El sendero que lleva a la cabaña de Stern asciende en acusada pendiente desde la salida del pueblo. Poco después, tras unos cuantos zigzagueos por un bosque caducifolio, domina los tejados. A medio camino, una roca a modo de plataforma invita a la pausa. La llaman la Lingen, nombre en dialecto que designa a las pequeñas hadas de los bosques, que según cuentan se reúnen allí por las noches para bailar y entonar sus cantos, parecidos a risas ahogadas. En algunos sitios, almohadillas de musgo de un verde lechoso atenúan la dureza de la piedra, y los brezos forman ramos de flores. Es el sitio ideal para los enamorados y los soñadores. Recuerdo que en una ocasión había encontrado allí al Anderer, un día de pleno verano, el 8 de julio hacia las tres de la tarde —lo apunto todo—, es decir, con toda la chicharrina, cuando el sol parece haber detenido su carrera para verter plomo fundido sobre el mundo. Yo iba a coger frambuesas, porque a mi pequeña Poupchette le encantan. Quería darle una sorpresa cuando se despertara de la siesta.
El bosque bullía con el afán de las abejas, el vuelo de las avispas y el frenesí de las moscas y los tábanos, que iban de aquí para allá como presas de súbita locura. Era una gran sinfonía que parecía surgir de la tierra y el aire. En el pueblo no había visto un alma.
La pequeña cuesta me había dejado sin aliento y con las piernas temblando. Tenía la camisa empapada y pegada a la piel. Inmóvil en medio del camino, intentaba recuperar la respiración, cuando advertí que a unos metros, sobre la roca, dándome la espalda y contemplando los tejados del pueblo, se encontraba el Anderer. Estaba sentado en la curiosa silla que tanto intrigara a todo el mundo la primera vez que lo habían visto sacarla, un asiento que se plegaba y desplegaba, lo bastante amplio para su rollizo trasero, aunque una vez recogido parecía un simple bastón.
Su traje negro, su eterna levita de paño impecablemente planchada, arrojaba una sombra incongruente sobre el paisaje, todo verdor y amarillo claro. Cuando estuve un poco más cerca, comprobé que también llevaba la camisa con chorreras, el chaleco de lana y polainas bajo los gruesos zapatos, tan bien lustrados que la luz les arrancaba destellos de espejo.
Unas ramas crujieron bajo mis pasos y el Anderer se volvió.
Seguramente, yo debía de parecer un ladrón; pero él no mostró la menor sorpresa y, sonriendo, alzó la mano derecha y se quitó un sombrero imaginario a modo de saludo. Tenía las mejillas rojas y el resto de la cara, la frente, la barbilla y la nariz, cubierto de una crema de albayalde. A ambos lados del despoblado cráneo, los rizos negros acababan de darle el aspecto de un viejo cómico. Gruesas gotas de sudor le resbalaban por el rostro, que se enjugaba con un pañuelo bordado con un monograma ilegible.
—Supongo que también viene a tomarle el pulso al mundo… —me dijo con su hermosa, suave y amanerada voz, acompañando sus palabras con un gesto de la mano que abarcó todo el paisaje.
En ese momento reparé en un cuaderno que descansaba sobre sus redondas y gruesas rodillas y un lápiz en su mano. En las páginas abiertas se veían trazos, líneas, zonas sombreadas… Cuando advirtió que lo miraba, lo cerró de inmediato.
Era la primera vez que estaba a solas con él desde que había llegado al pueblo, y también la primera que me dirigía la palabra.
—¿Podría hacerme un favor? —me preguntó; y, como yo no contestaba y seguramente mi expresión era de sorpresa, con la enigmática sonrisa que nunca lo abandonaba, añadió—: Tranquilícese; sólo me gustaría que me nombrara todas esas cimas que cierran el valle. No quisiera que mis mapas fueran imprecisos.
Y a continuación, con un amplio ademán me señaló las cumbres que se recortaban a lo lejos, temblando en la calorina de aquella tarde de verano y confundiéndose en algunos puntos con el cielo, que parecía querer disolverlas. Me acerqué, me arrodillé junto a él para estar a su altura y, comenzando desde el este, empecé a nombrarlas:
—Aquél es el Hunterpitz. Lo llaman así porque su perfil recuerda la cabeza de un perro. Luego vienen los tres Schnikelkopf; después, el Bronderpitz, la cresta de los Hörni, la punta del Hörni, que es la cima más alta, el paso del Doura, la cresta de los Floria y, por último, en el extremo oeste, la muela de Mausein, con su forma de hombre encorvado bajo un fardo.
El Anderer acabó de escribir los nombres en el cuaderno, que había vuelto a sacarse del bolsillo, pero que guardó de nuevo a toda prisa.
—Se lo agradezco infinito —dijo, y me estrechó la mano calurosamente con un destello de satisfacción en sus grandes ojos verdes, como si acabara de regalarle un tesoro. Me disponía a marcharme, pero añadió—: Tengo entendido que le interesan las flores y las plantas. Usted y yo nos parecemos. Soy un amante de los paisajes, las figuras y los retratos. Un vicio por completo inofensivo. He traído conmigo obras de arte bastante curiosas que quizá le interesen. Sería un placer enseñárselas si un día me concede el honor de visitarme.
Hice un leve ademán con la cabeza, pero no respondí. Nunca lo había oído hablar tanto. Lo dejé en la roca y me alejé.
—¿Y le has dicho todos los nombres? Wilhem Vurtenhau alzó los brazos al cielo fusilándome con la mirada. Acababa de entrar en la ferretería de Röppel, cuando estaba contándole a Gustav mi encuentro con el Anderer, unas horas después de que se produjera. Gustav Röppel era mi amigo. En la escuela nos sentábamos en el mismo pupitre y a veces le dejaba leer las respuestas a los problemas en mi libreta a cambio de clavos, algunos tornillos y unos metros de cordel, que él sisaba en la tienda, regentada en aquella época por su padre. Acabo de escribir que Gustav «era» mi amigo, porque ya no sé si lo es. La tarde del Ereigniës estaba con los demás. Cometió lo irreparable. Desde entonces no ha vuelto a dirigirme la palabra, aunque todos los domingos después de misa nos encontramos en el atrio de la iglesia, adonde el padre Peiper, rubicundo y vacilante, acompaña a sus ovejas para bendecirlas por última vez con gestos inacabados. Tampoco me he atrevido a poner los pies en la ferretería. Me da miedo que entre nosotros sólo quede un inmenso vacío.
En cuanto a Vurtenhau, creo haber dicho ya que es tan rico como tonto. Aquella tarde pegó un puñetazo en el mostrador que hizo rodar al suelo una caja de chinchetas.
—Pero ¿te das cuenta de lo que has hecho, Brodeck? ¡Le has dado los nombres de todas nuestras montañas! ¡Y dices que los ha apuntado! —Estaba fuera de sí. En sus enormes orejas, de un cárdeno subido, parecía haberse agolpado toda la sangre de su cuerpo. De nada sirvió recordarle que los nombres de las cimas no eran un secreto, que todo el mundo los sabía, los conocía, que figuraban en muchos documentos. No se calmó—. Ni siquiera te has parado a pensar en lo que puede estar tramando mientras husmea por todas partes y hace preguntas en apariencia inofensivas, con esa cara de pez y esos modales empalagosos… ¡Un fulano que no se sabe de dónde ha salido!
Para tranquilizarlo, repetí lo que me había dicho el Anderer sobre los paisajes y las figuras, pero sólo conseguí encolerizarlo más. Salió de la ferretería soltando una frase a la que entonces no di importancia, pero en la que ahora empiezo a adivinar todas las amenazas que implicaba:
—¡Si pasa algo, será culpa tuya, Brodeck! ¡No lo olvides!
Y pegó un portazo. Gustav y yo nos miramos, encogimos los hombros a la vez y reímos a carcajadas, como cuando éramos niños.