27

Marcus

Mientras propinaba patadas a la arena en el Bower’s Point, Marcus pensó que debería estar saboreando el desbarajuste que había organizado la noche anterior. Todo había salido a pedir de boca, como había planeado. La casa había sido decorada exactamente tal y como se detallaba en numerosos artículos de prensa, y aflojar las clavijas de la pérgola —no del todo, sólo lo necesario para asegurarse de que saltaran con facilidad cuando él chocara contra las cuerdas— había sido pan comido, había aprovechado el momento en que los invitados estaban cenando. Se había entusiasmado al ver a Ronnie pasear por el muelle, y a Will ir detrás de ella; no lo habían defraudado. Y el bueno de Will había interpretado su papel a la perfección; tenía claro que no había nadie más predecible que ese niño rico. Sólo tenía que pulsar el botón X para que Will reaccionara de una manera, y pulsar el botón Y para que reaccionara de otra. Si no hubiera sido todo tan hilarante, la verdad es que se habría aburrido.

Marcus no era como el resto de la gente; hacía mucho tiempo que era plenamente consciente de eso. De niño, nunca había sentido remordimientos por ninguna de las fechorías que había cometido, y estaba orgulloso de ser así. Podía hacer lo que le venía en gana, y eso le hacía sentir poderoso; pero ese placer normalmente duraba poco.

La noche anterior se había sentido mucho más excitado que en los últimos meses; aquello había sido increíble. Normalmente, después de llevar a cabo uno de sus «proyectos» —así era como le gustaba pensar en ellos—, la satisfacción le duraba varias semanas. Pero era consciente de que si no remataba cada caso correctamente, acabarían por pillarlo. No era tan idiota. Sabía cómo funcionaban las cosas, y por eso precisamente siempre actuaba con mucha, muchísima cautela.

Ahora, sin embargo, estaba preocupado porque presentía que había cometido un fallo. Quizás había tentado demasiado a la suerte al escoger a la familia Blakelee como el objetivo de su último proyecto. Después de todo, eran lo más parecido a la realeza en Wilmington —tenían poder, contactos influyentes, y dinero—. Y sabía que si descubrían que él estaba metido en aquel embrollo, no cesarían hasta desterrarlo de la localidad. Por consiguiente, Marcus se había quedado con una desagradable duda: Will había encubierto a Scott en el pasado, pero ¿accedería a seguir haciéndolo incluso cuando podía enturbiar la boda de su hermana?

No le gustaba esa incertidumbre. Le provocaba una sensación casi de… «miedo». No quería ir a la cárcel. Perdería el tiempo allí. Tenía cosas mejores que hacer. Era demasiado listo para desperdiciar su vida en la cárcel, no podía imaginarse encerrado entre rejas, teniendo que soportar que una panda de carceleros palafreneros le dieran órdenes todo el día, o convertirse en el objetivo amoroso de un neonazi que pesara casi ciento cincuenta kilos, ni comer bazofia regada con excrementos de cucaracha o cualquier otro horror que fácilmente podía imaginar.

Los edificios que había incendiado y la gente a la que había hecho daño le importaban un bledo, pero la idea de ir a dar con los huesos en la cárcel lo ponía… enfermo. Y nunca antes se había sentido tan cerca de aquella posibilidad que en la noche anterior.

Se recordó a sí mismo que hasta aquel momento todo parecía en calma. Obviamente, Will no lo había delatado; de haberlo hecho, el Bower’s Point estaría plagado de polis. Sin embargo, lo mejor era estarse quietecito durante una temporada, muy quietecito. Ninguna fiesta más en las casas de la playa, ningún incendio en edificios; tampoco pensaba acercarse a Will o a Ronnie. Además tenía claro que no le diría ni una sola palabra de lo sucedido a Teddy ni a Lance, tampoco a Blaze. Lo mejor era dejar que la gente se olvidara del asunto.

A menos que Will cambiara de parecer.

Esa posibilidad lo sacudió con la fuerza de una bofetada en plena cara. Hasta ese momento, Marcus había gozado de tener pleno poder sobre Will, pero de repente sus papeles se habían invertido… o como mínimo se habían equilibrado.

Pensó que quizá sería mejor marcharse del pueblo una temporada. Ir al sur, a Myrtle Beach, a Fort Lauderdale o a Miami, hasta que todo el mundo se olvidara de lo que había pasado en aquella boda tan fastuosa.

Consideró que era la decisión más acertada, pero para hacerlo, necesitaba dinero. Mucho dinero. Y pronto. Eso significaba que tendría que hacer bastantes espectáculos, y delante de mucha gente. Afortunadamente, el torneo de vóley playa empezaba ese mismo día. Will estaría compitiendo, seguro, pero no había ninguna necesidad de acercarse a las pistas. Montaría su espectáculo en el muelle…, sí, un gran espectáculo.

Detrás de él, Blaze se hallaba sentada, tomando el sol, vestida únicamente con sus pantalones vaqueros y el sujetador; su camiseta, hecha un ovillo, estaba cerca de la fogata.

—Blaze —la llamó—. Hoy harán falta nueve bolas de fuego. Habrá mucha gente y necesitamos dinero.

Ella no le contestó, pero Marcus apretó los dientes al oír su suspiro plañidero. Estaba harto y asqueado de esa chica. Desde que su madre la había echado de casa, no había sido más que una carga día tras día. La observó mientras se levantaba y asía la botella con el líquido inflamable. Bueno. Por lo menos hacía algo para ganarse el sustento.

Nueve bolas de fuego. No todas a la vez, por supuesto; normalmente usaban seis en cada espectáculo. Pero si añadía una más por aquí y otra por allá, algo inesperado, seguro que los espectadores le darían más dinero. Dentro de un par de días estaría en Florida. Él solo. Teddy, Lance y Blaze se quedarían solitos una temporada, y eso le parecía fantástico. Estaba harto de ellos.

Marcus estaba tan concentrado pensando en su viaje que no se dio cuenta de que Blaze empapaba varias bolas de tela con el líquido inflamable justo encima de la camiseta que más tarde utilizaría en el espectáculo.