Marcus
Estaba seguro de que los seguiría. Siempre lo hacían. Especialmente las recién llegadas al pueblo. Así funcionaban las cosas con las chicas: cuanto peor las trataba, más le deseaban. Eran idiotas. Predecibles e idiotas.
Se apoyó en la rocalla del exterior del hotel. Blaze le pasó los brazos por el cuello. Ronnie estaba sentada en uno de los bancos frente a ellos; a su lado, Teddy y Lance se dedicaban a balbucear piropos a las chicas que pasaban, en un intento de captar su atención. Estaban totalmente borrachos, ahítos de cerveza —ya lo estaban antes de empezar el espectáculo—; como de costumbre, las únicas chicas que les prestaban atención eran las feas. La mitad del tiempo, Marcus tampoco prestaba atención a ese par de botarates.
Mientras tanto, Blaze le estaba besuqueando el cuello, pero él tampoco le prestaba atención. Estaba harto de cómo se pegaba a él como una lapa cuando estaban en público. Estaba harto de ella en general. Si no fuera una máquina en la cama, si no supiera hacer todas aquellas cosas que lo volvían loco, ya haría tiempo que la habría plantado por una de las otras tres, cuatro o cinco chicas con las que se acostaba. Pero en ese momento tampoco pensaba en ellas. Observó a Ronnie, y le gustó el mechón lila en su pelo, su pequeño cuerpo enjuto y el efecto brillante de su sombra de ojos. Destilaba cierto estilo, de pequeña furcia —eso sí, de categoría—, a pesar de la camiseta tan ridícula que llevaba. Le atraía esa clase de chicas. Sí, le atraía mucho, muchísimo.
Le dio un empujón en las caderas a Blaze para sacársela de encima. Cómo deseaba que esa pesada lo dejara en paz.
—Anda, ve a buscarme una ración de patatas fritas —le ordenó—. Tengo hambre.
Blaze se apartó.
—Sólo me quedan un par de dólares —dijo en tono quejica.
—¿Y qué? ¡Tienes de sobra! ¡Y no te las comas por el camino! ¿Entendido?
Hablaba en serio. A Blaze se le estaba poniendo cara de pan y le estaba saliendo barriga. No le sorprendía, teniendo en cuenta que últimamente bebía casi tanta cerveza como Teddy y Lance.
Blaze montó un numerito con una serie de muecas y caritas de pena, pero Marcus se la quitó de encima y al final ella se alejó en dirección hacia una de las casetas donde vendían comida. Marcus vio que se ponía a hacer cola; delante de ella debía de haber seis o siete personas y, sin perder ni un segundo, él decidió sentarse al lado de Ronnie. Cerca, aunque no demasiado cerca. Blaze era muy celosa, y no quería que espantara a Ronnie antes de que tuviera la oportunidad de conocerla.
—¿Qué te ha parecido? —le preguntó.
—¿El qué?
—El espectáculo. ¿Habías visto algo parecido en Nueva York?
—No —admitió ella—. Nunca.
—¿Dónde te alojas?
—En la playa. Un poco más abajo.
Por la forma en que había contestado, Marcus dedujo que se sentía incómoda, probablemente porque Blaze no estaba allí.
—Blaze me ha contado que pasas de tu padre.
Como única respuesta, Ronnie se limitó a encogerse de hombros.
—¿Qué? ¿No quieres hablar de eso?
—No hay nada de que hablar.
Él se recostó en el banco.
—O a lo mejor es que no te fías de mí.
—¿Qué dices?
—Se lo has contado a Blaze, pero no a mí.
—Es que no te conozco.
—Ya, pero tampoco conoces a Blaze; os acabáis de conocer.
A Ronnie no le gustaba en absoluto aquella clase de argumentos provocadores, ni tampoco que él intentara meter las narices en sus asuntos. Pero para evitar conflictos, le contestó con la misma respuesta recurrente que utilizaba desde que se enteró de que iba a ir a ver a su padre:
—No me apetecía hablar con él, ¿vale? Y tampoco me apetece pasar el verano aquí.
Él se apartó el mechón que le cubría los ojos.
—Pues vete.
—Ya, como si fuera tan fácil. ¿Y adonde voy a ir?
—A Florida.
Ronnie pestañeó.
—¿Qué?
—Conozco un tipo que tiene un apartamento allí, en las afueras de Tampa. Si quieres, puedo llevarte. Podríamos quedarnos tanto tiempo como quisieras. Tengo el coche ahí aparcado.
Ella abrió la boca, más por la consternación que por el deseo de contestar. No sabía qué decir. La idea en sí era tan absurda…, igual que el hecho de que él se lo acabara de proponer.
—No puedo irme a Florida contigo. Te… acabo de conocer. ¿Y qué pasa con Blaze?
—¿Qué pasa con ella?
—Sales con ella, ¿no?
—¿Y qué? —replicó con el semblante inmutable.
—Estás como una cabra. —Ronnie sacudió la cabeza y se puso de pie—. Voy a hacerle compañía a Blaze.
Marcus buscó en el bolsillo una bola de fuego.
—Vamos, tía, que sólo estaba bromeando.
Aunque la verdad era que no estaba bromeando. Se lo había propuesto por la misma razón por la que le había lanzado la bola de fuego antes. Para ver hasta dónde podía llegar con Blaze.
—Ya, vale, de acuerdo. De todos modos, prefiero ir con ella.
Marcus la observó mientras se alejaba. A pesar de que admiraba aquel cuerpecito de dinamita pura, no sabía por dónde iban los tiros con esa chica. Su apariencia no dejaba lugar a dudas, aunque, a diferencia de Blaze, no fumaba ni mostraba ningún interés en la juerga, y tenía la impresión de que había más de lo que ella le estaba dejando entrever. Se preguntó si sería una niña rica. Tenía sentido, ¿no? Un apartamento en Nueva York, una casita en la playa… Su familia debía de tener pasta gansa para permitirse ese ritmo de vida. Pero, por otro lado, era más que evidente que no encajaba con la gente rica de aquel lugar, por lo menos, la que él conocía. Así que… ¿Cómo era, realmente? ¿Y por qué quería saberlo?
Porque no soportaba a los ricos, no soportaba su ostentación, y tampoco que se creyeran superiores a los demás por el simple hecho de tener dinero. Un día, antes de abandonar los estudios, oyó que un niño pijo en el instituto se jactaba de la nueva barca que le habían regalado para su cumpleaños. No era una tabla flotante, no; era una Boston Whaler de más de seis metros de eslora, con GPS y sonar, y el muy memo no paraba de fanfarronear sobre cómo pensaba salir a navegar cada día de verano y atracar en el club marítimo.
Tres días más tarde, Marcus le prendió fuego a la barca y contempló cómo se quemaba desde detrás del magnolio en el hoyo 16.
Siempre le habían gustado los incendios. Le gustaba el caos que originaban. Le gustaba su implacable poder de destrucción; la forma en que arrasaban y consumían todo lo que se ponía a su paso.
No le había contado a nadie que había sido él, por supuesto. Contárselo a alguien suponía lo mismo que confesárselo a la Policía. Y a Teddy y a Lance aún menos: sólo era necesario encerrarlos en una celda para que se desmoronaran y se pusieran a cantar tan pronto como la puerta se cerrara tras ellos. Por eso precisamente insistía en que últimamente hicieran todo el trabajo sucio. La mejor manera de evitar que hablaran más de la cuenta era asegurándose de que se sentían más culpables que él. Últimamente, eran ellos los que robaban la cerveza, los que le habían dado la paliza a aquel tipo calvo en el aeropuerto hasta dejarlo inconsciente antes de robarle la cartera, los que habían pintado las esvásticas en la sinagoga. No se fiaba de ellos, ni tampoco sentía ningún afecto por esos chicos, pero ese par siempre se mostraba dispuesto a secundarlo en sus planes. De momento, le eran útiles.
Detrás de él, Teddy y Lance continuaban actuando como el par de idiotas que eran; ahora que Ronnie se había marchado, Marcus se empezó a poner nervioso. No tenía ninguna intención de pasarse el resto de la noche allí sentado, sin hacer nada. Cuando Blaze regresara, después de comerse las patatas fritas, se iría a merodear por ahí. A ver qué encontraba. Nunca se sabía con qué se podía topar uno en un lugar como aquél, en una noche como aquélla, entre una multitud como ésa. De una cosa estaba seguro: después del espectáculo, siempre necesitaba un poco de acción, algo… «más».
Dirigió la vista hacia la caseta de comida y vio que Blaze ya estaba pagando las patatas fritas, con la otra chica a su lado. Observó a Ronnie, deseando que se girara y lo mirase; al cabo de un momento, lo hizo. No durante mucho rato, sólo para echarle un rápido vistazo, pero bastó para que él se preguntara de nuevo cómo se comportaría en la cama.
Pensó que probablemente sería una fierecilla. La mayoría lo eran, si se las estimulaba adecuadamente.