Ya he dicho que el día de su llegada, cuando el Anderer había cruzado el portillo con sus bártulos, la noche se acercaba. Como un gato que acaba de ver un ratón y está seguro de que pronto lo tendrá entre las zarpas.
El crepúsculo es una hora curiosa. Las calles se vacían, y la penumbra las cubre de un gris frío y transforma las casas en extrañas siluetas vagamente amenazadoras. Es sorprendente el poder que tiene la noche para cambiar las cosas más corrientes y las caras más conocidas. Aunque a veces no las transforma sino que las revela, como si al cubrir de oscuridad paisajes y seres hiciera emerger su auténtica naturaleza. A esto que digo podría responderse con un encogimiento de hombros y pensar que describo miedos de otros tiempos, o que tejo una novela. Pero antes de juzgar y condenar hay que imaginar la escena, imaginarse a aquel hombre surgido de la nada —porque es verdad que había salido de la nada, como dijo Vurtenhau, que entre sus retahílas de memeces a veces dice alguna verdad—, con aquella vestimenta de personaje de otro siglo, los curiosos animales y las enormes maletas, entrando en nuestro pueblo, donde hacía años que no entraba nadie, así, tan tranquilo, con toda naturalidad. De modo que, ¿quién no habría sentido un poco de miedo?
—Yo no tuve miedo.
Es el hijo de Dörfer, el mayor, quien responde a mis preguntas. Fue el primero que vio al Anderer el día de su llegada.
La conversación tiene lugar en el bar de Pipersheim. Ha sido el padre del chico quien ha preferido que habláramos aquí en vez de en su casa. Se habrá dicho que así podría tomarse unos vinos tranquilamente. Gustav Dörfer es un hombrecillo insignificante que siempre lleva la ropa sucia y huele a nabos cocidos. Trabaja en las granjas a jornal, y lo poco que gana se lo gasta en bebida. Su mujer pesa el doble que él, pero eso no le impide molerla a palos cuando está borracho, después de saquear la vivienda y destrozar la escasa vajilla. Le ha hecho cinco hijos, enclenques y tristes. El mayor se llama Hans.
—¿Y qué te dijo?
El chaval mira a su padre, como pidiéndole permiso para responder, pero a Dörfer le da igual. Sólo tiene ojos para su vaso, ya vacío, que contempla con dolorosa melancolía agarrándolo con ambas manos. Le hago una seña a Pipersheim, que nos observa tras la barra, para que se lo rellene, y Pipersheim se saca de la boca el palillo que chupa sin parar y que le deja las encías en carne viva y sangrando, además de un aliento insoportable, coge una botella y se acerca a llenar el vaso. La cara de Dörfer padre se ilumina un poco.
—Me preguntó cómo se iba a la fonda Schloss.
—¿Sabía el nombre o se lo dijiste tú?
—Lo sabía él.
—¿Y qué le respondiste?
—Le expliqué cómo se iba.
—¿Y él qué hizo?
—Apuntó lo que le dije en su cuaderno.
—¿Y después?
—Después me dio cuatro canicas muy bonitas que sacó de una bolsa, diciendo: «Muy reconocido».
—Muy reconocido…
—Sí, yo no lo entendí. Aquí no se dice.
—Y las canicas, ¿aún las tienes?
—Me las ganó Peter Lülli. Es muy bueno, tiene una bolsa llena.
Gustav Dörfer no nos escuchaba. Tenía los ojos clavados en el nivel del vino, que descendía demasiado deprisa. El chico encogió el cuello entre los hombros. Tenía la frente cubierta de moretones, rasguños, costras y chichones, antiguos y recientes, y cuando conseguías cruzarte con su mirada y retenerla un instante, traslucía golpes y dolor, la cuota de heridas que cada día traía con implacable regularidad.
Volví a pensar en aquel cuaderno, que yo también había visto en manos del Anderer y donde lo apuntaba todo, por ejemplo el camino a la fonda, que sólo estaba a sesenta metros. A medida que se prolongaba su estancia entre nosotros, quien más quien menos empezó a darle vueltas al asunto del cuaderno, y lo que al principio había parecido una extraña manía —sacarlo a las primeras de cambio—, un tic absurdo que unas veces hacía sonreír y otras rezongar, no había tardado en convertirse en tema de agrias discusiones.
Recuerdo en especial una conversación que había sorprendido el 3 de agosto, un día de mercado, cuando éste terminaba y en el suelo no quedaba más que verdura estropeada, paja sucia, trozos de cuerda, astillas de banasta y restos de todo tipo que parecían arrojados allí por una marea invisible.
A Poupchette le encanta el mercado, y suelo llevarla todas las semanas. Los pequeños animales encerrados en jaulas, cabritos, conejos, pollos y anadones, la hacen palmotear y reír. Y los olores, a buñuelos, a fritura, a vino caliente, a castañas, a carne en los asadores, provocan temblores en sus delicadas aletas nasales. Y luego están los sonidos, las voces de todos y todas, que se mezclan como en una gran tina: los gritos, las llamadas, la labia de los charlatanes, las oraciones de los vendedores de imágenes religiosas, los fingidos enfados que rodean los regateos… Pero lo que más le gusta a Poupchette es cuando llega Viktor Heidekirch con su acordeón y lanza al aire las primeras notas, que tan pronto suenan a queja como a grito de alegría. Le dejan sitio, lo rodean y, de pronto, el runrún del mercado parece apagarse, como si todos hubieran estado esperando la llegada del organista y en ese instante la música se convirtiera en lo único importante.
Viktor no se pierde ninguna fiesta ni ninguna boda. Aquí sólo él sabe música, así como únicamente él tiene un instrumento en condiciones de sonar. Creo que hay un piano en la sala pequeña de la fonda Schloss, esa en la que se reúne la Erweckens’Bruderschaf, y puede que también instrumentos de metal. Diodème me aseguró que los había visto un día en que la puerta estaba entornada; luego, cuando para tomarle el pelo le dije que estaba muy bien informado, que parecía conocer muy bien esa sala y que al final resultaría que formaba parte de la hermandad, se molestó y me pidió que me callara. El acordeón de Viktor y su voz son un poco como nuestra memoria. Ese día hizo llorar a las mujeres y humedeció los ojos de los hombres al entonar El lamento de Johanni. Es una canción de amor y muerte cuyo origen se pierde en el tiempo; habla del sufrimiento de una chica que amaba sin ser correspondida y, antes que ver al hombre que hacía latir su corazón en brazos de otra, prefirió sumergirse en el Staubi un día de invierno, a la hora del crepúsculo, y dormir para siempre en la fría corriente.
When de abend gekomm Johanni schlafft en de wasser Als besser sein en de todt dass alein immer verden De hertz is a schotke freige who nieman geker Und ubche madchen kann genug de kusse kaltenen.
A veces nos acompaña Emélia. La tomo del brazo. Ella se deja guiar, y sus ojos miran cosas que sólo ella puede ver. El día de la conversación que quiero contar, estaba sentada a mi izquierda y tarareaba la canción moviendo la cabeza de atrás adelante lentamente. A mi derecha, Poupchette mordisqueaba la salchicha que acababa de comprarle. Estábamos apoyados en el pilar más grueso del mercado. Frente a nosotros, a unos metros, la vieja Roswilda Klugenghal, que está medio loca y es medio vagabunda, hurgaba en la basura en busca de verdura y despojos. Encontró una zanahoria retorcida y, tras alzarla y examinarla, empezó a hablarle como si fuera una antigua conocida. Fue en ese momento cuando detrás del pilar se alzaron unas voces. Unas voces que reconocí de inmediato.
Eran cuatro hombres: Emil Dorcha, guarda forestal; Ludwig Pfimling, mozo de cuadra; Bern Vogel, hojalatero, y Caspar Hausorn, empleado del ayuntamiento. Cuatro hombres que ya estaban bastante entonados con todo lo que habían bebido desde el amanecer y habían acabado de animarse con el mercado y su ambiente festivo. Daban voces, se trababan de vez en cuando y hablaban en tono categórico. Enseguida comprendí de qué.
—¿Lo habéis visto, curioseando por todas partes con esos ojos de garduña? —preguntó Dorcha.
—Ese fulano es rein schlecht, un mal bicho, os lo digo yo, malo y vicioso —aseguró Vogel.
—No se mete con nadie —objetó Pfimling—. Se pasea y mira, y siempre está sonriendo.
—¡Sonrisa a toda hora, sonrisa traidora, como dice el refrán! ¡Y además, tú eres tan tonto y estás tan ciego que no verías nada malo ni en el mismísimo demonio! —Hausorn, que era quien acababa de hablar, había escupido las palabras como quien tira piedras—. A algo habrá venido, digo yo —añadió en tono más comedido—. A algo no muy claro, ni muy bueno para nosotros.
—¿En qué estás pensando? —le preguntó Vogel.
—Todavía en nada; le doy vueltas, pero no lo sé. A un sujeto así, algo tiene que rondarle por la cabeza.
—Lo apunta todo en el cuaderno —observó Dorcha—. ¿No lo habéis visto hace un momento delante de los corderos de Wuzten?
—¡No lo hemos de ver! ¡Si ha estado no sé cuántos minutos sin quitarles ojo, apunta que te apuntará!
—No apuntaba —corrigió Pfimling—. Dibujaba. Lo he visto yo; aunque digas que no veo nada, eso lo he visto. Además, estaba tan a lo suyo que habría podido robarle hasta los pantalones y ni se habría enterado. Me acerqué a mirar por encima de su hombro y lo vi.
—¿Dibujar corderos? ¿Qué puede significar eso? —preguntó Dorcha mirando a Hausorn.
—¿Y cómo quieres que lo sepa? ¿Crees que tengo respuesta para todo?
La conversación se interrumpió. Incluso creí que había terminado ya, pero me equivocaba. Volví a oír una de las voces, pero no pude identificarla, porque hablaba en tono muy bajo y serio.
—Corderos no es que haya muchos. Me refiero en el pueblo… Puede que todo lo que dibuja sean símbolos y cosas por el estilo, como en la Biblia de la iglesia, y que sea una manera de explicar lo que es cada uno y lo que hizo en otros tiempos, para poder informar en el sitio del que ha venido…
Un escalofrío me recorrió la espalda. No me gustaba aquella voz ni lo que acababa de insinuar, aunque el sentido no estaba del todo claro.
—Pero entonces, si ese cuaderno sirve para lo que dices, ¡no puede salir del pueblo!
Quien acababa de sacar aquella conclusión era Dorcha. A él sí lo reconocí.
—Puede que tengas razón —murmuró la otra voz, que seguía sin identificar—. Puede que el cuaderno no deba salir de aquí jamás, o tal vez quien no deba irse jamás sea su dueño…
Luego, nada. Esperé. No me atrevía a moverme. Al cabo de unos instantes, asomé apenas la cabeza por detrás del pilar. Nadie. Los cuatro hombres se habían ido sin que los oyera. Se habían disuelto en el aire como las capas de bruma que la brisa del sur arranca de las crestas de nuestras montañas las mañanas de abril. Incluso me pregunté si no habría soñado toda la conversación. Poupchette me tiró de la manga.
—¿A casa, papá, a casa? —Tenía los labios relucientes de grasa de salchicha, y una sonrisa preciosa le iluminaba los ojos. Deposité un sonoro beso en su frente y la senté sobre mis hombros. Se agarró a mi pelo y empezó a golpearme el pecho con las piernas—. ¡Arre, papá, arre!
Cogí a Emélia de la mano y la ayudé a levantarse. Ella se dejó hacer. La atraje hacia mí, acaricié su hermoso rostro, le di un beso en la mejilla y luego los tres nos habíamos vuelto a casa, mientras en mi mente seguían resonando las voces sin rostro de aquellos hombres y las amenazas que habían lanzado, como semillas que sólo esperan germinar.
Gustav Dörfer acabó durmiéndose sobre la mesa del bar, menos por la bebida que por el cansancio, cansancio corporal y cansancio vital. Hacía rato que su hijo y yo habíamos dejado de hablar del Anderer. El chico sentía pasión por los pájaros, lo que yo ignoraba, y me había preguntado por todas las especies que yo conocía y sobre las que tomaba notas durante mis recorridos. Así que hablamos de los tordos, de los que se conocen como zorzales y de los otros, los grises de marzo, que como su nombre indica no vuelven a nuestra región hasta la primavera; de los piquituertos, que abundan en los pinares; los abadejos, los paros, los mirlos, las perdices de las nieves, los urogallos, los faisanes de montaña y los soldados azules, que deben su curioso nombre tanto al color del plumaje de su pecho como a su afición a pelearse; las cornejas y los cuervos; los pardillos, las águilas y las lechuzas.
Bajo la frente cubierta de señales del chaval, que tenía doce años, se ocultaba un cerebro lleno de conocimientos, y su mirada se animaba en cuanto empezaba a hablar de pájaros. Por el contrario, cuando se volvía hacia su padre y advertía su presencia, que nuestra conversación le había hecho olvidar por unos momentos, sus ojos se apagaban y entristecían de nuevo al contemplarlo, mientras él roncaba con la boca abierta, la cara aplastada contra la vieja madera, la gorra torcida y la baba cayéndole por la comisura de la boca.
—Cuando veo un pájaro muerto y lo cojo —me dijo—, los ojos se me llenan de lágrimas. No puedo evitarlo. Nada puede justificar la muerte de un pájaro. Pero si mi padre reventara ahora mismo, aquí, a mi lado, le juro que me pondría a bailar alrededor de la mesa y lo invitaría a usted a una copa. ¡Palabra!