Steve
Recibió su sentencia de muerte en febrero, en la consulta de un médico, sólo una hora después de dar su última clase de piano.
Había empezado a dar clases de nuevo cuando se instaló en Wrightsville Beach, tras su estrepitoso fracaso como concertista de piano. El reverendo Harris, sin consultárselo previamente, se presentó un día con una prometedora alumna en su casa poco después de que Steve se hubiera instalado y le pidió que le hiciera un favor. Era como si el reverendo se hubiera dado cuenta de que, al regresar a su pueblo natal, Steve anunciara de una forma innegable que estaba solo y perdido; la única forma de ayudarlo era aportando un sentido, un objetivo a su vida.
La alumna se llamaba Chan Lee. Sus padres enseñaban música en la Universidad de Wilmington, y a los diecisiete años su técnica era admirable; sin embargo, le faltaba la habilidad de sentir la música en su interior, de una forma genuina. Era seria y aplicada, y a Steve le gustó desde el primer momento; escuchaba con interés y se esforzaba mucho en asimilar todas las sugerencias de su maestro. Él esperaba con ansia sus visitas. En Navidad, Steve le regaló un libro sobre la fabricación de pianos clásicos, un regalo que pensó que le gustaría. Pero a pesar de la alegría que lo invadía al dar lecciones de piano de nuevo, empezó a sentirse cada vez más y más cansado. Las clases lo dejaban extenuado, cuando en realidad deberían haberle insuflado energía. Por primera vez en su vida, empezó a dormir la siesta con regularidad.
Con el tiempo, incrementó la duración de sus siestas, hasta dos horas al día, y cuando se despertaba, a menudo notaba un dolor en el abdomen. Una noche, mientras cocinaba chili para cenar, sintió súbitamente una aguda punzada de dolor que lo obligó a doblegarse; al hacerlo, derribó la sartén y los tomates: las judías y la carne de ternera quedaron desparramados por el suelo de la cocina. Mientras intentaba recuperar el aliento, tuvo el presentimiento de que algo iba mal.
Pidió visita al médico. Fue al hospital para someterse a más pruebas y hacerse más radiografías. Más tarde, mientras Steve observaba los viales llenos de la sangre necesaria para las pruebas recomendadas, pensó en su padre y en el cáncer que acabó con su vida. Y de repente supo lo que iban a comunicarle.
En la tercera visita al médico, descubrió que no se había equivocado.
—Tiene cáncer de estómago —anunció el médico. Suspiró hondo antes de continuar—. Y, por los resultados de las pruebas, sabemos que es un cáncer que ha hecho metástasis en el páncreas y el pulmón. —Su voz era neutral, pero no desagradable—. Estoy seguro de que tendrá muchas preguntas, aunque, para empezar, déjeme decirle que no pinta nada bien.
El oncólogo se mostraba compasivo; sin embargo, lo que le estaba diciendo era que no había nada que pudiera hacer. Steve lo sabía, igual que sabía que el médico quería que le hiciera preguntas específicas, con la esperanza de allanar el terreno.
Cuando su padre se estaba muriendo, Steve había llevado a cabo su propia investigación. Sabía lo que significaba un cáncer metastásico, sabía lo que significaba tener cáncer no sólo en el estómago, sino también en el páncreas. Sabía que las probabilidades de sobrevivir eran casi nulas, y en lugar de preguntar nada, se giró hacia la ventana. En la repisa, una paloma descansaba cerca del cristal, ajena a lo que sucedía dentro de la salita.
«Me acaban de comunicar que me estoy muriendo —pensó sin apartar los ojos del ave—, y el médico quiere que hable de ello. Pero en realidad no hay nada que decir, ¿no te parece?».
Esperó a que la paloma asintiera con un movimiento de cabeza, pero, por supuesto, no obtuvo ninguna respuesta por parte del pájaro.
«Me estoy muriendo», volvió a pensar.
Steve recordó que había entrelazado las manos, sorprendido al ver que no le temblaban.
«Si han de temblar alguna vez, debería ser en un momento como éste», pensó. Tenía el pulso tan firme como de costumbre.
—¿Cuánto tiempo me queda?
El médico pareció aliviado de que finalmente se hubiera roto el silencio.
—Antes de hablar de eso, quiero comentarle algunas de las opciones…
—No hay ninguna opción —lo atajó Steve—. Lo sabe tan bien como yo.
Si el médico se sorprendió con su respuesta, no lo demostró.
—Siempre hay opciones —apuntó.
—Pero ninguna que pueda curarme. Usted se refiere a la calidad de vida.
El médico dejó sobre la mesa la ficha del paciente y asintió con la cabeza.
—¿Cómo podemos hablar de calidad de vida si no sé cuánto tiempo me queda? Si sólo tengo unos pocos días, entonces será mejor que me ponga a realizar llamadas telefónicas.
—Le quedan más que unos pocos días.
—¿Semanas?
—Sí, por supuesto…
—¿Meses?
El médico vaciló. Debió de haber apreciado alguna señal en la cara de Steve que le indicaba que no cesaría de insistir hasta que averiguara la verdad. Carraspeó antes de hablar.
—Llevo mucho tiempo en esta profesión, y he llegado a la conclusión de que las predicciones no sirven de mucho. Demasiadas mentiras extrínsecas a la esfera de conocimientos médicos. Gran parte de lo que le sucederá a continuación dependerá de usted y de su disposición genética, de su acritud. No, no hay nada que podamos hacer para detener lo inevitable, pero ésa no es la cuestión. Lo que intento decirle es que debería disfrutar de todo el tiempo que le queda.
Steve estudió la cara del médico mientras le respondía, plenamente consciente de que no había contestado a su pregunta.
—¿Me queda un año?
Esta vez, el médico no contestó, pero su silencio lo delató. Al abandonar la consulta, Steve aspiró aire lentamente, armado con el conocimiento de que le quedaban menos de doce meses de vida.
La realidad lo golpeó duramente más tarde, en la playa.
Tenía un cáncer en estado avanzado, y no existía ninguna cura conocida. Dentro de menos de un año, se moriría.
Antes de salir de la consulta, el médico le había dado bastante información. Unos folletos y una lista de páginas web útiles si lo que se pretendía era realizar una reseña de libro, pero no para otra cosa. Steve tiró los folletos en un contenedor de basura de camino al coche. Mientras permanecía de pie bajo el sol invernal en la playa desierta, metió las manos en el abrigo, y empezó a caminar hacia el muelle. A pesar de que su vista ya no era tan buena como lo había sido, podía distinguir a la gente que se movía o que pescaba en la barandilla, y se quedó sorprendido de la naturalidad que todos mostraban. Como si nada extraordinario hubiera pasado.
Se estaba muriendo, y le quedaba poco —muy poco— tiempo de vida. Con esa cruda verdad, se dio cuenta de que muchas de las cosas que tanto le habían quitado el sueño, de repente, ya no le importaban. ¿Su plan 401(k)? No lo necesitaría. ¿Una forma de ganarse la vida a los cincuenta años? Ya no importaba. ¿Su deseo de conocer a alguien y volverse a enamorar? No sería justo para ella, y, con toda franqueza, de todos modos, aquel deseo se había esfumado con el diagnóstico.
—Se acabó —se repitió a sí mismo.
Al cabo de menos de un año, ya no existiría. Sí, había presentido que algo iba mal, y quizás incluso había deseado que el médico le comunicara lo que tenía. Pero el recuerdo del médico pronunciando las palabras fatídicas empezó a repetirse constantemente en su mente, como un viejo disco rayado. En la playa, empezó a temblar. Tenía miedo y estaba solo. Cabizbajo, hundió la cara entre las manos y se preguntó por qué tenía que pasarle a él.
Al día siguiente, llamó a Chan y le dijo que no podría continuar dándole lecciones de piano. A continuación, fue a ver al reverendo Harris para contarle lo que sucedía. En aquel momento, el reverendo todavía se estaba recuperando de las heridas que había sufrido en el incendio, y a pesar de que Steve sabía que era egoísta cargar a su amigo con aquello, no se le ocurría con quién más podía hablar. Fue a verlo a su casa. Sentados en el porche, le contó el diagnóstico. Intentó no mostrar sus emociones en el tono de voz, pero no lo consiguió y, al final, acabaron llorando juntos.
Más tarde, Steve se paseó por la playa, preguntándose qué iba a hacer con el poco tiempo que le quedaba. Se preguntó qué era lo más importante en su vida. Al pasar por delante de la iglesia —en aquellos días, los trabajos de reparación ya habían empezado— clavó la vista en el triste agujero que una vez había enmarcado el vitral, pensando en el reverendo Harris y en las numerosas mañanas que él había pasado bajo el halo de luz solar que se filtraba a través de la ventana. Fue entonces cuando supo que tenía que componer otro vitral.
Un día más tarde, llamó a Kim. Cuando se lo contó, ella se derrumbó al otro lado del hilo telefónico, sin poder dejar de llorar. Steve notó un nudo en la garganta, pero no lloró con ella; sin saber por qué, tuvo la certeza de que nunca más lloraría por su enfermedad.
Más tarde, la llamó de nuevo para preguntarle si los niños podrían pasar el verano con él. A pesar de que la idea la aterraba, Kim accedió. Steve le pidió que no les contara nada sobre su estado de salud. Sería un verano cargado de mentiras, pero ¿qué opción le quedaba si quería retomar la relación con ellos?
En primavera, cuando las azaleas empezaron a florecer, Steve se puso a meditar más a menudo acerca de la naturaleza de Dios. Supuso que era inevitable tener esa clase de pensamientos en aquellos momentos tan delicados. O bien Dios existía, o bien no existía; o bien Steve pasaría la eternidad en el Cielo, o bien no habría nada. En cierto modo, encontró alivio al formularse aquella pregunta; respondía a un deseo que había perseguido sin éxito toda la vida. Al final llegó a la conclusión de que Dios era real, pero Steve también deseaba experimentar la presencia de Dios en este mundo, en términos mortales. Y por eso empezó su búsqueda.
Era el último año de su vida. Llovía casi cada día; aquella primavera se convirtió en la más lluviosa que se recordaba. Mayo, sin embargo, fue absolutamente seco, como si alguien hubiera decidido cerrar el grifo en el cielo. Steve compró los trozos de vidrio que necesitaba y empezó a trabajar en el vitral; en junio, llegaron sus hijos. Había paseado por la playa en busca de Dios y se daba cuenta de que había conseguido volver a unir los frágiles hilos que se habían roto en la relación con ellos. Ahora, en aquella oscura noche de agosto, unas tortuguitas acababan de alcanzar la vasta superficie del océano, y él tosía y esputaba sangre. No podía seguir mintiendo; había llegado la hora de contar la verdad.
Sus hijos estaban asustados. Sabía que ellos querían que dijera o hiciera algo que les quitara el miedo del cuerpo. Pero sentía que su estómago estaba siendo perforado por un millar de agujas retorcidas. Se secó la sangre de la cara con el reverso de la mano e intentó mostrarse calmado:
—Creo que será mejor que vaya al hospital.