Orschwir estaba sentado a la cabecera de la mesa de la cocina, una mesa de cuatro metros de longitud tallada en el tronco de un roble varias veces centenario, de los que crecen en el corazón del bosque de Tannäringen y parecen grandes señores. Junto a él había una criada joven que yo no conocía. No tendría más de dieciséis años. Su rostro, tan redondo como el de la Virgen en centenares de pinturas antiguas, era hermoso y pálido, pese al rosa de las mejillas, que le daba aspecto de peonía. Estaba tan quieta que parecía un maniquí o una muñeca de tamaño natural. Más tarde supe que era ciega, lo que resulta sorprendente, porque sus ojos, aunque demasiado fijos, daban la sensación de ver cuanto los rodeaba, y ella parecía desplazarse con normalidad, sin chocar con los muebles, las paredes ni los demás. Era una prima lejana de los Orschwir a quien habían recogido. Procedía de la región de Nehsaxen. Sus padres habían muerto, su casa había sido destruida y sus tierras, confiscadas. La gente la llamaba Die Keinauge, «la Sin Ojos».
Su primo la despidió con un silbido. Ella se fue en silencio. Luego, Orschwir me indicó que me acercara y sentara. Por la mañana se le veía un poco menos feo, como si el sueño le hubiera estirado la piel y borrado todas las imperfecciones. Aún iba en calzoncillos. Alrededor de su cintura, un cinturón de cuero esperaba los pantalones que lo acompañarían. Se había echado por los hombros un gabán de piel de cabra y ya llevaba puesto el gorro de nutria. Ante él, un gran plato de huevos con tocino humeaba lentamente. Comía con parsimonia, cortándose rebanadas de pan moreno de vez en cuando.
Me sirvió un vaso de vino, me miró sin mostrar la menor sorpresa y se limitó a decir:
—Bueno, ¿cómo va?
Sin esperar mi respuesta, empezó a cortar en pedazos regulares la última tajada de tocino, una gruesa loncha cuya grasa, casi translúcida tras la cocción, resbalaba por el plato como las lágrimas de cera por el cuerpo de una vela. Yo lo miraba, o más bien miraba la navaja, aquella navaja que esa mañana utilizaba con gran naturalidad para alimentarse aunque la noche anterior se hubiera clavado varias veces en el cuerpo del Anderer.
Siempre me ha costado un poco hablar y expresar lo que bulle en mi cerebro. Prefiero escribir. Escribiendo, tengo la sensación de que las palabras se vuelven dóciles, de que vienen a comer de mi mano como pajarillos y hago con ellas casi lo que quiero, mientras que cuando intento juntarlas en el aire se me escapan. Y la guerra no arregló las cosas. Me volvió aún más callado. Mientras estuve prisionero en el campo comprendí cómo se podían utilizar las palabras y lo que podía pedírseles. Además, antes leía libros, sobre todo de poesía. Fue el profesor Nösel quien me contagió esa afición en la época en que estudiaba en la capital, y la conservé como un tic agradable. Cuando salía a hacer uno de mis recorridos, nunca olvidaba llevar en el bolsillo un libro, y a menudo, mientras alrededor se alzaba el gran espectáculo de las montañas, la muralla de los bosques y el damero de los prados, mientras, encima de todas las cosas, el cielo parecía vigilar y contentarse con su infinito estiramiento, yo iba leyendo versos en voz alta, releyéndolos cuando sentía que me provocaban una especie de agradable bordoneo, como un eco de cosas confusas que llevaba en lo más profundo pero no conseguía expresar.
Cuando volví del campo, metí todos los libros de poesía en la estufa y los quemé. Vi las llamas retorciendo las palabras, las frases, las páginas. El humo que ascendía de los poemas al arder no era mejor ni más noble, ni más bonito que cualquier otro. No tenía nada de particular. Más tarde, me enteré de que Nösel había sido detenido durante las primeras redadas, como tantos profesores y hombres cuyo oficio era conocer el mundo y explicarlo. Había muerto poco después en un campo parecido al mío, semejante a los cientos de campos que habían brotado en casi todas partes al otro lado de la frontera, como flores venenosas. La poesía no lo había ayudado a sobrevivir. Puede que incluso precipitara su muerte. Los miles de versos en latín, griego y otras lenguas que guardaba en su memoria como el mayor de los tesoros de nada le habían servido. Seguramente no aceptó hacer el perro. Sí, seguramente fue eso. La poesía no sabe de perros. Los ignora.
Orschwir rebañó el plato con el pan.
—Brodeck, Brodeck… Veo que casi no has dormido —empezó en un tono suave, un tono de leve reproche—. Yo en cambio hacía mucho, pero mucho tiempo que no dormía tan bien. Antes no pegaba ojo. Pero esta noche me he sentido como si volviera a tener seis o siete años. He puesto la cabeza en la almohada y, tres segundos después, estaba frito…
Ahora el sol había salido del todo, y su blanca luz penetraba en la cocina en forma de rayos oblicuos que bañaban el suelo embaldosado de escarlata. También se oían los primeros ruidos de la granja, de los animales, de los criados, chirridos de ejes, golpes indefinidos e intercambios de palabras.
—Quiero ver el cadáver.
Lo dije sin pensar. Me vino a la boca y lo solté. Orschwir pareció sorprendido y apenado. Le cambió la cara al instante. Se cerró como una concha sobre la que hubieran vertido tres gotas de vinagre. Sus facciones recobraron de golpe su gran fealdad. Se levantó la gorra, se rascó la cabeza, se levantó, me dio la espalda y se acercó a una ventana ante la que se quedó de pie.
—¿De qué te serviría, Brodeck? ¿No tuviste bastantes muertos durante la guerra? ¿Puedes decirme qué hay más parecido a un muerto que otro muerto? Debes dejar constancia de los hechos. Sin olvidar nada, pero tampoco añadiendo detalles inútiles que te desvíen de tu camino y puedan desorientar al lector, incluso irritarlo. Porque no olvides que te leerán, Brodeck; te leerán personas que ocupan puestos muy importantes en S. Sí, te leerán, aunque veo que no acabas de creértelo… —Se había vuelto y me miraba de hito en hito—. Te aprecio, Brodeck, pero tengo que ponerte en guardia, en mi calidad de alcalde y de… No te apartes del camino, por favor. Y no busques lo que no existe, o lo que ya ha dejado de existir. —Estiró el corpachón y los enormes brazos hacia el techo, mientras bostezaba—. Ven conmigo, voy a enseñarte algo.
Me sacaba más de una cabeza. Pasamos de la cocina a un largo pasillo que serpenteaba por toda la casa. Parecía que nunca fuésemos a salir de aquel pasillo, que me desorientaba y hacía perder el aplomo. Sabía que la casa de Orschwir era grande, pero jamás la había imaginado tan laberíntica.
Es un edificio antiguo retocado muchas veces, testigo de un tiempo que no se preocupaba de la alineación ni de la lógica. Diodème me había contado que sus primeros muros tenían más de cuatro siglos y que en los archivos había encontrado un acta que probaba que el emperador había hecho un alto allí en otoño de 1567, cuando se dirigía a la marca de Carintia para encontrarse con el Gran Turco. Yo iba detrás de Orschwir, que andaba deprisa y removía mucho aire. Me sentía aspirado por él, por su olor a cuero, cama, tocino frito, barba y piel sucia. No nos cruzamos con nadie. De vez en cuando, subíamos unos escalones o bajábamos dos o tres. Me resultaría difícil precisar cuánto tiempo duró el paseo, si unos minutos o unas horas, porque aquel pasillo anulaba todos los puntos de referencia espaciales y temporales. Por fin, Orschwir se detuvo ante una gran puerta reforzada con una plancha de cobre y clavos cuadrados cubiertos de cardenillo. La abrió. Una luz lechosa me deslumbró. Tuve que permanecer unos instantes en la oscuridad de mis párpados cerrados para volver a enfrentarme a la claridad. Y ver.
Estábamos en la parte posterior de la casa, que nunca había visto salvo de muy lejos, cuando paseaba por las alturas de las crestas. Sabía que allí se encontraban las construcciones que albergaban toda la fortuna del alcalde y, antes de él, de su padre y del padre de su padre. Una sonrosada y ruidosa fortuna que se pasaba la vida retozando en el lodo. Una fortuna gruñona que durante el día armaba un alboroto demencial.
El capital de los Orschwir eran los cerdos. Desde hacía varias generaciones, la familia vivía de la carne de los gorrinos y prosperaba gracias a ella. No había ningún criador tan importante en cincuenta kilómetros a la redonda. Todas las mañanas, varios vehículos salían de la propiedad cargados de animales sacrificados, o que chillando como posesos se disponían a serlo, hacia los pueblos, mercados y carnicerías de los alrededores. Era un baile perfectamente orquestado que ni la contienda había conseguido parar. En época de guerra también se come. Al menos, algunos.
Cuando tres meses después del estallido del conflicto, tras ese largo momento de calma estupefacta durante el que todos mirábamos hacia el este aguzando el oído para captar el sonido de las botas de los invisibles Fratergekeime —así es como se conoce a los que vinieron aquí a extender la muerte y la destrucción, los hombres que me convirtieron en animal, hombres que se nos parecen, a quienes conocía bien, pues había estudiado en su capital durante dos años, hombres con los que en algunos casos teníamos trato, porque venían a menudo, atraídos por el comercio y las ferias, y hablaban una lengua que es hermana gemela de la nuestra y comprendemos sin dificultad—, los puestos fronterizos fueron barridos como flores de papel por el soplido de un niño, Orschwir no tuvo el menor problema: siguió criando, vendiendo y comiéndose sus cerdos. Su puerta se mantuvo inmaculada. En ella no apareció ningún dibujo obsceno. Los que se paseaban como vencedores por nuestras calles eran un poco responsables de la muerte de sus dos hijos, pero él no puso reparos en entregarles sus cerdos más rollizos a cambio de la monedas que se sacaban de los bolsillos a puñados, sin duda después de haberlas robado en algún sitio.
En el primer cercado que me mostró Orschwir, decenas de lechones de algunas semanas jugaban sobre la paja fresca. Se perseguían, chocaban y se hocicaban lanzando alegres gruñidos. Orschwir les echó tres puñados de grano. Los cebones se abalanzaron sobre la pitanza.
En el siguiente corral, cerdos de ocho meses iban de aquí para allá empujándose y desafiándose. Se palpaba una violencia, una agresividad extraña, gratuita, que en apariencia nada justificaba ni explicaba. Eran animales ya grandes, macizos, de orejas caídas y jetas feroces y brutales. Un hedor acre te colmaba la nariz. La paja en que se revolcaban estaba cubierta de excrementos. Los gruñidos repercutían en las paredes de madera y te destrozaban los tímpanos. No veía el momento de salir.
Más lejos, en el último cercado, dormitaban los cerdos adultos. Enormes. Pálidos. Con el lomo tan largo como una barca. Todos tumbados sobre el costado en un cieno negro y denso como melaza, jadeando con el hocico entreabierto. Algunos nos miraban con inmenso cansancio. Otros hurgaban en el suelo. Parecían gigantes transformados en animales, criaturas condenadas a una espantosa metamorfosis.
—Las edades de la vida —murmuró Orschwir, cuya presencia casi había olvidado y cuya voz me sobresaltó—. Primero has visto la inocencia; luego, el odio estúpido; y por último, aquí, la sensatez… —dijo, y tras una pausa prosiguió en un tono lento y muy bajo—: Pero a veces, Brodeck, la sensatez no es lo que parece. Lo que tienes delante son fieras. Auténticas fieras, con ese aspecto de ballenas terrestres, fieras sin corazón y sin alma. Y también sin memoria. Para ellos, la barriga es lo único que cuenta, lo único. No piensan más que en una cosa: en llenarla. —Se interrumpió y me miró con una enigmática sonrisa que contrastaba con las abotagadas facciones de su gruesa cara. Tenía el bigote adornado con migas de pan y sus labios conservaban parte del brillo que la grasa del tocino había dejado en ellos—. Podrían comerse a sus propios hermanos, a los de su propia sangre; eso no los detendría, no establecen esa diferencia. Mastican, engullen, cagan y vuelven a empezar, una y otra vez. Nunca están satisfechos. Y todo les gusta. Porque comen cualquier cosa, Brodeck, sin hacerse ninguna pregunta. De todo. ¿Comprendes lo que te digo? No dejan nada detrás, ninguna huella, ninguna prueba. Nada. Y no piensan, Brodeck. No conocen el remordimiento. Viven. El pasado les es desconocido. ¿No crees que son ellos los que tienen razón?