8

Ronnie

Blaze la llevó hasta la cafetería que Ronnie había visto mientras se paseaba por la zona comercial, y Ronnie tuvo que admitir que el local destilaba cierto encanto, particularmente para alguien a quien le gustara el estilo de los años cincuenta. Tenía una barra de las antiguas, flanqueada por taburetes, el suelo de baldosas formaba un mosaico de cuadros blancos y negros, y los deteriorados bancos y mesas de escay en color rojo estaban dispuestos como si fueran las cabinas de un tren. Detrás de la barra, el menú estaba escrito en una pizarra de tiza, y por lo que Ronnie dedujo, el único cambio en los últimos treinta años debía de haber sido el incremento de precios.

Blaze pidió una hamburguesa con queso, un batido de chocolate y patatas fritas; Ronnie no se decidía, y al final acabó por pedir únicamente una Coca-Cola light. Tenía hambre, pero no estaba muy segura de qué tipo de aceite utilizaban para freír, ni, por lo visto, tampoco nadie en la cafetería. Ser vegetariana no siempre resultaba fácil, y en ocasiones deseaba abandonar su empeño.

Como cuando su estómago rugía. Justo como en aquellos momentos.

Pero no pensaba comer allí. No podía comer allí, y no porque fuera la clase de persona «vegetariana por principios», sino porque era la clase de persona «vegetariana porque quería evitar problemas gastrointestinales». Le importaba un pito lo que los otros comían, pero sólo con pensar de dónde provenía aquella carne…, se imaginaba a una vaca paciendo en un prado o al cerdito Babe, y rápidamente le daban arcadas.

Blaze, sin embargo, parecía feliz. Después de pedir la comida, se arrellanó en el banco de escay.

—¿Qué te parece este sitio? —le preguntó.

—Está bien. Es diferente.

—Vengo aquí desde que era pequeña. Mi padre solía traerme cada domingo después de misa para tomar un batido de chocolate. Son los mejores. Compran el helado en una pequeña granja de Georgia, y es delicioso. Deberías probarlo.

—No tengo hambre.

—No mientas —la contradijo Blaze—. Tu estómago no para de rugir, pero bueno, haz lo que quieras. De todos modos, gracias por invitarme.

—De nada.

Blaze sonrió.

—Dime, ¿qué pasó anoche? ¿Eres algo así como… una chica famosa?

—¿Cómo se te ha ocurrido tal cosa?

—Por el poli y por cómo te trató. Tenía que haber una razón.

Ronnie esbozó una mueca de fastidio.

—Me parece que mi padre le pidió que fuera a buscarme. Si incluso sabía dónde vivía…

—¡Qué chungo!

Ronnie se echó a reír. Blaze cogió el salero y le propinó unos golpecitos en la tapa con los dedos; empezó a echar sal sobre la mesa al tiempo que con un dedo de la otra mano se ponía a amontonarla en una pila.

—¿Qué te pareció Marcus? —se interesó.

—No hablé mucho con él. ¿Por qué?

Blaze pareció elegir las palabras con sumo cuidado.

—A Marcus nunca le gusté. Cuando éramos niños, me refiero. Y tampoco puedo admitir que a mí me gustara mucho. Era esa clase de niño…, ¿cómo lo diría?, malo, ¿me entiendes? Pero entonces…, no sé, hace un par de años, las cosas cambiaron. Y cuando realmente necesitaba estar con alguien, sabía que podía contar con él Ronnie contempló el montoncito de sal.

—¿Y?

—Sólo quería que lo supieras.

—Me da igual.

—Lo mismo digo.

—Pero ¿se puede saber de qué estás hablando?

Blaze empezó a rasparse la laca negra de las uñas.

—Hace tiempo me dedicaba a la gimnasia de competición. Durante unos cuatro o cinco años eso fue lo más importante en mi vida. Acabé por dejarlo por culpa de mi entrenador. Era un verdadero energúmeno, siempre diciéndote lo que hacías mal, nunca te elogiaba. Cierto día, yo estaba ensayando un nuevo salto para salir de la barra y él vino hacia mí gritándome que no sabía cómo plantarme ni quedarme totalmente inmóvil, y me echó el mismo sermón que había oído un millón de veces antes. Estaba harta de oírlo, ¿me entiendes? Así que le contesté: «Me da igual», y él me agarró por el brazo con tanta fuerza que me dejó varios morados y me dijo: «¿Sabes lo que dices cuando dices “me da igual”? Indirectamente estás diciendo “jódete”. Así que, a tu edad, no contestes así nunca. ¿Me has oído? Nunca, a nadie». —Blaze se acomodó en el banco—. Por eso, cuando alguien me lo dice a mí, yo simplemente respondo: «Lo mismo digo».

En ese momento, llegó la camarera con la comida y colocó cada cosa delante de ellas con garbo y eficiencia. Cuando se marchó, Ronnie cogió su bebida.

—Gracias por contarme esa historia tan ilustrativa.

—Lo mismo digo.

Ronnie se rió otra vez. Le gustaba el sentido del humor de su nueva amiga.

Blaze se inclinó sobre la mesa.

—¿Y qué es lo peor que has hecho en tu vida?

—¿Qué?

—Hablo en serio. Siempre le hago a la gente la misma pregunta. Lo encuentro interesante.

—Muy bien. —Ronnie contraatacó—. ¿Qué es lo peor que has hecho tú?

—Eso es fácil. Cuando era pequeña, tenía una vecina, la señora Banderson, que no era nada simpática, aunque tampoco es que fuera una verdadera bruja. Quiero decir, no es que nos cerrara las puertas en las narices en Halloween ni nada parecido. Pero siempre estaba metida en su jardín, ¿sabes? Obsesionada con las plantas y el césped. Quiero decir que si por error pisábamos el césped de camino al autocar escolar, ella salía como una bala detrás de nosotros, gritándonos que le estropeábamos el césped. Bueno, pues una primavera, ella había plantado un montón de flores en su jardín. Docenas y docenas. Estaba precioso. Pues bien, había un niño al otro lado de la calle que se llamaba Billy; a él tampoco le caía muy bien la señora Banderson, porque una vez se le coló la pelota de béisbol en su jardín y ella no quiso devolvérsela. Cierto día, mientras curioseábamos en el cobertizo lleno de herramientas que Billy tenía en su jardín, encontramos una enorme botella con difusor llena de herbicida. Sí, herbicida. Pues bien, él y yo nos colamos una noche en el jardín de la señora Banderson y pulverizamos todas las flores recién plantadas, no me preguntes por qué. Supongo que en aquel momento nos pareció algo divertido, y no una grave trastada. Ella sólo tendría que volver a comprar nuevas plantas y ya está. Así de entrada no sabíamos qué sucedería. Tienen que pasar unos días antes de que el herbicida empiece a surtir efecto. Y la señora Banderson estaba cada día en el jardín, regando y arrancando hierbajos, antes de que se diera cuenta de que todas sus nuevas flores se empezaban a marchitar. Al principio, Billy y yo nos reímos con picardía, pero entonces empecé a fijarme en que cada día ella estaba allí fuera, cuando nos íbamos a la escuela, intentando averiguar qué había pasado, y que seguía allí cuando volvíamos de la escuela. Al final de la semana, todas sus plantas se habían muerto.

—¡Qué terrible! ¡Qué terrible! —exclamó Ronnie, sonriendo burlonamente, a pesar de que sabía que no debería hacerlo.

—Lo sé. Y todavía me siento fatal por lo que hicimos. Es una de esas cosas que desearía no haber hecho.

—¿Llegaste a confesárselo? ¿O le propusiste plantar flores nuevas?

—Mis padres me habrían matado. Pero nunca, nunca más volví a pisar su césped.

—¡Vaya!

—Ya te lo he dicho: es lo peor que he hecho en mi vida. Ahora te toca a ti.

Ronnie ponderó la respuesta:

—He estado tres años sin dirigirle la palabra a mi padre.

—Eso ya lo sabía. Y tampoco es tan grave. Yo también te dije que intento no hablar con mi padre. Y mi madre no tiene ni idea de por dónde ando la mayor parte del tiempo.

Ronnie apartó la vista. Encima de la máquina de discos vio una foto de la banda de rock and roll Bill Haley & His Comets.

—Solía robar en las tiendas —confesó, en voz baja—. Mucho. Nada importante. Sólo por el reto de hacer algo prohibido.

—¿Solías hacerlo?

—Ya no. Me pillaron. La verdad es que me pillaron dos veces, pero la segunda vez fue un accidente. Fui a juicio, pero no limpiarán mi expediente hasta que no pase un año. Básicamente significa que si no me meto en líos otra vez, retirarán los cargos.

Blaze bajó la hamburguesa.

—¿Y eso es todo? ¿Eso es lo peor que has hecho en tu vida?

—Nunca he exterminado las flores de nadie, si a eso te refieres. Ni he provocado disturbios callejeros.

—¿No le has metido la cabeza en el retrete a tu hermano? ¿Ni has tenido ningún accidente de coche por tu culpa? ¿Ni has depilado al gato ni nada parecido?

Ronnie sonrió tímidamente.

—No.

—Me parece que eres la adolescente más aburrida habida y por haber sobre la faz de la Tierra.

Ronnie volvió a sonreír modestamente antes de tomar un sorbo de su bebida.

—¿Te puedo hacer una pregunta?

—Adelante.

—¿Por qué no te fuiste a casa, anoche?

Blaze tomó una pizca de sal y la apiló, luego la echó por encima de sus patatas fritas.

—No quiero ir a casa.

—Pero ¿y tu madre? ¿No se enfada?

—Probablemente sí —respondió Blaze.

Cerca de ellas, la puerta de la cafetería se abrió. Ronnie se giró y vio a Marcus, a Teddy y a Lance dirigiéndose hacia su mesa. Marcus lucía una camiseta con la imagen de una calavera, y también llevaba una cadena atada a la hebilla del cinturón de sus pantalones vaqueros.

Blaze dejó espacio para que Marcus se sentara a su lado; sin embargo, fue Teddy el que ocupó ese sitio. Marcus se acomodó al lado de Ronnie. Lance arrastró una silla de la mesa contigua y le dio la vuelta antes de sentarse. Marcus agarró el plato de Blaze. Automáticamente, Teddy y Lance se abalanzaron sobre las patatas fritas.

—¡Eh! ¡Que eso es de Blaze! —gritó Ronnie, intentando detenerlos—. ¡Id a pedir lo vuestro en la barra!

Marcus miró primero a Teddy y a Lance con una mueca maliciosa y después a Ronnie.

—¿Ah, sí? —la provocó, con un tonillo condescendiente.

—No pasa nada —dijo Blaze, empujando el plato hacia él—. De verdad, tampoco me lo habría acabado todo.

Marcus cogió el bote de ketchup con cara de satisfacción, como si hubiera demostrado que tenía razón.

—¿De qué estabais hablando? Desde el otro lado de la ventana parecía una conversación muy profunda.

—De nada —contestó Blaze.

—A ver si lo adivino. Ella te estaba hablando del novio sexy de su mamá, y de los numeritos acrobáticos que montan cada noche, ¿no?

Blaze se removió incómoda en el banco.

—No seas asqueroso.

Marcus miró a Ronnie directamente a los ojos.

—¿Te ha contado lo de esa noche en que uno de los novios de su madre entró en su habitación? Blaze se puso hecha una furia, en plan: «Tienes quince minutos para largarte de aquí».

—¡Cállate! ¿Vale? No tiene gracia. Y no estábamos hablando de él.

—Me da igual —contestó el chico, que sonrió maliciosamente.

Blaze asió el batido mientras Marcus empezaba a comerse la hamburguesa. Teddy y Lance continuaban picoteando más patatas fritas, y durante los siguientes minutos, entre los tres devoraron la mayor parte del contenido del plato. Muy a pesar de Ronnie, Blaze no dijo nada, y Ronnie se preguntó por qué se mostraba tan sumisa.

Lo cierto era que no hacía falta ser un adivino para saber el motivo. Parecía obvio que Blaze no quería que Marcus se enojara con ella, por lo que le dejaba hacer todo lo que quería. Ya había visto una actitud semejante antes: Kayla, a pesar de su imagen agresiva, se comportaba igual con los chicos. Y generalmente, la trataban como si fuera escoria.

Pero no pensaba soltar ese comentario allí delante. Sabía que con ello sólo conseguiría empeorar las cosas.

Blaze continuó dando sorbitos de su batido hasta que finalmente lo depositó de nuevo sobre la mesa.

—¿Qué queréis hacer después?

—Nosotros no podemos salir —refunfuñó Teddy—. Nuestro viejo nos necesita hoy para trabajar.

—Lance y Teddy son hermanos —explicó Blaze.

Ronnie los estudió, pero no vio ningún parecido.

—¿De verdad sois hermanos?

Marcus acabó la hamburguesa y empujó el plato hasta el borde de la mesa.

—Lo sé. Cuesta mucho creer que una madre haya podido parir a dos niños tan feos, ¿verdad? Sus padres tienen un motel de mala muerte, al otro lado del puente. Las cañerías tienen por lo menos cien años, y el trabajo de Teddy es desatascar los retretes cada vez que se atascan.

Ronnie arrugó la nariz, intentando imaginar ese trabajo.

—¿De veras?

Marcus asintió.

—Repugnante, ¿verdad? Pero no te preocupes por Teddy. Lo hace encantado. Es un verdadero prodigio. De hecho, le gusta ese trabajo. Y la labor de Lance es limpiar las sábanas después de que los clientes perezosos, que no se despiertan hasta las doce del mediodía, se larguen.

—Ah —murmuró Ronnie.

—Lo sé. Es asqueroso —añadió Blaze—. Y deberías ver a la chusma que alquila una habitación por horas. Podrías pillar una infección con sólo atravesar esa puerta.

Ronnie no estaba segura de cómo contestar a aquel comentario, así que en lugar de decir algo se giró hacia Marcus.

—Y tú, ¿qué haces? —le preguntó.

—Lo que me da la gana —contestó él.

—¿Y eso qué significa? —lo pinchó Ronnie.

—¿A ti qué te importa?

—No me importa —replicó, manteniendo un tono de voz impasible—. Sólo preguntaba.

Teddy agarró las últimas patatas fritas del plato de Blaze.

—Eso significa que mata las horas en el motel, con nosotros. En su habitación.

—¿Tienes una habitación en el motel?

—Vivo allí —afirmó él.

La pregunta obvia era por qué, y ella esperó más detalles, pero Marcus permaneció callado. Ronnie sospechaba que deseaba que intentara sacarle más información. Quizá le estaba dando demasiadas vueltas al asunto, pero tuvo la súbita sensación de que Marcus quería que se interesara por él. Quería que se sintiera atraída por él. A pesar de que Blaze estaba allí delante.

Sus sospechas se vieron confirmadas cuando él sacó un cigarrillo. Después de encenderlo, le echó el humo a Blaze a la cara, luego se giró hacia Ronnie.

—¿Qué vas a hacer esta noche? —le preguntó.

Ronnie se movió en el asiento, sintiéndose de repente muy incómoda. Parecía que todos, incluso Blaze, estuvieran expectantes ante su respuesta.

—¿Por qué?

—Hemos quedado en el Bower’s Point. No sólo nosotros, sino con un puñado de gente. Me gustaría que vinieras. Esta vez sin polis.

Blaze clavó la vista en la superficie de la mesa y empezó a juguetear con la pila de sal. Cuando Ronnie no contestó, Marcus se levantó de la mesa y se dirigió hacia la puerta sin darse la vuelta.