Steve
Steve Miller tocaba el piano con una emoción desmedida, anticipando la llegada de sus hijos en cualquier minuto.
El piano estaba en una salita aledaña al pequeño comedor del tosco bungaló de la playa, un lugar que se había convertido en su hogar. A su espalda había varios objetos que esbozaban su pasado. No era mucho. Aparte del piano, Kim había sido capaz de amontonar todas sus pertenencias en una sola caja, y él había necesitado menos de media hora para colocarlo todo en su sitio. Tenía una instantánea de cuando era joven junto a su padre y su madre, y otra en la que aparecía también muy joven, tocando el piano. Ambas fotos estaban colgadas entre los dos títulos universitarios que poseía, uno expedido por la Universidad de Chapell Hill y el otro por la Universidad de Boston. Debajo había un certificado de reconocimiento de la Academia Juilliard por su labor como profesor durante quince años. Cerca de la ventana destacaban tres carteles enmarcados con propaganda de sus actuaciones durante una gira. Lo más importante, sin embargo, era la media docena de fotografías de Jonah y Ronnie, algunas clavadas con chinchetas en la pared o enmarcadas y otras expuestas sobre el piano. Cada vez que las miraba no podía evitar lamentarse de que, a pesar de sus buenas intenciones, nada hubiera salido como esperaba.
Los últimos rayos del sol de la tarde se filtraban a través de las ventanas y conferían al interior de la vivienda un ambiente sofocante. Podía notar las gotitas de sudor que se le formaban en la frente. Gracias a Dios, los pinchazos en el vientre ya no eran tan intensos como por la mañana, pero llevaba cuatro días con los nervios a flor de piel, y sabía que el dolor volvería. Su punto débil siempre había sido el estómago. Cuando tenía veinte años, tuvo una úlcera y lo hospitalizaron por diverticulitis; a los treinta años lo operaron de apendicitis aguda, cuando Kim estaba embarazada de Jonah. Ingería fármacos antiácidos como si fueran caramelos, llevaba años enganchado al Nexium, y a pesar de que sabía que probablemente podría llevar una dieta más saludable y realizar más ejercicio físico, no albergaba ninguna esperanza de que eso lo ayudara. Sus problemas estomacales eran genéticos.
La muerte de su padre seis años antes le había cambiado la vida. Desde el funeral se había visto abocado a un estado de absoluta inestabilidad, como si esperase a que sucediera algo. En cierta manera, eso era lo que suponía que le pasaba. Cinco años antes, había abandonado su puesto de trabajo en la Academia Juilliard; un año después, había decidido intentar ganarse la vida como concertista de piano. Hacía tres años que él y Kim habían acordado divorciarse; menos de doce meses después, empezaron a cancelar las actuaciones de sus giras hasta que al final se quedó sin trabajo. El año anterior se había instalado nuevamente en aquella localidad, el pueblo que lo había visto crecer, un lugar que pensaba que jamás volvería a pisar. Y ahora estaba a punto de pasar el verano con sus hijos, y aunque intentaba imaginar lo que el otoño le depararía después de que Ronnie y Jonah regresaran a Nueva York, sólo tenía la certeza de que las hojas de los árboles adoptarían un tono amarillento antes de tornarse rojas y que por las mañanas le costaría respirar, como de costumbre, por el cambio de temperatura. Hacía mucho tiempo que ya no intentaba predecir el futuro.
El futuro no le quitaba el sueño. Sabía que las predicciones carecían de sentido; además, si ni siquiera atinaba a comprender el pasado… En aquella época, la única certeza absoluta que tenía era que él era un tipo ordinario en un mundo que adoraba lo extraordinario, y esa aseveración le provocaba una vaga sensación de desencanto por la vida que había llevado. Pero ¿qué podía hacer? A diferencia de Kim, más extrovertida y sociable, él siempre había sido más retraído y uno más del montón. A pesar de que despuntaba por cierto talento como músico y compositor, sabía que le faltaba el carisma y el don para encandilar a la audiencia, o aquello que fuera necesario para que un concertista supiera meterse al público en el bolsillo. A veces incluso admitía que su paso por el mundo era más como observador que como partícipe; en momentos de dolorosa honestidad, asumía que había fracasado en todo lo que era importante. Tenía cuarenta y ocho años. Su matrimonio no había funcionado, su hija no quería verlo y su hijo estaba creciendo lejos de él. Sabía que no podía culpar a nadie más que a sí mismo, y lo que más ansiaba en aquellos momentos era averiguar si todavía era posible que un tipo como él pudiera experimentar la presencia de Dios.
Diez años antes, jamás se habría imaginado cuestionándose tal cosa. Ni siquiera dos años antes. Pero a veces pensaba que la madurez lo había conducido inevitablemente hasta aquel punto más reflexivo. A pesar de que, desde hacía tiempo suponía que la respuesta radicaba de algún modo en la música que componía, últimamente sospechaba que se había equivocado. Cuanto más pensaba en ello, más cuenta se daba de que, para él, la música había sido siempre algo separado de la realidad, y no una forma de experimentarla profundamente. Podía sentir pasión y catarsis con las piezas de Tchaikovsky, o una sensación de plenitud al escribir sus propias sonatas, pero ahora sabía que encerrarse en la música tenía menos que ver con Dios que con un deseo egoísta de hallar una vía de escape.
Ahora creía que la respuesta correcta yacía en algún punto del amor que sentía por sus hijos, en el dolor que experimentaba cuando se despertaba en aquella casa silenciosa y se daba cuenta de que no estaban a su lado. Pero incluso en esos momentos tenía la certeza de que había algo más.
Y en cierta manera, esperaba que sus hijos lo ayudaran a encontrarlo.
Unos minutos más tarde, Steve vio a través de la ventana que el sol se reflejaba en el parabrisas de un monovolumen. Él y Kim lo habían comprado hacía años para realizar salidas y excursiones familiares los fines de semana. Súbitamente se preguntó si Kim se habría acordado de cambiar el aceite antes de iniciar aquel viaje tan largo, o incluso desde que él se marchó. «Probablemente no», decidió finalmente. Kim nunca se había ocupado de esas cuestiones; siempre era él quien se encargaba de revisar el estado del coche.
Pero, ahora, esa parte de su vida había quedado atrás.
Se levantó del asiento; cuando llegó al porche, Jonah ya había saltado del coche y se dirigía corriendo hacia él. Llevaba el pelo alborotado, las gafas torcidas; sus piernas y sus brazos eran tan delgados como los palos de una escoba. Steve notó un nudo en la garganta, y de nuevo pensó en todo lo que se había perdido durante los últimos tres años.
—¡Papá!
—¡Jonah! —exclamó Steve al tiempo que avanzaba hacia él a grandes zancadas.
Cuando Jonah saltó a sus brazos, le costó mucho no desmoronarse de la emoción.
—¡Cómo has crecido! —se sorprendió.
—¡En cambio tú estás más canijo! ¡Y mucho más delgado! —dijo el niño.
Steve estrechó a su hijo con fuerza entre sus brazos antes de soltarlo.
—Me alegro de que ya hayas llegado.
—Yo también. Mamá y Ronnie se han pasado todo el viaje discutiendo.
—Vaya, pues eso no está bien.
—No pasa nada. No les he hecho ni caso. Excepto cuando me apetecía pincharlas un poco, ya sabes, para provocarlas.
—Ah —respondió Steve.
Jonah se llevó un dedo hasta el puente de las gafas para colocárselas en su sitio.
—¿Por qué mamá no nos ha dejado venir en avión?
—¿Se lo has preguntado?
—No.
—Quizá deberías hacerlo.
—¡Bah! Tampoco importa; sólo es que sentía curiosidad.
Steve sonrió. Había olvidado lo parlanchín que podía ser su hijo cuando se lo proponía.
—¡Anda! ¿Ésta es tu casa?
—Sí.
—¡Es alucinante!
Steve se preguntó si Jonah hablaba en serio. Aquella pequeña construcción rústica y tosca no tenía nada de alucinante; probablemente era la edificación más destartalada de toda la playa. Además, estaba «encerrada» entre dos casas espectaculares que habían erigido en los últimos diez años, con lo cual aún parecía más diminuta. Con la pintura ajada, el tejado desvencijado y la madera del porche medio podrida, a Steve no le sorprendería en absoluto que durante la próxima tormenta de moderada intensidad, el bungaló saliera volando por los aires, cosa que, seguramente, no les haría ni pizca de gracia a sus vecinos. Desde que se había mudado, ningún miembro de las dos familias le había dirigido la palabra.
—¿De verdad lo crees? —se interesó.
—¡Pues claro! ¡Está justo en medio de la playa! ¿Qué más se puede pedir? —Jonah enfiló hacia el océano—. ¿Puedo echar un vistazo?
—Claro. Pero ten cuidado. Y no te alejes demasiado.
—Vale.
Steve observó cómo Jonah se alejaba al trote. Al darse la vuelta vio que Kim se acercaba. Ronnie también se había apeado del coche, aunque no parecía mostrar ninguna predisposición a acercarse.
—Hola, Kim —la saludó.
—¿Qué tal, Steve? —Se inclinó para darle un abrazo fugaz—. ¿Todo bien? Estás más delgado.
—Estoy bien.
Detrás de ella, Steve se fijó en Ronnie, que lentamente se encaminaba hacia ellos. Se sorprendió al ver cómo había cambiado desde la última foto que su ex mujer le había enviado por correo electrónico. Qué lejos quedaba la pequeña princesita que recordaba; en su lugar había ahora una adolescente con un mechón lila que destacaba en su larga melena castaña, las uñas de las manos pintadas de color negro, y vestida con ropa oscura de los pies a la cabeza. A pesar de los signos obvios de rebelión adolescente, pensó de nuevo en lo mucho que se parecía a su madre. Eso era bueno. También pensó que Kim estaba tan guapa como siempre.
Steve carraspeó con cierto nerviosismo antes de hablar.
—Hola, cielo. Me alegro mucho de verte.
Ronnie no contestó; su madre la miró con el ceño fruncido.
—No seas grosera. Tu padre te está hablando. Di algo.
Ronnie se cruzó de brazos.
—Muy bien. ¿Qué te parece esto? No pienso tocar el piano para ti.
—¡Ronnie! —Steve pudo oír la exasperación en el tono de Kim.
—¿Qué? —La chica alzó la cabeza con desfachatez—. Pensé que era mejor dejar las cosas claras desde el principio.
Antes de que Kim pudiera responder, Steve sacudió la cabeza. Lo último que deseaba era una discusión.
—Tranquila, Kim, no pasa nada.
—Sí, mamá, no pasa «nada» —cacareó Ronnie, a la defensiva—. Necesito estirar un poco las piernas. Me voy a dar una vuelta.
Mientras se alejaba con porte insolente, Steve se dio cuenta de que su ex mujer se debatía entre el impulso de llamarla para que regresara o no dejarla marchar. Al final, sin embargo, no dijo nada.
—Un viaje duro, ¿eh? —intervino él, intentando aquietar las aguas.
—Ni te lo imaginas.
Steve sonrió, pensando que por tan sólo un instante era fácil imaginar que todavía seguían casados, formando un equipo, todavía enamorados.
Salvo que, por supuesto, no lo estaban.
Tras descargar las maletas, Steve se dirigió a la cocina, donde dio unos golpecitos a la vieja cubitera para que saltaran unos cubitos dentro de unos vasos que ya estaban en el bungaló cuando él lo ocupó.
A su espalda, oyó que Kim entraba en la cocina. Asió una jarra con té dulce frío, vertió la infusión en dos vasos y le pasó uno a su ex mujer. Fuera, Jonah se dedicaba alternativamente a atrapar y a evitar ser atrapado por las olas mientras las gaviotas sobrevolaban la orilla.
—Parece que Jonah se está divirtiendo.
Ella avanzó un paso hacia la ventana.
—Lleva varias semanas nervioso, soñando con este viaje. —Kim titubeó antes de continuar—. Te echa de menos.
—Yo también a él.
—Lo sé —suspiró ella. Tomó un sorbo de té antes de dar un vistazo a la cocina—. Así que… aquí es donde vives, ¿eh? Tiene… carácter.
—Por carácter entiendo que te has fijado en las goteras del techo y en la falta de aire acondicionado.
Kim esbozó una breve sonrisa, incómoda.
—Sé que no es mucho. Pero es tranquilo y puedo ver cómo sale el sol.
—¿Y la Iglesia te deja estar aquí sin pagar nada?
Steve asintió.
—La casa pertenecía a Carson Johnson, un artista de la localidad; cuando falleció, la donó a la Iglesia. El reverendo Harris deja que me quede hasta que necesiten el terreno.
—¿Y qué tal es eso de vivir de nuevo en tu pueblo natal? Quiero decir, tus padres vivían muy cerca, ¿no? ¿A unas tres manzanas de aquí?
«A siete, para ser más precisos», pensó él, aunque lo único que dijo mientras se encogía de hombros fue:
—No está mal.
—Ahora hay mucha más gente. Ha cambiado mucho desde la última vez que estuve aquí.
—Todo cambia —apuntó él. Se apoyó en la encimera y cruzó una pierna por encima de la otra—. ¿Y cuándo es el gran día? —inquirió, cambiando de tema—. Me refiero a ti y a Brian.
—Steve…
—No pasa nada —la interrumpió, alzando la mano—. Me alegro de que hayas rehecho tu vida.
Kim se lo quedó mirando fijamente, como si se preguntara si era mejor aceptar sus palabras sin más o ahondar en el peligroso territorio sentimental.
—En enero —anunció finalmente—. Y quiero que sepas que con los niños… Brian no pretende ser quien no es. Seguro que te gustaría.
—Sí, seguro —repitió él, tomando un sorbo de té. Después depositó el vaso sobre la mesa—. ¿Y qué piensan los niños de él?
—A Jonah parece que le gusta, pero es que a Jonah le gusta todo el mundo.
—¿Y Ronnie?
—Se porta con él del mismo modo que se porta contigo.
Steve soltó una carcajada sin reparar en la cara de preocupación de Kim.
—¿Cómo está?
—¡Uf! No lo sé —suspiró ella—. Creo que no muy bien. Está atravesando una fase muy… confusa; se debate entre rachas de melancolía y de cólera. No respeta la hora de volver a casa por las noches, y la mitad de las veces sólo consigo sacarle un «Me da igual» cuando intento hablar con ella. Intento aceptar que su actitud es la propia de su edad, porque aún recuerdo lo que yo sentía en la adolescencia, pero… —Sacudió la cabeza con tristeza—. ¿Te has fijado en la forma en que viste? ¿Y su pelo? ¿Y ese pintauñas tan horroroso?
—Sí.
—¿Y?
—Podría ser peor.
Kim abrió la boca para decir algo, pero cuando no se le ocurrió nada, supo que Steve tenía razón. Fuera cual fuese la fase que su hija estaba atravesando, y a pesar de los temores de Kim, Ronnie seguía siendo Ronnie.
—Supongo que sí —cedió ella, antes de volver a sacudir la cabeza—. Ya sé que tienes razón. Pero es que últimamente resulta extremadamente difícil convivir con ella. Algunas veces es la misma niña dulce de siempre. Como con Jonah. A pesar de que se pelean como el perro y el gato, todavía lo lleva al parque cada fin de semana. Y cuando Jonah tuvo problemas con las matemáticas, ella le dio clases cada noche, lo cual no deja de ser curioso, teniendo en cuenta que este curso Ronnie ha suspendido casi todas las asignaturas. Y no te lo había dicho, pero la obligué a presentarse de nuevo a la convocatoria de febrero. No contestó ni una sola pregunta en los exámenes. ¿Sabes lo mal estudiante que hay que ser para no contestar ni una sola pregunta?
Cuando Steve volvió a reír, Kim frunció el ceño.
—No tiene gracia.
—En cierta manera sí.
—Claro, tú no has tenido que lidiar con ella durante estos tres últimos años.
Él dejó de reír y bajó la cabeza.
—Tienes razón. Lo siento. —Cogió nuevamente el vaso—. ¿Qué dijo el juez sobre el pequeño hurto en la tienda?
—Ya te lo conté por teléfono —repuso ella con expresión resignada—: Si Ronnie no se mete en ningún lío más, lo borrarán de su expediente. Pero si se vuelve a repetir… —No pudo acabar la frase.
—Estás muy preocupada por eso, ¿verdad? —dedujo él.
Kim le dio la espalda.
—Es que no es la primera vez, y ése es el problema —confesó, angustiada—. Ronnie admitió que había robado la pulsera el año pasado, pero, según ella, esta vez estaba comprando un par de cosas en la tienda y no podía sostenerlas todas en las manos, así que por eso se metió el pintalabios en el bolsillo. Pagó las otras cosas. Si ves el vídeo de seguridad de la tienda, parece como si realmente fuera un descuido sin ninguna mala intención, pero…
—Pero no estás segura.
Cuando Kim no contestó, Steve sacudió la cabeza.
—No te preocupes. No aparecerá en la lista de «Los delincuentes más buscados del país». Cometió un error. Siempre ha tenido buen corazón.
—Eso no significa que ahora nos esté diciendo la verdad.
—Y tampoco significa que esté mintiendo.
—¿La crees? —Su expresión denotaba una mezcla de esperanza y de escepticismo.
Steve se debatió entre sus sentimientos al respecto, como había hecho una docena de veces desde que Kim se lo contó por primera vez.
—Sí —concluyó—. La creo.
—¿Por qué?
—Porque es buena chica.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó ella. Por primera vez, parecía enojada—. La última vez que pasaste tiempo con ella, Ronnie tenía quince años. —Volvió a darle la espalda; cruzó los brazos y clavó la vista en la ventana. Cuando volvió a hablar, su voz había adoptado un tono más crispado—: Podrías haber vuelto, lo sabes perfectamente. Podrías haber vuelto a dar clases en Nueva York. No tenías que viajar por todo el país, ni quedarte a vivir aquí… Podrías haber continuado formando parte de sus vidas.
Sus palabras eran punzantes, y Steve sabía que ella tenía razón. Pero no había sido tan sencillo, por razones que ambos comprendían, a pesar de que ninguno de los dos quería reconocerlo.
El incómodo silencio se rompió cuando Steve finalmente carraspeó.
—Lo único que intento decir es que Ronnie sabe distinguir entre lo que está bien y lo que está mal. A pesar de que esté intentando reafirmar su independencia, sigo creyendo que es la misma persona que ha sido siempre. En los aspectos fundamentales, Ronnie no ha cambiado.
Antes de que Kim pudiera pensar en cómo o en si podía rebatir aquel alegato, Jonah entró atolondradamente por la puerta, con las mejillas encendidas.
—¡Papá! ¡He encontrado un taller muy guay! ¡Ven! ¡Quiero que me lo enseñes!
Kim enarcó una ceja.
—Sí. Está en la parte trasera —explicó Steve—. ¿Así que quieres verlo?
—¡Ya verás, mamá, es alucinante!
Kim miró a Steve y luego a Jonah; después, nuevamente a su ex marido.
—No, gracias —respondió—. Me suena a una actividad más propia de padre e hijo. Y además, creo que será mejor que me ponga en camino.
—¿Ya te vas? —preguntó Jonah.
Steve sabía lo doloroso que aquella separación le iba a resultar a su ex mujer, así que contestó por ella.
—A tu madre todavía le quedan muchas horas en la carretera. Y además, esta noche había pensado llevaros a la feria. ¿Te parece bien que dejemos lo del taller para más tarde?
Steve vio que los hombros de su hijo se hundían casi imperceptiblemente.
—Vaaaaaale —convino Jonah.
Después de que el chico se despidiera de su madre —sin Ronnie a la vista y, según Kim, probablemente aún tardaría bastante en regresar—, se metieron en el taller, una especie de cobertizo con el techo de hojalata y que formaba parte de la propiedad.
Durante los últimos tres meses, Steve se había pasado la mayor parte de las tardes allí encerrado, rodeado de un montón de chatarra y de pequeños fragmentos de cristal de distintos colores que ahora Jonah se estaba dedicando a inspeccionar. El centro del taller lo ocupaba una alargada mesa de trabajo con un vitral recién empezado, pero Jonah parecía más interesado en las extrañas muestras de taxidermia que se exhibían en las estanterías, la especialidad del anterior dueño de la casa. Era imposible no inmutarse ante el engendro con medio cuerpo de ardilla y la otra mitad de pez, o ante la cabeza de comadreja empalada en el cuerpo de un gallo.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Jonah, desconcertado.
—Supongo que se podría definir como arte.
—Pensé que el arte eran pinturas y cosas parecidas.
—Así es. Pero a veces el arte también puede adoptar otras formas.
Jonah arrugó la nariz, sin apartar la vista del bicho mitad conejo mitad serpiente.
—Pues a mí esto no me parece arte.
Cuando Steve sonrió, Jonah señaló el vitral que reposaba sobre la mesa de trabajo.
—¿Y qué es esto? —quiso saber.
—Es mi obra. Estoy montando una vidriera de colores para la iglesia que hay un poco más abajo, en esta misma calle. El año pasado se quemó, y la vidriera original quedó destruida en el incendio.
—No sabía que supieras hacer vidrieras.
—Lo creas o no, el artista que antes vivía en esta casa me enseñó a hacerlo.
—¿El tipo que disecó todos estos bichos?
—Así es.
—¿Lo conocías?
Steve se acercó a su hijo.
—De pequeño solía venir aquí cuando se suponía que tenía que estar en clase de religión. Él realizaba las vidrieras para la mayoría de las iglesias que hay por aquí cerca. ¿Ves esa foto en la pared? —Steve señaló hacia una pequeña imagen de Jesucristo resucitado clavada con una chincheta en una de las estanterías, que con tantos trastos pasaba fácilmente desapercibida—. Espero que mi vidriera sea igual que la imagen de la foto, cuando esté acabada.
—¡Alucinante! —exclamó Jonah.
Steve sonrió. Por lo visto, era la nueva palabra favorita de su hijo; se preguntó cuántas veces la oiría durante el verano.
—¿Quieres ayudarme?
—¿Puedo?
—Lo daba por sentado. —Steve le propinó un cariñoso golpecito en el hombro—. Necesito un ayudante de confianza.
—¿Es difícil?
—Yo tenía tu edad cuando empecé, así que estoy seguro de que no tendrás ningún problema para aprender.
Visiblemente entusiasmado, Jonah asió un fragmento de vidrio y lo examinó a contraluz, con una expresión solemne.
—Sí, yo también creo que podré hacerlo.
Steve sonrió.
—¿Todavía vas a misa? —le preguntó.
—Sí. Pero no a la misma iglesia que íbamos antes contigo. Ahora vamos a la que le gusta a Brian. Y Ronnie no siempre viene con nosotros. Se encierra en su cuarto y se niega a salir, pero tan pronto como nos vamos, se larga a Starbucks a matar el rato con sus amigos. Mamá se pone muy furiosa.
—Bueno, eso es normal en la adolescencia. Los hijos ponéis a los padres a prueba.
Jonah depositó el fragmento de cristal sobre la mesa.
—Yo no lo haré. Siempre seré bueno. Pero no me gusta mucho la nueva iglesia. Es un palo. Así que puede que no vaya a esa iglesia.
—Muy bien. —Steve hizo una pausa—. Me he enterado de que no piensas jugar al fútbol el próximo otoño.
—No se me da muy bien.
—¿Y qué? Pero te diviertes, ¿no?
—No cuando los otros niños se ríen de mí.
—¿Se ríen de ti?
—No pasa nada. Tampoco me molesta.
—Ah —dijo Steve.
Jonah empezó a balancearse, alternando el peso de su cuerpo de una pierna a la otra, inquieto; era obvio que algo le rondaba por la cabeza.
—Ronnie no ha leído ninguna de las cartas que le has enviado, papá. Y tampoco quiere volver a tocar el piano nunca más.
—Lo sé —respondió Steve.
—Mamá dice que es porque tiene el SPM.
Steve casi se atragantó de la risa, pero intentó recuperar la compostura tan rápido como pudo.
—¿Y sabes exactamente lo que eso significa?
Jonah se llevó el dedo índice al puente de las gafas para colocárselas bien.
—Ya no soy tan pequeño, papá. Significa que tiene el síndrome de perpetuos morros.
Steve se echó a reír al mismo tiempo que con una mano le revolvía el pelo a su hijo en un gesto cariñoso.
—¿Qué te parece si vamos a buscar a tu hermana? Creo que se ha ido hacia la feria.
—¿Nos montaremos en la noria?
—Por supuesto.
—Alucinante.