6

Ronnie

En circunstancias normales, Ronnie probablemente habría apreciado un atardecer como aquél. En Nueva York, no era posible presenciar tantas estrellas por culpa de las luces de la ciudad, pero allí, en cambio, sucedía todo lo contrario. Incluso con la fina bruma, podía distinguir la Vía Láctea y, directamente hacia el sur, Venus destacaba con su brillo impresionante. Las olas se estrellaban y se retiraban rítmicamente de la orilla, y en el horizonte se veían las tenues luces de media docena de pequeñas embarcaciones de pesca.

Pero las circunstancias no eran normales. De pie, en el porche, miró al policía con aprensión, lívida de rabia.

No, no estaba simplemente lívida de rabia. Estaba que mordía. Lo que había sucedido era tan… descaradamente opresor y protector, por encima de los límites admisibles, que casi no acertaba a procesar la información. Su primera reacción fue hacer autostop hasta la parada de autobús y comprarse un billete para regresar a Nueva York. No se lo diría ni a su padre ni a su madre; llamaría directamente a Kayla. Una vez allí, ya pensaría qué haría después. Decidiera lo que decidiese, no podría ser peor que aquella situación.

Pero su plan resultaba del todo inviable. No podía hacerlo, con ese agente de Policía plantado allí delante. El permanecía de pie, justo detrás de ella, para asegurarse de que iba a entrar en casa.

Todavía no podía creerlo. ¿Cómo había podido su padre —¡su propio padre!— hacerle esa trastada? Ya casi era una persona adulta, no había hecho nada malo, y ni tan sólo era medianoche. No lo entendía. ¿Por qué tenía que exagerar las cosas más de lo necesario? Sí, claro, al principio, aquel policía, Pete, había descrito su actuación como si formara parte de una redada rudimentaria, con la intención de limpiar el Bower’s Point —algo que a los otros no les había sorprendido en absoluto—, pero entonces el policía se había girado directamente hacia Ronnie, dejando claro que ella era su objetivo.

—Te guste o no, pienso llevarte a tu casa, jovencita —le había dicho, con un tono imperativo, como si ella fuera una niña de ocho años.

—No, gracias —había respondido ella.

—Entonces no me quedará más remedio que arrestarte por desacato a la autoridad, y tu padre tendrá que venir a buscarte.

En aquel instante, Ronnie comprendió que su padre le había pedido a aquel policía que la llevara de vuelta a casa, y por un momento se quedó paralizada de la vergüenza.

Era cierto que había tenido problemas con su madre, y también era cierto que, de vez en cuando, no respetaba la hora de regresar a casa. Pero nunca, ni una sola vez, su madre había recurrido a la Policía para que fueran a buscarla.

En el porche, aquel policía se entrometió en sus pensamientos.

—Vamos, entra —le ordenó, dejando claro que si ella no abría la puerta, lo haría él.

Desde el interior llegaban las suaves notas del piano; reconoció la Sonata en mi menor de Edvard Grieg. Aspiró aire lentamente antes de abrir la puerta y, acto seguido, la cerró detrás de ella con un fuerte portazo.

Su padre dejó de tocar y alzó la vista mientras ella lo miraba con inquina.

—¿Has pedido a la Policía que vaya a buscarme?

Su padre no dijo nada, pero en su silencio se podía adivinar la respuesta.

—¿Cómo se te ha ocurrido hacer una cosa así? —le exigió ella—. ¿Cómo has podido hacerme esto?

Él no dijo nada.

—¿Qué pasa? ¿No querías que me divirtiera? ¿No te fías de mí? ¿Acaso no captas que no quiero estar aquí?

Su padre entrelazó las manos sobre el regazo.

—Ya sé que no quieres estar aquí…

Ronnie avanzó un paso. Seguía mirándolo con una visible aversión.

—Así que has decidido que además me fastidiarás la vida, ¿no?

—¿Quién es Marcus?

—¡Y qué más da! —gritó ella—. ¡Esa no es la cuestión! ¡No permitiré que analices a cada persona con la que salgo! ¿Entendido? ¡Ni se te ocurra intentarlo!

—No intento…

—¡Odio este lugar! ¿No lo entiendes? ¡Y te odio a ti!

Ronnie lo traspasó con la mirada, retándolo a que se atreviera a desafiarla. Deseando que lo hiciera, porque de ese modo podría volver a repetir lo que le acababa de decir.

Pero su padre no dijo nada, como de costumbre. ¡Oh! ¡Cómo detestaba esas muestras de debilidad! Furibunda, cruzó la estancia hacia la salita, agarró la foto de ella tocando el piano —la que estaba junto a su padre, en la playa— y la estampó contra el suelo. A pesar de que él parpadeó varias veces seguidas ante el estruendo del cristal al romperse, permaneció callado.

—¿Qué? ¿No tienes nada que decir?

Su padre carraspeó antes de hablar.

—Tu habitación es la de la primera puerta a la derecha.

Ronnie ni siquiera quería dignificar el comentario de su padre con una respuesta, así que desapareció por el pasillo con paso furioso y la firme determinación de no volver a dirigirle la palabra.

—Buenas noches, cielo —dijo él, alzando la voz—. Te quiero.

Por un momento, sólo por un momento, ella se arrepintió de lo que le había dicho; pero su arrepentimiento se desvaneció tan rápido como se habían formado. Fra como si él no se hubiera dado cuenta de que estaba enfadada: lo oyó de nuevo tocar el piano; había retomado la sonata en el mismo punto donde lo había dejado.

En la habitación —que no le costó ningún esfuerzo encontrar, dado que sólo había tres puertas en el pasillo, una que daba al cuarto de baño y la otra a la habitación de su padre— Ronnie encendió la luz. Lanzó un suspiro de frustración y se quitó la ridícula camiseta de Nemo que casi había olvidado que llevaba puesta.

Había sido el peor día de su vida.

Bueno, quizás estaba exagerando un poco. Sin embargo, no había sido un gran día. La única cosa positiva había sido conocer a Blaze, y albergaba la esperanza de contar por lo menos con una persona con la que pasar aquel verano.

Eso, por supuesto, si Blaze todavía quería salir con ella. Después de las muestras de coacción por parte de su padre, tenía serias dudas al respecto. A esas horas, Blaze y el resto del grupo debían de estar probablemente comentando la jugada y riéndose a mandíbula batiente. Sin lugar a dudas, era de aquella clase de anécdotas que Kayla sacaría a relucir durante muchos años.

Al recordar lo sucedido, se le removió el estómago. Lanzó la camiseta de Nemo a un rincón —no quería volver a verla nunca más— y empezó a desnudarse.

—Antes de que me dé un ataque de asco, será mejor que sepas que estoy aquí.

Ronnie dio un brinco del susto. Se giró precipitadamente y vio a Jonah, que la miraba sin pestañear.

—¡Largo! —gritó—. ¿Qué haces aquí? ¡Este es mi cuarto!

—Perdona, «nuestro» cuarto —le rectificó Jonah—. ¿Lo ves? Dos camas.

—¡No pienso compartir una habitación contigo!

Jonah ladeó la cabeza.

—¿Prefieres dormir con papá?

Ella abrió la boca para replicar, al tiempo que consideraba la posibilidad de ir a dormir al comedor antes de decidir que ni loca pensaba volver otra vez allí; cerró la boca sin pronunciar ni una palabra. Avanzó airadamente hacia su maleta, abrió la cremallera y dejó caer la tapa. Ana Karenina apareció encima de todo, y Ronnie apartó el libro de mala gana, buscando el pijama.

—He subido en la noria —comentó Jonah con un tono comunicativo—. Me ha impresionado estar allí arriba, tan alto. Así ha sido como papá te ha encontrado.

—Fantástico.

—Ha sido a-lu-ci-nan-te. ¿Y tú? ¿Te has montado?

—No.

—Pues deberías hacerlo. Se ve todo el camino de regreso a Nueva York.

—No me digas.

—De verdad. He visto hasta muy pero que muy lejos. Con las gafas puestas, claro. Papá dice que tengo vista de lince.

—¡No digas tonterías!

Jonah no dijo nada. En lugar de eso, agarró su oso de peluche, que había traído de casa. Siempre se aferraba a él cuando estaba nervioso. Ronnie tragó saliva, arrepintiéndose al instante de sus palabras. A veces Jonah hablaba como si fuera un adulto; mientras se llevaba el oso al pecho, ella se dio cuenta de que no debería haber sido tan dura. A pesar de que su hermano era precoz, a pesar de que se expresaba con una precisión que a veces la sacaba de quicio, era bajito para su edad, con una talla más propia de un niño de seis o siete años que de uno de diez. Siempre había tenido problemas. Había nacido prematuramente, tres meses antes de lo previsto, y tenía asma, miopía y problemas de psicomotricidad fina. Ronnie sabía que los niños a esa edad podían ser muy crueles.

—Lo siento, no quería decir eso. Con tus gafas, definitivamente tienes vista de lince.

—Sí, con estas nuevas veo muy bien —murmuró, pero cuando se dio la vuelta y miró a la pared, ella volvió a tragar saliva.

Jonah era un niño muy dulce. Pesado, a veces, pero no había ni un gramo de malicia en él.

Avanzó hasta la cama de su hermano y se sentó a su lado.

—Oye, lo siento. De verdad. No hablaba en serio. Lo que pasa es que he tenido una mala noche.

—Lo sé —dijo él.

—¿Te has montado en alguna otra atracción?

—Papá me ha dejado subir en casi todas. Él ha acabado medio mareado, pero yo no. Y no he tenido miedo en la casa embrujada. Se veía que los fantasmas eran de mentira.

Ronnie le propinó unas palmaditas en la cadera.

—Siempre has sido muy valiente.

—Sí —contestó él—. Como aquella noche que se apagaron las luces en casa, ¿te acuerdas? Tú tuviste miedo, pero yo no.

—Sí, lo recuerdo.

Jonah pareció satisfecho con la respuesta de su hermana. Pero entonces se quedó callado; cuando volvió a hablar, su voz apenas era audible:

—¿Echas de menos a mamá?

Ronnie agarró el edredón.

—Sí.

—Yo también la echo de menos. Y no me gusta estar aquí solo.

—Pero no estás solo; papá está en el comedor —le dijo ella.

—Ya, pero me alegro de que hayas vuelto.

—Yo también.

Jonah sonrió antes de esbozar nuevamente una mueca de tristeza.

—¿Crees que mamá estará bien?

—Sí —le aseguró ella. Lo cubrió con el edredón—. Pero sé que también te echa de menos.

Por la mañana, con los primeros rayos del sol filtrándose a través de las cortinas, Ronnie necesitó unos segundos para ubicarse. Pestañeó varias veces seguidas mientras intentaba enfocar correctamente la vista en las manecillas del despertador.

«No puede ser», pensó.

¿Las ocho en punto? ¿De la mañana? ¿En pleno verano?

Se derrumbó nuevamente sobre el colchón, con la vista fija en el techo y la desagradable certeza de que ya no iba a poder conciliar el sueño de nuevo, no con aquel sol que le lanzaba dardos de luz a través de las ventanas, no con su padre aporreando el piano en el comedor. Mientras recordaba lo que había sucedido la noche anterior, su sentimiento de rabia por lo que su padre le había hecho volvió a aflorar con fuerza.

«Bienvenida a otro día en el paraíso».

Al otro lado de la ventana, oyó el ruido lejano de unos motores. Se levantó de la cama y retiró la cortina, sólo para retroceder instintivamente, desconcertada ante la visión de un mapache sentado sobre una bolsa de basura rota. La pila de basura era asquerosa, pero en cambio el mapache era una monada, y decidió dar unos golpecitos en el cristal, intentando captar su atención.

Sólo entonces se fijó en las rejas de la ventana.

Rejas en la ventana. Estaba encerrada.

Apretando los dientes, se giró expeditivamente y se dirigió al comedor. Jonah estaba mirando dibujos animados y comiendo un tazón de cereales; su padre alzó la vista pero continuó tocando.

Ronnie puso los brazos en jarras, esperando a que su padre dejara de tocar. Pero no lo hizo. Se fijó en que la foto que había derribado la noche anterior ocupaba de nuevo su lugar sobre el piano, aunque sin cristal.

—No puedes tenerme encerrada todo el verano —espetó ella—. No lo permitiré.

Su padre alzó la vista, aunque siguió tocando.

—¿De qué estás hablando?

—¡Has puesto rejas en la ventana! ¿Es que se supone que soy tu prisionera?

Jonah continuaba mirando los dibujos animados.

—Ya te dije, papá, que Ronnie se enfadaría —apuntó.

Steve sacudió la cabeza. Sus manos seguían moviéndose por el teclado.

—No las puse yo. Ya estaban cuando me instalé en esta casa.

—No te creo.

—Es verdad —dijo Jonah—. Para proteger el arte.

—¡No estoy hablando contigo, Jonah! —Ronnie se giró hacia su padre—. Dejemos una cosa clara desde el principio, ¿vale? ¡No te pasarás todo el verano tratándome como si fuera una niña pequeña! ¡Tengo dieciocho años!

—No cumplirás los dieciocho hasta el 20 de agosto —le rectificó Jonah, a su espalda.

—¿Quieres hacer el favor de no meterte en esto? —Se giró furiosa para encararse a su hermano—. Esto es un asunto entre papá y yo.

Jonah frunció el ceño.

—Pero aún no tienes dieciocho años.

—¡Ésa no es la cuestión!

—Pensaba que lo habías olvidado.

—¡No lo había olvidado! ¡No soy tan estúpida!

—Pero has dicho…

—¿Te quieres callar de una vez? —estalló ella, incapaz de controlar su exasperación. Desvió de nuevo la mirada hacia su padre, que continuaba tocando, sin saltarse ni una sola nota—. Lo que hiciste anoche fue… —Se detuvo, incapaz de describir con palabras lo que sentía—. Soy bastante mayor como para tomar mis propias decisiones. ¿No lo entiendes? Tú perdiste tu autoridad sobre mí el día que te largaste de casa. ¿Y quieres «hacer el favor» de escucharme?

Su padre dejó de tocar abruptamente.

—No me gusta el papelito que estás interpretando.

—¿Qué papelito? —Steve parecía confuso.

—¡Éste! Tocar el piano cuando estoy yo. No me importa si te mueres de ganas de oírme tocar. ¡No pienso tocar el piano nunca más! ¡Y menos para ti!

—De acuerdo.

Ronnie esperaba algo más, pero su padre no añadió nada.

—¿Ya está? —lo increpó—. ¿Eso es todo lo que tienes que decir?

Su padre pareció debatirse en cómo contestar.

—¿Te apetece desayunar? He preparado panceta frita.

—¿Panceta frita? —repitió ella—. ¿Has dicho «panceta frita»?

—Huy, huy, huuuuuyyyyy… —murmuró Jonah.

Su padre miró a Jonah.

—Ahora es vegetariana, papá —explicó.

—¿De veras?

Jonah contestó por ella.

—Desde hace tres años. Pero ya sabes que a veces es un poco rara, así que no te extrañe.

Ronnie los miró fijamente con cara de asombro, preguntándose cómo era posible que la conversación hubiese virado hacia aquellos derroteros. No estaban hablando de panceta frita, sino de lo que había sucedido la noche anterior.

—Dejemos una cosa clara —espetó ella—, si vuelves a enviar a un poli para que me traiga a casa, no sólo me negaré a tocar el piano, sino que no regresaré. Y nunca más volveré a dirigirte la palabra. Si no me crees, haz la prueba. Ya me he pasado tres años sin hablar contigo, y ha sido la cosa más fácil que he hecho en mi vida.

Tras soltar esa suerte de alegato, abandonó el comedor impetuosamente. Veinte minutos más tarde, después de ducharse y cambiarse, salió a la calle.

Lo primero que pensó mientras deambulaba por la playa fue que debería haberse puesto unos pantalones cortos.

Hacía mucho calor, y el aire era sofocante por la excesiva humedad. Por toda la playa, la gente ya estaba tumbada sobre las toallas o haciendo surf. Cerca del muelle, avistó a media docena de surfistas flotando sobre sus tablas, a la espera de la ola perfecta.

Por encima de ellos, en la punta del muelle, no quedaba ni rastro de la feria. Habían desmontado las atracciones y las casetas, y el suelo había quedado cubierto por una alfombra de basura y de restos de comida. Sin detenerse, se paseó por la pequeña zona comercial de la localidad. Las tiendas todavía estaban cerradas, pero pensó que, de todos modos, eran la clase de tiendas en las que nunca entraría —de souvenirs para los turistas, dos tiendas de ropa que parecían especializadas en faldas y blusas que quizá se pondría su madre, y un Burger King y un McDonald’s, dos locales a los que se negaba a entrar por principios—. Si sumaba el hotel y la media docena de restaurantes y bares de categoría, se acababa el repertorio. En la punta del muelle, los únicos locales interesantes eran una tienda de surf, una tienda de música, una deslucida cafetería en la que se podía imaginar a sí misma matando las horas con sus amigos…, bueno, eso si contara con algún amigo.

Regresó a la playa y saltó por encima de la duna. Se fijó en el número de gente, que se había multiplicado. Hacía un día magnífico, con una brisa suave; el cielo que se extendía sobre su cabeza era de un azul intenso, sin nubes. Si Kayla estuviera allí, quizás incluso habría considerado la posibilidad de pasar el día tomando el sol, pero Kayla no estaba allí, y Ronnie descartó ir a por el bikini y tumbarse sola en la playa. Pero ¿qué más podía hacer?

Quizá debería intentar buscar un trabajo. Eso le proporcionaría una excusa para permanecer fuera de casa la mayor parte del tiempo. No había visto ningún anuncio de «Se busca dependienta» en los escaparates de la zona comercial, pero seguramente alguien necesitaría un empleado, ¿no?

—¿Llegaste a casa sana y salva? ¿O finalmente ese poli acabó por soltarte?

A su espalda, Ronnie vio a Blaze que, sentada en la duna, la miraba con atención. Absorta en sus pensamientos, ni siquiera la había visto.

—No, no me dejó marchar.

—Ah, pero tú te zafaste de él, ¿no?

Ronnie cruzó los brazos sobre el pecho.

—¿Has acabado con tus bromitas?

Blaze se encogió de hombros, con una expresión socarrona, y Ronnie sonrió.

—¿Qué hicisteis cuando me marché? ¿Algo que valiera la pena?

—No. Los chicos se largaron; no sé adonde fueron. Yo me quedé en el Bower’s Point.

—¿No te fuiste a casa?

—No. —Blaze se puso de pie y con las manos se sacudió la arena de los pantalones—. ¿Tienes dinero?

—¿Porqué?

Blaze irguió la espalda.

—No he probado bocado desde ayer por la mañana. Tengo hambre.