no sabiendo qué hacer con la llave, la tiró al suelo como si le quemara en la mano.

—A saber quién pagará por todo esto…

Scheidegger murmuró esas palabras —en definitiva, las miserables palabras de un contable, despreciables e indignas— mirándome por primera vez a los ojos y esperando quizá que le diera una respuesta. Tenía la cara cubierta de sudor y aún más pálida que de costumbre. ¿Qué pretendía con aquel gesto? ¿El perdón? ¿Mi perdón? Permaneció así durante unos segundos, mirándome fijamente, implorante, asustado. Entonces me puse a ladrar, solté un lúgubre, melancólico y largo ladrido, que los dos dogos imitaron y prolongaron. Aterrorizado, Scheidegger se levantó de un salto y huyó a la carrera.

En apenas una hora no quedó un guardia en todo el campo. Sólo el silencio. No se oía nada ni se veía a nadie. Luego, poco a poco, tímidamente, las sombras empezaron a salir de los barracones, sin atreverse aún a mirar de verdad alrededor, sin decir nada. Las calles del campo se llenaron de aquel indeciso e incrédulo ejército de mejillas hundidas y macilentas y siluetas vacilantes. Pronto fue una muchedumbre compacta, frágil y todavía muda, que comprobó su nueva situación vagando sin rumbo de un sitio a otro, recorriendo el campo en extraña procesión, abrumada por una libertad que nadie se atrevía a nombrar.

Lo increíble tuvo lugar cuando ese gran río de carne y huesos sufrientes dobló la esquina del barracón de los guardias y sus jefes. De pronto, todo se detuvo. Los primeros habían levantado la mano y, sin una palabra, los demás se pararon. Sí, acababa de producirse lo increíble: ante los centenares de criaturas que poco a poco volvían a convertirse en hombres, estaba la Zeilenesseniss, sola. Totalmente sola. Inmensamente sola.

No creo en el destino. Ni tampoco en Dios. Ya no creo en nada. Pero estoy dispuesto a aceptar que en aquel encuentro entre una multitud indeciblemente lastimosa y quien había sido el símbolo de sus verdugos intervino algo más que la mano del azar.

Porque, ¿qué hacía ella allí, cuando ya no quedaba un solo guardia? Tal vez se había ido con los demás y luego había vuelto a toda prisa en busca de algo olvidado. Primero se oyó su voz. La misma de siempre, segura de sí, de su poder y su derecho, aquella voz de señora que unas veces ordenaba ahorcar a uno de nosotros y otras cantaba nanas a su hijo.

Yo estaba lejos y no oí lo que decía, pero me di cuenta de que hablaba como si no hubiera pasado nada. Seguramente no sabía que estaba sola en el campo. Abandonada. Tal vez creía que todavía había guardias dispuestos a ejecutar la menor de sus órdenes y matarnos a golpes si ella quería y así lo mandaba. Pero nadie le respondió. Nadie se acercó a servirla o ayudarla. Nadie hizo un gesto frente a ella. Siguió hablando, pero poco a poco su tono fue cambiando. El ritmo se aceleró al tiempo que bajaba la intensidad; y de pronto estalló, se convirtió en grito y volvió a apagarse.

Hoy, me imagino sus ojos. Me imagino los ojos de la Zeilenesseniss cuando empezó a comprender que era la última, que estaba sola y que quizá, sí, quizá, no volvería a salir de aquel campo, que aquel campo iba a convertirse en tumba también para ella.

Me contaron que empezó a golpear con los puños a los de la primera fila. Ninguno se lo impidió. Se limitaron a apartarse. Entonces, fue metiéndose poco a poco en el enorme río de los cadáveres andantes, sin saber que jamás volvería a salir, porque las aguas se cerraban a sus espaldas. No se oyó ningún grito, ninguna queja. Sus palabras se ahogaron con ella. El río se la tragó, y la Zeilenesseniss tuvo un final sin odio, un final casi mecánico, a su medida, en definitiva. No puedo jurarlo, pero estoy convencido de que nadie le puso la mano encima. Murió sin que la golpearan, sin que le dirigieran la palabra, ni siquiera una de aquellas miradas que tanto había despreciado. La imagino tropezando y cayendo al suelo. La imagino extendiendo los brazos e intentado agarrarse a las sombras que pasaban junto a ella, sobre ella, sobre su cuerpo, sobre sus piernas, sobre sus blancos y delicados brazos, sobre su vientre y su empolvado rostro, unas sombras que no le prestaron la menor atención, que ni la miraron ni le brindaron la menor ayuda, que tampoco se ensañaron con ella, que simplemente pasaron, pasaron, pasaron, pisándola como se pisa el polvo, la tierra o la ceniza.

Al día siguiente, descubrí lo que quedaba de ella. Era un lamentable amasijo hinchado y lívido. Su belleza había desaparecido. Parecía un globo de carne o una Strohespuppe, una de esas muñecas de paja que pasean por las calles del pueblo el día de San Juan y arrojan a una gran hoguera al llegar la noche, mientras cantan y bailan para celebrar el verano, esas grandes muñecas que hacen los niños rellenando de heno seco ropa vieja de mujer. Su cara ya no existía. Ya no tenía ojos ni boca ni nariz. Era una masa redonda y sanguinolenta, tensa como una pelota, unida a una larga melena rubia embarrada. Si la reconocí fue gracias a sus cabellos. Sus cabellos, que hasta entonces, mientras me arrastraba por el suelo haciendo el perro, me habían parecido cegadores y obscenos filamentos de sol.

Muerta, seguía teniendo ambos puños apretados con tanta fuerza que parecían dos piedras. De uno asomaba una cadenilla de oro finamente trabajada, con una medalla, una de esas medallitas grabadas que representan a un santo o una santa y se les ponen a los recién nacidos en el bautismo. Puede que hubiera vuelto sobre sus pasos precisamente por esa medalla, al no verla en el pequeño y delicado cuello de su hijo. Había regresado al campo con la intención de marcharse enseguida.

Seguramente no sabía que cuando se abandona el Infierno nunca hay que volver la vista atrás. Pero, en el fondo, morir por ignorancia o morir bajo miles de pisadas de hombres que han recuperado la libertad viene a ser lo mismo. Cierras los ojos y luego ya no hay nada. La muerte no es exigente. No pide ni héroes ni esclavos. Se come lo que le dan.