Hacía unos cinco días que no retomaba esta historia. Así que cuando he cogido el fajo de hojas, que había dejado en un rincón del cobertizo, algunas ya estaban cubiertas de un polvo amarillo como el polen y un poco de tierra. Tendré que buscarles un escondite más adecuado.
Los otros no sospechan nada. Creen que estoy escribiendo el informe que me encargaron, totalmente entregado a la tarea. El hecho de que la otra noche Göbbler me sorprendiera en el cobertizo a una hora tan avanzada ha jugado a mi favor. A la mañana siguiente, cuando me encontré con Orschwir en la calle por casualidad, me puso la mano en el hombro y dijo:
—Parece que estás trabajando duro, Brodeck. Continúa así. —Y siguió su camino. A pesar de que era muy temprano, pensé que Orschwir ya se había enterado de que a medianoche yo había estado en el cobertizo aporreando las teclas de la máquina. Pero, de pronto, su voz volvió a alzarse en la gélida bruma del amanecer—: A propósito… ¿adónde vas con el zurrón, y con este tiempo?
Me detuve. Orschwir me observaba mientras tiraba de la gorra de nutria para calársela un poco más. Pateaba el suelo para calentarse los pies, y de su boca salían chorros de vaho que ascendían en el aire.
—¿Es que ahora tengo que contestar a todas las preguntas que me hagan?
Orschwir esbozó una débil sonrisa; pero en él las sonrisas son casi muecas. Luego meneó la cabeza lenta, muy lentamente, como cuando había ido a verlo al día siguiente del Ereigniës.
—Me preocupas, Brodeck. Era una pregunta amistosa. ¿Por qué estás a la defensiva?
Me quedé helado. No obstante, conseguí encogerme de hombros con naturalidad.
—Voy a intentar aclarar lo de los zorros. Tengo que escribir una nota sobre eso.
Orschwir sopesó mis palabras lanzando ojeadas a mi zurrón, como si intentara ver lo que ocultaba.
—¿Los zorros? Claro… los zorros… Bien, Brodeck, pues que tengas un buen día. De todas formas, no te alejes demasiado… ¡Y tenme al corriente!
Hace ya dos semanas que me lo advirtieron algunos cazadores y guardas forestales. Al azar de las primeras batidas, talas de árboles e idas y venidas, son muchos los que han visto zorros muertos, viejos y jóvenes, machos y hembras. Al principio, todos pensaron en la rabia, que reaparece en nuestras montañas de forma regular, causa unas cuantas muertes y vuelve a desaparecer. Pero ninguno de los animales encontrados presentaba los signos característicos de la enfermedad: lengua blanquecina, delgadez extrema, ojos en blanco, pelo sin lustre y pegajoso… Por el contrario, eran ejemplares magníficos, aparentemente sanos y bien alimentados. A petición mía, Brochiert, el carnicero, había abierto tres: tenían el estómago lleno de bayas comestibles, hayucos, ratones, pájaros y gusanos rojos, y no parecían haber muerto de manera violenta, puesto que no presentaban la menor herida o signo de lucha. A todos los que habían encontrado animales muertos los había sorprendido su postura: estaban tumbados sobre un costado, casi sobre el lomo, con las patas delanteras levantadas, como si hubieran intentado agarrar algo. Tenían los ojos cerrados y parecían dormir tranquilamente.
En un primer momento fui a ver a Ernst-Peter Limmat, que fue mi maestro en la escuela local y el de dos generaciones de colegiales del pueblo. Hoy tiene más de ochenta años y apenas sale de casa, pero el tiempo se desliza por su cerebro sin mellarlo ni desgastarlo. Se pasa los días sentado en una silla alta frente a la chimenea, en la que siempre arde un fuego que huele a pino y carpe. Contempla las llamas y relee los libros de su biblioteca, fuma y asa castañas, que pela con largos y elegantes dedos. Ese día me dio un buen puñado y, tras soplar sobre ellas, nos las comimos pedazo a pedazo, saboreando su aceitosa carne caliente, mientras mi chaqueta se secaba junto al hogar.
Además de haber enseñado a leer y escribir a centenares de niños, Ernst-Peter Limmat ha sido seguramente el mejor cazador de la comarca y el mayor conocedor de nuestros bosques. Podría dibujar con los ojos cerrados cada bosque, cada peñasco, cada cresta y cada arroyo, y situarlos sin vacilar en un mapa.
En otros tiempos se iba a caminar en cuanto acababan las clases, porque prefería con mucho la compañía de los grandes abetos, los pájaros y las fuentes a la de sus semejantes. En temporada de caza, cuando la escuela estaba cerrada, desaparecía durante días y luego lo veíamos volver con los ojos brillantes y el morral lleno de urogallos, faisanes y zorzales, o llevando sobre los hombros un corzo, cuando no era una gamuza a la que había perseguido hasta las escarpadas rocas de los Hörni, donde antaño más de un cazador se había partido la crisma.
Lo más curioso es que Limmat nunca se comía lo que cazaba. Repartía sus presas entre los más necesitados. Gracias a él, durante mi infancia Fédorine y yo comíamos carne de vez en cuando. Limmat sólo se alimentaba de verdura, caldos ligeros, huevos, truchas y setas, preferentemente trompetas de los muertos, que, según me explicó un día, eran las reinas de las setas y su fúnebre aspecto sólo alejaba a los tontos y desanimaba a los ignorantes. Siempre formaban parte de la decoración de su casa. Por todos lados se veían grandes ristras colgadas a secar, que colmaban las habitaciones de olor a regaliz y estiércol.
Limmat no se había casado. Compartía la casa con Mergrite, una criada que tenía casi su misma edad y de quien las malas lenguas decían que seguramente hacía algo más que lavarle la ropa y encerarle los muebles.
Le hablé del asunto de los zorros, del descubrimiento de numerosos cadáveres y de su aspecto apacible. Por más que rebuscó en su memoria no consiguió recordar ningún precedente, pero me prometió que investigaría en sus libros y me avisaría si lograba descubrir algún caso parecido en otras regiones u otros tiempos. Luego, nuestra conversación derivó hacia el invierno, que se acercaba a grandes pasos, y la nieve, que descendía hacia el pueblo día tras día, descolgándose poco a poco por las laderas de las montañas y el valle, y no tardaría en llegar a nuestras puertas.
Como el resto de los viejos, Limmat no se encontraba en la fonda Schloss la noche del Ereigniës. No obstante, me preguntaba si estaba al tanto de lo ocurrido. Ni siquiera sabía si tenía conocimiento o había oído comentarios sobre la presencia del Anderer en el pueblo. Me habría gustado hablarle del asunto, desahogarme.
—Me alegro de que aún te acuerdes de tu viejo maestro, Brodeck; me emociona. ¿Recuerdas cuando llegaste a la escuela? Yo, perfectamente. Parecías un perro hambriento, con unos ojos demasiado grandes para tu cara. Hablabas un galimatías que sólo entendíais Fédorine y tú; pero aprendiste deprisa, Brodeck, muy deprisa. Nuestra lengua y todo lo demás. —Mergrite nos trajo dos vasos de vino caliente que olía a pimienta, naranja, clavo y anís estrellado, echó a la chimenea otros dos troncos, que lanzaron chispas doradas a la oscuridad, y desapareció—. No eras como los otros, Brodeck —aseguró mi viejo maestro—. Y no lo digo porque no fueras de aquí, porque hubieras venido de muy lejos. No eras como los otros porque siempre mirabas más allá de las cosas… Siempre querías ver lo que no existía. —Se interrumpió, se comió una castaña lentamente, bebió un sorbo de vino y arrojó al fuego la corteza del fruto—. Volviendo a lo de los zorros… El zorro es un animal curioso, ¿sabes? Se lo considera astuto, pero es mucho más que eso. El hombre siempre lo ha odiado, seguramente porque se le parece mucho. Caza para alimentarse, pero también es capaz de matar por diversión. —Limmat hizo una pausa y, con aire pensativo, añadió—: Han muerto tantos hombres en los últimos tiempos, durante esa guerra… Por desgracia, tú lo sabes mejor que nadie aquí. Quién sabe, puede que los zorros se limiten a imitarnos…
No me atreví a decirle que no podía escribir algo así en mi nota. Quienes me leen en la Administración —si es que aún me leen— no entenderían nada; tal vez creyeran que me había vuelto loco y decidieran prescindir de mí, y entonces el poco dinero que recibo, de higos a brevas, y que nos permite vivir, dejaría de llegar definitivamente.
Me quedé haciéndole compañía todavía un rato. Dejamos el tema de los zorros y hablamos del haya que los leñadores acababan de cortar en la otra ladera del Bösenthal, porque estaba enferma. Según ellos, debía de tener más de cuatro siglos. Limmat me recordó que en otras latitudes, en lejanos continentes, crecían árboles que podían vivir más de dos mil años. Ya me lo había explicado cuando era niño. Pensé que Dios, si todavía existe, es un personaje muy curioso que deja vivir con toda tranquilidad a unos árboles durante siglos, pero hace que la vida de los hombres sea tan breve como dura.
Mientras me acompañaba a la puerta, tras regalarme dos ristras de trompetas de los muertos, Ernst-Peter Limmat me preguntó por Fédorine y luego, en un tono más serio y más suave, por Emélia y Poupchette.
Fuera, la lluvia persistía, pero ahora se mezclaba con los primeros copos de nieve. Por el centro de la calle corría un pequeño torrente que volvía brillantes las losas de piedra. En el aire frío flotaba un agradable olor a humo, musgo y sotobosque. Me había metido las setas secas bajo la chaqueta y había vuelto a casa.
Le había formulado la misma pregunta sobre los zorros muertos a la tía Pitz. Su memoria no es tan buena como la del viejo maestro, y sin duda no sabe tanto como él sobre caza y alimañas; pero, como cuando llevaba los animales al veranero se recorría todos los caminos, rastrojales y senderos, tenía cierta esperanza de que pudiera ayudarme. Confrontando los testimonios de unos y otros, había contado veinticuatro zorros muertos, lo que bien mirado es una cifra considerable. Por desgracia, la anciana no recordaba haber oído hablar de un hecho similar, y me di cuenta de que en el fondo el asunto le importaba un bledo.
—¡Ojalá reventaran todos! El año pasado me mataron las tres gallinas con sus polluelos. Encima, ni siquiera se los comieron; los destrozaron y luego se fueron. Tus zorros son unos Scheizznegetz’zohns, unos hijos de mala madre. No valen ni el filo del cuchillo que los degüelle.
Para atenderme, había interrumpido la charla con Frida Niegel, una gibosa con ojos de urraca y olor a cuadra con la que le gusta pasar revista a los viudos y viudas del pueblo y las aldeas cercanas, fantaseando sobre posibles casamientos. Escriben sus nombres en pequeñas tarjetas y, como quien juega a las cartas, se pasan las horas muertas juntándolos por parejas, montando bodas y zurciendo destinos, mientras toman vasitos de licor de mora, más metidas en situación a medida que pasa el tiempo. Había comprendido que estorbaba.
Al final, llegué a la conclusión de que el único que quizá podía iluminarme un poco era Marcus Stern, que vive a una hora de camino de casa, solo en medio del bosque. La mañana en que me había encontrado con Orschwir, era a él a quien iba a visitar.