A la mañana siguiente del Ereigniës me levanté muy temprano. Me afeité, vestí y salí de casa sin hacer ruido. Poupchette y Emélia seguían durmiendo, y Fédorine dormitaba en su silla sin dejar de murmurar. Decía palabras sin ilación ni lógica que formaban una extraña cháchara, hilvanada en varias lenguas.
La luz apenas empezaba a desteñir el cielo, y el pueblo seguía rendido al sueño. Cerré muy despacio. Delante de casa, la hierba estaba perlada de rocío blanquecino, casi lechoso, que temblaba y goteaba de las hojas de trébol. Hacía frío. Las crestas de los Prinzhornï parecían más altas y puntiagudas. Sabía que era una señal de mal tiempo y me dije que seguramente la nieve no tardaría en caer sobre el pueblo, en envolverlo, en aislarlo aún más.
—¡Zehr mogenhilch, Brodeck!
Di un respingo, como si me hubieran pillado in fraganti. Sabía que no había hecho nada ni nada tenía que reprocharme, pero aun así salté como un cabritillo llamado al orden por la vara del cabrero. No había reconocido la voz. Era Göbbler, nuestro vecino.
Estaba sentado en el poyo de piedra que hay junto a la entrada de su casa, con las manos apoyadas en un bastón. No lo había visto sentado en aquel sitio más que un par de veces, alguna de esas raras noches de verano pesadas y sofocantes en que el aire desaparece de las calles del pueblo y con él, el frescor.
Es un hombre que ha superado la sesentena, con un rostro muy poco refinado. Nunca sonríe y habla aún menos. Una telilla blanca ha ido abriéndose paso en sus ojos y ya no ve a más de cinco metros. La guerra lo devolvió al pueblo, porque durante años ocupó un puesto en S., en una oficina de la Administración, según dicen, aunque no se sabe exactamente cuál ni creo que nadie se lo haya preguntado. Ahora vive de la pensión y de su gallinero. No en vano ha acabado pareciéndose a sus gallos. Mueve los ojos de la misma manera, y la piel que le cuelga del cuello dibuja rojeces sanguíneas. Su mujer, bastante más joven que él, se llama Boulla. Es gorda y parlanchina. Huele a trigo y cebolla. Aseguran que tiene una hoguera en la entrepierna y que se necesitarían muchos cubos de agua para apagarla. Busca hombres como otros buscan el sentido de la vida.
—¡Sí, muy madrugador! —repitió Göbbler—. ¿Adónde vas?
Era la primera pregunta que me hacía en su vida. Dudé. Me aturullé. Las palabras se agolparon en mi boca y tropezaron unas con otras, como guijarros en un torrente. Con la punta del bastón, Göbbler rechazó un caracol que se acercaba a él tranquilamente y luego lo volteó. Era un caracolillo de concha amarilla y negra y cuerpo fino y delicado, lleno de gracia inocente. Un poco sorprendido, el animal tardó un instante en retraer el cuerpo y los frágiles cuernos en la concha. De pronto, Göbbler levantó el bastón y lo estrelló sobre el caracol, que reventó como una nuez.
—Ten cuidado, Brodeck… —murmuró acto seguido sin apartar la vista de los restos del caracol, que ya no era más que un amasijo ocre y viscoso—. Ten cuidado, ya ha habido bastantes desgracias —añadió.
Sus ojos volvieron a posarse en mí. Sonrió y entreabrió los labios. Era la primera vez que lo veía sonreír de verdad, enseñando los dientes, que eran grises y puntiagudos, muy puntiagudos, como si se hubiera pasado noches enteras limándolos. No respondí. Iba a encogerme de hombros, pero me contuve. Un escalofrío me recorrió la espalda. Me encasqueté la gorra hasta las cejas, me bajé las orejeras y me alejé sin volver a mirarlo. Noté el sudor frío en la frente. Uno de los gallos de Göbbler cantó, seguido por el resto. Su guirigay resonó en mi cabeza. Una ráfaga de viento procedente del valle se arremolinó alrededor, envolviéndome en su hálito a resina, turba, brezo y roca mojada.
En la calle Püppensaltz, nuestra calle principal, el viejo Ohnmeist iba de puerta en puerta. Es un perro peculiar. Lo llaman así porque no tiene dueño y nunca ha querido tenerlo. Rehúye a los otros perros y a los niños, y se conforma con poco; se acerca a las ventanas de las cocinas y mendiga comida. Acompaña a quien quiere a los campos o los bosques, duerme al raso y, cuando hace demasiado frío, araña la puerta de los graneros, donde siempre le dan algo de heno y sobras. Es un gran perro castaño con manchas rojizas que tiene el tamaño de un grifón y el pelaje de un perdiguero, corto y tupido. Sin duda, su sangre es una mezcla de muchas sangres, pero vete a saber cuáles. Cuando se acercó a olisquearme, me acordé de que siempre que se encontraba con el Anderer soltaba dos o tres ladridos alegres y meneaba la cola. Entonces, el Anderer se paraba, se quitaba los guantes, unos guantes muy bonitos de cuero fino y muy flexible, y le acariciaba la cabeza. Y era muy extraño verlos a los dos, al perro, tranquilo y feliz, aceptando mansamente las caricias, cuando por lo general nadie podía acercársele de verdad, y menos aún tocarlo, y al Anderer, halagando al animal con la mano desnuda y mirándolo como si fuera una persona. Esa mañana, tenía los ojos brillantes y húmedos. Anduvo un rato a mi lado, lanzando un breve y melancólico gañido de vez en cuando. Iba con la cabeza gacha, como si de pronto se le hubiera llenado de ideas dolorosas y le pesara demasiado. Me dejó cerca de la fuente del Urbi y se alejó por la calleja que lleva al río.
En cuanto a mí, me movía una idea a la que había estado dando vueltas durante mi agitado duermevela: hablar con el alcalde Orschwir. Necesitaba verlo, que me dijera qué se esperaba de mí. Casi empezaba a preguntarme si había entendido bien las palabras de Göbbler, si no había soñado su presencia en el poyo y si la escena del día anterior en la fonda, aquella tenaza de cuerpos a mi alrededor, aquel torno de rostros, aquella petición y aquella promesa no estaban hechos de la misma materia que algunos de mis extraños sueños.
La casa de Orschwir es la única que se encuentra realmente pegada al bosque. También es la más grande del pueblo. Da sensación de holgura y fuerza, cuando en realidad no es más que una granja, una granja grande, antigua, próspera, tripuda, de enormes tejados y paredes en que el granito y la arenisca se mezclan en un damero irregular; pero la gente la considera una especie de palacio. Por lo demás, estoy seguro de que el propio Orschwir se toma a veces por un gran señor. No es mala persona, aunque sea más feo que una horda de bárbaros. Dicen que curiosamente era su fealdad lo que le facilitaba las conquistas cuando tenía edad de recorrer los bailes. La gente habla mucho y a menudo para no decir nada. Lo cierto es que Orschwir acabó casándose con el mejor partido de la comarca, Ilde Popenheimer, cuyo padre poseía cinco serrerías y tres molinos. Además de esa herencia, su mujer le dio dos hijos, vivos retratos del padre.
El parecido era lo de menos. Hablo en pasado porque de todas formas murieron. Justo al comienzo de la guerra. Sus nombres están grabados en el monumento que el pueblo hizo erigir entre la iglesia y el cementerio, que representa a una mujer envuelta en grandes velos y arrodillada en el suelo, no está claro si rezando o tramando una venganza: «Günter y Gehrart Orschwir». Veintiún y diecinueve años. Mi nombre también estaba en el monumento, pero como volví, Baerensbourg, el pedrero, lo borró. Le costó lo suyo. Eliminar lo grabado en piedra siempre es peliagudo. Así que todavía consigo leer mi nombre de pila en el monumento. A mí me hace sonreír, pero a Emélia le produce escalofríos. No le gusta pasar por delante.
Se murmura que Orschwir llegó a alcalde gracias a la muerte de sus hijos. Sin embargo, esa muerte no tuvo nada de heroica. Se mataron en el puesto de vigilancia jugando con una granada, como dos críos. En el fondo, es cierto que todavía eran unos niños grandes que creían que la guerra los había hecho hombres de golpe. La explosión se había oído en el pueblo. Era la primera. Todos corrimos hacia el pequeño puesto de observación que habían construido en la carretera de la frontera, en medio del prado Schönbehe, en su parte más elevada, un montículo resguardado por una gran roca rojiza cubierta de líquenes del color del jade. No quedaba nada, ni de la garita ni de los chicos. Uno se apretaba el vientre con ambas manos tratando de sujetarse las tripas. El otro tenía la cabeza arrancada de cuajo y nos miraba fijamente. Los enterraron dos días después, en sábanas de lino blanco y ataúdes de roble que Fixheim, el carpintero, había ensamblado con mimo. Fueron nuestros primeros muertos. El padre Peiper, que en aquella época aún no bebía más que agua, pronunció un sermón en el que hablaba del azar y la liberación. Pocos lo entendieron, pero a la gente le gustó las palabras que había elegido, la mayoría raras o muy antiguas; las hacía resonar largo rato entre las columnas, las bóvedas, el humo del incienso, la suave luz de los cirios y las vidrieras de nuestra pequeña iglesia.
Entré en el patio de la granja, todavía desierto a esa hora. Es inmenso. Un verdadero país por sí solo, rodeado de hermosas montañas de estiércol. La entrada se halla coronada por un gran arco de madera torneada y pintada de rojo vivo con motivos tallados de hojas de castaño que enmarcan la leyenda Böden und Herz geliecht, que más o menos significa «Vientre y corazón unidos».
Muchas veces me he preguntado el significado de esa frase. Me explicaron que fue el abuelo de Orschwir quien la mandó grabar. Cuando digo «me explicaron», en realidad me refiero a Diodème, el maestro, que fue quien me habló del asunto. Era mayor que yo, pero nos entendíamos como dos amigos. Cuando tenía tiempo, le gustaba acompañarme en mis recorridos, y a mí me entretenía charlar con él porque era un hombre poco corriente que a menudo —no siempre, pero a menudo— demostraba sentido común y sabía muchas cosas, seguramente mucho más de lo que decía; sabía leer, escribir y contar, lo que motivó que el anterior alcalde lo nombrara maestro pese a no ser del pueblo, pese a haber venido de otro, a cuatro horas de marcha hacia el sur.
Diodème murió hace tres semanas, en circunstancias tan extrañas e imprecisas que desde entonces aún estoy más alerta respecto a los pequeños signos que percibo a mi alrededor, y que hacen que el miedo se incube calladamente en mí; tan extrañas que al día siguiente de su muerte inicié este relato, al margen de redactar el informe que los otros me pidieron. Escribo ambos a la vez.
Diodème pasaba la mayor parte de su tiempo libre en los archivos del pueblo. A veces veía su ventana iluminada a altas horas de la noche. Vivía solo encima de la escuela, en un piso exiguo, incómodo y polvoriento. Los libros, documentos y archivos de otros tiempos eran todo su mobiliario.
—Lo que querría es comprender —me había confesado un día—. Nunca comprendemos nada, o muy pocas cosas —había asegurado—. La gente vive un poco como los ciegos, y por lo general eso le basta. Incluso diría que es cuanto persigue, evitarse quebraderos de cabeza y complicaciones, llenarse la panza, dormir, meterse entre los muslos de su mujer cuando le hierve la sangre, hacer la guerra porque le dicen que hay que hacerla y luego morirse sin saber lo que hay después, pero esperando pese a todo que haya algo. A mí, desde muy pequeño, me gustan las preguntas y los caminos que llevan a las respuestas. Por lo demás, a veces acabo no conociendo más que el camino, pero eso no es tan grave: ya he avanzado.
Puede que Diodème muriera justo por eso, por querer comprenderlo todo, poner palabras y explicaciones en lo que no es explicable y siempre habría que ignorar. En su día, no supe qué responder. Creo que sonreí. Una sonrisa no compromete a nada.
Pero de Orschwir, el arco y la frase hablamos en otra ocasión, una tarde de primavera. Fue antes de la guerra. Aún no había nacido Poupchette. Estábamos sentados en la hierba rasa de las rastrojeras del Bourenkopf, en el punto de paso hacia el valle del Doura y, más allá, hacia la frontera. Antes de volver a bajar, descansamos un rato junto a un calvario que representa a Cristo con una cara curiosa, como de negro o mongol. El día tocaba a su fin. Desde donde estábamos, podíamos abarcar todo el pueblo, que nos habría cabido en la palma de la mano. Las casitas parecían de juguete. Un hermoso sol poniente doró los tejados, que la llovizna había hecho relucir. Todo exhalaba vaho, y, con la distancia, las suaves y lentas volutas se mezclaban con los temblores del aire, que enturbiaban el horizonte y lo hacían parecer casi vivo.
Diodème se sacó del bolsillo unos papeles y empezó a leerme las últimas páginas de la novela que estaba escribiendo. Las novelas eran su obsesión. Escribía al menos una al año, en hojas arrugadas, en envoltorios y etiquetas que se guardaba y no enseñaba a nadie. Yo era el único a quien, de vez en cuando, le leía pasajes. Me los leía sin esperar nada de mí. No me pedía opinión ni que le dijera lo que pensaba. Mejor. Habría sido incapaz de responderle. Siempre se trataba más o menos de las mismas historias complicadas con frases tortuosas que no acababan nunca y hablaban de complots, de tesoros enterrados en profundos hoyos y de jovencitas retenidas como prisioneras. Me gustaba Diodème. También me agradaba mucho su voz. Me adormecía y me daba calor. Miraba el paisaje y oía la música de sus palabras. Eran buenos momentos.
Nunca supe su edad. Unas veces me parecía muy viejo, pero otras habría asegurado que sólo me llevaba unos años. Tenía un rostro noble. Su perfil era el de un medallón griego o romano. Y el pelo, muy negro y rizado, que le llegaba casi a los hombros, me recordaba a los héroes de otros tiempos, ésos que duermen en las tragedias o las epopeyas y a quienes en ocasiones basta un sortilegio para despertarlos o hacerlos perecer definitivamente. O bien a uno de esos pastores de la Antigüedad que, como es sabido, suelen ser dioses disfrazados que visitan a los hombres para seducirlos, guiarlos o perderlos.
—Böden und Herz geliecht. Curioso lema… —había concluido Diodème mascando una brizna de hierba, mientras el sol se ponía poco a poco a nuestras espaldas—. Me pregunto de dónde lo sacaría el viejo, si de su cabeza o de algún libro. A veces encuentras cosas tan raras en los libros…