35

Ronnie

Ronnie salió fuera con su madre y con Jonah para despedirse de ellos, y para hablar con ella a solas antes de que se marchara y pedirle que hiciera algo tan pronto como llegara a Nueva York. Después regresó al hospital y se sentó al lado de su padre, esperando hasta que él se quedó dormido. Durante un buen rato, Steve permaneció en silencio, con la vista fija en la ventana. Ella le cogió la mano, y ambos se quedaron sentados sin hablar, contemplando el paso lento de las nubes al otro lado de la ventana.

Quería estirar las piernas y tomar un poco de aire fresco; la despedida de su padre con Jonah la había dejado decaída y temblorosa. No quería imaginarse a su hermano en el avión o entrando en el piso; no quería pensar en si todavía seguiría llorando desconsoladamente.

Fuera, deambuló por la acera delante del hospital, sumida en sus pensamientos. Casi ya había pasado por delante de él cuando lo oyó carraspear. Estaba sentado en un banco; a pesar del calor, lucía la misma clase de camisa de manga larga que siempre llevaba.

—Hola, Ronnie —la saludó el reverendo Harris.

—Ah…, hola.

—Me preguntaba si podía subir a ver a tu padre.

—Está durmiendo —respondió ella—. Pero suba, si quiere.

El reverendo dio unos golpearos en el suelo con su bastón, como si intentara ganar tiempo.

—Siento mucho lo que estás pasando, Ronnie.

Ella asintió, a pesar de que le costaba mucho concentrarse en la conversación. Incluso una charla tan simple como aquélla le suponía un esfuerzo sobrehumano.

De algún modo, tuvo la impresión de que a él le pasaba lo mismo.

—¿Quieres que recemos juntos? —Sus ojos azules expresaban su súplica—. Quiero rezar antes de ver a tu padre. Eso me…, me ayuda.

Su sorpresa se trocó en una inesperada sensación de alivio.

—Me encantaría —contestó.

Después de aquel encuentro, Ronnie empezó a rezar con asiduidad y descubrió que el reverendo Harris tenía razón.

No es que creyera que su padre fuera a curarse. Había hablado con el médico y había visto los resultados de las pruebas; tras esa dura entrevista, abandonó el hospital y se fue a la playa, donde pasó una hora llorando mientras el viento secaba las lágrimas de su cara.

No creía en los milagros. Sabía que algunas personas sí que creían, pero no podía obligarse a sí misma a soñar que su padre tenía posibilidades de sobrevivir. No después de los resultados de las pruebas que había visto, no después de la forma en que el médico se lo había expuesto. Se había enterado de que el cáncer había hecho metástasis en el páncreas y en los pulmones, y albergar esperanzas le parecía… peligroso. No podía imaginarse la idea de hacer frente por segunda vez a lo que le estaba sucediendo a su padre. Ya le resultaba sumamente duro, especialmente por la noche, cuando la casa estaba en silencio y se quedaba sola con sus pensamientos.

Por eso rezaba, para pedirle a Dios que le diera fuerzas para ayudar a su padre; rezaba para no perder la capacidad de mostrarse positiva en su presencia, en vez de romper a llorar cada vez que lo veía. Sabía que él necesitaba su risa y necesitaba a la clase de hija en la que últimamente se había convertido.

Lo primero que hizo después de regresar a casa con él cuando le dieron el alta en el hospital fue llevarlo a ver el vitral. Lo observó mientras él se acercaba lentamente a la mesa, con los ojos bien abiertos —como si temiera perderse algún detalle— y una expresión de incómodo recelo. Ronnie sabía que había habido momentos en los que él se había preguntado si viviría bastante para ver aquella obra acabada. Más que nada, deseó que Jonah estuviera allí con ellos, y supo que su padre estaba pensando lo mismo. Había sido su proyecto común, el proyecto que habían compartido a lo largo del verano. Su padre echaba de menos a Jonah, muchísimo, y a pesar de que le dio la espalda para que ella no pudiera verle la cara, ella adivinó que había lágrimas en sus ojos mientras regresaba de nuevo a la casa.

Steve llamó a Jonah tan pronto como entró. Desde el comedor, Ronnie pudo oír que su padre le aseguraba que ya se encontraba mucho mejor, y a pesar de que el crío probablemente interpretaría mal ese mensaje, pensó que era lo adecuado. Quería que Jonah recordara los días felices del verano, y no que se derrumbara por lo que se avecinaba.

Aquella noche, mientras él estaba sentado en el sofá, abrió la Biblia y empezó a leer. Ronnie ahora entendía sus motivos. Tomó asiento a su lado y le hizo la pregunta que se había estado formulando desde que había examinado el libro.

—¿Tienes algún pasaje favorito? —se interesó.

—Muchos —contestó él—. Siempre me han gustado los Salmos. Y siempre he aprendido mucho de las cartas de Pablo.

—Pero no has subrayado nada —dijo ella. Cuando él enarcó una ceja, se encogió de hombros—. Le he echado un vistazo mientras estabas en el hospital, y no he visto nada.

Steve reflexionó antes de contestar.

—Si intentara subrayar algo importante, probablemente acabaría por subrayarlo casi todo. He leído la Biblia un sinfín de veces, y cada vez aprendo algo nuevo.

Ronnie lo escrutó con curiosidad.

—Pero no recuerdo que leyeras la Biblia antes…

—Bueno, eso es porque eras una niña. Ya tenía esta Biblia en Nueva York, y solía leer algún trozo una o dos veces por semana. Pregúntale a tu madre. Ella te lo dirá.

—¿Has leído algo últimamente que te gustaría comentar?

—¿Quieres que lo haga?

Después de que ella asintiera, Steve sólo necesitó un minuto para encontrar el pasaje que quería.

—Gálatas 5:22 —anunció, apoyando la Biblia totalmente abierta sobre su regazo. Carraspeó antes de empezar a leer—: «Mas el fruto del Espíritu Santo es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza».

Ronnie lo observaba mientras él leía aquellos versículos, recordando cómo se había portado al llegar a aquella casa y cómo había reaccionado su padre ante tanta rabia. Recordó las veces que él se había negado a discutir con su madre, incluso cuando ésta había intentado provocarlo. Antes había interpretado aquella actitud como una debilidad y había deseado que su padre fuera distinto. Pero de repente se daba cuenta de que se había equivocado en todos los sentidos.

Ahora se daba cuenta de que su padre nunca había estado solo. El Espíritu Santo había estado a su lado, guiándolo a lo largo de toda su vida.

El paquete de su madre llegó al día siguiente; su madre había hecho lo que le había pedido. Llevó el enorme sobre hasta la mesa de la cocina y lo rasgó por la parte superior, luego vació su contenido sobre la mesa.

Diecinueve cartas, todas ellas enviadas por su padre, todas ellas sin abrir. Ronnie se fijó en las diversas direcciones de correo desde donde él le había escrito: Bloomington, Tulsa, Little Rock…

No podía creer que no las hubiera leído. ¿Realmente había sentido tanta rabia? ¿Tanta amargura? ¿Tanta… sordidez? Ahora, echando la vista atrás, sabía la respuesta, aunque no le encontraba el sentido.

Rebuscó entre las cartas y separó la primera que él le había escrito. Como casi todas las otras, la dirección estaba escrita en una caligrafía impecable y en tinta negra, y el matasellos se había borrado ligeramente. Al otro lado de la ventana de la cocina, su padre permanecía de pie en la playa, de espaldas a la casa: como el reverendo Harris, había empezado a usar manga larga a pesar del calor del verano.

Ronnie aspiró aire lentamente y abrió la carta. Bajo la luz del sol que se filtraba en la cocina, empezó a leer.

Querida Ronnie:

Ni siquiera sé cómo empezar una carta como ésta, si no es por decir que lo siento.

Por eso te pedí que te reunieras conmigo en la cafetería, y también es lo que quería decirte más tarde aquella noche, cuando te llamé. Puedo comprender por qué no te presentaste a la cita y por qué no atendiste mi llamada. Estás enfadada conmigo, te he decepcionado, porque sientes y crees que os he abandonado, a ti y a la familia.

No puedo negar que las cosas vayan a ser distintas a partir de ahora, pero quiero que sepas que si yo estuviera en tu lugar, probablemente me sentiría igual que tú. Tienes todo el derecho del mundo a estar enfadada conmigo. Tienes todo el derecho del mundo a sentir que te he decepcionado. Supongo que me he ganado esos sentimientos a pulso, y mi intención no es buscar excusas ni rechazar cualquier culpa ni intentar convencerte de lo que es posible que algún día en el futuro puedas entender.

Sé que quizás ese día no llegará, y eso me duele mucho más de lo que puedes imaginar. Tú y Jonah habéis sido siempre tan importantes para mí que quiero que comprendas que ni tú ni tu hermano tenéis la culpa de nada. A veces, por razones que no siempre están claras, los matrimonios simplemente no funcionan. Pero quiero que recuerdes una cosa: siempre te querré, y siempre querré a Jonah. Siempre querré a tu madre, que siempre tendrá mi respeto. Ella me ha dado el regalo más importante de mi vida: vosotros, y ha sido una madre maravillosa. En muchos sentidos, a pesar de la tristeza que me inunda al pensar que tu madre y yo ya no estaremos juntos, todavía creo que ha sido una bendición del Cielo el hecho de haber estado casado con ella durante tanto tiempo.

Sé que quizás esta declaración no le parezca gran cosa, y seguramente no bastará para que lo comprendas, pero quiero que sepas que todavía creo en el amor. Y quiero que tú también creas en él. Mereces experimentarlo en tu vida, ya que no hay nada más gratificante.

Espero que en tu corazón encuentres un espacio para perdonarme por haberme marchado. No tiene que ser ahora, ni tampoco pronto. Pero quiero que sepas una cosa: cuando finalmente estés lista para perdonarme, te estaré esperando con los brazos abiertos en lo que será el día más feliz de mi vida.

Te quiero mucho,

Papá

—Siento como si debiera hacer más por él —se lamentó Ronnie.

Se hallaba sentada en el porche, delante del reverendo Harris. Su padre estaba dentro durmiendo. El reverendo se había presentado con una cazuela de lasaña que su esposa había preparado. Estaban a mediados de septiembre y el calor todavía apretaba durante el día, aunque un par de días antes habían gozado de un suave atardecer que anunciaba el otoño. Lamentablemente, sólo había durado una noche; a la mañana siguiente, el sol amaneció implacable. Ronnie salió a pasear por la playa, preguntándose si la noche anterior había sido únicamente una ilusión.

—Estás haciendo todo lo que puedes —la reconfortó el reverendo—. No creo que haya nada más que puedas hacer.

—No me refiero a cuidar de él. De momento, tampoco es que me necesite mucho. Sigue insistiendo en cocinar, y damos largos paseos por la playa. Ayer incluso hicimos volar la cometa. De no ser por los efectos de la medicación para paliar el dolor, que lo deja exhausto, está más o menos igual que antes de que ingresara en el hospital. Sólo es que…

La mirada del reverendo Harris expresaba su comprensión.

—Quieres hacer algo especial. Algo que signifique mucho para él.

Ella asintió, contenta de que él estuviera allí. En las últimas semanas, el reverendo Harris no sólo se había convertido en su amigo, sino que era la única persona con la que podía hablar.

—Tengo fe en que Dios te mostrará la respuesta. Pero has de comprender que, a veces, se necesita un poco de tiempo para reconocer lo que Dios quiere que hagas. Suele pasar. La voz de Dios no acostumbra a ser nada más que un susurro, y tienes que prestar atención para oírla. Sin embargo, otras veces, en las ocasiones más inesperadas, la respuesta es obvia y repica tan fuerte como la campana de una iglesia.

Ronnie sonrió, pensando que se había acostumbrado a la compañía del reverendo y que le gustaban esas conversaciones.

—Parece que habla por experiencia propia.

—Yo también quiero mucho a tu padre. Y al igual que tú, también quería hacer algo especial para él.

—¿Y Dios le contestó?

—Dios siempre responde.

—¿Fue un susurro o la campana de una iglesia?

Por primera vez en mucho tiempo, Ronnie divisó una señal de regocijo en sus ojos.

—La campana de una iglesia, por supuesto. Dios sabe que me he ido quedando un poco sordo en los últimos años.

—¿Y qué piensa hacer?

El reverendo irguió la espalda en la silla.

—Voy a colocar el vitral en la iglesia. La semana pasada se presentó un benefactor inesperadamente, y no sólo se ofreció a pagar el resto de las reparaciones por completo, sino que me mostró los esbozos con todos los pasos de la reconstrucción. Mañana por la mañana reanudarán las obras.

A lo largo de los siguientes dos días, Ronnie estuvo atenta ante posibles campanadas, pero lo único que oyó fue el graznido de las gaviotas. Cuando se concentraba para escuchar susurros, no oía nada, absolutamente nada. En realidad, no se sorprendió —el reverendo Harris tampoco había recibido la respuesta en un abrir y cerrar de ojos—, pero esperaba que ésta llegara antes de que fuera demasiado tarde.

Entre tanto, se dedicaba a continuar igual que había hecho hasta entonces. Ayudaba a su padre cuando él precisaba ayuda, lo dejaba tranquilo cuando no la necesitaba, e intentaba pasar tanto tiempo como podía con él. Aquel fin de semana, y dado que su padre se sentía con más energía, decidieron ir de excursión a Orton Plantation Gardens, cerca de Southport. No quedaba muy lejos de Wilmington, y Ronnie nunca había estado antes allí. Cuando aparcaron en la carretera de gravilla por la que se accedía a la mansión, construida en 1735, supo instintivamente que iba a ser un día memorable. Era la clase de lugar que parecía perdido en el tiempo. Las flores ya no estaban en su fase de esplendor, pero mientras paseaban entre los imponentes robles con sus ramas más bajas caídas y cubiertas de liquen, Ronnie pensó que nunca había visto nada tan hermoso.

Deambulando con paso tranquilo por debajo de los árboles, agarrada del brazo de su padre, empezaron a conversar sobre el verano. Por primera vez, Ronnie le habló de su relación con Will; le contó la primera vez que fueron a pescar y las veces que habían ido a enlodarse, le describió su magnífica pirueta desde el tejado de la choza y todo acerca del fiasco en la boda. Sin embargo, no le contó nada acerca de lo que había pasado el día antes de que él se marchara a Vanderbilt ni las cosas que ella le había dicho. Todavía no estaba preparada para hacerlo; la herida seguía abierta. Y como siempre, cuando hablaban, su padre la escuchó atentamente, prácticamente sin interrumpir, incluso cuando ella se iba por las ramas. Le gustaba esa forma de ser de su padre. Mejor dicho, le encantaba, y se preguntó en qué clase de chica se habría convertido si no hubiera pasado aquel verano con él.

Después, fueron en coche hasta Southport y cenaron en uno de los pequeños restaurantes con vistas al puerto. Sabía que su padre empezaba a acusar el cansancio, pero la comida era deliciosa, y de postre compartieron un suculento bollo caliente de chocolate.

Fue un día perfecto, la clase de día que sabía que nunca olvidaría. Pero mientras se hallaba sola, sentada en el comedor, después de que su padre se hubiera acostado, nuevamente empezó a pensar en que debía de haber algo más que pudiera hacer por él.

La semana siguiente, la tercera de septiembre, Ronnie empezó a darse cuenta del notable cambio en el estado de salud de su padre. Ahora no se despertaba hasta media mañana y además dormía la siesta por la tarde. Aunque Steve se había acostumbrado a dormir siestas, éstas empezaron a alargarse; además, se acostaba temprano, al anochecer. Mientras Ronnie fregaba la cocina a falta de nada más interesante que hacer, cayó en la cuenta de que, si sumaba todas las horas, su padre se pasaba más de la mitad del día durmiendo.

A partir de aquel momento, su estado ya no dejó de empeorar. Cada día que pasaba, Steve dormía un poco más. Y no comía bastante. Se limitaba a marear la comida de un lado a otro del plato; después, cuando ella tiraba los restos a la basura, constataba que sólo había probado uno o dos bocados. Steve empezó a perder peso de un modo alarmante, y cada vez que Ronnie pestañeaba, tenía la impresión de que su padre se había encogido más. Algunos días la aterraba el pensamiento de que, tarde o temprano, no quedara nada de él.

Septiembre tocó a su fin. Por las mañanas, el olor salado del océano no resultaba opresivo gracias al efecto de los vientos de las montañas en la parte más oriental del estado. Todavía hacía calor; estaban en plena temporada de huracanes, pero de momento la costa de Carolina del Norte se había librado del azote.

El día anterior, su padre se había pasado catorce horas durmiendo. Ronnie sabía que él no podía remediarlo, que su cuerpo no le dejaba ninguna alternativa, pero le dolía verlo pasar la mayor parte del escaso tiempo que le quedaba durmiendo. Cuando se despertaba, se mostraba mucho más silencioso, satisfecho con la simple actividad de leer la Biblia o de pasear lentamente con ella en silencio.

Más a menudo de lo que habría esperado, Ronnie empezó a pensar en Will. Todavía llevaba la pulsera de macramé que le había regalado; cuando pasaba el dedo por encima de la intrincada pauta, se preguntaba qué asignaturas estaría estudiando y con quién estaría paseando por los jardines de la universidad mientras iba de un edificio a otro. Sentía curiosidad por saber al lado de quién se sentaba cuando comía en la cafetería y si pensaba en ella de vez en cuando, antes de salir de fiesta los viernes o los sábados por la noche. En sus momentos más bajos, incluso se preguntaba si habría conocido a alguna nueva chica.

—¿Quieres que hablemos de ello? —le preguntó un día su padre mientras caminaban por la playa.

Se dirigían a la iglesia. Ahora que habían reanudado las tareas de reconstrucción, los progresos eran notorios. Había un montón de trabajadores: carpinteros, electricistas, ebanistas, estucadores… Por lo menos había cuarenta furgonetas en la zona de las obras, y el hormigueo de gente que entraba y salía del edificio era constante.

—¿Sobre qué? —preguntó ella, con cautela.

—Sobre Will —aclaró Steve—. Sobre la forma en que acabó vuestra relación.

Ella lo miró con el semblante sorprendido.

—¿Cómo es posible que lo sepas?

Él se encogió de hombros.

—Porque sólo lo has mencionado de paso en las últimas semanas, y nunca hablas con él por teléfono. No cuesta tanto deducir que algo pasó entre vosotros.

—Es complicado. —Ronnie intentó no ahondar en la cuestión.

Caminaron unos pocos pasos en silencio antes de que su padre volviera a hablar.

—En mi modesta opinión, me parecía un muchacho excepcional.

Ronnie enredó su brazo con el de su padre.

—Sí, lo sé. Y yo también pensaba lo mismo.

En aquel preciso momento, llegaron a la iglesia. Ella podía ver a los trabajadores cargados con pilas de tablones y latas de pintura, y como de costumbre, sus ojos se posaron en el espacio vacío debajo de la torre del campanario. Todavía no habían colocado el vitral —antes tenían que terminar la mayor parte de las obras para evitar que las frágiles piezas de vidrio se rompieran—, pero a su padre le seguía gustando pasearse por allí. Estaba encantado con la nueva construcción, y no únicamente por el vitral. Hablaba todo el rato de lo importante que aquella iglesia era para el reverendo Harris y sobre cómo éste echaba de menos oficiar misa en el lugar que durante tanto tiempo había considerado su segundo hogar.

El reverendo siempre estaba por allí; normalmente bajaba hasta la playa para recibirlos cuando los veía llegar. Ronnie echó un vistazo a su alrededor y lo vio de pie en el aparcamiento de gravilla. Estaba hablando con alguien al tiempo que señalaba animadamente hacia el edificio. Incluso desde la distancia que los separaba, pudo ver cómo sonreía ampliamente.

Ronnie estaba a punto de alzar la mano para saludar en un intento de captar su atención cuando de repente reconoció al hombre con el que el reverendo estaba hablando. La imagen le sorprendió. La última vez que lo había visto, ella estaba muy alterada; la última vez que habían estado juntos, él ni siquiera se había preocupado de despedirse de ella. Quizá Tom Blakelee simplemente pasaba por allí en coche y se había detenido a charlar con el reverendo acerca de la reconstrucción. Quizá sólo sentía curiosidad.

Durante el resto de la semana, buscó a Tom Blakelee cada vez que iba a la iglesia, pero no volvió a verlo. En parte tenía que admitir que se sentía aliviada de que sus mundos ya no confluyeran.

Después de sus paseos hasta la iglesia y de la siesta de su padre, normalmente se ponían a leer juntos. Ronnie acabó Ana Karenina, cuatro meses después de que hubiera empezado a leerlo. Tomó prestado Doctor Zhivago de la biblioteca pública. Había algo en los escritores rusos que le atraía: la cualidad épica de sus historias, quizá, la tragedia cruda y las pasiones amorosas con triste final plasmadas con gran maestría en un inmenso lienzo; episodios que ahora le parecían tan lejanos de su propia vida ordinaria.

Su padre seguía estudiando la Biblia, y a veces le leía algún pasaje o algún verso en voz alta cuando ella se lo pedía. Algunos eran cortos y otros eran largos, y casi todos parecían centrarse en el significado de la fe. No estaba segura del motivo, pero a veces tenía la impresión de que, por el mero hecho de leerlos en voz alta, lanzaban un poco de luz en algún matiz o significado que a él se le había pasado por alto previamente.

Las cenas empezaron a convertirse en un acto sencillo. A principios de octubre, Ronnie empezó a encargarse prácticamente siempre de cocinar, y Steve aceptó aquel cambio con la misma facilidad con que había asumido cualquier otro cambio a lo largo del verano. Se pasaban la mayor parte del tiempo sentados en la cocina, y se dedicaban a hablar plácidamente mientras ella hervía la pasta o el arroz y freía un poco de pollo o un bistec en la sartén. Hacía muchos años que Ronnie no cocinaba carne, y se sentía extraña por el hecho de animar a su padre a comérsela después de ponerle el plato delante. Pero Steve había perdido el apetito. Las comidas eran insípidas, pues cualquier clase de especia le irritaba el estómago. Pero ella sabía que tenía que comer. A pesar de que su padre no tenía una báscula en casa, ella podía ver cómo perdía más y más peso.

Una noche, después de cenar, finalmente le contó lo que había sucedido con Will. Se lo contó todo: desde el incendio y sus intentos por encubrir a Scott, hasta la pesadilla que habían tenido que soportar con Marcus. Su padre escuchaba con gran atención mientras ella hablaba. Cuando al final él apartó a un lado el plato que tenía delante, ella se fijó en que apenas había probado bocado.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Por supuesto —dijo Ronnie—. Pregúntame lo que quieras.

—Cuando me dijiste que estabas enamorada de Will, ¿hablabas en serio?

Recordó que Megan le había formulado la misma cuestión.

—Sí.

—Entonces creo que has sido demasiado dura con él.

—Pero él estaba encubriendo un delito…

—Lo sé. Pero si lo piensas detenidamente, ahora tú estás en la misma posición que estaba él. Sabes la verdad, igual que él lo sabía. Y no has dicho nada a nadie, tampoco.

—Pero yo no lo hice…

—Él tampoco.

—¿Qué intentas decirme? ¿Qué debería explicárselo al reverendo Harris?

Steve sacudió la cabeza.

—No —contestó, sorprendiéndola con su respuesta—. No creo que debas hacerlo.

—¿Por qué?

—Ronnie —empezó a decir él con dulzura—, hay más cosas en esta historia de lo que se ve aparentemente.

—Pero…

—No digo que tenga razón. Soy el primero en admitir que me equivoco muy a menudo. Pero si todo sucedió tal y como me lo has explicado, entonces quiero que sepas una cosa: el reverendo Harris no desea saber la verdad. Porque si la descubre, tendrá que hacer algo al respecto. Y te aseguro que él jamás querría hacerle daño a Scott ni a su familia, especialmente si se trató de un accidente. Simplemente no es de esa clase de hombres. Y otra cosa más. Y que conste que, de todo lo que te he dicho, esto es la más importante.

—¿Qué?

—Tienes que aprender a perdonar.

Ronnie cruzó los brazos.

—Ya he perdonado a Will. Le he dejado mensajes…

Incluso antes de que pudiera acabar, su padre empezó a sacudir la cabeza.

—No estoy hablando de Will. Primero tienes que aprender a perdonarte a ti misma.

Aquella noche, al final del montoncito de cartas que su padre había escrito, Ronnie encontró otra, una que todavía no había abierto. Steve debía de haberla añadido al rimero hacía poco, puesto que no llevaba sello ni matasellos.

No sabía si él quería que la abriera ahora o cuando él ya no estuviera con ella. Supuso que debería de habérselo preguntado, pero no lo hizo. La verdad era que no estaba segura de si quería leerla; el simple hecho de sostener el sobre entre sus manos le provocaba escalofríos, porque sabía que era la última carta que él le escribiría.

La enfermedad seguía su proceso. A pesar de que no se saltaban sus actividades rutinarias —comer, leer y dar paseos por la playa—, su padre tomaba cada vez más medicamentos para paliar el dolor. Había veces en que sus ojos estaban acuosos y desenfocados, pero ella todavía tenía la desapacible impresión de que la dosis no era lo bastante fuerte. De vez en cuando, lo veía cerrar los ojos y apretar los párpados con fuerza mientras estaba sentado leyendo en el sofá. Entonces se recostaba hacía atrás, y su cara era una máscara de dolor. Cuando eso sucedía, él le agarraba la mano; pero a medida que los días pasaban, Ronnie se dio cuenta de que aquel apretón de mano se debilitaba cada vez más. Se le acababan las fuerzas; todo en él se acababa. Y pronto él también se consumiría por completo.

Sabía que el reverendo Harris también se daba cuenta del bajón que había experimentado su padre. En las últimas semanas, había pasado a visitarlos prácticamente cada día, normalmente después de cenar. En la mayoría de aquellas ocasiones, el reverendo mantenía la chispa de la conversación; los ponía al corriente de las tareas de reconstrucción o los deleitaba con anécdotas divertidas sobre su mocedad, arrancando una sonrisa pasajera en la enjuta cara de su padre. Pero había momentos en que parecía que a ambos no se les ocurría nada que decirse. Disimular en aquellas circunstancias resultaba imposible, y eran momentos en que la tristeza se instalaba de lleno en el comedor.

Cuando Ronnie tenía la impresión de que los dos querían estar un rato solos, salía al porche e intentaba imaginar las cosas de las que estarían hablando. No era difícil deducirlo, por supuesto: hablaban sobre la fe o sobre la familia, y quizá sobre algunas cosas de las que se arrepentían, pero ella sabía que también rezaban juntos. Una vez los había oído cuando entró para coger un vaso de agua: en aquellos momentos tuvo la impresión de que la oración del reverendo Harris parecía más una súplica. El reverendo parecía implorar fortaleza, como si su propia vida dependiera de ello; mientras lo escuchaba, Ronnie entornó los ojos para unirse a él en silencio con su propia oración.

A mediados de octubre, la temperatura cambió radicalmente durante tres días, hasta tal punto que era necesario ponerse un jersey por las mañanas. Después de meses de implacable calor, Ronnie disfrutó de la temperatura fresca, pero aquellos tres días resultaron muy duros para su padre. A pesar de que de todos modos salieron a pasear por la playa, él se movía incluso más despacio, y sólo se detuvieron unos instantes fuera de la iglesia antes de dar media vuelta y regresar a casa. Cuando llegó a la puerta, Steve estaba temblando. Una vez dentro, ella le preparó un baño caliente, con la esperanza de que eso lo reanimara, pero sintiendo las primeras estocadas de pánico ante las señales que indicaban que la enfermedad avanzaba rápidamente.

Un viernes, una semana antes de Halloween, su padre insistió en que quería ir a pescar al pequeño muelle donde Will la había llevado por primera vez. Pete, el agente de Policía, les prestó unas cañas de pescar y una caja con todo lo necesario. Aunque pareciera extraño, su padre nunca había pescado antes, así que Ronnie tuvo que lanzar el sedal. Los primeros dos peces que mordieron el anzuelo lograron escapar, pero finalmente consiguieron pescar un pececito orondo de color rojo que aterrizó en el suelo del muelle. Era la misma clase de pez que había pescado con Will. Al ver que el pez daba coletazos mientras Ronnie intentaba soltarlo del anzuelo, súbitamente echó de menos a Will con una intensidad dolorosa.

Cuando regresaron a casa después de pasar una apacible tarde en el muelle, dos personas los aguardaban en el porche. Cuando Ronnie salió del coche, reconoció a Blaze y a su madre. Blaze estaba sorprendentemente cambiada. Llevaba el pelo bien peinado y recogido en una coleta, e iba vestida con unos pantalones cortos de color blanco y una camisa de manga larga en unas tonalidades aguamarinas. No llevaba joyas ni maquillaje.

Al ver a Blaze, Ronnie se acordó de algo en lo que había conseguido no pensar debido a la preocupación por el estado de su padre: que antes de que se acabara el mes, tendría que presentarse ante el juez. Se preguntó qué querían y por qué estaban allí.

Se tomó su tiempo para ayudar a su padre a bajar del coche, ofreciéndole el brazo como apoyo.

—¿Quiénes son? —murmuró su padre.

Ronnie se lo dijo, y él asintió. Mientras se acercaban, Blaze bajó del porche.

—Hola, Ronnie —la saludó, carraspeando con cierto nerviosismo. Pestañeó ante el reflejo incómodo del sol en sus ojos—. He venido porque quería hablar contigo.

Ronnie estaba sentada delante de Blaze en el comedor, con la vista fija en la otra chica, que parecía estudiar el suelo. Sus padres se habían retirado a la cocina para que pudieran hablar a solas.

—Siento muchísimo lo de tu padre —empezó a decir Blaze—. ¿Cómo está?

—Bien. —Ronnie se encogió de hombros—. ¿Y tú?

Blaze se tocó la parte frontal de la camisa.

—Siempre tendré cicatrices aquí —dijo, entonces señaló hacia los brazos y el vientre—, y aquí. —Sonrió con tristeza—. Pero sé que tengo mucha suerte de estar viva. —Se removió nerviosa en el asiento antes de mirar a Ronnie a los ojos—. Quería darte las gracias por haberme llevado al hospital.

Ronnie asintió, todavía sin estar segura de adonde conducía aquella conversación.

—De nada.

En el silencio, Blaze echó un vistazo al comedor. No sabía cómo proseguir. Ronnie, que había aprendido de su padre, se limitó a esperar.

—Sé que tendría que haber pasado a verte antes, pero sé que has estado muy ocupada.

—No pasa nada —dijo Ronnie—. Pero me alegro mucho de ver que estás bien.

Blaze alzó la vista.

—¿De verdad?

—Sí —asintió Ronnie. Luego sonrió—. Aunque tengas toda la pinta de un huevo de Pascua.

Blaze se estiró la camisa.

—Sí, lo sé. Parece extraño, ¿no? Mi madre me ha comprado un poco de ropa.

—Te queda bien. ¿Qué tal va la relación con tu madre? ¿Mejor?

Blaze la miró con el semblante arrepentido.

—Lo intento. Ahora vuelvo a vivir en casa, pero resulta duro. Cometí un montón de estupideces. Con ella, con otras personas. Contigo.

Ronnie permaneció sentada sin moverse, con una expresión neutral.

—¿Por qué has venido, Blaze?

Ella retorció las manos; no podía ocultar su nerviosismo.

—He venido a pedirte perdón. Te hice una gran trastada. Y sé que no puedo borrar el estrés que te he causado, pero quiero que sepas que esta mañana he hablado con el fiscal del distrito. Le he contado que fui yo quien puso esos discos en tu bolso porque estaba enfadada contigo, y he firmado una declaración jurada en la que aseguro que tú no tenías ni idea de lo que pasaba. Probablemente te llamarán hoy o mañana, pero el fiscal del distrito me ha prometido que retirarán los cargos.

La confesión fue tan rápida que al principio Ronnie no estaba segura de si había oído bien. Pero la mirada suplicante de Blaze bastó para confirmar todo lo que necesitaba saber. Después de todos aquellos meses, de todos los innumerables días y noches plagados de ansiedad, la pesadilla se había acabado súbitamente. Ronnie estaba conmocionada.

—Lo siento mucho, de verdad —continuó Blaze con un hilito de voz—. Jamás debí poner esas cosas en tu bolso.

Ronnie todavía estaba intentando digerir el hecho de que sus problemas con la justicia se hubieran acabado. Estudió a Blaze, que ahora retorcía una hebra suelta en el dobladillo de la camisa.

—¿Y qué pasará contigo? ¿Te denunciarán?

—No —respondió ella. Al contestar, levantó la cabeza, con la mandíbula completamente rígida—. Tengo una información que les interesaba sobre otro delito. Un delito más grave.

—¿Te refieres a lo que te sucedió en el muelle?

—No —contestó, y a Ronnie le pareció ver un destello duro y desafiante en sus ojos—. Les conté lo del incendio en la iglesia y cómo empezó. —Blaze quería estar segura de que Ronnie la escuchaba con toda su atención antes de continuar—. Scott no provocó el incendio. Su cohete de botella no tuvo nada que ver con el siniestro. Sí, es verdad que cayó cerca de la iglesia, pero ya se había apagado.

Ronnie absorbió la información con un interés creciente. Por un momento, se miraron fijamente; la tensión en el aire era palpable.

—Entonces, ¿cómo empezó?

Blaze se inclinó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas, sus antebrazos se tensaron como si suplicaran clemencia por el esfuerzo.

—Estábamos de fiesta en la playa, Marcus, Teddy, Lance y yo. Un poco más tarde, Scott apareció por allí, justo un poco más abajo de donde estábamos nosotros. Hicimos como si no lo hubiéramos visto, y lo mismo hizo él, pero podíamos ver que Scott encendía cohetes de botella. Will todavía estaba un poco más abajo en la playa y Scott lanzó uno en su dirección, pero el viento lo desvió y salió disparado hacia la iglesia. Will se asustó y se puso a correr hacia Scott. A Marcus le pareció que la escena era muy cómica, y justo en el momento en que el petardo cayó detrás de la iglesia, salió corriendo hacia la explanada de la iglesia. Al principio yo no sabía lo que sucedía, ni siquiera después de seguirlo y ver cómo prendía fuego a la maleza al lado del muro de la iglesia. Pero de repente me di cuenta de que una parte del edificio estaba en llamas.

—¿Me estás diciendo que lo hizo Marcus? —Ronnie apenas podía hablar.

Ella asintió.

—Y fue él también quien provocó otros incendios. No me cabe la menor duda. Le fascinaba el fuego. Supongo que siempre supe que estaba loco, pero yo… —Se detuvo, como si se diera cuenta de que ya había estado en ese mismo callejón sin salida muchas otras veces. Irguió la espalda antes de proseguir—. Bueno, la cuestión es que he firmado que testificaré contra él.

Ronnie se echó hacia atrás en la silla, con una sensación de mareo, como si el viento la hubiera derribado repentinamente. Recordó las cosas que le había dicho a Will. De repente, fue consciente de que, si él hubiera hecho lo que le había exigido, le habría destrozado la vida a Scott por nada.

Apenas podía contener las náuseas cuando Blaze continuó.

—De verdad, te pido perdón por todo. Y ya sé que puede que creas que estoy loca, pero quiero que sepas que te consideré mi amiga hasta que fui una idiota y lo eché todo a perder. —Por primera vez, la voz de Blaze se quebró—. Vales mucho, Ronnie. Eres honesta y te portaste muy bien conmigo incluso cuando no tenías ninguna razón para hacerlo. —Una lágrima se escapó de uno de sus ojos, y se apresuró a secársela rápidamente—. Nunca olvidaré el día que me ofreciste tu casa, incluso después de las cosas terribles que te había hecho. Me sentí tan…, tan mal. Pero, no obstante, me sentí agradecida, ¿sabes? De que alguien todavía se preocupara por mí.

Blaze hizo una pausa, intentando recuperar la compostura. Cuando consiguió controlar las lágrimas que pujaban por escapársele de los ojos, tomó aire lentamente y miró a Ronnie con una firme determinación.

—Así que ya sabes, si alguna vez necesitas algo, lo que sea, cuenta conmigo. Haría cualquier cosa por ti, ¿sabes? Sé que no puedo reparar el daño que te he causado, pero jamás olvidaré que me salvaste la vida. Lo que le ha pasado a tu padre es tan injusto…, y a mí me gustaría hacer cualquier cosa con tal de ayudarte.

Ronnie asintió.

—Y una última cosa —agregó Blaze—. No te pido que seamos amigas, pero si alguna vez volvemos a vernos, llámame Galadriel, por favor. No soporto el apodo de Blaze.

Ronnie sonrió.

—De acuerdo, Galadriel.

Tal y como Galadriel le había prometido, su abogada la llamó al día siguiente para comunicarle que habían retirado los cargos contra ella por la acusación de hurto.

Aquella noche, mientras su padre dormía en su cuarto, Ronnie encendió el televisor para ver las noticias locales. No estaba segura de si saldría en la tele, pero así fue: un espacio de treinta segundos justo antes de la previsión meteorológica sobre «el arresto de un nuevo sospechoso en la investigación que sigue abierta sobre el incendio de una iglesia en la localidad el año pasado». Cuando detallaron el historial delictivo de Marcus con una imagen suya de fondo, apagó la tele. Aquellos ojos fríos, letales, todavía lograban acobardarla.

Pensó en Will y en todo lo que él había hecho por proteger a Scott, por un delito que al final se había descubierto que ni siquiera había cometido. Se preguntó si realmente era tan terrible que la lealtad hacia su amigo le hubiera nublado el juicio. Especialmente después del giro que había dado el caso. Ronnie ya no estaba segura de nada. Se había equivocado en tantas cosas…, con su padre, con Blaze, con su madre, incluso con Will. La vida era mucho más complicada de lo que jamás habría imaginado una adolescente resentida de Nueva York.

Sacudió la cabeza mientras deambulaba por la casa, apagando una a una todas las luces. Aquella vida —un desfile de fiestas y cuchicheos de instituto y riñas constantes con su madre— se le antojaba de otro mundo, una existencia que sólo había soñado. Hoy sólo tenía la seguridad de unas pocas cosas: de los paseos por la playa con su padre, del constante sonido de las olas en el océano, del olor al invierno que se aproximaba.

Y del fruto del Espíritu Santo: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza.

Halloween se marchó tal como había llegado. Su padre estaba más débil tras cada día que pasaba.

Abandonaron los paseos por la playa cuando aquella actividad se volvió para él un esfuerzo insostenible. Por las mañanas, cuando Ronnie le hacía la cama, encontraba docenas de mechones de pelo en la almohada. Consciente de que la enfermedad estaba acelerando su ritmo, decidió poner el colchón en la habitación de su padre por si él necesitaba ayuda por las noches, y también para estar tan cerca de él como fuera posible.

Steve tomaba ahora unas dosis de medicamentos tan grande para paliar el dolor que su cuerpo no podía asimilarlos; sin embargo, no parecían suficientes. Por la noche, mientras ella dormía en el suelo a su lado, él gemía por culpa del dolor, unos gemidos sofocados que a Ronnie le partían el corazón. Tenía la medicación justo al lado de su cama, y eso era lo primero que él buscaba al levantarse. Ella se sentaba a su lado por las mañanas, sosteniéndolo, mientras a él le temblaban los brazos y las piernas, hasta que la medicina surtía efecto.

Pero los efectos secundarios también hacían mella. Steve ya no se sostenía de pie, y Ronnie tenía que ayudarlo a desplazarse, incluso para ir al otro extremo de la habitación. A pesar de su pérdida de peso, a Ronnie le costaba mucho sostenerlo para que no cayera al suelo cuando él se tambaleaba. Aunque Steve jamás expresó con palabras su frustración, sus ojos denotaban su humillación, como si creyera que le estaba fallando a su propia hija.

Ahora dormía un promedio de diecisiete horas diarias, y Ronnie se pasaba prácticamente todos los días sola en casa, leyendo una y otra vez las cartas que él le había enviado a Nueva York. Todavía no había leído la última carta que su padre le había escrito —la idea le parecía aterradora—, pero a veces le gustaba sostenerla entre los dedos, como si intentara reunir el suficiente coraje para abrirla.

Llamaba a casa con más frecuencia, sobre todo a la hora en que Jonah había regresado de la escuela o después de cenar. Su hermano parecía más conforme. Cuando le preguntaba por su padre, a veces se sentía culpable de no decirle la verdad. Pero no podía cargarle ese terrible peso encima. Cada vez que su padre hablaba con él, intentaba utilizar el tono más animado que podía. Después, Steve permanecía sentado en la silla al lado del teléfono, exhausto por el esfuerzo, demasiado cansado incluso para moverse. Ella lo observaba en silencio, afligida ante la certeza de que probablemente había algo más que podría hacer por él, aunque no sabía el qué.

—¿Cuál es tu color favorito? —quiso saber Ronnie.

Estaban sentados a la mesa de la cocina, y Ronnie tenía una libreta abierta delante de ella.

Steve esbozó una sonrisa incrédula.

—¿Eso es lo que querías preguntarme?

—No, ésta es sólo la primera pregunta. Tengo muchas más.

Steve asió la lata de Ensure que ella había colocado delante de él. Ya apenas probaba alimentos sólidos. Lo observó mientras su padre tomaba un sorbo, sabiendo que lo hacía para complacerla, no porque tuviera hambre.

—Verde —dijo.

Ronnie anotó la respuesta y pasó a la siguiente pregunta:

—¿Cuántos años tenías la primera vez que besaste a una chica?

—¿Lo dices en serio? —Esbozó una mueca incómoda.

—Por favor, papá. Es importante.

Él volvió a contestar, y ella anotó la respuesta. Llegaron hasta un cuarto de las preguntas que ella había escrito, y a lo largo de la siguiente semana, Steve contestó el resto. Ella anotaba las respuestas con esmero, no necesariamente con las palabras literales que él utilizaba, pero sí con el deseo de plasmar suficientes detalles como para poder recomponer las respuestas en el futuro. Era un ejercicio divertido y a veces sorprendente, pero cuando llegaron al final, la conclusión de Ronnie fue que su padre era prácticamente el mismo hombre que ella había conocido durante aquel verano.

Aquello era bueno y malo a la vez. Bueno porque ya sospechaba que él sería así, y malo porque eso no la dejaba más cerca de la respuesta que andaba buscando.

La segunda semana de noviembre trajo las primeras lluvias de otoño, pero la reconstrucción de la iglesia continuaba sin pausa. Es más, el ritmo de trabajo pareció incrementarse. Su padre ya no la acompañaba; sin embargo, Ronnie bajaba por la playa hasta la iglesia cada día para ver los progresos. Se había convertido en parte de su rutina durante las horas tranquilas, cuando su padre dormía la siesta. A pesar de que el reverendo Harris siempre la recibía con un saludo, ya no bajaba a la playa a charlar con ella.

Al cabo de una semana, el vitral estaría colocado, y el reverendo Harris tendría la seguridad de que había hecho algo por su padre que nadie más podía hacer, algo que ella sabía que significaba tanto, tantísimo, para él. Se sentía feliz por el logro del reverendo, a pesar de que seguía rezando en busca de una señal que la guiara hacia su propio logro.

Un día gris de noviembre, su padre súbitamente insistió en que quería volver a ir al muelle. Ronnie estaba inquieta por la distancia y el frío, pero él no cejaba en su empeño. Le dijo que quería ver el océano desde el muelle. «Por última vez», fueron las palabras que no necesitó pronunciar.

Se pusieron los abrigos. Ronnie incluso le puso una bufanda de lana alrededor del cuello. El viento traía la primera dentellada del invierno, lo que hacía que la sensación de frío se acentuara aún más. Ella insistió en conducir hasta el muelle y aparcó el coche del reverendo Harris en el espacio vacío destinado a aparcamiento, justo al lado del paseo entarimado.

Necesitaron un buen rato para llegar hasta la punta del muelle. Estaban solos, bajo un cielo despejado de nubes; las olas, de un gris plomizo, eran visibles entre las placas de cemento. Mientras avanzaban con paso lento, su padre mantenía el brazo enredado en el de ella y se aferraba al tiempo que el viento azotaba sus abrigos.

Cuando finalmente alcanzaron la punta del muelle, su padre apartó la mano para buscar la barandilla y casi perdió el equilibrio. Bajo la luz plateada, sus mejillas hundidas destacaban en un afilado relieve y sus ojos estaban un poco vidriosos, pero Ronnie sabía que se sentía complacido.

El espectáculo del continuo movimiento de las olas que se abría ante él hasta el horizonte pareció aportarle una sensación de serenidad. No había nada que ver —ni barcas, ni marsopas, ni surfistas—, pero su expresión parecía relajada y libre de dolor por primera vez en muchas semanas. Cerca de la orilla, las nubes se comportaban como sí estuvieran vivas, plisándose y estirándose mientras el sol invernal intentaba perforar sus masas gaseosas. Ronnie se quedó ensimismada contemplando las nubes, con la misma cara de curiosidad que su padre, preguntándose en qué estaría pensando él.

El viento empezaba a arreciar, y lo vio temblar. Por el modo en que mantenía la vista fija en el horizonte, Ronnie podía adivinar que él quería quedarse. Tiró con suavidad de su brazo, pero Steve sólo se aferró con más fuerza a la barandilla.

Ella lo soltó y se quedó a su lado, inmóvil, hasta que él empezó a titiritar de frío, finalmente listo para irse. Steve soltó la barandilla y permitió que ella lo ayudara a darse la vuelta para, a continuación, iniciar la lenta marcha de regreso al coche. De soslayo, Ronnie pudo ver que estaba sonriendo.

—Ha sido precioso, ¿verdad? —dijo ella.

Su padre dio unos pocos pasos antes de contestar.

—Sí. Pero lo que más me ha gustado ha sido poder compartir este momento contigo.

Dos días más tarde, decidió leer la última carta. Prefería hacerlo antes de que él ya no estuviera a su lado. No pensaba leerla aquella noche, pero se prometió a sí misma que lo haría pronto. Ya era muy tarde, y aquel día con su padre había sido el más duro de todos. Los medicamentos no parecían ayudarlo en absoluto. Las lágrimas inundaban sus ojos vidriosos mientras los atroces espasmos de dolor atormentaban su cuerpo. Ronnie le pidió que dejara que lo llevara al hospital, pero él se negó.

—No —jadeó—. Todavía no.

—¿Cuándo? —preguntó ella desesperadamente, a punto de sucumbir a las lágrimas.

Steve no contestó, sólo contuvo la respiración, esperando a que pasara el dolor. Cuando finalmente éste cesó, su aspecto pareció súbitamente mucho más debilitado, como si el esfuerzo hubiera barrido un poco más de la escasa vida que le quedaba.

—Quiero que hagas una cosa por mí —le pidió él. Su voz era un susurro rasgado.

Ronnie le besó la mano.

—Lo que quieras.

—Cuando me enteré del diagnóstico por primera vez, firmé una declaración de voluntad, una orden de no reanimar. ¿Sabes qué es? —Escrutó la cara de su hija—. Significa que no quiero que me apliquen ninguna medida extraordinaria que pueda mantenerme con vida. Si voy al hospital, quiero decir.

Ronnie notó que se le encogía el estómago de miedo.

—¿Qué me intentas decir?

—Cuando llegue el momento, tendrás que permitir que me vaya.

—No —dijo ella, empezando a sacudir la cabeza—. No hables así.

La mirada de Steve era cariñosa pero insistente.

—Por favor —susurró—. Es lo que quiero. Cuando vaya al hospital, lleva esa declaración. Está en el cajón superior del escritorio, en un sobre grande de color marrón claro.

—No…, por favor, papá —sollozó ella—. No me obligues a eso. No puedo hacerlo.

Él le sostuvo la mirada.

—¿Ni siquiera por mí?

Aquella noche, sus gemidos fueron interrumpidos por una respiración rápida y fatigosa que la aterró. A pesar de que había prometido que haría lo que él le pidiera, no estaba segura de poder hacerlo.

¿Cómo iba a decirles a los médicos que no hicieran nada? ¿Cómo iba a dejarlo morir?

El lunes, el reverendo Harris los recogió y los llevó hasta la iglesia para que fueran testigos de cómo instalaban el vitral. Como Steve estaba demasiado débil para permanecer de pie, trajeron una silla de jardín con ellos. El reverendo Harris la ayudó a sostener a su padre mientras lentamente se desplazaban por la playa. Una multitud se había congregado allí; durante las siguientes horas, presenciaron cómo los trabajadores colocaban cuidadosamente el vitral en su sitio. Fue tan espectacular como Ronnie había imaginado que sería, y cuando clavaron la última grapa en su sitio, la gente estalló en vítores de alegría. Ronnie se giró para ver la reacción de su padre y vio que se había quedado dormido, arropado entre las gruesas mantas con las que ella lo había abrigado.

Con la ayuda del reverendo Harris, lo llevó de vuelta a casa y lo metió en la cama. Cuando se marchaba, el reverendo se giró hacia ella.

—Se le veía feliz —dijo, tanto para convencerse a sí mismo como para convencerla a ella.

—Sí, sé que lo estaba —le aseguró Ronnie, al tiempo que le apretaba cariñosamente el brazo—. Es justo lo que necesitaba.

Su padre se pasó el resto del día durmiendo. Mientras el mundo se quedaba a oscuras al otro lado de la ventana, Ronnie supo que había llegado el momento de leer la carta. Si no lo hacía ahora, quizá nunca hallaría el coraje suficiente.

La luz en la cocina era mortecina. Tras rasgar el sobre, desdobló la hoja despacio. La letra era diferente de la de las cartas previas; ya no quedaba ningún vestigio del estilo elegante y nítido de antaño. En su lugar había algo parecido a unos garabatos. No quería ni imaginar el sobreesfuerzo que le habría llevado a su padre escribir aquellas palabras, o cuánto tiempo le habría ocupado conseguirlo. Aspiró hondo y empezó a leer.

Hola, cielo:

Me siento muy orgulloso de ti.

Sé que ya no te lo digo tan a menudo como solía. Y te lo digo ahora no porque hayas elegido quedarte conmigo en estos momentos tan duros y delicados, sino porque quiero que sepas que eres la persona tan especial que siempre soñé que serías.

Gracias por quedarte. Sé que resulta duro para ti, seguramente mucho más duro de lo que habías imaginado, y siento mucho las horas que inevitablemente pasarás sola. Pero especialmente lo siento porque no siempre he sido el padre que necesitabas que fuera. Sé que he cometido errores. ¡Me gustaría tanto poder cambiar tantas cosas en mi vida! Supongo que eso es normal, teniendo en cuenta mi estado, pero hay algo más que quiero que sepas.

A pesar de lo dura que sea la existencia y a pesar de todos mis pesares, ha habido momentos en mi vida en los que me he sentido realmente afortunado. Me sentí así el día en que naciste, y cuando te llevé al zoo de pequeña y vi tu cara de estupor mientras mirabas las jirafas. Normalmente, esos momentos no suelen durar mucho; vienen y se van como la brisa del océano. Pero a veces, se quedan impresos en la mente para siempre.

Eso es lo que este verano ha sido para mí, y no sólo porque tú me hayas perdonado. Este verano ha sido un regalo para mí porque he conseguido conocer a la joven mujer en la que siempre supe que te convertirías.

Tal y como le dije a tu hermano, ha sido el mejor verano de mi vida; a menudo, en esos días idílicos, me preguntaba cómo era posible que alguien como yo pudiera ser tan afortunado de tener una hija tan maravillosa como tú.

Gracias por venir, Ronnie. Y gracias por cómo me has hecho sentir cada uno de los días que hemos compartido.

Tú y Jonah habéis sido lo más grande en mi vida. Te quiero, Ronnie, y siempre te he querido. Y nunca, nunca olvides que estoy, y siempre he estado, orgulloso de ti. Ningún padre es tan afortunado como lo he sido yo.

Papá

El Día de Acción de Gracias pasó. A lo largo de la playa, la gente empezó a poner los ornamentos de Navidad.

Su padre había perdido un tercio del peso de su cuerpo y se pasaba casi todo el tiempo en la cama.

Ronnie tropezó con las hojas de papel una mañana, mientras estaba limpiando la casa. Se habían caído del cajón de la mesita rinconera. Cuando las recogió, sólo necesitó un momento para reconocer las notas musicales que su padre había garabateado en la página.

Era la canción que había estado escribiendo, la canción que lo había oído tocar aquella noche en la iglesia. Colocó las páginas encima de la mesa para inspeccionarlas con más atención. Sus ojos saltaron por las series de notas editadas, y de nuevo pensó que su padre había hecho un buen trabajo. Mientras leía, en su cabeza podía escuchar los compases impetuosos de las primeras líneas. Pero a medida que ojeaba la segunda y la tercera página, detectó que la cadencia fallaba. A pesar de que los instintos iniciales de su padre habían sido buenos, pensó que reconocía el punto de inflexión donde la composición empezaba a decaer. Pescó un lápiz del cajón de la mesa y empezó a escribir sus propias variaciones encima de la partitura, garabateando una rápida progresión de acordes y tablaturas donde su padre lo había dejado.

Antes de que pudiera darse cuenta, habían pasado tres horas, y entonces oyó que su padre empezaba a moverse. Tras esconder las hojas de nuevo en el cajón, se fue a la habitación, lista para enfrentarse a cualquier cosa que le deparase el día.

Más tarde, al atardecer, cuando su padre volvió a quedarse medio dormido, sacó las páginas, esta vez para trabajar hasta pasada la medianoche. Por la mañana, se despertó animada y con ganas de mostrarle lo que había hecho. Pero al entrar en la habitación, él no se movió, y a Ronnie se le heló la sangre al constatar que apenas respiraba.

Con el corazón en un puño, llamó a la ambulancia, y se sintió desfallecer al regresar de nuevo a la habitación. Se dijo a sí misma que no estaba lista, todavía no le había enseñado la canción. Necesitaba otro día.

«Todavía no ha llegado la hora».

Con manos temblorosas, abrió el cajón superior del escritorio y sacó el sobre grande de color marrón claro.

En la cama del hospital, su padre parecía más pequeño que nunca. Su cara se había contraído como una pasa, y su piel mostraba una palidez grisácea nada natural. Su respiración era tan rápida y poco profunda como la de un bebé. Ronnie cerró los ojos y apretó con fuerza los párpados, deseando no estar allí, deseando estar en cualquier otro lugar salvo en aquella habitación.

—Todavía no, papá —susurró—. Dame un poco más de tiempo, por favor.

Al otro lado de la ventana del hospital, el cielo estaba nublado. Ya habían caído prácticamente todas las hojas de los árboles, y las ramas nudosas y desnudas le recordaban en cierta manera a unos huesos descarnados. El aire era frío y nada se movía. Se presagiaba la tormenta.

El sobre reposaba en la repisa de la cabecera de la cama; a pesar de que le había prometido que se lo entregaría al médico, todavía no lo había hecho. No hasta que estuviera segura de que él no iba a despertarse más. No hasta que estuviera segura de que ya nunca tendría la oportunidad de decirle adiós. No hasta que estuviera segura de que no había nada más que ella pudiera hacer por su padre.

Rezó con devoción, pidiendo un milagro, un pequeño milagro. Y como si Dios la estuviera escuchando, el milagro sucedió veinte minutos más tarde.

Ronnie se había pasado casi toda la mañana sentada a su lado. Se había acostumbrado tanto al sonido de su respiración y al continuo pitido del monitor de su corazón que la más mínima alteración le parecía alarmante. Alzó la vista y vio que su padre doblaba el brazo y abría los ojos como un par de naranjas. Steve parpadeó varias veces seguidas para habituarse a la luz de los fluorescentes, y ella instintivamente le cogió la mano.

—¿Papá? —a pesar de su pesimismo, se sintió invadida por un rayo de esperanza; imaginó que él se incorporaría lentamente hasta quedarse sentado.

Pero no lo hizo. Ni siquiera parecía oírla. Cuando giró la cabeza con un enorme esfuerzo para mirarla, ella vio la oscuridad en sus ojos, algo que no había visto nunca. Pero entonces él parpadeó y lo oyó suspirar.

—Hola, cielo —susurró Steve con voz ronca.

El fluido en sus pulmones hacía que al hablar sonara como si se estuviera ahogando. Ronnie esbozó una sonrisa forzada.

—¿Cómo te encuentras?

—No muy bien. —Steve hizo una pausa, como si pretendiera reunir un poco de fuerzas para continuar—. ¿Dónde estoy?

—En el hospital. Te hemos traído esta mañana. Sé que tienes la declaración de voluntad, pero…

Cuando él volvió a parpadear pesadamente, Ronnie pensó que quizás él se sentiría más cómodo con los ojos cerrados. Pero al cabo de unos segundos, los volvió a abrir.

—No te preocupes. Lo comprendo —susurró.

La indulgencia en su voz le rasgó el corazón.

—Por favor, no te enfades conmigo.

—No estoy enfadado.

Ella lo besó en la mejilla e intentó abrazar su figura consumida. Notó su mano, que débilmente le acariciaba la espalda.

—¿Estás… bien? —le preguntó él.

—No —admitió ella, notando la presión de las lágrimas en los ojos—. No estoy nada bien.

—Lo siento. —Steve respiró con dificultad.

—No, no digas eso —dijo ella, que procuró no perder la calma, deseando no desmoronarse en aquel momento—. Soy yo la que lo siento. Nunca debería de haber dejado de hablarte. Quería tan desesperadamente que todo volviera a ser como antes…

Steve le dispensó una sonrisa marchita.

—¿Te he dicho alguna vez que creo que eres muy guapa?

—Sí —dijo ella, conteniendo las lágrimas—. Sí que me lo has dicho.

—Bueno, pues esta vez lo digo de todo corazón.

Ella se rió con tristeza a través de sus propias lágrimas.

—Gracias. —Se inclinó hacia delante y le besó la mano.

—¿Recuerdas cuando eras pequeña? —le preguntó, súbitamente con un semblante muy serio—. Solías quedarte mirándome durante horas mientras tocaba el piano. Un día, te encontré sentada delante del teclado, tocando una melodía que habías aprendido sólo de oírmela tocar. Sólo tenías cuatro años. Siempre has tenido tanto talento…

—Lo recuerdo.

—Quiero que sepas una cosa —le dijo su padre, agarrándole la mano con una fuerza que la sorprendió—: Por más lejos que llegaste tocando el piano, la música jamás me importó la mitad de lo que me importaste tú, mi hija…, quiero que lo sepas.

Ella asintió.

—Te creo. Y yo también te quiero, papá.

Steve inspiró lentamente, sin apartar los ojos de su hija.

—Entonces, ¿me llevarás de vuelta a casa?

Las palabras la abordaron con todo su peso, inevitables y directas. Ella miró el sobre, consciente de lo que le estaba pidiendo y de lo que necesitaba que ella le contestara. Y en aquel instante, Ronnie recordó cada detalle de los últimos meses. Las imágenes se precipitaron en su mente, una tras otra. Sólo se detuvieron cuando lo vio sentado en la iglesia delante del teclado, bajo aquel espacio vacío donde finalmente colocarían el vitral.

Y fue entonces cuando supo lo que su corazón le había estado pidiendo que hiciera todo el tiempo.

—Sí —respondió—. Te llevaré a casa. Pero yo también necesito que tú hagas algo por mí.

Su padre tragó saliva. Pareció necesitar toda la fuerza que le quedaba para contestar:

—No estoy seguro de que pueda complacerte, de que pueda hacerlo.

Ella sonrió y cogió el sobre.

—¿Ni siquiera por mí?

El reverendo Harris le prestó el coche. Ronnie conducía tan veloz como podía. Con el teléfono móvil pegado a la oreja, realizó la llamada mientras cambiaba de carril. Rápidamente explicó lo que sucedía y lo que necesitaba; Galadriel le ofreció su ayuda inmediatamente. Conducía como si pensara que la vida de su padre dependía de ello, acelerando ante cada semáforo en ámbar.

Galadriel estaba esperándola en la casa cuando llegó. A su lado, en el porche, había dos alzaprimas, que la chica alzó cuando Ronnie se acercó.

—¿Lista? —le preguntó Galadriel.

Ronnie apenas asintió con la cabeza, y las dos juntas entraron en la casa.

Gracias a la ayuda de Galadriel, tardaron menos de una hora en desmantelar el trabajo de su padre. A Ronnie no le importaba el desbarajuste que habían montado en el comedor; lo único en lo que pensaba era en el poco tiempo que le quedaba a su padre y lo que todavía necesitaba hacer por él. Cuando la última plancha de madera contrachapada cedió, Galadriel se giró hacia ella, sudando y jadeando.

—Ve a buscar a tu padre. Yo limpiaré todo este desorden. Y te ayudaré a traerlo hasta aquí cuando entréis.

Ronnie condujo incluso más rápido en su camino de vuelta al hospital. Antes de abandonar la clínica, había hablado con el médico de su padre y le había explicado lo que planeaba hacer. Con la ayuda de una enfermera, rellenó todos los formularios que el hospital requería; cuando llamó al hospital desde el coche, preguntó por la misma enfermera y le pidió que tuviera a su padre preparado en la planta baja en una silla de ruedas.

Los neumáticos del coche chirriaron cuando entró en el aparcamiento del hospital. Siguió el carril hasta la entrada a Urgencias e inmediatamente avistó a la enfermera, que no había faltado a su palabra.

Ronnie y la enfermera ayudaron a su padre a montarse en el coche; en cuestión de minutos, Ronnie volvía a estar de vuelta en la carretera. Su padre parecía más alerta que lo que había estado en la habitación del hospital, pero ella sabía que su estado podría cambiar en cualquier momento. Necesitaba llevarlo a casa antes de que fuera demasiado tarde. Mientras conducía por las calles de una localidad a la que había llegado a considerar, aunque fuera eventualmente, su propio pueblo, sintió un ataque de miedo y de esperanza. Todo parecía tan simple, tan claro ahora. Cuando llegó a casa, Galadriel la estaba esperando. Su amiga había arrastrado el sofá hasta la posición conveniente, y juntas ayudaron a su padre a reclinarse en él.

A pesar de su estado, poco a poco Steve pareció comprender lo que Ronnie había hecho. De una forma gradual, ella pudo ver cómo su mueca de sorpresa se trocaba en una clara expresión de ilusión. Mientras Steve contemplaba el piano expuesto en la salita, supo que había hecho lo correcto. Inclinándose hacia delante, lo besó en la mejilla.

—He acabado tu canción —anunció—. Nuestra última canción. Y quiero tocarla para ti.