11

El anciano me había invitado a entrar en su casa, que olía a piedra fresca y heno. Señaló un hermoso arcón encerado y dijo que dejara allí mi hatillo, que en realidad no contenía gran cosa: dos o tres andrajos que una mañana había recogido entre las cenizas de un granero y un trozo de manta que aún olía a quemado.

En la primera habitación, de techo muy bajo y con las paredes forradas de pino, había una mesa redonda ya puesta, como si estuvieran esperándome. Vi dos cubiertos colocados uno frente al otro sobre un mantel de algodón y, en un jarrón de barro, un ramo de flores silvestres conmovedoramente frágiles que oscilaban al menor soplo de brisa y exhalaban un aroma que parecía el recuerdo de un perfume.

En ese momento me acordé de Kelmar, el estudiante, con una mezcla de tristeza y alegría; pero el anciano me puso la mano en el hombro y, con un leve movimiento de la barbilla, indicó que me sentara.

—Necesita una buena comida y una noche de descanso. Antes de irse, mi criada ha preparado un conejo a las hierbas y una tarta de membrillo. Estaban esperándolo.

Entró en la cocina y regresó con el conejo, que llevaba una guarnición de zanahorias, cebollas rojas y ramitas de tomillo en una bandeja de porcelana verde. No me atrevía a moverme ni abrir la boca. El anciano se acercó, me sirvió generosamente y me cortó una gran rebanada de pan blanco. Luego me llenó el vaso de un agua cristalina. Yo ya no sabía si estaba de verdad en aquella casa o en uno de los numerosos sueños agradables que me visitaban por la noche en el campo. Mi anfitrión se sentó frente a mí.

—Disculpe si no lo acompaño: a mi edad ya no se come mucho. Pero empiece, por favor.

Era la primera persona que me trataba como a un ser humano en mucho tiempo. Las lágrimas empezaron a brotar de mis ojos. Las primeras también en mucho tiempo. Me agarré con fuerza a la silla, como para no caer al vacío. Abrí la boca e intenté decir algo, pero no pude.

—No hable —murmuró el anciano—. No voy a hacerle preguntas. No sé con exactitud de dónde viene, pero creo adivinarlo.

Me sentía como un niño. Mis movimientos eran torpes, precipitados, inconexos. El anciano me miraba con bondad. Olvidé mis dientes rotos y me abalancé sobre el plato como hacía en el campo cuando los guardias me arrojaban un troncho de berza, una patata o un mendrugo. Me comí todo el conejo y todo el pan, lamí el plato y devoré la tarta. Seguía temiendo que me quitaran la comida si me entretenía. Sentía el estómago lleno como nunca en meses y meses, y me dolía. Tenía la sensación de que iba a explotar y moriría en aquella hermosa casa bajo la benévola mirada del anciano, de que moriría por comer demasiado después de haber sobrevivido al hambre.

Cuando acabé de rebañar el plato y la fuente con la lengua, y de recoger hasta la última miga esparcida por el mantel con la punta de los dedos, el anciano me acompañó al dormitorio. Allí me esperaba una tina llena de agua caliente y jabonosa. Mi anfitrión me desnudó, me ayudó a meterme en ella y a sentarme, y luego me lavó. El agua resbalaba por mi descolorida piel, que apestaba a mugre y sufrimiento, mientras el anciano me restregaba el cuerpo sin repugnancia, con el cariño de un padre.

Al día siguiente desperté en una alta cama de caoba, entre sábanas bordadas, impolutas y almidonadas que olían a aire puro. De todas las paredes de la habitación colgaban grabados que representaban a hombres con bigote, gorguera y, en algunos casos, insignias militares. Me miraban sin verme. La blandura del lecho me había dejado el cuerpo dolorido. Me costó levantarme. Desde la ventana se veían los campos que rodeaban el pueblo, campos cuidados, unos ya sembrados y otros por labrar; en algunos, las caballerías tiraban de arados que arañaban y esponjaban la tierra, una tierra negra y ligera, al contrario que la nuestra, que es rojiza y pegajosa como la liga. El sol estaba muy cerca del horizonte, dentado por álamos y abedules. Pero lo que tomé por el alba era en realidad el crepúsculo vespertino. Había dormido una noche y todo un día profundamente, sin soñar, sin interrupciones, de un tirón. Me sentía pesado y al mismo tiempo liberado de un fardo cuyo contenido no habría sabido definir en ese momento.

En una silla me esperaban unas prendas de ropa limpia y unos zapatos de paseo de cuero resistente y flexible, unos zapatos indestructibles que todavía llevo mientras escribo estas líneas. Cuando acabé de vestirme, vi a un hombre que me miraba desde el espejo, un hombre al que me parecía haber conocido en otra vida.

Mi anfitrión estaba sentado en el poyo de la entrada, como el día anterior. Daba caladas a la pipa y exhalaba al aire del atardecer un humo que olía a miel y helechos. Me invitó a sentarme a su lado. En ese momento me di cuenta de que todavía no le había dicho una palabra.

—Me llamo Brodeck.

El anciano dio una chupada más fuerte a la pipa y su rostro desapareció un instante tras el aromático humo.

—Brodeck… Brodeck… —repitió con voz suave—. Me alegro mucho de que haya aceptado mi invitación. Imagino que todavía le queda un largo camino antes de llegar a casa… —No supe qué responder. Había perdido la costumbre de hablar y la costumbre de pensar—. No se lo tome a mal —prosiguió—, pero a veces es mejor no volver al sitio del que te has ido. Uno se acuerda de lo que dejó, pero nunca sabe lo que puede encontrarse, sobre todo cuando la locura se ha apoderado de los hombres durante mucho tiempo. Usted aún es joven. Piénselo…

Frotó una cerilla contra la piedra del poyo y volvió a encender la pipa. Ahora el sol se había ocultado del todo en el otro lado del mundo. En los confines de los campos no quedaban más que trazos rojizos, que se extendían como churretones de fuego y anegaban la tierra. Sobre nuestras cabezas, olas de tinta negra empezaban a inundar la palidez del cielo y tempranas estrellas lanzaban destellos entre los garabatos de los últimos vencejos y los primeros murciélagos.

—Están esperándome. —Fue lo único que acerté a decir.

El anciano meneó la cabeza lentamente. Conseguí repetir la misma frase, pero no expliqué quién me esperaba, no pronuncié el nombre de Emélia. Lo había guardado en mi interior con tanto celo que no me atrevía a dejarlo salir, como si temiera que se perdiese.

Me quedé cuatro días en su casa. Durmiendo como un lirón y comiendo como un señor. El anciano me miraba con benevolencia y volvía a llenarme el plato, pero nunca me acompañaba. A veces callaba; a veces me daba conversación. Conversación a una sola voz: la suya. Pero el monólogo no parecía desagradarle, y yo también sentía un extraño placer dejándome envolver por sus palabras. Gracias a ellas tenía la sensación de regresar a la lengua, la lengua tras la que, postrada, débil, todavía enferma, había una humanidad que lo único que pedía era sanar.

Había recobrado parte de mis fuerzas, y decidí marcharme. Lo hice una mañana muy temprano, cuando amanecía y los olores a hierba fresca y rocío invadían la casa. El pelo, que me crecía a rodales, me hacía parecer un convaleciente al que ningún médico habría sabido precisar de qué enfermedad había escapado. Aún tenía la tez amarillenta y los ojos hundidos.

El anciano, a quien había comunicado la noche anterior que pensaba seguir mi camino, me esperaba en el umbral con un zurrón de tela gris provisto de correas de cuero. Contenía dos grandes hogazas de pan, un trozo de tocino, un salchichón y algunas prendas.

—Acéptelas —insistió—. Son de su talla exacta. Pertenecían a mi hijo, pero no volverá. Puede que sea lo mejor.

De pronto, el zurrón que acababa de coger me pareció muy pesado. El anciano me tendió la mano.

—Buen viaje, Brodeck. —Por primera vez, la voz le temblaba. Le estreché la mano, una mano reseca y fría, con la piel cubierta de manchas, que se arrugó en la mía. También le temblaba—. Por favor —añadió—, perdónelo… perdónelos…

Y su voz se había ahogado en un murmullo.