Sigo en el cobertizo. Me ha costado calmarme. Hace una media hora oí un ruido extraño junto a la puerta, una especie de frotamiento. Dejé de teclear y agucé el oído. Nada. El ruido había cesado. Contuve la respiración largo rato. Estaba seguro de haber oído algo. No lo había soñado: poco después, el ruido volvió a empezar, pero ya no venía de la puerta; avanzaba a lo largo de la pared, se acercaba lenta, muy lentamente, como si reptara. Apagué la vela, retiré la hoja de la máquina, que me metí debajo de la camisa, y me acurruqué en un rincón, junto a una banasta vieja llena de coles y nabos, detrás de las herramientas. El ruido no cesaba; seguía avanzando con lentitud a lo largo de las paredes del cobertizo.
Duró mucho. De vez en cuando paraba y luego volvía a empezar. Recorría el cobertizo con extraordinaria lentitud. Oyéndolo girar a mi alrededor, tenía la sensación de estar atrapado en un torno invisible que una mano también invisible iba cerrando poco a poco sobre mí.
El ruido dio una vuelta completa. Volvía a estar detrás de la puerta. Vi que la maneta se movía y bajaba en el mayor silencio. Recordé los cuentos que Fédorine conserva en la memoria, aquellos en que los objetos hablan, los castillos cruzan llanuras y montañas durante la noche, las reinas duermen mil años, los árboles se convierten en caballeros, o sacan las raíces de la tierra, las enroscan alrededor de un cuello y lo estrangulan, y las fuentes pueden curar las heridas más profundas y las penas más grandes.
La puerta se entreabrió, también sin ruido. Traté de encogerme aún más, de arrebujarme en la oscuridad. Seguía sin ver nada. Ya no oía latir mi corazón, como si se hubiera parado y también esperara que ocurriera algo. De pronto, una mano empujó la puerta. La luna asomaba la cara entre dos nubes. El cuerpo de Göbbler y su cabeza de gallo se recortaron en el umbral, como las siluetas que los pequeños vendedores ambulantes de la capital, cerca del gran mercado de la Albergeplatz, recortaban con tijeras en papel ennegrecido con humo, perfilando gnomos o monstruos.
La corriente que penetraba por la puerta traía olor a nieve. Inmóvil, Göbbler escrutaba la oscuridad. Yo no me había movido. Sabía que donde estaba no podía verme; yo a él tampoco, pero percibía su olor, un olor a gallina mojada y corral.
—¿Aún no te has acostado, Brodeck? ¿No contestas? Sé que estás ahí, he visto la luz por debajo de la puerta antes de que la apagaras y he oído la máquina… —En la oscuridad, su voz adoptaba extrañas resonancias—. Yo tampoco duermo, Brodeck… ¡Ten cuidado!
La puerta volvió a cerrarse y la silueta de Göbbler desapareció. Aún oí sus pasos unos segundos más. Imaginé sus gruesas botas de cuero engrasado con la suela embarrada, dejando sucias manchas marrones en la fina capa nevada.
Seguí inmóvil en mi escondite un buen rato. Respiraba tan bajo como podía y le decía a mi corazón que se calmara. Le hablaba como se habla a un animal.
Fuera, el viento empezó a soplar con más fuerza. El cobertizo se estremecía. Sentí frío. De pronto, mi miedo cedió ante la cólera. ¿Qué quería aquel matagallinas? Además, ¿a él qué le importaba? ¿Acaso vigilaba o espiaba yo a la gorda de su mujer? ¿Con qué derecho entraba en mi casa sin llamar para amenazarme veladamente? Que hubiera cometido una atrocidad con los demás no lo convertía en juez. ¡De todos, el único inocente era yo! ¡Yo! ¡El único! El único…
El único.
Sí, yo era el único.
Mientras me lo repetía, comprendí hasta qué punto era peligroso, porque, en el fondo, ser inocente entre culpables es igual que ser culpable entre inocentes. También me pregunté por qué esa famosa noche, la noche del Ereigniës, todos los hombres del pueblo se encontraban en la fonda Schloss, todos menos yo. Hasta ahora no me había parado a pensarlo. No había caído en la cuenta porque precisamente me había creído, con enorme ingenuidad y sin darle más vueltas, muy afortunado por no estar allí. Pero era imposible que, por casualidad, todos hubiesen decidido ir a tomar una copa de vino o una jarra de cerveza a la fonda a la misma hora. Si no faltaba ninguno, era porque se habían citado. Y de esa cita me habían excluido. Pero ¿por qué? ¿Por qué?
Volví a estremecerme. Seguía en la oscuridad, en la oscuridad del cobertizo y en la oscuridad de mi pregunta. Y de pronto, el recuerdo del primer día bailó en mi mente como una sierra en un tronco demasiado verde. El día de mi vuelta. Cuando había llegado del campo después de una larga marcha y entrado en las calles de nuestro pueblo.
Los rostros de toda la gente con que me había encontrado desfilaron ante mí: primero, en el portillo, las hermanas Glacker, la alta, que tiene cara de lirón, y la baja, con los ojos hundidos en la grasa; luego, en la calle de los lagares, Gott, el herrero, con los brazos cubiertos de pelambre rojiza; la tía Fülltach, delante de su bar, en la esquina con la calleja Unteral; Ketzenwir, tirando de una vaca enferma junto a la fuente Bieder; Otto Mielk, que charlaba con el forestal Prossa bajo la marquesina del mercado sujetándose la panza y, al ver mi fantasma, abrió tanto la boca que dejó caer su pequeño y torcido cigarro; después, todos los que salieron de sus cuatro paredes como si emergieran de la tumba y, haciendo corro a mi alrededor, me acompañaron en silencio hasta casa; y, por último y sobre todo, cuantos se metieron en sus casas y se apresuraron a cerrar la puerta, como si yo hubiese vuelto con un cargamento de desgracias, odios o deseos de venganza y fuera a desparramarlos en el aire como cenizas frías.
Si poseyera el talento, los colores y los pinceles del Anderer, podría pintar todas esas caras, en especial sus ojos, unos ojos donde entonces no leí más que sorpresa, pero en los que de hecho, ahora que creo conocerlos mejor, había un montón de cosas, como en esas charcas que el verano deja tras sí en las turberas desecadas del calvero del Trauerprintz, llenas de inmundicias animadas, de minúsculas fauces dispuestas a despedazar cuanto entorpezca su estrecho destino.
Acababa de escapar del centro de la tierra. Había tenido la suerte de salir del Kazerskwir, de trepar por sus paredes, y cada metro ganado me parecía una resurrección.
Pero mi cuerpo era el de un muerto. Y en los sitios por los que pasé durante mi larga caminata, los niños huían llorando como si hubieran visto al diablo, mientras que los hombres y las mujeres salían de las casas, se acercaban a mí, hacían amago de tocarme y giraban a mi alrededor.
A veces me daban pan, un trozo de queso o una patata asada bajo las brasas, pero algunos me lanzaban guijarros, escupitajos o insultos, como si se hubieran cruzado con un malhechor. Comparado con lo que dejaba atrás, eso no era nada. Sabía que venía de un sitio demasiado lejano para ellos, y no era una cuestión de kilómetros reales. Procedía de un país que no existía en su mente, un país que ningún mapa había recogido, un país que ningún relato había mencionado, un país surgido de la tierra en unos meses, pero cuyo recuerdo iba a tardar siglos en desmoronarse.
¿Cómo pude andar tanto, hilvanar todos esos senderos con los pies desnudos? Lo ignoro. Tal vez, simplemente porque sin saberlo ya estaba muerto. Sí, tal vez porque estaba muerto, como los demás, como todos los demás en el campo, pero no lo sabía, no quería saberlo, y como lo negaba había conseguido burlar la vigilancia de los que guardan los Infiernos, los de verdad, que al ver agolparse tanta gente a sus puertas en los últimos tiempos me dejaron regresar, diciéndose que al fin y al cabo tarde o temprano volvería para ocupar mi sitio en la gran cohorte.
Caminé, caminé, caminé… Caminé hacia Emélia. Iba hacia ella. Regresaba. No paraba de repetirme que volvía a su lado. En el horizonte estaba su cara, su dulzura, su risa, su piel, su voz aterciopelada y ronca, su acento extranjero, que daba a cada una de sus palabras una torpeza de niño que al tropezar en un guijarro está a punto de caer, pero recupera el equilibrio y se echa a reír. También estaba su olor a aire puro, musgo y sol. Le hablaba. Le decía que volvía. Emélia. Mi Emélia.
No obstante, he de reconocer que no toda la gente con que me crucé durante mi larga marcha me trató como a un perro vagabundo, como a un mendigo apestado. También había conocido al anciano.
Un atardecer, al otro lado de la frontera, en su país, en el país de los Fratergekeime, llegué a una aldea sorprendentemente intacta. Todas las casas seguían en pie, sin desconchones, sin boquetes, sin tejados arrancados, sin graneros quemados… La iglesia, erguida e indemne, velaba por el pequeño cementerio que se extendía a sus pies entre huertos bien cuidados y un paseo de tilos. Las tiendas no habían sido saqueadas. El ayuntamiento estaba impecable, y hermosas vacas de mirada apacible abrevaban en silencio en las pilas de las grandes fuentes, mientras el niño que las llevaba a ordeñar jugaba con una peonza roja.
El anciano estaba sentado en un poyo ante la fachada de una de las últimas casas del pueblo. Parecía dormir con las manos apoyadas en un bastón de acebo y la pipa apagada. Un sombrero de fieltro le ocultaba la mitad del rostro. Ya había pasado de largo cuando lo oí llamarme con una voz lenta, una voz que, por decirlo así, era como una mano amistosa que se te posa en el hombro.
—Acérquese… Vamos, acérquese… —Por un momento, creí soñar que me llamaba—. ¡Sí, le hablo a usted, joven!
Qué curioso que me llamara «joven». Me entraron ganas de sonreír. Pero ya no sabía. Los músculos de la boca, labios y ojos no sabían sonreír, y los dientes rotos me dolían.
Ya no era joven. En el campo había envejecido siglos. Había agotado la cuestión de envejecer. Pero, a medida que nos sometíamos a ese curioso aprendizaje, nuestros cuerpos se evaporaban. Yo, que había salido de casa redondo como una pelota, ahora estaba en los huesos. Todos acabábamos pareciéndonos. Nos habíamos convertido en sombras idénticas unas a otras. Podían confundirnos, eliminar a unos cuantos cada día, porque a continuación añadían otros tantos, y no se notaba. Las siluetas y las caras huesudas que poblaban el campo eran siempre las mismas. Ya no éramos nosotros mismos. No nos pertenecíamos. Ya no éramos individuos. Sólo una especie.