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Cuando llegué, Poupchette estaba durmiendo y Fédorine daba cabezadas a su lado con la boca entreabierta, mostrando los tres dientes que le quedan. Emélia dejó de canturrear. Alzó los ojos hacia mí. Sonrió. No pude decirle nada. Me apresuré a subir la escalera que lleva a nuestra habitación. Me metí entre las sábanas como quien se sumerge en el olvido. Se me antojó una larga caída.

Esa noche dormí poco, y además mal. Di vueltas y más vueltas alrededor del Kazerskwir. Lo de Kazerskwir es por la guerra: pasé cerca de dos años lejos de nuestro pueblo. Me llevaron, como a miles de personas, porque teníamos nombres, caras o creencias distintas de las suyas. Me encerraron lejos, en un sitio en que toda humanidad había desaparecido y sólo quedaban animales sin conciencia que habían adoptado apariencia de hombres.

Fue un tiempo de total oscuridad. Me refiero a que tengo la sensación de que en mi vida hay un vacío muy negro y muy profundo —por eso lo llamo el Kazerskwir, el cráter—, al que todavía me arriesgo a asomarme algunas noches.

La vieja Fédorine nunca sale de la cocina. Es su reino. Pasa las horas nocturnas en su silla. No duerme. Dice que ya no tiene edad para dormir. Nunca he sabido sus años con exactitud. Ella misma asegura que no lo recuerda, y que de todas formas eso no le ha impedido nacer ni le impedirá morir.

También dice que no duerme porque no quiere dejarse sorprender por la muerte, sino mirarla a la cara cuando llegue. Con los ojos cerrados, canturrea, zurce historias y recuerdos, teje tapetes con sueños muy gastados, con las manos apoyadas en las rodillas, unas manos secas surcadas de venas torcidas y arrugas rectas como filos de cuchillo, manos en las que puede leerse su vida.

A Fédorine le he hablado del tiempo que pasé lejos de nuestro mundo. Cuando volví, fue ella quien me cuidó; Emélia todavía estaba demasiado débil. Fédorine se ocupó de mí como cuando era pequeño. Recuperó los gestos de entonces. Alimentó mi boca rota con la cuchara, vendó mis heridas, devolvió poco a poco la carne a mis mondos huesos, me veló cuando la fiebre era demasiado alta y deliraba y tiritaba como si me hubieran metido en una gamella llena de hielo. Así fueron pasando las semanas. No me hizo preguntas. Esperó a que mis palabras brotaran por sí solas. Y luego escuchó largamente.

Lo sabe todo. O casi todo.

Sabe lo del vacío negro que siempre reaparece en mis sueños. Lo de mis paseos inmóviles al borde del Kazerskwir. A menudo me digo que ella debe de darlos parecidos, que probablemente también tiene grandes ausencias que la obsesionan y persiguen. Todos las tenemos.

No sé si Fédorine conoció la juventud. Siempre la he visto torcida y encorvada, arrugada como un níspero olvidado en la bodega durante tres estaciones. Hasta cuando era niño y me recogió, ya parecía una bruja deforme. Sus pechos sin leche colgaban bajo la blusa gris. Venía de muy lejos, de muy lejos en el tiempo y muy lejos en la geografía de los mundos. Había escapado del vientre podrido de Europa.

Eso ocurrió hace mucho. Yo me encontraba delante de una casa en ruinas que aún humeaba un poco. ¿Sería la de mis padres? Yo también tendría una familia. Contaba cuatro años y estaba solo. Jugaba con los restos de un aro medio devorado por el fuego. Era al principio de otra guerra. Fédorine había pasado tirando de su carreta. Me vio. Se detuvo. Rebuscó en su alforja y sacó una hermosa y reluciente manzana roja. Me la tendió. Comí la fruta como un muerto de hambre. Fédorine me habló, me dijo palabras que no entendí y me hizo preguntas a las que no supe responder. Me acarició la frente y el pelo.

Seguí a la anciana de las manzanas como a un flautista. Ella me subió a la carreta y me colocó entre los sacos, las tres cacerolas y la paca de heno. También había un conejo de ojos castaños muy bonitos, pelo pardo y un vientre muy suave y caliente. Recuerdo que lo acaricié y se estuvo quieto. También recuerdo que Fédorine se paró en un recodo bordeado de retamas y me preguntó en mi idioma cómo me llamaba, me dijo su nombre —«Fédorine»— y me pidió que mirara abajo y viera lo que quedaba de mi pueblo.

—Míralo bien, pequeño Brodeck. Vienes de allí y nunca volverás, porque pronto no quedará nada. ¡Abre bien los ojos!

Así que miré con toda intensidad los animales muertos con la barriga hinchada, los graneros abiertos a los cuatro vientos y las paredes derrumbadas. En las calles también había peleles tumbados con los brazos en cruz o el cuerpo ovillado. Peleles grandes, aunque con la distancia parecían diminutos. Luego, cuando lo miré de frente, el sol me vertió oro fundido en los ojos e hizo desaparecer la imagen de mi pueblo.

Daba vueltas y más vueltas en la cama. Notaba que Emélia dormía tan poco como yo. Cuando cerraba los ojos, veía la cara del Anderer, sus ojos del color de un lago, sus pómulos llenos y como pintados de amaranto, su escaso pelo rizado… Olía su perfume de violetas.

Emélia se movió. Sentí que su aliento me rozaba la mejilla y se deslizaba por mis labios. Abrí los ojos. Tenía los párpados cerrados y parecía muy tranquila. Es tan hermosa que a menudo me pregunto cómo logré que un día se fijara en mí. Si en su momento no me había hundido, fue gracias a ella. Durante mi confinamiento era en Emélia en quien pensaba a cada instante.

Los que nos vigilaban y golpeaban repetían continuamente que sólo éramos excrementos, menos que mierdas de rata. No teníamos derecho a mirarlos a la cara. Había que mantener siempre la cabeza gacha y recibir los golpes sin rechistar. Todas las tardes echaban la sopa en los comederos de sus perros guardianes, dogos de color miel que enseñaban las fauces y cuyos ojos supuraban unas lágrimas rojizas. Debíamos ponernos a cuatro patas, como los perros, y comer utilizando solamente la boca, como los perros.

La mayoría de los que estaban encerrados conmigo se negaron a hacerlo. Están muertos. Yo comía como los perros, a cuatro patas y con la boca. Y sigo vivo.

A veces, cuando los guardias estaban borrachos o aburridos, se divertían poniéndome un collar y una correa. Tenía que gatear así, con el collar y la correa. O ponerme en pie, girar sobre mí mismo, ladrar, sacar la lengua, lamerles las botas… Los guardias ya no me llamaban Brodeck, sino Perro Brodeck. Y reían a carcajadas. La mayoría de los que estaban conmigo se negaron a hacer el perro, y murieron, de hambre o por los golpes que les propinaban los guardias.

Ningún prisionero me dirigía la palabra desde hacía mucho tiempo.

—¡Eres peor que quienes nos vigilan, eres un animal, eres una mierda, Brodeck!

Como los guardias, me repetían que ya no era un hombre. Están muertos. Todos. Yo sigo vivo. Puede que no tuvieran ningún motivo para sobrevivir. Puede que no tuvieran ningún amor en lo más profundo de su corazón o esperándolos en su pueblo. Sí, puede que no tuvieran ningún motivo para vivir.

Los guardias acabaron atándome a una estaca por la noche, cerca de la perrera de los dogos. Dormía en el suelo, entre el polvo y el olor a pelaje, aliento y orín de perro. Sobre mi cabeza estaba el cielo. No muy lejos, las garitas, los centinelas, y más allá el campo, aquellos trigales que, por el día, veíamos ondular al viento con una insolencia irreal, las manchas de los bosquecillos de abedules y el murmullo del gran río, cuya corriente de plata serpenteaba a poca distancia de allí.

En realidad, yo me hallaba muy lejos de aquel sitio. No estaba atado a una estaca. No llevaba un collar de cuero. No estaba tumbado semidesnudo junto a los dogos. Me encontraba en nuestra casa, en nuestra cama, pegado al cálido cuerpo de Emélia, no en el polvo. Estaba caliente y sentía su corazón latiendo contra el mío. Oía su voz diciéndome todas las palabras de amor que tan bien escogía en la penumbra de nuestra habitación. Por eso volví.

El Perro Brodeck regresó a su casa vivo, con su Emélia, que lo esperaba.