19

Ronnie

Ronnie no daba crédito a lo que tenía ante sus ojos. No sólo a la inacabable extensión de tierra, con aquellos magníficos parterres de rosas tan bien cuidados y los setos y las estatuas de mármol, o la impresionante mansión de estilo georgiano flanqueada por columnas, o incluso los carísimos coches exóticos que estaban encerando a mano en un área reservada para tales fines. No. Era todo en general.

Y no es que le pareciera grotesco. Lo que tenía delante de los ojos era mucho más que grotesco.

Sí, sabía que había gente rica en Nueva York con apartamentos de veintitrés habitaciones en Park Avenue y casas en los Hamptons, pero nunca había tenido ninguna relación con esa clase de gente ni tampoco la habían invitado a sus casas. Lo más cerca que había estado de ver un sitio parecido había sido a través de revistas, e incluso así, la mayoría de las fotos solían ser instantáneas tomadas desde el aire por paparazzis.

Y sin embargo, ahora estaba allí, vestida con una vieja camiseta y unos pantalones vaqueros rotos. Genial. Como mínimo, Will podría haberla avisado.

Ronnie continuó con la vista fija en la casa mientras la furgoneta seguía avanzando por el camino de tierra, hasta que llegó a una plazoleta sin asfaltar delante de la casa. Se detuvo justo delante de la entrada principal. Ella se giró hacia él y estaba a punto de preguntarle si en realidad vivía allí, cuando se dio cuenta de que la pregunta carecía de sentido.

Era evidente. En aquel momento, él se disponía a apearse de la furgoneta.

Sin pensarlo dos veces, ella abrió la puerta y saltó fuera. Los dos hombres que limpiaban los coches lujosos la repasaron de arriba abajo antes de volver a su labor.

—No te preocupes. Sólo quiero refrescarme y cambiarme de ropa. No tardaré.

—Vale —convino ella. No se le ocurría qué más podía decir. Era la casa más grande que había visto en su vida.

Lo siguió, subiendo las escaleras que ascendían hasta el porche, y se detuvo un instante en la puerta, sólo el tiempo suficiente para fijarse en una pequeña placa de bronce ubicada cerca de la puerta en la que ponía: «The Blakelees».

Como en Blakelee Brakes. Como en la gran cadena de talleres de coches de ámbito nacional. Como si el padre de Will no se hubiera simplemente limitado a abrir una franquicia individual, sino que probablemente hubiera montado el negocio entero.

Ronnie estaba todavía intentando procesar aquella información cuando Will abrió la puerta que daba a un impresionante vestíbulo en cuyo centro destacaba una colosal escalinata de mármol. A la izquierda podía ver la biblioteca, con las paredes forradas estanterías de madera oscura, y a la derecha le pareció distinguir lo que creyó que debía de ser una sala de música. Directamente enfrente había una enorme estancia soleada; más allá, avistó las aguas agitadas del canal intracostero.

—No me dijiste que tu apellido era Blakelee —murmuró Ronnie.

—No me lo preguntaste. —Will se encogió de hombros con indiferencia—. Ven.

Dejaron atrás la escalinata de mármol y la condujo hasta una espaciosa estancia. En la parte posterior de la casa, Ronnie divisó un impresionante porche techado; cerca del agua, sus ojos se posaron en lo que sólo podía describirse como un yate de medianas dimensiones amarrado en el muelle.

«¡Uf!», resopló para sí misma. Definitivamente, se sentía fuera de sitio, y el hecho de que probablemente todo el mundo se sintiera fuera de sitio la primera vez que pisaba aquella finca no le servía de consuelo. Tenía la impresión de haber aterrizado en Marte.

—¿Quieres que te traiga algo de beber mientras me cambio?

—Mmm…, no, gracias —contestó, intentando recomponerse de la impresión.

—¿Quieres que te enseñe la casa?

—No, estoy bien aquí.

Desde alguna parte que no quedaba a la vista, Ronnie oyó una voz.

—¿Eres tú, Will?

Ronnie se dio la vuelta y vio a una mujer atractiva que aún no debía haber cumplido los cincuenta años. La señora, que lucía un elegante traje pantalón de lino —indudablemente carísimo— y sostenía una revista sobre bodas, avanzó hasta quedar completamente a la vista.

—Ah, hola, mamá —la saludó Will. Lanzó las llaves de la furgoneta en una bandeja que había sobre la mesita de la entrada, justo al lado de un jarrón con lirios recién cortados—. He venido con una amiga. Esta es Ronnie. Y ésta es Susan, mi madre.

—Ah, hola, Ronnie —la saludó Susan con poco entusiasmo.

A pesar de que intentó ocultarlo, estaba segura de que no le había gustado que su hijo se presentara con aquella visita inesperada. Ronnie no podía evitar pensar que su contrariedad no estaba tan relacionada con la parte «inesperada» como con la parte «invitada». O sea, ella.

Pero si Ronnie notaba la tensión, era obvio que él no. Pensó que quizá se trataba de un instinto femenino, pues Will se puso a charlar con su madre distendidamente.

—¿Está papá? —le preguntó.

—Creo que está en el despacho.

—Antes de marcharme, he de hablar un momento con él.

Susan se pasó la revista de una mano a la otra.

—¿Te vas?

—Esta noche voy a cenar con la familia de Ronnie.

—Ah, muy bien —comentó su madre.

—Seguro que te gustará esto: Ronnie es vegetariana.

—Ah —volvió a soltar Susan, que se dio la vuelta para escrutar a Ronnie descaradamente—. ¿Es eso cierto?

Ronnie se sintió como si se estuviera encogiendo de tamaño.

—Sí.

—Qué interesante —apuntó Susan.

Estaba más que claro que para la madre de Will no había nada de interesante en ello, pero Will continuaba impasible.

—Bueno, subiré a cambiarme. Dame unos minutos, ¿vale? No tardaré.

A pesar de que Ronnie sintió el impulso de decirle que se diera prisa, se limitó a sonreír y únicamente contestó:

—Vale.

Con un par de zancadas, el chico se fue hacia la escalera. Ronnie y Susan se quedaron solas, una frente a la otra. En el embarazoso silencio, Ronnie fue consciente de que, a pesar de que no tenía nada en común con la madre de Will, por lo menos compartían la incomodidad de haberse quedado las dos solas.

Sintió ganas de estrangular a ese chico. Lo mínimo que podría haber hecho era avisarla.

—¡Vaya! —exclamó Susan, esbozando una sonrisa comprometida. Toda ella parecía de plástico—. ¿Así que tú eres la chica del nido de las tortugas detrás de tu casa?

—Sí.

Susan asintió. Obviamente, había agotado la conversación y no sabía qué más decir. Ronnie pensó frenéticamente en algo para llenar el silencio. Señaló hacia el vestíbulo.

—Tiene una casa muy bonita.

—Gracias.

Tras el comentario, Ronnie no supo qué más decir, y durante unos momentos eternos, las dos se quedaron mirándose con una patente incomodidad. No sabía qué habría sucedido si se hubieran quedado más rato solas, pero por suerte apareció un hombre que debía de tener unos sesenta años y que iba ataviado con un polo y unos pantalones informales.

—Me ha parecido oír la furgoneta de Will —dijo, caminando hacia ellas. Su porte era simpático, casi jocoso, mientras se acercaba—. Soy Tom, o sea, el padre de Will. Tú debes de ser Ronnie, ¿no?

—Encantada de conocerlo —respondió ella.

—Me alegro de que finalmente tenga la oportunidad de conocer a la chica de la que Will habla tanto.

Susan carraspeó nerviosa.

—Will se va a cenar con la familia de Ronnie esta noche.

Tom se giró hacia Ronnie.

—Espero que no se os ocurra preparar nada especial. A Will sólo le gusta la pizza pepperoni y las hamburguesas.

—Ronnie es vegetariana —agregó Susan.

A Ronnie aquella palabra le sonó como si hubiera dicho «terrorista». O quizá no. No estaba del todo segura. Will debería haberla prevenido acerca de lo que podía esperar, sí, debería haberlo hecho. Porque por lo menos se habría preparado. Pero Tom, al igual que Will, no parecía darse cuenta de la evidente aprensión de Susan.

—¡No me digas! Eso está muy bien. Por lo menos, Will comerá algo sano una vez en su vida. —Tom hizo una pausa—. Sé que estás esperando a Will, pero ¿tienes unos minutos? Te quiero enseñar una cosa.

—Oh, estoy segura de que no le interesa tu avioneta, Tom —protestó Susan.

—No lo sé. A lo mejor sí —dijo él. Girándose hacia Ronnie, le preguntó—: ¿Te gustan las avionetas?

«¡Cómo no! —pensó ella—. Claro, ¿cómo no iba esta familia a tener una avioneta?». Sólo había que añadir ese detalle a la ecuación. Y toda la culpa era de Will. Tan pronto como se marcharan de aquella casa, pensaba estrangularlo. Pero, de momento, ¿qué alternativa le quedaba?

—Sí —contestó—. Claro que me gustan las avionetas.

Ronnie tenía una imagen en la mente —una Learjet o una Gulfstream aparcada en un pequeño hangar en la otra punta de la finca—, pero era más bien una imagen difusa, puesto que sólo había visto avionetas privadas en fotografías. Sin embargo, eso no era lo que se esperaba, en absoluto. Ver a alguien mayor que su padre haciendo volar una avioneta de juguete con un control remoto, totalmente concentrado en las maniobras, le desconcertaba.

La avioneta hizo un ruido extraño cuando rozó las ramas de los árboles, antes de sobrevolar el canal intracostero.

—Siempre había querido tener uno de estos cacharros, y al final decidí comprármelo. Bueno, de hecho, ya es el segundo que tengo. El primero acabó hundido en el agua, por accidente.

—Cuánto lo siento. —Ronnie puso cara de pena.

—Ya, pero de ese modo aprendí que lo más sensato es leer todas las instrucciones.

—¿Se estrelló en el agua?

—No, se quedó sin combustible. —La miró de soslayo—. ¿Quieres probar?

—Será mejor que no —titubeó Ronnie—. No soy muy mañosa con estas máquinas.

—No es tan difícil —le aseguró Tom—. Esta avioneta es para principiantes. Se supone que es a prueba de tontos. Por supuesto, la otra también lo era, así que… ¿a qué deducción llegamos?

—¿Que probablemente debería de haber leído las instrucciones?

—¡Exacto! —dijo.

Había algo en la forma en que se expresaba que le recordó a Will.

—¿Habéis hablado Susan y tú de la boda? —se interesó él.

Ronnie sacudió la cabeza.

—No, pero Will ha mencionado algo al respecto.

—Me he pasado dos horas hoy en la floristería, eligiendo entre un montón de arreglos florales. ¿Te has pasado alguna vez dos horas en una floristería eligiendo arreglos florales?

—No.

—Pues considérate muy afortunada.

Ronnie soltó una risita, aliviada de estar allí fuera con él. Justo en aquel momento, Will apareció detrás de ellos, recién salido de la ducha y vestido con una camisa de manga corta y unos pantalones cortos, todo impecablemente planchado. La ropa era de marca, pero ella supuso que ya debería habérselo esperado.

—No se lo tengas en cuenta a mi padre. A veces olvida que es un adulto —dijo, con un tono burlón.

—Por lo menos soy honesto. Y no he visto que vinieras directamente a casa, a echarme una mano.

—Tenía un partido de vóley-playa.

—Ya, claro, seguro que ése era el motivo. Y tengo que admitir que Ronnie es mucho más guapa que lo que me habías dicho.

A pesar de que Ronnie sonrió complacida, Will torció el gesto.

—Papá…

—Es verdad —añadió Tom rápidamente—. Y no te sonrojes. —Después de asegurarse de que la avioneta volaba de nuevo uniformemente, echó un vistazo a Ronnie—. ¡Este chico se sonroja por nada! De pequeño era el niño más tímido del mundo. Ni siquiera podía sentarse cerca de una niña guapa sin que sus mejillas se le pusieran encarnadas como un tomate.

Will, mientras tanto, sacudía la cabeza, visiblemente turbado.

—No puedo creer que estés diciendo esto, papá. Y encima delante de ella.

—¿Por qué? ¿Qué pasa? —Tom miró a Ronnie—. ¿A ti te importa?

—En absoluto.

—¿Lo ves? —Le propinó unas palmaditas a Will en el pecho, como para demostrarle que tenía razón—. A ella no le importa.

—Muchas gracias —le recriminó Will a su padre.

—¿Y para qué están los padres, si no? Oye, ¿te apetece dar una vueltecita con la avioneta?

—No, ahora no puedo. He de llevar a Ronnie a su casa; nos esperan para cenar.

—Escúchame bien: aunque te sirvan alcachofa con ruta-baga y tofu, quiero que te comas todo lo que te pongan en el plato y que después te muestres educado y les des las gracias por la cena —lo sermoneó Tom.

—Probablemente cenaremos pasta —intervino Ronnie, entre risitas.

—¿De veras? —Tom parecía decepcionado—. Bueno, entonces se lo comerá.

—¿Qué pasa? ¿No quieres que coma?

—Siempre es bueno probar cosas nuevas, hijo. ¿Qué tal ha ido hoy por el taller?

—De eso precisamente quería hablarte. Jay dice que tiene problemas con el ordenador o con el software: todo se imprime dos veces en vez de una.

—¿Sólo en la impresora del mostrador o en todas?

—No lo sé.

Tom suspiró.

—Supongo que será mejor que me pase por allí a echar un vistazo. Eso si consigo hacer aterrizar este trasto. Bueno, que os lo paséis bien esta noche, ¿vale?

Unos minutos más tarde, después de montar en la furgoneta, Will jugueteó con las llaves antes de poner el motor en marcha.

—Lo siento. Mi padre a veces dice muchas tonterías.

—No te preocupes. Me gusta.

—Y por cierto, no era tan tímido, de pequeño. Ni se me ponían las mejillas rojas como un tomate.

—Por supuesto que no.

—Te lo digo en serio. Siempre fui un niño muy educado.

—No me cabe la menor duda —dijo ella, que se inclinó hacia él para darle una palmadita en la rodilla—. Pero cambiando de tema, sobre esta noche, quiero advertirte que mi familia tiene una costumbre bastante extraña…

—¡Mientes! —gritó Will—. Te has pasado toda la noche mintiendo, y la verdad es que ya empiezo a estar cansado.

—¡Mira quién habla! —replicó Ronnie, también alterada—. ¡Eres tú quien miente!

Hacía rato que ya habían lavado los platos después de la cena. Steve había servido espaguetis con salsa marinera y, tal y como estaba previsto, Will acabó toda la comida de su plato sin rechistar. Ahora se hallaban sentados en la cocina, jugando a las cartas, al póquer mentiroso. Ronnie tenía un ocho de corazones; Will, un tres de corazones; Jonah, un nueve de picas. Frente a cada uno de ellos había una pequeña pila de monedas, y la jarra en el medio rebosaba de monedas de cinco y de diez centavos.

—Los dos mentís —añadió Jonah—. Ninguno de los dos dice la verdad.

Will le ofreció a Jonah una cara enigmática mientras llevaba la mano hacia su pila de monedas.

—Me apuesto veinticinco centavos a que te equivocas.

Su padre empezó a sacudir la cabeza.

—Mala elección, jovencito. Se acabó. Tendré que subir la apuesta a cincuenta centavos.

—¡Lo veo! —gritó Ronnie.

Inmediatamente, tanto Jonah como Will también añadieron los centavos correspondientes para poder seguir jugando.

Todos se quedaron quietos, mirándose los unos a los otros antes de destapar de golpe sus cartas encima de la mesa. Ronnie, con su ocho, tuvo que aceptar la derrota. Jonah había ganado. Otra vez.

—¡Sois todos unos mentirosos! —proclamó Jonah.

Ronnie se fijó en que él había ganado el doble que cada uno de ellos, y mientras observaba cómo su hermano arrastraba la pila de monedas hacia él, pensó que, hasta ese momento, la noche había salido bastante bien. No había sabido qué pensar cuando había llevado a Will, puesto que era la primera vez que llevaba a un chico a conocer a su padre. ¿Intentaría él dejarles espacio escondiéndose en la cocina? ¿Intentaría hacerse amigo de Will? ¿Haría o diría algo que la avergonzara? Cuando se disponían a aparcar la furgoneta delante de su casa, Ronnie había empezado a pensar en planes para escapar en cuanto acabaran de cenar.

Tan pronto como entraron, sin embargo, la sensación que tuvo fue muy positiva. Para empezar, la casa estaba ordenada; Jonah seguramente había recibido órdenes de no ser pesado y no atosigar a Will con mil y una preguntas como si fuera un inquisidor, y su padre saludó a Will simplemente con un «Es un placer conocerte» al tiempo que le estrechaba la mano. Por su parte, el chico se comportó de un modo intachable, por supuesto, contestando a las preguntas con un «Sí, señor» y «No, señor», lo cual le pareció a Ronnie un comportamiento gracioso y provinciano, muy propio de la gente del sur. La conversación durante la cena fluyó distendidamente; su padre le hizo preguntas acerca del trabajo que Will desempeñaba en el taller y en el acuario, y Jonah intentó comportarse con tanta educación que hasta llegó a ponerse la servilleta sobre la falda. Lo mejor de todo fue que su padre no dijo nada embarazoso, y a pesar de que comentó que había sido profesor en Juilliard, no dijo nada acerca de que había sido su profesor o de que una vez ella había tocado en el Carnegie Hall, ni que habían escrito canciones juntos, ni tampoco mencionó que, hasta hacía unos pocos días, él y Ronnie ni siquiera se hablaban. Cuando Jonah pidió galletas después de acabar el plato de pasta, tanto Ronnie como Steve estallaron en una estentórea carcajada, dejando a Will perplejo, preguntándose qué era lo que les hacía tanta gracia. Los cuatro juntos recogieron la mesa. Jonah sugirió jugar al póquer mentiroso, y Will aceptó entusiasmado.

En cuanto a Will, él era justo la clase de chico con el que su madre querría emparentaría: educado, respetuoso, inteligente, y lo mejor de todo, sin un solo tatuaje… Habría sido agradable que ella hubiera estado allí, aunque sólo fuera para confirmarle que su hija no era una bala perdida, que era precisamente lo que creía. Por otro lado, su madre probablemente habría estado tan contenta con aquella cena que, o bien habría intentado adoptar a Will en el acto, o bien habría agobiado a Ronnie repitiéndole un millón de veces lo buen chico que era cuando él se hubiera marchado, lo cual sólo habría contribuido a que ella deseara acabar con aquella relación lo antes posible, antes de que su madre se hiciera demasiadas ilusiones. Pero su padre no cometía esa clase de errores; parecía fiarse del instinto de Ronnie y se mostraba contento de dejarla tomar sus propias decisiones sin insertar ningún comentario ni opinión.

Y eso le parecía realmente extraño, teniendo en cuenta que él sólo estaba empezando a conocerla de nuevo, y también le parecía triste, porque ella empezaba a pensar que había cometido un gran error al evitarlo durante los últimos tres años. Habría sido agradable hablar con él cuando su madre la volvía loca.

Se alegraba de haber invitado a Will. Sin lugar a dudas, era más fácil para él conocer a su padre que para Ronnie haber conocido a Susan. Esa mujer le provocaba pesadillas. Bueno, quizás eso fuera una exageración, pero desde luego había conseguido intimidarla. Le había dejado bien claro que ni le gustaba Ronnie ni tampoco el hecho de que a su hijo le gustara aquella chica.

Normalmente, no le importaba lo que los padres de sus amigos opinaran acerca de ella, y jamás había perdido ni un segundo en plantearse si su vestimenta era la adecuada para cada ocasión. Ella era como era, después de todo… Sin embargo, por primera vez en su vida, tuvo la impresión de que no había estado a la altura, y eso la había molestado más de lo que habría podido imaginar.

Cuando la oscuridad rodeó la casa y todos empezaron a perder interés en el póquer mentiroso, notó que Will la observaba. Ronnie le dedicó una sonrisa obsequiosa.

—Estoy casi arruinado —anunció él, señalando su irrisoria pila de monedas.

—Lo sé. Yo también.

Will desvió la vista hacia la ventana.

—¿Te apetecería salir a dar una vuelta?

Esta vez, ella estaba segura de que él se lo pedía porque quería estar un rato a solas con ella, porque sentía algo por ella, aunque no sabía si lo correspondía con la misma clase de sentimientos.

Ronnie lo miró directamente a los ojos.

—Me encantaría salir a dar una vuelta.