3

Ronnie

Había un montón de gente en la feria. O mejor dicho —Ronnie se corrigió a sí misma—, había un montón de gente en el Festival Marinero de Wrightsville Beach. Mientras compraba una limonada en uno de los puestos ambulantes, contempló los numerosos coches aparcados uno detrás de otro y que formaban una fila compacta a ambos lados de las carreteras que conducían al muelle, e incluso se fijó en varios jóvenes con espíritu emprendedor que alquilaban los aparcamientos de sus casas, situadas cerca de la fiesta.

Hasta ese momento, sin embargo, la acción dejaba mucho que desear. Había supuesto que la noria sería una atracción fija de la localidad y que en el muelle habría tiendas y bares como en el paseo marítimo de Atlantic City; en otras palabras, que sería el sitio ideal para matar las horas en verano. Pero se había equivocado. Evidentemente, no era más que una pequeña feria rural montada en la zona de estacionamiento para los coches en la punta del muelle. Las atracciones formaban parte de la feria ambulante, y en el aparcamiento habían dispuesto una fila de puestos donde se podía jugar una partida a diferentes juegos —eso sí, a un precio que era un timo— y unas casetas en las que lo único que servían era bazofia grasienta. Toda la feria era bastante… patética.

Por lo visto, sin embargo, nadie más compartía su opinión. La fiesta estaba «a tope». Viejos y jóvenes, familias enteras, grupitos de colegiales que flirteaban echándose miraditas…

Tomara la dirección que tomase, siempre tenía la sensación de estar luchando contra la marea de individuos que la embestían sin parar. Individuos empapados de sudor. Individuos gordos, que apestaban a sudor. En un momento dado, Ronnie quedó comprimida entre un par de ellos; entonces, inexplicablemente, la multitud se detuvo, de repente. Qué asco. Uno se estaba zampando un perrito caliente y el otro devoraba una barra de chocolate que previamente había visto en uno de esos puestos de comida. Arrugó la nariz. El ambiente era más que patético.

Avistó un espacio despejado, se deslizó como pudo entre el hervidero de gente y los tenderetes ambulantes y enfiló hacia el muelle. Afortunadamente, había menos gente a medida que se alejaba hacia el muelle y dejaba atrás los puestos con productos artesanales. Nada que ansiara comprar, ¿quién diantre iba a querer un gnomo hecho íntegramente con conchas marinas? No obstante, seguro que alguien compraba esa basura; si no, los tenderetes no estarían allí.

Distraída, chocó sin querer con una mesa. Una anciana ocupaba la silla plegable situada detrás de ella. La mujer, que llevaba una camiseta con un logo de una sociedad protectora de animales, tenía el pelo cano y una cara afable y sonriente. «La típica abuela que se pasa el día horneando galletas antes de Nochebuena», se dijo Ronnie. Sobre la mesa, delante de la anciana, vio unos folletos de propaganda y una vasija para donativos junto a una enorme caja de cartón. Dentro de ésta había cuatro cachorros de color gris, y uno de ellos no paraba de dar brincos sobre sus patas traseras para mirar por encima de la pared de cartón.

—Hola, pequeñín —lo saludó Ronnie.

La anciana sonrió.

—¿Quieres sostenerlo? Es el más juguetón. Lo llamo Seinfeld.

El cachorro empezó a gimotear sin parar.

—No, gracias. —Era una monada. Realmente una monada, a pesar de que pensara que el nombre no le quedaba nada bien. Y sí que le apetecía cogerlo, pero sabía que, si lo hacía, después no querría volver a dejarlo en la caja. Se le iban los ojos detrás de los animales en general, especialmente de los que habían abandonado, como aquellos cachorrillos—. No les pasará nada, ¿verdad? No irá a sacrificarlos, ¿no?

—No te preocupes —contestó la mujer—. Por eso hemos montado esta parada, para que la gente los adopte. El año pasado encontramos familias para casi treinta animales, y estos cuatro ya están colocados. Sólo estoy esperando a que los nuevos dueños pasen a recogerlos de camino a casa, cuando se marchen de la feria. Pero tengo más en el cobertizo, si te interesa.

—No, gracias, sólo quería verlos —contestó Ronnie, justo en el momento en que oyó una música estridente que procedía de la playa. Alargó el cuello, intentando descubrir de qué se trataba—. ¿Qué pasa? ¿Es un concierto?

La mujer sacudió la cabeza.

—No, es vóley-playa. Hace horas que juegan; organizan un torneo o algo parecido. Deberías ir a verlo. Llevo todo el día oyendo gritos y aplausos, así que supongo que debe de ser interesante.

Ronnie consideró aquella posibilidad por unos instantes. ¿Por qué no? No podía ser peor que la feria. Echó un par de dólares en la vasija para donativos antes de encaminarse hacia los peldaños de madera que conducían a la playa.

El sol empezaba a ponerse y confería al océano una suerte de capa de oro líquido. En la playa, las pocas familias que quedaban se hallaban congregadas en las toallas cerca del agua, al lado de un par de castillos de arena que pronto serían barridos por la marea. Los charranes bajaban en picado para volver a elevarse rápidamente, en busca de cangrejos.

No necesitó mucho rato para llegar hasta el lugar de dónde venía el jaleo. Mientras se aproximaba despacio al borde de la pista, se fijó en que las otras chicas congregadas miraban embobadas a los dos jugadores de la derecha. No le sorprendió en absoluto. Los dos chicos —¿de su edad?, ¿un poco mayores?— eran de esa clase que su amiga Kayla solía describir como «bomboncitos». A pesar de que ninguno de los dos fuera su tipo, pensó que era imposible no admirar sus cuerpos esbeltos y musculosos, así como la gracia etérea con que se movían sobre la arena.

Especialmente el más alto, con el pelo de color castaño oscuro y la pulsera de macramé en la muñeca. Sin lugar a dudas, Kayla habría ido a por él —siempre le atraían los más altos— del mismo modo que la rubia despampanante embutida en un bikini y situada al otro lado de la pista también iba a por él; era algo obvio. Ronnie se fijó en ella y en su amiguita desde el principio. Ambas eran delgadas y atractivas, con unos dientes increíblemente blancos, y era evidente que estaban acostumbradas a ser el centro de atención y a que los chicos revolotearan a su alrededor. Se mantenían alejadas del resto de la concurrencia y animaban a los chicos con una destacada elegancia, probablemente porque de ese modo podían ondear sus melenas al viento con estilo. Podrían haber sido perfectamente unas vallas publicitarias que proclamaran que no había nada de malo en admirarlas a distancia, pero sin acercarse. No las conocía de nada, pero de entrada ya no le gustaron.

Centró su atención nuevamente en el partido en el instante en que los chicos monos se anotaban otro tanto. Y después otro. Y otro. No sabía cómo iba la puntuación general, pero obviamente ellos eran el mejor equipo. Y sin embargo, mientras seguía el juego con atención, empezó a desviar la vista hacia los otros dos chicos. No fue por su manía en fijarse siempre en los más desvalidos —lo cual era cierto—, sino más bien por el hecho de que la pareja ganadora le recordaba a los niños pijos que a veces conocía en las discotecas, los niñatos del Upper East Side que estudiaban en el colegio privado Dalton o en el Buckley y que pensaban que eran mejores que los demás simplemente porque sus papás eran agentes de bolsa. Había visto a suficientes especímenes de la denominada gente bien como para reconocer a uno de ellos a distancia, y se apostaba lo que fuera a que ese par constituía definitivamente parte de la gente bien de la localidad. Sus sospechas se vieron confirmadas después de marcar el siguiente punto, cuando el que formaba pareja con el muchacho de pelo castaño le guiñó el ojo a la rubia de piel bronceada, la muñequita Barbie, cuando le tocó el turno de sacar. Obviamente, en aquel pueblo, la gente bien se conocía entre sí.

¿Por qué aquello no la sorprendía?

De repente, perdió el interés por el partido, y se dio la vuelta para marcharse justo en el momento en que otro saque pasó por encima de la red. Apenas oyó que alguien gritaba mientras el equipo adversario devolvía el balón. Antes de que hubiera dado un par de pasos, la gente a su alrededor empezó a darse empellones y le hicieron perder el equilibrio por tan sólo un instante.

Un instante que se prolongó demasiado.

Tuvo tiempo de darse la vuelta para ver a uno de los jugadores que corría hacia ella a toda velocidad, con la cabeza bien alzada para no perder de vista la caprichosa pelota. No tuvo tiempo de reaccionar antes de que el chico chocara contra ella. Notó que la agarraba por los hombros en un intento simultáneo de detener la fuerte embestida y evitar que ella cayera al suelo. Notó que su propio brazo se movilizaba para detener el impacto y vio casi con fascinación, como en cámara lenta, que la tapa de plástico del vaso que sostenía salía disparada y que la limonada que contenía formaba un arco en el aire antes de salpicarle la cara y la camiseta.

Y entonces, súbitamente, todo se detuvo. Cerca de su cara, vio al jugador de pelo castaño mirándola con los ojos abiertos como un par de naranjas a causa del susto.

—¿Estás bien? —le preguntó, jadeando.

Ronnie podía notar las gotas de limonada resbalándole por la cara y empapándole la camiseta. A duras penas oyó las carcajadas de alguien entre la multitud. ¿Y por qué no se iban a reír? El día no había tenido desperdicio. No, señor.

—Estoy bien —espetó.

—¿Seguro? —El chico seguía jadeando. A juzgar por las apariencias, parecía genuinamente arrepentido—. Te he embestido con mucha fuerza.

—Suéltame de una vez —ladró ella, apretando los dientes.

Por lo visto, él no se había dado cuenta de que seguía clavándole los dedos crispados como garras en los hombros; apartó las manos al instante y Ronnie notó la relajación de sus músculos. El chico retrocedió un paso con celeridad y automáticamente se llevó la mano a la pulsera. La hizo rotar casi inconscientemente.

—Lo siento mucho. De veras. Estaba persiguiendo el balón y…

—Ya sé lo que estabas haciendo —lo atajó ella—. Pero he sobrevivido, así que ya está, déjame en paz.

Acto seguido, se dio la vuelta con la intención de alejarse rápidamente de aquel lugar. A su espalda, oyó que alguien gritaba: «¡Vamos, Will! ¡Tenemos que acabar el partido!», y mientras se abría paso entre la multitud, notó que él la continuaba observando hasta que finalmente la perdió de vista.

Su camiseta no estaba como para tirarla, pero eso no hizo que se sintiera mucho mejor. Le gustaba aquella camiseta; se la había comprado el año pasado en el concierto de Fall Out Boy, al que había ido de extranjís con Rick. Aquella vez sí que su madre se había enfadado de verdad, y no sólo porque Rick llevara un tatuaje de una tela de araña en el cuello y más piercings en las orejas que Kayla —¡que ya era decir!—, sino porque ella le mintió sobre adonde iba, y no llegó a casa hasta la tarde siguiente, ya que decidieron acabar la juerga en casa del hermano de Rick, en Filadelfia. Su madre le prohibió volver a ver o incluso hablar con Rick, una norma que ella se saltó justo al día siguiente.

No era que estuviera colada por ese chico; con toda franqueza, ni siquiera le gustaba. Pero estaba enfadada con su madre, y en aquel momento le pareció una provocación correcta. Cuando llegó a casa de Rick, se lo encontró de nuevo borracho como una cuba, como en el concierto. Se dio cuenta de que si continuaba saliendo con él, el chico seguiría insistiendo para que probara todo lo que él tomaba, igual que había hecho la noche anterior. Ronnie se quedó sólo unos minutos en su casa antes de enfilar hacia Union Square, donde pasó el resto de la tarde, con la certeza de que lo suyo con Rick había terminado.

No era tan ingenua con las drogas. Algunos de sus amigos fumaban maría, otros preferían tomar cocaína o éxtasis, e incluso uno de ellos tenía la desagradable costumbre de tomar crystal meth. Todos excepto ella se ponían de alcohol hasta las cejas cada fin de semana. En cada discoteca y en cada fiesta le ofrecían toda esa basura abiertamente. Sin embargo, Ronnie tenía la impresión de que siempre que sus amigos fumaban, bebían o se atiborraban de píldoras que, según ellos, constituían la esencia de la juerga, se pasaban el resto de la noche articulando mal las palabras o tartamudeando o vomitando o perdiendo completamente el control hasta cometer verdaderas estupideces. Algo que normalmente implicaba acabar liada con un tío.

Ronnie no quería acabar de ese modo. No después de lo que le había sucedido a Kayla el invierno pasado. Alguien —Kayla no llegó a saber quién había sido el gracioso— le echó un poco de GHB en la bebida, y a pesar de que apenas recordaba nada de lo que sucedió a continuación, estaba prácticamente segura de que había acabado en una habitación con tres chicos que acababa de conocer aquella misma noche. Cuando se despertó a la mañana siguiente, toda su ropa estaba esparcida por la habitación. Kayla nunca volvió a hablar de lo ocurrido —prefirió fingir que nunca había pasado, e incluso se arrepintió de habérselo contado a Ronnie—, pero no resultaba difícil atar cabos.

Cuando llegó al muelle, depositó en el suelo su vaso medio vacío y empezó a restregarse la camiseta con una servilleta mojada. El método parecía funcionar, pero de repente la servilleta empezó a desintegrarse hasta formar unas partículas que parecían caspa.

Genial.

¿Por qué ese niñato había tenido que chocar precisamente con ella? Ronnie sólo había estado allí…, ¿cuánto?, ¿diez minutos? ¿Cuántas probabilidades había de girarse en el preciso instante en que el balón llegara volando directamente hacia ella? ¿Y que encima estuviera sosteniendo una limonada en medio de una multitud en un partido de vóley playa que ni siquiera le interesaba, en un lugar donde no quería estar? Hasta al cabo de un millón de años, probablemente no volvería a producirse la misma casualidad. Con una suerte como aquélla, debería haber comprado un billete de lotería.

Y encima estaba el niño mono, con el pelo castaño y los ojos pardos, que la había arrollado. De cerca, se había fijado en que no era simplemente «mono», sino muy atractivo, especialmente cuando puso aquella cara de… aspaviento. Aunque formara parte de aquella panda de gente superficial, en la milésima parte del segundo en que sus ojos se encontraron, Ronnie tuvo la extraña sensación de que había algo realmente genuino en él.

Sacudió la cabeza varias veces para alejar de la mente aquellos pensamientos tan ridículos. Era evidente que le había dado demasiado el sol en la cabeza. Con la impresión de haber hecho todo lo posible con la servilleta, recogió el vaso de limonada. Su intención era tirar el resto, pero al alargar el brazo notó que su muñeca topaba con algo, o mejor dicho, con alguien. Esta vez, nada pasó en cámara lenta; en un instante, el vaso le cayó encima y la parte de delante de la camiseta quedó totalmente empapada de la dichosa limonada.

Se quedó inmóvil, contemplando su camiseta sin dar crédito a lo que estaba viendo.

«No puede ser», se dijo a sí misma.

Delante de ella había una chica de su misma edad que sostenía un batido y que parecía tan sorprendida como ella. Iba vestida con prendas oscuras, y su pelo negro, recio y con unos rizos indomables le caía por ambos lados y enmarcaba su cara. Al igual que Kayla, llevaba como mínimo media docena de piercings en cada oreja. Resaltaban debido a un par de calaveras en miniatura que pendían de los lóbulos de sus orejas; la sombra de ojos oscura junto con la fuerte línea negra que demarcaba sus ojos le confería una apariencia casi felina. Mientras el resto de la limonada traspasaba la tela de la camiseta de Ronnie, la desconocida de aspecto gótico apuntó con su batido hacia la mancha que se extendía.

—Qué chungo —comentó.

—Sí, ¿verdad?

—Bueno, ahora, por lo menos, está igual que la parte de atrás.

—¿Encima intentas ser graciosa?

—No, sólo ingeniosa.

—Entonces deberías haber dicho algo como «¿Por qué no usas un babero?».

La chica se echó a reír, con una risita desconcertantemente infantil.

—No eres de aquí, ¿verdad?

—No. Soy de Nueva York. He venido a ver a mi padre.

—¿Te quedas el fin de semana?

—Qué va. Todo el verano.

—Eso sí que es chungo.

Esta vez, fue Ronnie la que se echó a reír.

—Soy Ronnie, que es una forma abreviada de Verónica.

—Y yo Blaze.

—¿Blaze?

—Mi verdadero nombre es Galadriel. Es de El señor de los anillos. ¡Cosas de mi madre!

—Bueno, al menos no te puso Gollum.

—Ni Ronnie. —La muchacha ladeó la cabeza y apuntó con ella por encima de su hombro—. Si quieres cambiarte y ponerte algo seco, en la caseta tengo camisetas de Nemo.

—¿Nemo?

—Sí, Nemo. El pececito de la película; ese de color naranja y blanco que tiene una aleta atrofiada. ¿No has visto la peli? Se queda atrapado en una pecera y su padre va a salvarlo. ¿No te suena?

—Mira, no quiero una camiseta de Nemo.

—¡Pero si Nemo mola!

—Quizá si tienes seis años —replicó Ronnie.

—¡Bah! ¡Haz lo que quieras!

Antes de que Ronnie pudiera responder, vio de soslayo a tres chicos que se abrían paso entre la multitud. Con esos pantalones cortos rotos, los tatuajes y el pecho al descubierto que emergía por debajo de unas voluminosas cazadoras de piel, destacaban entre toda la gente que ocupaba la playa. Uno tenía un piercing en la ceja y llevaba uno de esos viejos estéreos portátiles; otro iba con el pelo teñido, peinado con una cresta, y los brazos totalmente cubiertos con tatuajes. El tercero, igual que Blaze, llevaba una mata alborotada de pelo largo y negro que contrastaba con su piel blanca como la leche. Ronnie se giró instintivamente hacia Blaze, y entonces se dio cuenta de que su interlocutora había desaparecido. En su lugar encontró a Jonah.

—¿Qué tienes en la camiseta? ¡Qué asco! Estás toda pegajosa.

Ronnie buscó a Blaze, preguntándose dónde se había metido. Y por qué había desaparecido tan sigilosamente.

—Mira, déjame en paz, ¿vale?

—No puedo. Papá te está buscando. Creo que quiere que vayas a casa.

—¿Dónde está?

—Tenía que ir al baño, pero no tardará en volver.

—Dile que no me has visto.

Jonah consideró la petición.

—Cinco pavos.

—¿Qué?

—Si me das cinco pavos no le diré que te he visto.

—¿Hablas en serio?

—No te queda mucho tiempo. Ahora ya no son cinco, sino diez pavos.

Por encima del hombro de Jonah, Ronnie avistó a su padre. La estaba buscando entre la multitud. Instintivamente bajó la cabeza para esconderla entre los hombros, aunque sabía que no conseguiría escabullirse sin que él la viera. Miró a su hermano con cara de pocos amigos. Maldito chantajista. Seguramente él también se había dado cuenta de que no tenía escapatoria. Jonah era un encanto; lo adoraba y también respetaba su habilidad de chantajista, pero, sin embargo, era su hermano pequeño. En un mundo perfecto, él estaría de su parte. Pero ¿lo estaba? Por supuesto que no.

—Te odio, ¿lo sabías? —gruñó ella.

—Ya, y yo también te odio. Pero todavía te costará diez pavos.

—¿Y si te doy cinco?

—Has perdido la oportunidad. Pero te juro que no ventilaré tu secreto.

Su padre todavía no los había visto, pero cada vez se acercaba más.

—Vale —refunfuñó ella, rebuscando en los bolsillos.

Le entregó un billete arrugado y Jonah se lo guardó. Mirando por encima del hombro de su hermano, Ronnie vio que su padre avanzaba hacia ellos, barriendo la zona con los ojos. Agachada, se deslizó hasta el otro lado de la caseta. Se sorprendió al ver a Blaze, recostada en la pared de la caseta, fumando un cigarrillo.

La gótica le sonrió socarronamente.

—¿Qué? ¿Problemas con tu papá?

—¿Cómo puedo largarme de aquí sin que me vea?

—Eso es cosa tuya. —Blaze se encogió de hombros—. Pero él sabe qué camiseta llevas.

Una hora más tarde, Ronnie estaba sentada al lado de Blaze en uno de los bancos situados al final del muelle, todavía aburrida, aunque no tanto como lo había estado antes. Blaze resultó alguien agradable con quien charlar, con un chocante sentido del humor, y lo mejor de todo: parecía que le gustaba Nueva York tanto como a Ronnie, a pesar de que nunca había estado. La atosigó con las típicas preguntas sobre Times Square, el Empire State y la Estatua de la Libertad —los cebos para turistas que ella intentaba evitar a toda costa—. Así pues, le describió la verdadera Nueva York: las discotecas en Chelsea, el ambiente musical en Brooklyn y los vendedores ambulantes en Chinatown, que vendían desde licor de contrabando hasta bolsos falsos de Prada o cualquier cosa que uno pudiera imaginar, y todo a un precio de risa.

Al hablar de aquellos sitios, Ronnie sintió una repentina nostalgia. Cómo deseaba estar en Nueva York, en lugar de en aquel maldito lugar. En cualquier lugar menos allí.

—A mí tampoco me habría hecho gracia venir aquí —admitió Blaze—. Créeme. Es un sitio muy aburrido.

—¿Cuánto tiempo hace que vives aquí?

—Desde que nací. Pero al menos visto mejor que la mayoría.

Ronnie había comprado la ridícula camiseta de Nemo, consciente de su pinta fachosa. La única talla que quedaba en la caseta era una súper grande, por lo que parecía que llevaba más una túnica que una camiseta. Lo único positivo era que, al ponérsela, Ronnie había podido escapar de su padre sin que éste la viera. Blaze no se había equivocado.

—Alguien me dijo que Nemo molaba.

—Pues te mintió. ¿Y se puede saber qué hacemos aquí todavía? Mi padre ya debe haberse marchado.

Blaze se giró para mirarla.

—¿Por qué? ¿Es que quieres volver a la feria? No me digas que quieres ir a la casa del terror.

—No, pero seguro que hay algo que valga la pena.

—Aún es temprano. Más tarde sí que se animará la cosa. De momento, lo único que podemos hacer es esperar.

—¿A qué?

Blaze no contestó. En lugar de eso, se levantó, le dio la espalda y se puso a contemplar el agua de color azabache. Su pelo se mecía con la brisa. Instantes después, alzó la vista para mirar la luna.

—Te había visto antes, ¿sabes?

—¿Cuándo?

—En el partido de vóley-playa. —Señaló hacia el muelle—. Yo estaba allí de pie.

—¿Y?

—Parecías totalmente fuera de lugar.

—Pues tú tampoco es que encajes en ese ambiente.

—Por eso estaba en el muelle, y no cerca de la pista. —De un saltito, se sentó en la barandilla. Luego miró a Ronnie—. Ya sé que no quieres estar aquí, pero ¿qué es lo que te ha hecho tu padre para que no quieras ni hablar con él?

Ronnie se secó las palmas de las manos en los pantalones.

—Es una larga historia.

—¿Vive con su novia?

—No creo que tenga novia. ¿Por qué?

—Pues entonces tienes mucha suerte.

—¿De qué estás hablando?

—Mi padre vive con su novia. Es la tercera desde que se divorció de mi madre, y ésta es la peor de todas. Sólo tiene unos años más que yo, y se viste como una bailarina de striptease. La verdad es que creo que antes trabajaba en un espectáculo de ésos. Se me revuelve el estómago cada vez que tengo que ir a visitarlos. Es como si ella no supiera qué hacer cuando estoy cerca. Primero intenta darme consejos como si fuera mi madre, y a continuación se comporta como si intentara ser mi mejor amiga. La odio.

—¿Y vives con tu madre?

—Sí. Pero ahora ella también tiene novio, y él está en casa todo el tiempo. Y también es un desgraciado. Lleva ese tupé tan ridículo porque se quedó calvo a los veinte años, más o menos, y no para de insistir en que he de ir a estudiar a la universidad. ¡Como si me importara lo que él pueda pensar de mí! ¡Qué asco de vida! ¿No crees?

Antes de que Ronnie pudiera contestar, Blaze volvió a saltar al suelo.

—¡Vamos! Me parece que están a punto de empezar. No puedes perdértelo.

Ronnie la siguió de nuevo hasta el muelle, hacia una multitud que se había congregado alrededor de lo que parecía un espectáculo en plena calle. Sorprendida, descubrió que los que actuaban no eran otros que los tres chicos con pinta de gamberros que había visto antes. Dos de ellos estaban bailando break-dance, al ritmo de una música que retumbaba en el estéreo portátil; el tercero —el chico con el pelo negro y largo— estaba de pie en el centro, haciendo juegos malabares con lo que parecían unas pelotas de golf en llamas. De vez en cuando, se detenía y simplemente sostenía una de las pelotas, la hacía rotar entre sus dedos y se la pasaba por encima de la mano o por todo el brazo hasta pasársela al otro brazo. En dos ocasiones cerró el puño sobre la bola de fuego; entonces, prácticamente extinguía la llama, pero entonces abría un poco la mano y dejaba escapar las llamas por la angosta abertura cerca de su dedo pulgar.

—¿Lo conoces? —quiso saber Ronnie.

Blaze asintió con la cabeza.

—Es Marcus.

—¿Lleva alguna capa protectora para no quemarse las manos?

—No.

—¿Y no se hace daño?

—Si sabes coger bien la pelota, no pasa nada. Es increíble, ¿no te parece?

Ronnie no pudo más que mostrarse conforme. Marcus apagó dos de las pelotas y después volvió a encenderlas tocándolas simplemente con la tercera. En el suelo había una chistera de mago boca arriba, y Ronnie vio que la gente empezaba a tirar algunas monedas dentro.

—¿Dónde consigue esas bolas para el espectáculo? No son pelotas de golf normales y corrientes, ¿verdad?

Blaze negó con la cabeza.

—Se las fabrica él mismo. Puedo enseñarte a hacerlo. No es difícil. Lo único que necesitas es una camiseta de algodón, hilo y aguja, y un líquido inflamable.

Mientras la música seguía tronando, Marcus lanzó las tres bolas de fuego al chico que tenía la cresta de pelo teñida y encendió dos más. Ambos se pusieron a hacer juegos malabares, pasándose las pelotas como si fueran dos malabaristas que jugaran con varios bolos en una actuación circense, cada vez más rápido, hasta que cometieron un fallo.

Aunque en realidad no fue un fallo. El chico con el piercing en la ceja atrapó la bola al vuelo imitando a un guardameta, y empezó a jugar con ella pasándosela de un pie al otro como si no fuera otra cosa que una pequeña pelota de cuero. Después de apagar tres bolas, los otros dos se pusieron también a imitar a su compañero, dando puntapiés a las bolas y pasándoselas entre ellos con una extraordinaria destreza, sin que cayeran al suelo. La multitud empezó a aplaudir, y una lluvia de monedas fue a parar dentro del sombrero mientras la música alcanzaba su punto culminante. Entonces, de repente, el trío atrapó las danzarinas bolas en llamas y las apagó simultáneamente justo en el instante en que la canción tocaba a su fin.

Ronnie tuvo que admitir que nunca había visto nada similar. Marcus avanzó hacia Blaze, la abrazó y le dio un inacabable beso en la boca que parecía extremadamente inapropiado en público. Abrió los ojos lentamente y miró sin parpadear a Ronnie antes de apartar a Blaze de un empujón.

—¿Quién es? —preguntó, señalando a Ronnie.

—Se llama Ronnie —la presentó Blaze—. Es de Nueva York. Acabo de conocerla.

El de la cresta y el del piercing en la ceja se unieron a Marcus y a Blaze en su descarado escrutinio; era una situación de lo más incómoda.

—De Nueva York, ¿eh? —repitió Marcus, al tiempo que sacaba un encendedor del bolsillo y prendía una de las bolas. Sostuvo la bola encendida totalmente inmóvil, entre los dedos pulgar e índice.

Ronnie volvió a preguntarse cómo podía hacer eso sin quemarse.

—¿Te gusta el fuego? —le preguntó él.

Sin esperar su respuesta, le lanzó la bola. Ronnie se apartó dando un brinco, demasiado sobresaltada para responder. La bola fue a caer a su lado, justo en el momento en que, como surgido de la nada, un policía se precipitaba sobre la bola y se ponía a pisotearla frenéticamente.

—¡Vosotros tres! —gritó, apuntándolos con un dedo acusador—. ¡Largo! ¡Ahora mismo! Ya os he dicho que no podéis montar vuestro numerito en el muelle. La próxima vez, os juro que os arrestaré.

Marcus alzó las manos y retrocedió un paso.

—Vale, vale. Ya nos íbamos.

Los chicos agarraron sus cazadoras y empezaron a desfilar por el muelle, hacia las atracciones de la feria. Blaze los siguió, dejando sola a Ronnie, que podía notar la aplastante y severa mirada del policía, pero lo ignoró. Tras vacilar unos instantes, decidió seguirlos.