Me llamo Brodeck y no tuve nada que ver.
Necesito decirlo. Tiene que saberlo todo el mundo.
Yo no hice nada y, cuando me enteré de lo que acababa de pasar, me habría gustado no hablar nunca de eso, maniatar mi memoria, tenerla bien sujeta en sus ligaduras para que estuviera tranquila, como una garduña en una jaula de hierro.
Pero me obligaron: «Tú sabes escribir —me dijeron—, tienes estudios». Les respondí que eran unos estudios de nada, unos estudios que ni siquiera terminé y que no me dejaron gran poso. No quisieron escucharme: «Tú sabes escribir, conoces las palabras y sabes cómo utilizarlas, cómo decir las cosas. Eso bastará. Nosotros no sabemos. Nos haríamos un lío. En cambio, tú hablarás y te creerán. Además, tienes la máquina».
Es una máquina muy vieja. Con varias teclas rotas. No tengo dinero para arreglarla. Es caprichosa. Está cansada. A veces se bloquea sin avisar, como si se encabritara. Pero eso no lo dije, porque no quería acabar como el Anderer.
No me pregunten su nombre; nunca lo supimos. Enseguida empezaron a llamarlo con motes inventados en dialecto: Vollaugä, Ojos Llenos, porque le sobresalían un poco; De Murmelnër, el Murmurador, porque apenas hablaba y siempre con una vocecilla que parecía un suspiro; Mondlich, Lunar, porque era como si estuviera y no estuviera con nosotros; Gekamdörhin, El que vino de allí.
Pero para mí siempre fue De Anderer, el Otro, quizá porque, además de venir de no se sabía dónde, era diferente, y de eso yo sí que entendía; a veces, debo confesarlo, incluso tenía la sensación de que éramos la misma persona.
En cuanto a su verdadero nombre, ninguno de nosotros se lo preguntó nunca, aparte del alcalde en una ocasión, pero creo que no obtuvo respuesta. Ahora ya no lo sabremos. Es demasiado tarde y seguramente así es mejor. La verdad puede cortarte las manos y dejar tajos con los que no puedes seguir viviendo, y la mayoría de nosotros lo que queremos es vivir. Lo menos dolorosamente que podamos. Es humano. Estoy seguro de que ustedes serían como nosotros si hubieran vivido la guerra, lo que produjo aquí y sobre todo lo que siguió a la contienda, esas semanas y esos pocos meses, en especial los últimos, durante los que ese hombre llegó a nuestro pueblo y se instaló, así, de repente. ¿Por qué eligió este pueblo, con la de pueblos que hay en las estribaciones de la montaña, posados entre los bosques como huevos en sus nidos, y la mayoría iguales que el nuestro? ¿Por qué eligió precisamente el nuestro, un pueblo perdido, tan lejos de todo?
Todo lo que cuento, el momento en que dijeron que querían que fuera yo, ocurrió en la fonda Schloss hará unos tres meses. Justo después… justo después del… no sé cómo llamarlo, digamos el suceso, o el drama, o el incidente. A no ser que diga el Ereigniës: ésta es una palabra curiosa, llena de brumas, espectral, y significa más o menos «lo que ha ocurrido». Sin duda, es mejor definirlo con una palabra tomada del dialecto local, que es una lengua sin serlo, pero que está pegada a la piel, al aliento, al alma de quienes vivimos aquí. El Ereigniës, para calificar lo incalificable. Sí, yo diría el Ereigniës.
Así pues, acababa de suceder. Salvo dos o tres viejos que se habían quedado junto al brasero, y por supuesto el cura Peiper, que estaría durmiendo la mona en algún rincón de su pequeña iglesia de muros tan anchos como la envergadura de un águila, todos los hombres estaban allí, en la fonda, que es como una gran cueva un poco oscura llena de humo de tabaco y humo de chimenea, desconcertados, abrumados por lo que había pasado, y al mismo tiempo… cómo lo diría… aliviados, porque aquello tenía que acabar, fuera como fuese. No podíamos más.
Cada cual parecía encerrado en su silencio, aunque en la fonda había cuarenta personas y estaban apretadas como sardinas en lata, ahogándose, oliendo los olores de los otros, los alientos, los pies, el hedor acre de su sudor, de su ropa húmeda, de la lana vieja y el paño impregnados de polvo, de bosque, de estiércol, de paja, de cerveza y de vino, sobre todo de vino. Y no es que todos estuvieran borrachos, no; la excusa de la borrachera sería demasiado fácil. Borraría de un plumazo cualquier atrocidad. Demasiado sencillo. Sencillísimo. Voy a tratar de no simplificar lo complejo. Complejo y difícil. Voy a intentarlo. No prometo nada.
Que no se me malinterprete; lo repito, habría podido callarme, pero ellos me pidieron que lo contara, y cuando me lo pidieron la mayoría tenía los puños apretados o las manos en los bolsillos, y yo las imaginaba aferrando los mangos de las navajas, las mismas que acababan de…
Es mejor que no me precipite, aunque resulta difícil, porque ahora percibo a mis espaldas cosas, movimientos, ruidos, miradas. Desde hace unos días me pregunto si poco a poco no estoy convirtiéndome en presa, con una partida al completo pisándome los talones y perros que me husmean. Me siento espiado, vigilado, acosado, como si ahora siempre hubiera alguien a mis espaldas para observar todos mis gestos y leer mis pensamientos.
Volveré sobre lo que hicieron las navajas. No me queda más remedio. Lo que quería decir es que negarse a lo que te piden, en un ambiente especial donde todo el mundo sigue pensando en violencia y sangre, no es posible, es incluso muy peligroso. Así que acepté, aunque me pesara. Sencillamente, estaba en la fonda en el momento equivocado, minutos después del Ereigniës, en ese instante de estupor, que es un momento de equilibrios e indecisión, en que la gente se agarrará al primero que asome por la puerta para convertirlo en un salvador o para hacerlo pedazos.
La fonda Schloss es el bar más grande de nuestro pueblo, que tiene otros cinco, así como una oficina de correos, una mercería, una ferretería, una carnicería, una tienda de ultramarinos, una casquería, una escuela, una oficina de la notaría de S., sucia como una cuadra y donde reinan los seniles quevedos de Siegfried Knopf, al que todos llaman «señor notario», aunque no es más que un pasante, y el pequeño despacho de Jenkins, que hacía las veces de policía pero murió en la guerra. Recuerdo que cuando Jenkins se marchó, el primero de todos, él, que casi nunca sonreía, estrechaba la mano a todo el mundo riendo, como si fuera a su propia boda. Estaba desconocido. Cuando dobló la esquina de la serrería Möberschwein empezó a agitar el brazo y lanzó la gorra al aire, en una despedida jubilosa. No volvimos a verlo. No lo han sustituido. Los postigos de su oficina siguen cerrados. Un poco de musgo sella el umbral. La puerta se halla cerrada con llave, y no sé quién tiene esa llave. Nunca lo he preguntado. He aprendido a no hacer demasiadas preguntas, así como a adoptar el color de las paredes y el polvo de las calles. No es tan difícil. No me parezco a nada.
La fonda Schloss se convierte en tienda cuando la viuda Bernarht baja la persiana metálica del ultramarinos al anochecer. También es el bar más concurrido. Tiene dos salas: la grande, delante, con las paredes de madera renegrida y el suelo cubierto de serrín, en la que al entrar es fácil caerse porque hay que bajar dos escalones altos, tallados en la misma piedra y desgastados en el centro por las pisadas de los miles de bebedores que han pasado por allí; y la de atrás, más pequeña, que nunca he visto. Ésta, separada de la otra por una elegante puerta de alerce en la que hay grabada una fecha, 1812, se halla reservada a unos cuantos que se reúnen allí una vez por semana, el martes por la noche, y beben, fuman tabaco de sus campos en pipas de porcelana con el tubo de madera tallada y puros baratos hechos a saber dónde. Hasta se han dado un nombre, De Erweckens’Bruderschaf, lo que significa poco más o menos «la Hermandad del Despertar». Un nombre curioso para una hermandad curiosa. No se sabe exactamente cuándo se creó, ni para qué, ni cómo se ingresa en ella, ni quiénes son sus miembros, sin duda los grandes granjeros y puede que el señor Knopf, el propio Schloss y por supuesto el alcalde, Hans Orschwir, que es el más rico de por aquí. Tampoco se sabe lo que traman ni de qué hablan cuando se reúnen. Algunos aseguran que allí se toman decisiones importantes, que se sellan extraños pactos, que se hacen promesas. Otros sospechan que simplemente se remojan el gaznate con aguardiente y juegan a las damas o a las cartas fumando y bromeando. Hay también quienes afirman haber oído música al otro lado de la puerta. Quien tal vez lo supiera era Diodème, el maestro, que siempre estaba rebuscando en los papeles y en la cabeza de la gente, y que tenía una sed insaciable de saber las cosas del derecho y del revés. Pero ahora el pobre ya no puede contarlo.
Yo no voy casi nunca a la fonda Schloss, porque debo confesar que Dieter Schloss me pone nervioso con esa mirada de topo socarrón, la frente siempre sudada bajo el cráneo mondo y sonrosado, y esos dientes ennegrecidos, que huelen a vendaje sucio. La otra razón es que, desde que volví de la guerra, no busco la compañía de la gente. Me he acostumbrado a la soledad.
La noche del Ereigniës, fue la vieja Fédorine quien me mandó a la fonda por la mantequilla que necesitaba. Quería hacer unos mantecados. Normalmente, es ella quien se encarga de los recados. Pero aquella noche siniestra, mi Poupchette estaba en cama con fiebre alta y Fédorine, a su cabecera, contándole la historia del pobre sastre Bilissi, mientras Emélia, mi mujer, tarareaba muy bajito la tonada de su canción.
Después, he pensado muchas veces en esa mantequilla, ese pequeño trozo de mantequilla que faltaba en la fresquera. No nos damos cuenta de lo mucho que puede depender el curso de una vida de detalles insignificantes, un trozo de mantequilla, un sendero que se abandona para tomar otro, una sombra a la que se sigue o de la que se huye, un mirlo al que se decide matar con un poco de plomo o dejar tranquilo.
Con los hermosos ojos ardiendo de fiebre, Poupchette escuchaba a la anciana, cuya voz yo había oído en otros tiempos, saliendo de la misma boca, la misma boca más joven, pero a la que ya le faltaban dientes. Poupchette me miró con aquellas dos relucientes canicas negras. Sus mejillas tenían el color de los arándanos. Me sonrió y extendió hacia mí las manos, que hizo chocar en el aire mientras gorjeaba como un polluelo de pato:
—¡Papá! ¡Vuelve, papá, vuelve!
Salí con el gorjeo de mi hija y el murmullo de Fédorine en los oídos:
—Ante la puerta de su choza, Bilissi contempló a tres caballeros con las armaduras bruñidas por el tiempo. Los tres llevaban una lanza rojiza y un escudo de plata. No se les veía la cara y tampoco los ojos, como suele ocurrir cuando es muy tarde.