Estoy frente a la pared posterior del cobertizo. Tengo la máquina delante. Hace mucho frío. Los dedos no son lo único que se me ha quedado helado; la nariz también. Ya no la siento.
Cuando busco las palabras y alzo la vista, veo la pared y entonces me digo que quizá no debería haber arrimado la mesa a ella. Tiene demasiada personalidad. Está demasiado presente. Me recuerda al campo. Allí había una parecida a ésta.
Al llegar, todos pasábamos por la Büxte, la caja. Así llamaban los guardias a ese sitio, una exigua celda de piedra de metro cincuenta por metro cincuenta, donde no se podía estar ni de pie ni tumbado.
Nos sacaban de los trenes a golpes de porra, entre gritos. A continuación, teníamos que correr hasta el campo. Tres kilómetros de mal camino entre chillidos, ladridos y a veces mordiscos de los perros. A quienes caían los remataban allí mismo a porrazos. Estábamos débiles; no habíamos comido en seis días y apenas habíamos bebido agua. Teníamos el cuerpo agarrotado. Las piernas casi no nos sostenían.
A mi lado iba el estudiante Moshe Kelmar, que había viajado en el mismo vagón. Habíamos pasado seis días juntos, apretujados en aquella gran caja de metal que se arrastraba como una babosa por campos que ni siquiera veíamos, con las gargantas secas como la paja a finales de agosto, asfixiándonos entre una masa humana gimiente y llorosa. No había sitio ni aire. Allí había hombres, mujeres, ancianos, muchachas… Junto a nosotros, una joven madre sostenía a un niño de meses. Una madre muy joven y su hijo. Los recordaré toda mi vida.
Kelmar hablaba la lengua de Fédorine, la lengua milenaria que ella me había transmitido y que, de pronto y sin esfuerzo, volvía a mis labios. Kelmar sabía mucho de libros y también numerosos nombres de flores —incluido el de la «violeta de los barrancos», que es una flor casi legendaria en nuestra región—, pese a haber vivido siempre en la capital, es decir, muy lejos de nuestro pueblo, muy lejos de la montaña. Nunca había puesto los pies en ella, y su imaginación la embellecía. Tenía manos de chica, el pelo rubio y muy fino y facciones delicadas. Llevaba una camisa de excelente lino que había sido blanca, con chorreras en la pechera, una prenda para acudir a un baile o una cita amorosa.
Le había pedido noticias de la capital, que conocía de mis tiempos de estudiante. En esa época, la gente de nuestra provincia cruzaba la frontera para visitarla. Aunque la ciudad pertenecía al país de los Fratergekeime, nuestra región había estado vinculada a ella durante tantas décadas bajo el Imperio que todavía nos sentíamos en ella como en casa. Kelmar me habló de los cafés donde se reunían los estudiantes para tomar vino caliente y pasteles de canela con semillas de sésamo; del paseo Elsi, que rodea un hermoso lago, donde en verano se invita a las chicas a pasear en barca y en invierno se patina; de la Gran Biblioteca de la calle Glockenspiel y sus miles de volúmenes con dorados en las cubiertas; de la taberna Stüpe, donde la oronda fra Gelicke nos trataba como una madre y nos llenaba el plato de estofado o sopa de salchichas. Pero, a mis preguntas sobre lugares que yo había frecuentado y recordaba con cariño, casi siempre respondía que no había estado desde hacía al menos tres años, desde el día en que él y todos los así llamados Fremdër habían sido confinados en la parte antigua de la capital, transformada en gueto.
Pero en ese barrio había un sitio al que Kelmar había ido mucho y del que me habló largo rato, un sitio que me era tan querido que el simple hecho de evocarlo de nuevo acelera un poco los latidos de mi corazón y hace que mi alma sonría. El pequeño teatro Stüpispiel tenía un escenario minúsculo y sólo cuatro filas de butacas. Seguramente, los espectáculos que se representaban en él eran los peores de la ciudad, pero el precio de la entrada resultaba irrisorio, y durante los fríos días de noviembre y diciembre la pequeña sala estaba caliente y era tan acogedora como un pajar.
Cierta noche, había ido en compañía de Ulli Rätte, un compañero de clase amante de la buena vida cuya continua risa sonaba como una cascada de monedas de cobre; Ulli estaba colado por una aspirante a actriz, una morenita un tanto metida en carnes que interpretaba un papelillo en una astracanada sin pies ni cabeza. Yo empezaba a dar cabezadas, cuando a dos asientos del mío se sentó una chica. Su vestido, demasiado fino para la estación, sugería que estaba allí por la misma razón que yo. Tiritaba un poco. Parecía un pajarillo, un frágil y vivaz herrerillo. Sus labios, ligeramente entreabiertos y de un rosa pálido, sonreían. Se sopló en las pequeñas manos, volvió la cabeza y me miró. Una vieja canción de la montaña dice que cuando el amor llama a tu puerta sólo queda la puerta: lo demás desaparece. Nuestros ojos estuvieron hablándose más de una hora. Cuando salimos del teatro, como autómatas, sólo el frío de la calle nos sacó de nuestro embeleso. Una nieve fina se posaba en nuestros hombros. Me atreví a preguntarle el nombre. Me lo dijo, y para mí fue el regalo más valioso del mundo. Esa noche no paré de murmurar su nombre, de decirlo y volver a decirlo, como si al repetirlo hasta el infinito pudiera lograr que ante mí apareciera el ángel de ojos avellana que lo llevaba:
—Emélia, Emélia, Emélia…
Kelmar y yo salimos del vagón a la vez. Echamos a correr protegiéndonos la cabeza con las manos. Los guardias ladraban. Algunos hasta conseguían reír simultáneamente. Podría haber pasado por un gran sainete, de no ser por los gemidos y el olor a sangre. Kelmar y yo estábamos sin aliento. No habíamos comido nada en seis días y apenas habíamos bebido. Las piernas no nos sostenían. Teníamos las articulaciones oxidadas. Corríamos como podíamos. Aquello no parecía tener fin. La mañana empezaba a arrojar su pálida luz sobre los prados circundantes, aunque el sol aún no había asomado. Acabábamos de pasar junto a un enorme y retorcido roble al que un rayo había calcinado parte del ramaje. Poco después, Kelmar se paró. De golpe.
—No seguiré, Brodeck.
Le dije que se había vuelto loco, que los guardias llegarían, se arrojarían sobre él y lo matarían.
—No seguiré. No podré vivir con lo que tú sabes… —repitió.
Lo agarré de una manga e intenté arrastrarlo. No hubo manera. Tiré con más fuerza. Me quedé con un trozo de su camisa en las manos. Los guardias notaron algo. Dejaron de hablar y miraron en nuestra dirección.
—¡Vamos, deprisa! —le supliqué.
Kelmar se sentó tranquilamente en medio del camino.
—No seguiré —repitió en tono bajo y sereno, como quien se limita a expresar por fin una grave decisión que ha madurado en el silencio de su mente.
Los guardias empezaron a avanzar hacia nosotros, cada vez más deprisa y gritando.
—Kelmar… —murmuré—. Kelmar… ¡ven, te lo suplico!
Me miró y sonrió.
—Cuando vuelvas a tu tierra y encuentres la violeta de los barrancos, piensa en mí, piensa en el estudiante Moshe Kelmar. Y luego cuéntalo, dilo todo. Habla del vagón, habla también de esta mañana, Brodeck, habla por mí, por todos los hombres…
De pronto sentí un dolor abrasador en los riñones. El segundo porrazo me alcanzó en el hombro. Los dos guardias estaban junto a nosotros, aullando y golpeando. Kelmar cerró los ojos. Un guardia me empujó y me gritó que me fuera. El tercer golpe me partió un labio. La boca se me llenó de sangre. Volví a echar a correr llorando, no de dolor, sino porque pensaba en Kelmar, que había hecho una elección. Los gritos se alejaron. Me volví. Los dos guardias estaban ensañándose con Kelmar. El cuerpo del estudiante se agitaba de derecha a izquierda, como un pobre títere al que unos críos destrozan las articulaciones por diversión. En esos instantes creí revivir, en un resumen atroz, la Pürische Nacht, la Noche de la Purificación.
Nunca he encontrado la violeta de los barrancos en nuestras montañas. Sin embargo, la he visto en un libro, un libro precioso: es una flor no muy alta, de tallo fino y pétalos de un azul profundo que parecen soldados entre sí, como si nunca fueran a abrirse. Tal vez ya no crezca. Tal vez la naturaleza haya decidido retirarla para siempre de su gran catálogo y privar de ella a los hombres, privarlos de su belleza, porque ya no la merecen.
Al final del camino y de mi carrera, se alzaba la entrada del campo: un enorme portón de forja elegantemente trabajado, como la verja de un parque o un jardín público. Estaba flanqueada por sendas garitas pintadas de un rosa y un verde de lo más alegres, donde permanecían los guardias, y sobre el portón se veía un grueso y reluciente gancho, parecido a los de las carnicerías, donde cuelgan bueyes enteros. De éste colgaba un hombre, que se balanceaba con una soga al cuello, las manos atadas a la espalda, los ojos desorbitados y la hinchada lengua asomando entre los labios; un pobre diablo tan parecido a nosotros como si fuera nuestro hermano, con el esquelético pecho adornado con un letrero escrito en su lengua, la lengua de los Fratergekeime, que antaño había sido gemela de la nuestra, en el que podía leerse: «Ich bin nichts», no soy nada. El viento lo balanceaba un poco. Tres cornejas acechaban no muy lejos, observando los ojos del cadáver como si fueran un manjar.
A diario ahorcaban a un hombre en la entrada del campo. Al despertarnos por la mañana, todos los presos nos decíamos que quizá fuera nuestro turno. Los guardias nos sacaban de los barracones en que dormíamos hacinados en el suelo y nos obligaban a formar en filas y esperar de pie largo rato, hiciera el tiempo que hiciera, hasta que elegían a uno de nosotros, la víctima del día. A veces, lo decidían en tres segundos; otras, se lo jugaban a los dados o las cartas. Y nosotros teníamos que aguardar de pie frente a ellos, en hileras perfectas, totalmente inmóviles. Las partidas se eternizaban y, al acabar, el ganador tenía el privilegio de elegir a quien quisiera. Recorría las filas. Nosotros conteníamos la respiración. Cada uno trataba de volverse tan insignificante como podía. El guardia se lo tomaba con calma. Por fin, se detenía ante un prisionero, lo tocaba con la punta del bastón y simplemente decía: «Du». En nuestro fuero interno, nosotros, todos los demás, sentíamos brotar una loca alegría, una felicidad abyecta que sólo duraría hasta la jornada siguiente, hasta la nueva ceremonia, pero que nos permitiría aguantar, seguir aguantando.
El Du se iba con los guardias. Llegaba al portón. Le mandaban subir al patíbulo. Debía descolgar al ahorcado del día anterior y luego bajarlo a hombros, cavar una fosa y enterrarlo. Después, los guardias le ordenaban colgarse el letrero «Ich bin nichts», le pasaban la soga alrededor del cuello, le hacían subir al taburete y esperaban a que llegara la Zeilenesseniss.
La Zeilenesseniss era la mujer del comandante del campo. Era joven y, sobre todo, de una belleza inhumana, hecha de un exceso de blancura y rubicundez. Se paseaba por el campo a menudo, y nosotros teníamos orden de no cruzar la mirada con la suya, so pena de muerte.
Nunca se perdía el ahorcamiento matutino. Llegaba caminando lentamente, fresca, con las mejillas todavía sonrosadas por el agua pura, el jabón y la crema; a veces, el viento nos traía su perfume, un aroma a glicinas, que desde entonces no puedo percibir sin vomitar y llorar. Llevaba ropa limpia. Iba vestida y peinada de manera impecable, y a unos cuantos metros, nosotros, mugrientos y malolientes, devorados por la miseria de nuestros harapos informes y descoloridos, el cráneo rapado y cubierto de roña y los huesos tensándonos la piel, pertenecíamos a un mundo distinto del suyo.
Jamás venía sola. Siempre traía en brazos a su hijo, un bebé de pocos meses envuelto en graciosos pañales. Lo acunaba serenamente, le hablaba al oído, le cantaba nanas… Una la recuerdo; decía así: «Welt, Welt von licht / Manns hanger auf all recht / Welt, Welt von licht / Ô mein kinder so wet stillecht». «Mundo, mundo de luz, / la mano de los hombres sobre todas las cosas. / Mundo, mundo de luz, / oh, mi niño, qué dulcemente reposa».
El bebé siempre estaba tranquilo. No lloraba. A veces dormía, pero ella lo despertaba con leves gestos muy tiernos, y cuando al fin abría los ojos, meneaba los bracitos y las piernecillas y bostezaba hacia el cielo, ella, con un simple movimiento de barbilla, indicaba a los guardias que la ceremonia podía empezar. Uno de ellos propinaba una fuerte patada al taburete, y el cuerpo del Du caía para quedar retenido por la cuerda al instante. La Zeilenesseniss lo miraba largo rato, y en sus labios afloraba una sonrisa. No perdía detalle de las sacudidas, de los ruiditos de la garganta, de los pies agitándose en el vacío en busca del suelo, del borboteo de los intestinos que se vaciaban y de la inmovilidad final, del enorme silencio. A continuación, depositaba un largo beso en la frente de su bebé, que a veces lloriqueaba, seguramente no de miedo sino porque tenía hambre y reclamaba su toma, y se iba tan tranquila. Las tres cornejas ocupaban sus puestos. No sé si todos los días serían las mismas. Eran idénticas. Los guardianes también se parecían, pero ellos no nos devoraban los ojos; se conformaban con nuestras vidas. Como ella. Como la mujer del comandante, a la que entre nosotros llamábamos la Zeilenesseniss, la Comedora de Almas.
Después, a menudo he pensado en ese niño, en su hijo. ¿Murió, como ella? Si vive, debe de tener la edad de mi pequeña Poupchette. ¿Cómo será ese niño que durante meses se alimentó todas las mañanas con la leche caliente de los pechos de su madre y el espectáculo de cientos de hombres ahorcados?
¿Qué sueña? ¿Qué dice? ¿Todavía sonríe? ¿Ha enloquecido? ¿Lo olvidó todo o revive en su joven cabeza las convulsiones de los cuerpos acercándose a la muerte, las quejas estranguladas, las lágrimas que resbalaban por las macilentas y chupadas mejillas, los estridentes chillidos de los pájaros…?
Durante los primeros días en el campo, en la Büxte, no había parado de hablar con Kelmar, como si todavía estuviera vivo. La Büxte era una celda sin ventana. La luz se filtraba por debajo de la gruesa puerta reforzada con herrajes. Abría los ojos y veía la pared. Cerraba los ojos y veía a Kelmar y detrás, lejos, muy lejos, a Emélia, sus suaves y delicados hombros, y más lejos aún a Fédorine, que lloraba meneando lentamente la cabeza.
No sé cuánto tiempo estuve en la Büxte, con esas tres caras y esa pared. Seguramente mucho. Semanas, tal vez meses. Pero de todas formas allí, en el campo, los días, las semanas y los meses no significaban nada. El tiempo no contaba.
El tiempo había dejado de existir.