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En definitiva, aquel famoso día de primavera el Anderer habló tranquilamente y, sonriendo todo el rato, volvió a montarse en el caballo. Sin añadir nada, dejó a Gunther Beckenfür y se vino al pueblo. Beckenfür lo siguió con la mirada hasta que desapareció detrás de las peñas de los Kölnke.

Antes de llegar aquí tuvo que detenerse en algún sitio. Por fuerza. He cotejado las horas. Hay una laguna entre el instante en que Beckenfür lo perdió de vista y el momento en que cruzó la entrada del pueblo, bajo la mirada del mayor de los Dörfer, que no se atrevía a entrar en casa porque su padre, borracho como una cuba una vez más, aullaba que le iba a sacar las tripas. Una laguna que el cansino paso del caballo no puede justificar. Tras mucho pensarlo, creo que debió de hacer un alto cerca del río, junto al Baptisterbrücke, donde la carretera dibuja una curiosa serpentina en un prado de hierba tierna como la mejilla de un niño. No se me ocurre otra explicación. La vista es preciosa y, para quien no conoce nuestra tierra, es el sitio ideal a fin de palparla como una tela, porque se divisan los tejados del pueblo, se oye su rumor y, sobre todo, se embelesa uno con el río.

El Staubi no es un curso de agua a tono con el paisaje. Uno esperaría encontrar una lánguida corriente que se ensancha y desborda, que se extiende por los prados y enreda sus aguas en los ranúnculos de doradas cabezas, como lentas y blandas algas semejantes a cabelleras mojadas. En cambio, lo que tenemos es un torrente impetuoso y juguetón, que borbotea, ruge, arrastra los guijarros, rasca las rocas que afloran, las golpea y lanza al aire espuma y roción. Un salvaje río de la montaña, límpido y cortante como un cristal bajo el que relampaguean las grises truchas. Un río montaraz. Tanto en verano como en invierno su agua te hiela el paladar, y durante la guerra, al amanecer, a veces se veían allí criaturas distintas de los peces, completamente azules y con expresión asombrada, o con los ojos bien cerrados, como si las hubieran dormido por sorpresa y arropado con hermosas sábanas líquidas.

Habiendo hablado de algunas cosas con él, estoy seguro de que el Anderer se tomó su tiempo para admirar nuestro río. Staubi es un nombre curioso. No significa nada, ni siquiera en el dialecto. Se ignora de dónde viene. Ni el mismo Diodème encontró su origen ni su significado en todos los papeles que pudo remover y leer. Los nombres son muy extraños. A veces los repites constantemente y no sabes nada sobre ellos. En el fondo, son un poco como la gente, como esas personas con quienes nos cruzamos durante años pero a las que no conocemos, hasta que un día se nos muestran de pronto como jamás las habíamos imaginado.

No sé qué pensaría el Anderer cuando vio nuestros tejados y nuestras chimeneas por primera vez. Había llegado. Había acabado su viaje. Iba allí y a ningún otro sitio. Beckenfür lo pensó y lo comprendió, y a todos los demás nos pasó lo mismo, más tarde. No era un error. El Anderer venía aquí, sin la menor duda, por voluntad propia y tras haber preparado su aventura, llevándose cuanto necesitaba para ella, y no porque le diera una ventolera o fuese un capricho del azar.

Debía de haber calculado hasta la hora de llegada. Una hora de luz rasante, que realza las cosas, las montañas que resguardan el valle, los bosques y los pastos, los muros y los gabletes, los setos y las voces, volviéndolos más hermosos y majestuosos. Una hora que no es de plena claridad, que basta para conferir a cualquier hecho una pátina particular y a la llegada de un forastero una resonancia especial en un pueblo de cuatrocientas almas aficionadas a darle vueltas a los cosas incluso en tiempos normales. Pero también, a la inversa, una hora que, por el hecho de estar aún aferrada al día que muere, invita a la curiosidad y aún no al miedo. El miedo viene después, cuando se cierran los postigos y las ventanas, cuando el último tronco se introduce bajo la ceniza y el silencio extiende su dominio en lo más profundo de las casas.

Siento frío. Tengo la punta de los dedos tan ásperas y rígidas como si fueran de piedra. Estoy en el cobertizo, rodeado de maderas abandonadas, macetas, sacos de simientes, rollos de cordel, sillas desfondadas, de todo un baratillo medio inútil. Aquí se amontonan los desechos de la vida. Y aquí estoy yo. He venido adrede. Necesito aislarme para intentar ordenar esta terrible historia.

Llevamos casi diez años aquí. Dejamos la cabaña para mudarnos a esta casa cuando pude comprarla con lo que ahorramos de mi sueldo y la venta de los bordados de Emélia. Cuando firmé la escritura a mi nombre, el señor Knopf me había estrechado las manos calurosamente: «Bueno, ahora sí que estás en tu casa, Brodeck. Nunca olvides que una casa es como un país». Luego sacó unas copas y brindamos, él y yo, porque el vendedor rehusó la que le ofrecía el notario: se llamaba Rudolf Sachs, usaba monóculo y guantes blancos, había venido especialmente de S. y nos había mirado de arriba abajo como si él viviera en una nube inmaculada y nosotros entre estiércol. La casa había pertenecido a uno de sus tíos abuelos, al que nunca había conocido. La cabaña nos la habían dado cuando llegamos Fédorine, su carreta y yo, hace ahora más de treinta años. Veníamos del fin del mundo. Nuestro viaje había durado semanas, como una pesadilla interminable. Habíamos cruzado fronteras, ríos, paisajes, puertos, ciudades, puentes, idiomas, pueblos, bosques y campos. Yo iba sentado en la carreta como un pequeño rey, acurrucado entre los fardos al lado del conejo, que no apartaba de mí su mirada aterciopelada. Todos los días, Fédorine me alimentaba con pan, manzanas y tocino que extraía de grandes bolsas de tela azul, y también con palabras, las palabras que deslizaba en mis oídos y que yo debía volver a sacar por la boca.

Y un día habíamos llegado a este pueblo, que se convirtió en el nuestro. Fédorine detuvo la carreta ante la iglesia y me hizo bajar a estirar las piernas. En esa época, la gente todavía no temía a los forasteros, aunque fueran los más pobres entre los pobres. Nos rodearon. Unas mujeres nos trajeron de comer y de beber. También me acuerdo de los rostros de los hombres que, queriendo impedir que Fédorine hiciera más esfuerzos, tiraron de la carreta y la llevaron hasta la cabaña. Luego apareció el padre Peiper, todavía joven y rebosante de energía, cuando aún creía en lo que decía, y después el alcalde, un anciano con coleta y grandes mostachos blancos llamado Sibelius Craspach, que había sido oficial médico en el ejército imperial. Nos instalaron en la cabaña y nos dieron a entender que podíamos quedarnos una noche o años. Había una enorme estufa negra, una cama de pino, un armario, una mesa, tres sillas y otra habitación vacía. Las paredes de madera eran de un suave y cálido color miel. Se estaba caliente. A veces, por la noche, se oía el murmullo del viento en las altas ramas de los cercanos abetos y el crujido de la madera, acariciada por el aliento de la estufa. Me dormía pensando en las ardillas, los tejones y los tordos. Era un paraíso.

Aquí en el cobertizo estoy solo. No es sitio para mujeres, ni jóvenes ni viejas. Por la noche, las velas proyectan sombras fantásticas. Las vigas interpretan una música seca. Tengo la sensación de estar muy lejos. Tengo la sensación, quizá equivocada, de que aquí nada puede molestarme ni alcanzarme, de que me encuentro a salvo de todo y de todos, cuando en realidad estoy en el centro del pueblo y rodeado por los otros, que lo saben todo sobre mí, lo que hago, lo que digo y si respiro.

He puesto la máquina en la mesa de Diodème. Cuando murió, Orschwir mandó tirar y quemar todo, su ropa, sus escasos muebles y sus novelas, con la excusa de que había que hacer sitio para el nuevo maestro. A Diodème lo sustituyó Johann Lülli. Es de aquí. Tiene una pierna más corta que la otra y una mujer muy guapa que le ha dado tres hijos; el último aún lleva pañales. Lülli no es una lumbrera, pero tampoco idiota. Antes redactaba escrituras en la alcaldía y ahora enseña a los niños, tras llenar la pizarra de letras y números. Él también estaba la noche del Ereigniës. Entre todas aquellas caras que me miraban, entreví su pelambrera rojiza y sus anchos hombros cuadrados, que dan la impresión de que se haya puesto la chaqueta sin retirar la percha.

En realidad, no necesitaba la mesa de Diodème, pero quería tener algo suyo, algo que hubiera tocado, utilizado. La mesa se le parece. Dos hermosos tableros de nogal encerado unidos directamente a cuatro sencillas patas, sin adornos ni perifollos. Un gran cajón cerrado con una llave de la que no dispongo. Tampoco he sentido tanta curiosidad como para forzarlo y ver si contiene algo. Si sacudo un poco la mesa, no se oye nada. Para mí que está vacío.