Steve
—¡Papa! —lo llamó Jonah. Estaba de pie detrás del piano, en la salita, mientras Steve llevaba los platos de espaguetis a la mesa—. En esta foto estás con la abuela y el abuelo, ¿verdad?
—Sí, son mi madre y mi padre.
—No recuerdo esta foto. En casa, quiero decir.
—Durante mucho tiempo, la tuve en mi despacho, en el conservatorio.
—Ah —dijo Jonah. Se inclinó más hacia la foto, para estudiarla mejor—. Te pareces bastante al abuelo.
Steve no estaba seguro de cómo interpretar el comentario.
—Quizás un poco.
—¿Lo echas de menos?
—Era mi padre. ¿Tú qué crees?
—Yo te echaría de menos.
Mientras Jonah se dirigía hacia la mesa, Steve pensó que, aunque no hubiera sucedido nada excepcional, el día había estado bien. Habían pasado la mañana en el taller, donde Steve le había enseñado a Jonah a cortar el cristal; habían almorzado bocadillos en el porche y por la tarde habían recogido conchas marinas. Y Steve había prometido que tan pronto como oscureciera, llevaría a Jonah a pasear por la playa con linternas para ver la gran cantidad de cangrejos araña que salían disparados y volvían a esconderse rápidamente en sus madrigueras en la arena.
Jonah apartó la silla y se dejó caer pesadamente en ella.
Tomó un sorbo del vaso de leche, que le dibujó unos bigotes blancos.
—¿Crees que Ronnie vendrá pronto?
—Eso espero.
Jonah se limpió los labios con la palma de la mano.
—A veces se queda por ahí hasta muy tarde.
—Lo sé.
—¿Ese agente de Policía la traerá de nuevo a casa?
Steve desvió la vista hacia la ventana; estaba anocheciendo, y el agua se estaba volviendo opaca. Se preguntó dónde y qué estaría haciendo Ronnie.
—No —contestó—. Esta noche no.
Después del paseo por la playa, Jonah se duchó antes de arrastrarse hasta la cama. Steve lo cubrió con el edredón y le dio un beso en la mejilla.
—Gracias por este día tan fantástico —susurró Steve.
—Sí, ha sido fantástico.
—Buenas noches, Jonah. Te quiero.
—Yo también te quiero, papá.
Steve se levantó y se dirigió hacia la puerta.
—¿Papá?
Steve se dio la vuelta.
—¿Sí?
—¿Tu padre te llevaba a ver cangrejos araña?
—No —contestó Steve.
—¿Por qué no? Si es alucinante.
—No era esa clase de padre.
—¿Y qué clase era?
Steve ponderó la pregunta.
—Era una persona complicada —sentenció finalmente.
Junto al piano, Steve recordó aquella tarde seis años antes, cuando cogió la mano de su padre por primera vez en su vida. Le dijo a su padre que sabía que había hecho lo mejor que había podido para criarlo, que no lo culpaba de nada, y que, por encima de todo, lo quería.
Su padre se había girado hacia él y lo había mirado a los ojos. A pesar de las grandes dosis de morfina que estaba tomando, tenía la mente clara. Miró fijamente a Steve durante un largo rato antes de retirar la mano.
—¿Sabes? Pareces una mujer cuando hablas de ese modo —dijo.
Estaban en una habitación parcialmente privada en la cuarta planta del hospital. Su padre llevaba tres días hospitalizado, con un tubo serpenteando por el brazo por el que le suministraban suero intravenoso, y hacía más de un mes que no ingería ningún alimento sólido. Tenía las mejillas hundidas y la piel traslúcida. Así de cerca, Steve pensó que el aliento de su padre olía a decadencia, otro signo de que el cáncer estaba ganando la batalla.
Steve se giró hacia la ventana. Fuera, lo único que veía era un brillante cielo azul, como una inflexible burbuja que envolvía la habitación. No había pájaros ni nubes, ni árboles visibles. Detrás de él, podía escuchar el pitido del monitor de corazón. Sonaba fuerte y acompasado, con un ritmo regular, generando la ilusión de que su padre viviría otros veinte años. Pero no era el corazón lo que lo estaba matando.
—¿Cómo está? —le preguntó Kim aquella noche, cuando hablaron por teléfono.
—No muy bien —contestó él—. No sé cuánto tiempo le queda, pero…
No pudo acabar la frase. Se imaginó a Kim al otro lado de la línea, de pie cerca del horno, removiendo la pasta o troceando tomates, con el teléfono atrapado entre el hombro y la oreja. Nunca había sido capaz de permanecer sentada mientras hablaba por teléfono.
—¿Ha venido alguien más a verlo?
—No —contestó él. Lo que no le dijo fue que, según le habían contado las enfermeras, nadie había ido a visitarlo en aquellos tres días.
—¿Has podido hablar con él? —le preguntó.
—Sí, aunque no mucho. Se ha pasado casi todo el día adormilado.
—¿Le has dicho lo que te dije que le dijeras?
—Sí.
—¿Y qué ha contestado? ¿Te ha dicho que él también te quiere?
Steve sabía la respuesta que ella quería escuchar. Se hallaba de pie en la casa de su padre, inspeccionando las fotos sobre el mantel: la familia después de que Steve fuera bautizado, una foto de la boda de Kim y Steve, Ronnie y Jonah de bebés. Los marcos tenían un dedo de polvo; era evidente que nadie había tocado esas fotografías durante muchos años. Sabía que su madre las había puesto allí; mientras las miraba fijamente, se preguntó qué pensaba su padre cada vez que las contemplaba, o si las veía siquiera, o si se daba cuenta de que estaban allí.
—Sí —dijo finalmente—. Me ha dicho que me quiere.
—Lo celebro —apuntó Kim. Su tono parecía aliviado y satisfecho, como si su respuesta hubiera servido para corroborarle algo importante sobre el mundo—. Sé que eso era muy importante para ti.
Steve se había criado en una casita blanca, en un vecindario de casitas blancas en la zona del canal intracostero de la isla. Era pequeña, con dos habitaciones, un único baño y un garaje separado en el que guardaban las herramientas de su padre y que olía permanentemente a serrín. En el jardín que había en la parte trasera de la casa, a la sombra de un enorme roble de hoja perenne con unas ramas retorcidas, no penetraba la luz del sol, así que su madre decidió plantar el huerto en el jardín que daba a la calle. Cultivaba tomates y cebollas, nabos y judías, col y maíz; en verano era imposible ver la carretera que había delante de la casa desde el comedor. A veces Steve oía a sus vecinos criticándolos en voz baja, quejándose de cómo ese huerto afectaba negativamente al valor de sus propiedades, pero su madre volvía a plantar hortalizas cada primavera, y nadie se atrevía a decir ni una palabra a su padre. Todos sabían, al igual que él, que eso sólo les habría traído problemas. Además, apreciaban a su esposa, y también sabían que tarde o temprano necesitarían los servicios de su padre.
Su padre era un carpintero de oficio —y muy bueno—, pero además tenía una portentosa habilidad para arreglar cualquier cosa estropeada. A lo largo de los años, Steve lo había visto reparar radios, televisores, motores de coche y de corta-césped, cañerías agujereadas, desagües rotos, ventanas quebradas, e incluso, en una ocasión, las prensas hidráulicas de una pequeña planta donde fabricaban herramientas cerca de la frontera del estado. Nunca había ido al instituto, pero tenía una comprensión innata de la mecánica y de los conceptos de construcción. Por la noche, cuando el teléfono sonaba, siempre era su padre quien contestaba, puesto que normalmente era para él. Se pasaba la mayor parte de aquellas llamadas sin decir nada, limitándose a escuchar la descripción de una emergencia u otra; Steve lo observaba atentamente mientras él garabateaba la dirección en unos trocitos de papel arrancados de viejos periódicos. Después de colgar, su padre enfilaba hacia el garaje, preparaba la caja de herramientas con lo necesario y salía, normalmente sin mencionar adonde iba ni cuándo regresaría. Por la mañana, el cheque estaba sin falta debajo de la estatua de Robert E. Lee que su padre había tallado de un madero que había encontrado en la playa, y su madre le masajeaba la espalda y le prometía que iría a ingresarlo en el banco mientras él se tomaba el desayuno. Esa era la única muestra de afecto regular que él había visto entre ellos. No discutían y evitaban el conflicto por norma. Parecían disfrutar de la compañía del otro cuando estaban juntos, y una vez los pilló con las manos entrelazadas mientras miraban la tele: pero en los dieciocho años que Steve había vivido en aquella casa, nunca vio que sus padres se besaran ni una sola vez.
Si su padre tenía una obsesión en la vida, ésa era el póquer. En las noches en que el teléfono no sonaba, se iba a una de las salas de póquer de la localidad. Era miembro de esos clubes no por la camaradería, sino por el juego. Se sentaba a la mesa con otros socios veteranos del club Freemason o del Elk o del Shriner y se pasaba horas y horas jugando. El póquer lo transformaba; le encantaba calcular las probabilidades de armar una escalera abierta o de tirarse un farol cuando lo único que tenía era una pareja de seises. Cuando hablaba del juego, lo describía como una ciencia, como si el azar no tuviera nada que ver con ganar. «El secreto está en saber mentir y en saber cuándo alguien te está mintiendo», solía decir. Al cabo de los años, Steve concluyó que su padre debía de haber sido un experto a la hora de mentir. A los cincuenta años, tenía los dedos de las manos completamente atrofiados después de haberse pasado más de treinta años trabajando como carpintero. Entonces dejó de instalar molduras de corona y marcos de puertas en las casas señoriales erigidas en la primera línea del océano que habían empezado a extenderse por toda la isla; también empezó a no contestar al teléfono por las noches. Sin embargo, continuó pagando las facturas sin ningún problema; al final de su vida, tenía dinero más que suficiente en sus cuentas bancarias como para pagarse los cuidados médicos que su compañía de seguros no cubría.
Jamás jugaba al póquer los sábados o los domingos. Los sábados los reservaba a la casa; a pesar de que el huerto en el jardín molestaba a más de un vecino, el interior era una obra maestra. A lo largo de los años, su padre había ido agregando molduras de corona y rodapiés; había tallado la repisa de la chimenea de dos bloques de arce. Había hecho todos los armarios de la cocina y había instalado unos suelos de madera que eran tan lisos y firmes como una mesa de billar. Había remodelado el cuarto de baño; ocho años después, lo había vuelto a remodelar. Cada sábado por la noche, se ponía una americana y una corbata y llevaba a su esposa a cenar al restaurante. Los domingos se los reservaba para él. Después de comer, se encerraba en el taller, mientras su mujer horneaba pastelitos o preparaba conservas de verduras en la cocina.
Los lunes, la rutina empezaba de nuevo.
Nunca le enseñó a jugar al póquer. Steve era lo bastante sagaz como para aprender las bases por sí solo, y le gustaba pensar que era tan hábil como para detectar si un jugador estaba tirándose un farol. Jugó varias veces con sus compañeros en la universidad y descubrió que era uno más del montón, un jugador normal, ni mejor ni peor que los demás. Después de licenciarse, se fue a vivir a Nueva York, y de vez en cuando iba a visitar a sus padres al pueblo. La primera vez que regresó, hacía dos años que no los veía; cuando atravesó el umbral, su madre, desbordada por la alegría, lo abrazó y lo besó en la mejilla. Su padre le estrechó la mano y dijo: «Tu madre te echaba de menos». Tomaron pastel de manzana y café; cuando acabaron de comer, su padre se levantó en busca de la chaqueta y las llaves del coche. Era martes; eso quería decir que iba a la sala de póquer de los Elks. El local cerraba a las diez y él regresaría a casa quince minutos más tarde.
—No…, no vayas esta noche —le pidió su mujer, con el mismo acento europeo tan marcado de siempre—. Steve ha venido a vernos.
Recordó que fue la única vez que vio a su madre suplicarle que no fuese al club, pero si aquella petición sorprendió a su padre, no lo demostró. Se detuvo en el umbral de la puerta; cuando se dio la vuelta, su cara era indescifrable.
—O llévatelo contigo —le sugirió ella.
Su padre se enroscó la chaqueta en el brazo.
—¿Quieres venir conmigo?
—Sí. —Steve propinó unos golpecitos con los dedos en la mesa—. ¿Por qué no? Puede ser divertido.
Transcurrido un momento, su padre esbozó una mueca burlona, exhibiendo la más pequeña y breve sonrisa posible. Steve pensó que si hubieran estado en la mesa de póquer, su padre no habría dejado entrever tanto sus pensamientos.
—Estás mintiendo —dijo.
Su madre falleció repentinamente unos años después de aquella visita. Se le reventó una arteria en el cerebro. Steve estaba precisamente pensando en su inquebrantable afabilidad cuando su padre se despertó con un suave ronquido. Giró la cabeza y vio a su hijo en la esquina. Desde aquel rincón, con las sombras jugando con los afilados ángulos de su cara, daba la impresión de ser un esqueleto.
—Todavía estás aquí.
Steve dejó la partitura sobre una mesita y arrastró la silla para sentarse más cerca de su padre.
—Sí, todavía estoy aquí.
—¿Por qué?
—¿Qué quieres decir? Porque estás en el hospital.
—Estoy en el hospital porque me estoy muriendo. Y me moriré tanto si estás como si no estás aquí. Deberías regresar a tu casa. Tienes esposa e hijos. No hay nada que puedas hacer por mí.
—Quiero estar aquí —objetó Steve—. Eres mi padre. ¿Por qué? ¿No quieres que me quede?
—Quizá lo que no quiero es que me veas morir.
—Me iré, si quieres.
Su padre hizo un ruido similar a un estornudo.
—¿Lo ves? Ese es tu problema. Quieres que tome la decisión por ti. Ese siempre ha sido tu problema.
—Quizá sólo quiero pasar más tiempo contigo.
—¿De veras? ¿O eso es lo que quiere tu mujer?
—¿Acaso importa?
Su padre intentó sonreír, pero lo único que le salió fue una mueca grotesca.
—No lo sé. ¿Importa?
Desde su posición cerca del piano, Steve oyó el motor de un coche que se acercaba. Los faros enfocaron la ventana y recorrieron las paredes; por un instante pensó que Ronnie había conseguido que alguien la llevase a casa. Pero las luces se desvanecieron rápidamente y la calle volvió a quedar en silencio. Ronnie todavía no había regresado.
Era más de medianoche. Se preguntó si debería salir a buscarla.
Unos años atrás, antes de que su hija decidiera dejar de dirigirle la palabra, él y Kim habían ido a ver a una consejera matrimonial que tenía la consulta cerca de Gramercy Park, en un edificio rehabilitado. Recordaba hallarse sentado al lado de Kim en un sofá, contemplando a una mujer delgada y huesuda de unos treinta años que llevaba unos pantalones elegantes de color gris y que continuamente unía las yemas de los dedos de ambas manos hasta formar una pirámide. Steve se fijó en que no lucía anillo de casada.
Se sentía incómodo; ir a ver a esa consejera había sido idea de Kim; ella ya había asistido a un par de sesiones sola. Aquélla era la primera vez que iban juntos. A modo de introducción, Kim le contó a la consejera que Steve jamás expresaba sus sentimientos, pero que no era culpa de él, que tampoco sus padres habían sido unas personas muy comunicativas, y que no se había criado en el seno de una familia que discutiera sus problemas abiertamente. Remató la descripción alegando que su marido se refugiaba en la música como una válvula de escape y que sólo había aprendido a sentir algo a través del piano.
—¿Es eso cierto? —preguntó la consejera.
—Mis padres eran buenas personas —contestó él.
—No ha respondido a mi pregunta.
—No sé qué es lo que quiere que conteste.
La consejera suspiró.
—De acuerdo, veamos qué le parece esto: todos sabemos lo que pasó y por qué está usted aquí. Creo que lo que Kim quiere es que le cuente cómo se sintió después de lo sucedido.
Steve consideró la pregunta. Quería soltar que toda esa charla sobre sentimientos era irrelevante; que las emociones venían y se iban y no se podían controlar, por lo que no había motivos para preocuparse; que al final, la gente debería de ser juzgada por sus acciones, ya que, finalmente, lo único que definía a cada persona eran sus acciones.
Pero no fue eso lo que dijo. En su lugar, entrelazó los dedos.
—Quiere saber cómo me sentí.
—Sí, pero no me lo diga a mí. —Señaló hacia su esposa—. Dígaselo a Kim.
Él miró a su esposa, que lo miraba visiblemente nerviosa.
—Me sentí…
Estaba en una consulta con su esposa y una desconocida, atrapado en la clase de interrogatorio que jamás habría imaginado tener que contestar. Pasaban unos minutos de las diez de la mañana, y había regresado a Nueva York para estar sólo unos días. Su gira lo había llevado a unas veinte ciudades diferentes. Kim trabajaba como asistente legal en un bufete de abogados en Wall Street.
—Me sentí… —repitió.
Cuando el reloj tocó la una de la madrugada, Steve salió al porche y se quedó allí de pie. La negra oscuridad de la noche había cedido un poco de espacio a la luz violácea de la luna, por lo que podía recorrer con la vista la franja de la playa. Hacía dieciséis horas que no la había visto y estaba intranquilo, o mejor dicho, preocupado. Sabía que ella era lista y lo bastante sensata como para cuidar de sí misma.
Bueno, quizá no debería preocuparse.
A pesar de su intento por mantener la calma, no pudo evitar preguntarse si Ronnie desaparecería al día siguiente, como hoy, sin dejar rastro. Y si la historia se repetiría día tras día, durante todo el verano.
Pasar el tiempo con Jonah había sido como descubrir un tesoro especial, y también quería pasar tiempo con ella. Dio media vuelta y entró de nuevo en casa.
Sentado en el taburete, frente al piano, volvió a sentir lo mismo, la misma sensación que le había confesado a la consultora matrimonial aquel día, en aquel sofá.
Se sentía vacío.