Intento acercarme de nuevo a esos momentos, cuando lo que me gustaría sería olvidarlos y luego huir, huir muy lejos, con paso ágil y una mente totalmente nueva.
Tengo la sensación de que no estoy hecho para mi vida. Me refiero a que me viene grande por todas partes, que no es de la medida de un hombre como yo, que se llena de demasiadas cosas, de demasiados hechos, de demasiadas miserias, de demasiados fallos. ¿Será culpa mía? ¿Será que no sé ser hombre? ¿Que no sé tomar y dejar, hacer elecciones? ¿O será a causa de este siglo en que vivo y que parece un enorme tonel donde se derrama todo lo que les sobra a los días, todo lo que se corta, araña, aplasta y cercena? A veces creo que la cabeza va a estallarme como una olla de pólvora.
Ese famoso día, el que siguió al Ereigniës, no está tan lejos. Sin embargo, se me escapa entre los dedos. No recuerdo más que algunas escenas y palabras muy precisas, muy nítidas, que se iluminan sobre el fondo de una profunda oscuridad. Y también recuerdo el miedo que sentí, sobre todo el miedo, como si desde ese día el miedo se hubiera convertido en mi ropa. Una ropa que todavía no he conseguido arrancarme; muy al contrario: me aprieta como si encogiera semana a semana. Lo más extraño es que, cuando estaba en el campo y me había convertido en el Perro Brodeck, no tenía miedo. Allí éste no existía; yo me encontraba mucho más allá de él. Porque el miedo todavía pertenece a la vida. Del mismo modo que las hienas dan vueltas alrededor de las carroñas, el miedo no puede prescindir de la vida. Ella es la que lo alimenta y mantiene. Pero yo estaba en los márgenes de la vida. Estaba ya en medio del río.
Cuando salí de la granja de Orschwir creo que vagué por las calles. Todavía era muy temprano. Seguía viendo la imagen de los cerdos revolcándose en el lodo y mirándome con ojos siniestros. Intentaba ahuyentar esa visión, pero era tenaz. Echaba en mí unas raíces que nunca conseguiría arrancar. Aquellos animales, sus enormes caras, sus hinchadas barrigas y sus ojos, aquellos ojos desvaídos que me escrutaban, y aquel hedor… Dios mío… Todo aquello —los cerdos y el tranquilo y confiado rostro del Anderer— acabó bailando una zarabanda en mi mente, un baile sin música, con la espantosa calma de Orschwir como único violín.
De pronto, me encontré ante el café de la tía Pitz, junto al viejo lavadero. Seguramente había ido hasta allí para tener la certeza de no toparme con nadie, al menos con ningún hombre. Sólo van ancianas que se reúnen allí a todas horas, pero sobre todo al final del día, alrededor de una infusión o unos vasitos de aguardiente mezclado con enebro y una pizca de azúcar; unos Liebleich, zalameros, los llamamos aquí.
En realidad, el de la tía Pitz no es un café. Es una habitación contigua a su cocina. Hay tres mesas pequeñas con tapetes de encaje y unas cuantas sillas alrededor, una estrecha chimenea que tira mal, plantas verdes en tiestos barnizados y, en una pared, una fotografía muy desvaída de un joven que sonríe al objetivo alisándose el bigote con dos dedos. La tía Pitz ha cumplido los setenta y cinco. Está totalmente encorvada, como doblada en ángulo recto. Cuando se la encuentran por la calle, los chicos la llaman Die Fleckarei, la Escuadra. Y el joven de la fotografía era su marido, Augustus Pitz, que lleva muerto medio siglo.
Debo de ser el único hombre que pone los pies en su café de cuando en cuando. A veces me ayuda. Por eso voy. Conoce todas las plantas de la montaña, hasta las más raras, de modo que si no las encuentro en mis libros voy a preguntarle y pasamos unas horas hablando de las flores y las gramíneas, de los senderos y los sotobosques, de los prados donde pacen las ovejas, las cabras, las vacas y el incansable viento, de todos esos sitios a los que ella ya hace mucho tiempo que no puede ir.
—Me han cortado las alas, Brodeck… En realidad, mi vida estaba allí arriba, en los altos pastizales, con los rebaños. En el pueblo me ahogo, el aire es demasiado denso. Aquí vives como las lombrices, arrastrándote por el suelo, comiéndote el polvo… En cambio, allí arriba…
Tiene los herbarios más hermosos que conozco. Todo un armario atestado de grandes libros con tapas de cartón gris oscuro en los que, durante años, ha ido colocando las flores y hierbas de la montaña. Debajo de cada espécimen ha apuntado con su esmerada caligrafía el lugar de recogida, el día, el aspecto del cielo, el aroma de la planta, sus colores exactos, su orientación, y a veces un pequeño comentario sin ninguna relación.
—Conque otra vez vienes por el Gran Libro de los Muertos y las Muertas, Brodeck…
Para ser exactos, dijo «De Buch vo Stiller un Stillie», en dialecto, lo que resulta menos trágico y más suave.
Así es como me recibió ese famoso día cuando empujé su puerta con cascabeles. Luego volví a cerrarla como si estuvieran siguiéndome, sin duda con la cara pálida y la rapidez de un conspirador, y fui a sentarme a la mesa que se halla más cerca del ángulo, que se encaja en él como si quisiera desaparecer. Le pedí algo muy fuerte y muy caliente, porque temblaba como una carraca vieja en Semana Santa. Estaba aterido. Sin embargo, el sol había acabado de encaramarse al cielo y se alzaba como dueño y señor.
La tía Pitz volvió enseguida con una taza humeante. Me indicó que bebiera. Obedecí como un niño. Cerré los ojos y dejé que el brebaje penetrara en mí. Me calentó la sangre, luego las manos y después la cabeza. Me desabotoné un poco el cuello de la chaqueta y el de la camisa. La tía Pitz me miraba. Las paredes se movían suavemente como hojas de álamo, y también las sillas, que parecían querer acercarse a ellas y sacarlas a bailar.
—¿Qué te pasa, Brodeck? ¿Has visto al diablo?
Tenía mis manos entre las suyas y la cara muy cerca de la mía. Sus ojos son grandes, verdes y muy hermosos, con pintas doradas alrededor del iris. Recuerdo que pensé que los ojos no tienen edad, que te mueres con los ojos del niño, con los ojos que un día se abrieron al mundo y del que ya no han despegado.
La anciana me sacudió un poco y me repitió la pregunta.
¿Qué sabía la tía Pitz y qué podía contarle? La tarde anterior, en la fonda Schloss sólo había hombres, y era con ellos con quienes había hecho un trato. Al volver a casa no había contado nada a mis mujeres, y esa mañana había salido antes de que despertaran. Los demás, todos los demás, ¿no habrían hecho lo mismo con sus mujeres, hermanas, madres e hijas?
La tía Pitz seguía apretándome un poco las manos, como para sacarles la verdad. Las palabras se atropellaban en mi mente: «Nada. No ha pasado nada, tía Pitz, nada grave, lo normal. Ayer tarde, los hombres del pueblo mataron al Anderer. Ocurrió en la fonda Schloss, de un modo muy sencillo, como una partida de cartas o un acuerdo sobre una venta. Llevaba incubándose mucho tiempo. Yo llegué después, a comprar mantequilla. No participé en el asesinato. Simplemente me encargo del informe. Tengo que explicar lo que pasó desde su llegada y por qué no quedaba más remedio que matarlo. Eso es todo».
Las palabras no brotaron de mis labios. Se quedaron dentro. No querían salir. Sin embargo, lo intenté. La anciana se levantó, fue a la cocina y volvió con una pequeña cacerola esmaltada de rosa. Echó el resto del brebaje en la taza y me indicó que bebiera. Y yo bebí. Las paredes volvieron a oscilar. Sentí mucho calor. La tía Pitz se fue de nuevo. Y esta vez regresó con uno de sus grandes libros, un herbario. La etiqueta de la tapa rezaba Blüte vo Maï und Heilkraüte vo June, leyenda que podría traducirse como «Flores de mayo y simples de junio». Dejó el libro ante mí, se sentó a mi lado y lo abrió.
—Vamos, echa un vistazo a mis pequeñas Stillies, Brodeck. Eso te distraerá.
De pronto, como si esas palabras lo hubieran atraído, sentí que el Anderer se me acercaba por detrás, se ponía las gafas de montura dorada, como tantas veces le había visto hacer, y me sonreía con su redonda y bonachona cara de niño crecido demasiado deprisa, antes de inclinar la gran cabeza aureolada de rizos y contemplar las hojas secas y los pétalos dormidos del herbario de la tía Pitz.
Ya he dicho que él hablaba poco. Muy poco. A veces, al mirarlo, me recordaba la cara de algún santo. La santidad es muy curiosa. Cuando te topas con ella sueles confundirla con otra cosa, con algo totalmente distinto, la indiferencia, la ironía, la maquinación, la frialdad o la insolencia, quizá el desprecio. Te equivocas y, a continuación, te enfadas. Cometes una locura. Seguramente, por eso los santos suelen acabar como mártires.