16

Steve

Steve alzó la vista cuando su hija entró en casa. A pesar de que ella lo saludó con una sonrisa, como si intentara asegurarle que todo iba bien, no pudo evitar fijarse en su expresión cuando cogió el libro y se marchó hacia su cuarto.

Algo no iba bien, seguro.

Pero no tenía la certeza de dónde radicaba el problema. No sabía si su hija estaba enojada o asustada, y mientras pensaba en la idea de intentar dialogar con ella, se dijo que, fuera lo que fuese, probablemente querría solucionarlo sola. Quizá no había pasado mucho tiempo con Ronnie últimamente, pero había sido profesor de adolescentes durante muchos años, y sabía que cuando los hijos querían hablar con sus padres —cuando tenían algo importante que contarles— era cuando realmente éstos debían preocuparse de verdad.

—¿Papá? —Jonah llamó su atención.

Mientras Ronnie había estado fuera, Steve le había prohibido a Jonah que siguiera mirando por la ventana. Le parecía lo más correcto, y Jonah había intuido que lo mejor era no rechistar. Había encontrado Bob Esponja en uno de los canales y se había pasado los últimos quince minutos mirando los dibujos animados con expresión feliz.

—¿Sí?

Jonah se levantó, con la cara muy seria.

—¿Qué tiene un ojo, habla francés y le encanta comer galletas antes de irse a dormir?

Steve consideró la pregunta.

—No tengo ni idea.

Jonah irguió la espalda, se cubrió un ojo con la palma de la mano y dijo:

Moi.

Steve se rió mientras se levantaba del sofá y dejaba la Biblia a un lado. Ese chico lo hacía reír, y mucho.

—Vamos. En la cocina hay un paquete de galletas Oreo.

Mientras se dirigían a la cocina, Jonah, que no dejaba de juguetear nerviosamente con el dobladillo de la camiseta de su pijama, dijo:

—Me parece que Ronnie y Will se han peleado.

—¿Se llama Will?

—No te preocupes. Lo he interrogado antes.

—Ah —dijo Steve—. ¿Y por qué crees que se han peleado?

—Los he oído. Will parecía muy enfadado.

Steve miró a su hijo con el ceño fruncido.

—Pensé que estabas viendo la tele.

—Sí, pero es que igualmente podía oírlos —se defendió Jonah como si no hubiera hecho nada malo.

—No deberías escuchar las conversaciones de los demás —lo reprendió Steve.

—Pero a veces son muy interesantes.

—No está bien.

—Mamá intenta escuchar a Ronnie cuando habla por teléfono. Y a veces coge el móvil de Ronnie a escondidas, cuando ella está en la ducha, y le revisa los mensajes de texto.

—¿Eso hace? —Steve intentó ocultar la sorpresa en su tono.

—Sí. ¿Cómo crees, si no, que podría saber qué hace y adonde va?

—No lo sé… Quizás hablando con ella —sugirió.

—¡Anda ya! —resopló Jonah—. Si ni siquiera Will puede hablar con ella sin pelearse. Ronnie saca a todo el mundo de quicio.

Cuando Steve tenía doce años, apenas tenía amigos. Entre ir a la escuela y las prácticas de piano, no le quedaba demasiado tiempo libre, y la persona con la que hablaba más a menudo era con el reverendo Harris.

En aquella época de su vida, el piano se había convertido en una obsesión. Steve solía practicar entre cuatro y seis horas al día, perdido en su mundo personal de melodías y composiciones. Por aquellos tiempos, había ganado bastantes concursos tanto de ámbito local como estatal. Su madre sólo había asistido a uno de esos concursos, y su padre jamás asistió a ninguno. Steve solía acabar sentado en el asiento delantero del coche con el reverendo Harris mientras se desplazaban hasta Raleigh o a Charlotte o a Atlanta o a Washington, D.C. Se pasaban horas charlando, y a pesar de que el reverendo Harris era un hombre religioso y siempre mencionaba a Dios en prácticamente todas sus conversaciones, tenía la habilidad de comentar con toda la naturalidad de una persona oriunda de Chicago el papel insignificante del equipo de los Cubs en la Liga Nacional de Béisbol.

El reverendo Harris era un hombre afable que llevaba una vida muy ajetreada. Se tomaba muy en serio su vocación, y durante casi todas las tardes se dedicaba a atender a su rebaño, o bien yendo al hospital o a algún funeral, o bien visitando a los miembros de la congregación que había acabado por considerar sus amigos. Oficiaba bodas y bautizos los fines de semana, se encargaba de la catequesis los miércoles por la noche, y los martes y los jueves ensayaba con el coro de la iglesia. Pero cada atardecer, antes de que anocheciera, lloviera o no, se reservaba una hora para caminar por la playa solo. Cuando regresaba, Steve a menudo se maravillaba al constatar que aquella hora de soledad era justo lo que el reverendo necesitaba. Había algo reposado y apacible en su expresión cuando regresaba de su paseo diario. Steve había dado por hecho que era la forma en que el reverendo tenía de exigir un poco de soledad, hasta que un día se lo preguntó directamente.

—No —le contestó el reverendo—. No voy a la playa para estar solo, porque eso no es posible. Voy a pasear y a hablar con Dios.

—¿Quiere decir que reza?

—No —volvió a responder el reverendo—. Quiero decir que hablo. Nunca olvides que Dios es tu amigo. Y como todos los amigos, Él desea escuchar lo que te pasa. Tanto si es bueno como si es malo, tanto si es algo que te aflige o que te llena de rabia, e incluso cuando te estás cuestionando por qué tienen que suceder cosas tan terribles en el mundo. Así que hablo con él.

—¿Y qué le dice?

—¿Qué le dices tú a tus amigos?

—No tengo amigos. —Steve esbozó una sonrisa afligida—. Por lo menos, nadie con quien hablar.

El reverendo Harris depositó una mano reconfortante en su hombro.

—Me tienes a mí. —Cuando Steve no respondió, el reverendo Harris le dio una palmadita en el hombro—. Mira, hablo con Él del mismo modo que hablamos tú y yo.

—¿Y Él le contesta? —Steve parecía escéptico.

—Siempre.

—¿Y puede oírlo?

—Sí, aunque no a través del oído. —Puso una mano sobre el pecho—. Aquí oigo sus respuestas. Aquí percibo su presencia.

Tras besar a Jonah en la mejilla y arroparlo en la cama, Steve se detuvo un momento en el umbral de la puerta para estudiar a su hija. Se sorprendió al verla ya dormida cuando entraron en la habitación. Por lo visto, lo que tanto la preocupaba unos momentos antes cuando había entrado en casa no debía de ser tan importante. Tenía la cara relajada, el pelo le caía en cascada sobre la almohada y estaba con los dos brazos encogidos cerca del pecho. Se debatió entre besarla o no, pero decidió no hacerlo, para evitar entrometerse en sus sueños y dejar que éstos fluyeran sin interrupción, como la nieve fundida que se deja arrastrar por la corriente de un río hasta su destino.

Sin embargo, no conseguía apartarse de la puerta. Había algo mágico en aquella visión de sus hijos dormidos, y mientras Jonah se daba la vuelta hacia un lado, de espaldas a la luz del pasillo, se preguntó cuánto tiempo hacía que no le daba a Ronnie un beso de buenas noches. En el último año antes de que Kim y él se separaran, Ronnie había llegado a esa edad en la que todo le parecía engorroso. Steve podía recordar vividamente aquella primera noche en que se acercó a ella para arroparla y ella le contestó: «No te molestes. Estoy bien». Kim lo había mirado entonces con una palmaria expresión de tristeza: ella se había dado cuenta de que Ronnie se estaba haciendo mayor, pero no podía evitar el sentimiento de desconsuelo ante aquel paso natural de la infancia a la pubertad.

A diferencia de Kim, a Steve no le afectaba que Ronnie se hiciera mayor. Recordaba cómo era él en aquella etapa de su vida y cómo le gustaba adoptar sus propias decisiones. Recordaba cómo había empezado a formarse sus propias ideas acerca del mundo; sus años de profesor reforzaban la idea de que el cambio no sólo era inevitable, sino que normalmente solía venir acompañado de sus propias recompensas. Había veces en las que había acabado solo en clase con un alumno, escuchando mientras el muchacho o la muchacha en cuestión se desahogaban contándole las desavenencias con sus padres, sobre cómo su madre intentaba ser su amiga o cómo su padre intentaba controlarlo. Otros profesores en el departamento pensaban que Steve tenía un don especial con los alumnos y, a menudo, cuando los alumnos se marchaban, él mismo se sorprendía al reconocer que muchos de ellos opinaban lo mismo. No sabía por qué. La mayor parte del tiempo se dedicaba, o bien a escuchar en silencio, o simplemente a dar la vuelta a las preguntas que le formulaban, obligando a los alumnos a llegar a sus propias conclusiones y a pensar que, en la mayoría de las situaciones, ellos eran los que normalmente tenían razón. Incluso cuando sentía la necesidad de decir algo, únicamente se aventuraba a expresar los típicos comentarios genéricos tan propios de los psicólogos: «Por supuesto que tu madre quiere ser tu amiga, porque empieza a verte más bien como una persona adulta y desea conocerle». O decía: «Tu padre sabe que ha cometido errores en su vida, y no quiere que tú cometas los mismos». Eran pensamientos normales y corrientes de un hombre normal y corriente, pero para su asombro, el alumno a veces se daba la vuelta hacia la ventana en silencio, como si estuviera absorbiendo un pensamiento profundo. A veces, incluso, más tarde recibía una llamada de parte de los padres del alumno, agradeciéndole la charla que había mantenido con su hijo y confirmándole que éste parecía estar de mejor humor últimamente. Cuando colgaba el teléfono, intentaba recordar lo que le había dicho a aquel alumno con la esperanza de haber sido más profundo de lo que creía, pero siempre acababa con la misma sensación de vacío.

En el silencio de la habitación, Steve oyó que la respiración de Jonah se volvía más reposada. Sabía que su hijo se había quedado dormido; el sol y el constante aire fresco parecían agotarlo de un modo que Manhattan no conseguía. En cuanto a Ronnie, se sintió aliviado al pensar que el sueño había borrado la tensión de los últimos días. Su cara era serena, casi angelical, y en cierto modo le recordó las facciones distendidas del reverendo Harris después de sus paseos por la playa. La contempló en la absoluta quietud de la habitación, deseando de nuevo detectar una señal de la presencia de Dios. A la mañana siguiente, Ronnie quizá se marcharía; ante aquel pensamiento, dio un paso vacilante hacia ella. La luz de la luna se filtraba por la ventana, y oyó el rugido suave de las olas al otro lado del cristal. Los titilantes puntos de luz de las estrellas distantes parecían atestiguar algo importante, como si Dios estuviera anunciando su presencia en otro lugar. Súbitamente se sintió cansado. Pensó que estaba solo, y que siempre estaría solo. Se inclinó y besó a Ronnie suavemente en la mejilla, y de nuevo se encendió esa chispa en su interior, ese amor que sentía por su hija, una alegría tan intensa como dolorosa.

Justo antes de que amaneciera, lo primero que pensó al despertarse —más bien una sensación, en realidad— fue que echaba de menos tocar el piano. Mientras sus facciones se retorcían con una mueca de dolor ante el predecible pinchazo en el estómago, sintió la necesidad de ir directamente al comedor y perderse en su música.

Se preguntó cuándo tendría la oportunidad de volver a tocar. Ahora se lamentaba de no haber trabado amistad con nadie más en el pueblo; había habido momentos desde que había tapiado el piano en los que había fantaseado con la idea de ir a ver a un amigo y pedirle que le dejara tocar un rato el viejo piano arrinconado en su comedor, el piano que su amigo imaginario tenía como elemento decorativo. Podía verse a sí mismo tomando asiento en el banco polvoriento mientras su amigo lo observaba desde la cocina o el vestíbulo —no estaba totalmente seguro en aquel matiz—, y de repente, empezaba a tocar una melodía que enternecía a su amigo hasta el punto de hacerlo llorar, algo que había sido incapaz de conseguir durante todos aquellos meses de giras.

Sabía que su fantasía era ridícula, pero sin la música se sentía seco y acabado. Se levantó de la cama al tiempo que intentaba apartar esos pensamientos tan oscuros de su mente. El reverendo Harris le había dicho que habían pedido un nuevo piano para la iglesia, un regalo de uno de los feligreses, y que Steve podría tocarlo tan pronto como llegara. Pero eso no sería hasta finales de julio, y no estaba seguro de poder resistir hasta entonces.

Se sentó en la cocina y emplazó las manos sobre la mesa. Con la debida concentración, quizá sería capaz de escuchar la música en su mente. Beethoven compuso la sinfonía Heroica cuando ya casi estaba prácticamente sordo del todo, ¿no era cierto? Quizá pudiera oír todas las notas en su mente, igual que Beethoven. Eligió el concierto que Ronnie había tocado en su actuación en el Carnegie Hall y, entornando los ojos, se concentró. Las notas fluyeron débiles al principio, cuando empezó a articular los dedos. Gradualmente, sin embargo, las notas y los acordes se trocaron en sonidos más nítidos; a pesar de que no resultaba una experiencia tan satisfactoria como tocar el piano de verdad, supo que tendría que conformarse con eso.

Con las últimas notas del concierto reverberando en su mente, abrió lentamente los ojos y se encontró sentado en medio de la penumbra, en la cocina. El sol asomaría por la línea del horizonte al cabo de unos minutos; sin saber cómo, oyó el sonido de una nota sostenida, prolongada y baja, que lo asaltaba por sorpresa. Sabía que sólo se lo había imaginado, pero el sonido de la nota seguía vibrando en su cabeza. Sin poder remediarlo, se puso a garabatear con un lápiz en un papel.

Rápidamente trazó cinco líneas gruesas y las empezó a llenar con notas antes de ejercer presión con el dedo sobre la mesa una vez más. De nuevo sonó, pero esta vez el sonido fue seguido de unas pocas notas más, y también las plasmó en el pentagrama.

Se había pasado prácticamente toda la vida escribiendo música, pero siempre interpretaba sus melodías como unas piezas sencillas, si las comparaba con las melodías que generalmente prefería tocar. Probablemente esa nueva pieza tampoco destacaría, pero se sintió alentado ante el reto. ¿Y si era capaz de componer algo… inspirado? ¿Algo que fuera recordado mucho tiempo después de que él hubiera dejado de existir?

La fantasía no duró demasiado. Lo había intentado sin éxito en el pasado, y no le cabía la menor duda de que volvería a fracasar. Aun así, se sentía animado por lo que acababa de hacer. Crear algo de la nada le parecía prodigioso. Aunque no había conseguido avanzar demasiado en la melodía —después de mucho trabajo había vuelto a revisar las primeras notas que había escrito y había decidido empezar de nuevo desde el principio— en cierto modo se sentía satisfecho.

Mientras el sol se elevaba sobre las dunas, Steve recapacitó sobre los pensamientos que lo habían asaltado la noche anterior y decidió salir a dar un paseo por la playa. Quería regresar a casa con la misma expresión de paz que había visto en la cara del reverendo Harris, pero mientras arrastraba los pies sobre la arena, no pudo evitar sentirse como un principiante, alguien que buscaba la verdad de Dios como un niño que busca conchas cerca de la orilla.

Habría sido agradable si hubiera podido detectar una señal clara de la presencia de Dios —una zarza ardiendo, quizá—, pero en vez de eso intentó centrar toda su atención en el mundo que lo rodeaba: el sol alzándose majestuosamente sobre el mar, el suave canto de los pájaros por la mañana, la tenue bruma flotando sobre el agua. Intentó absorber la belleza sin un esfuerzo consciente, empapándose de la agradable sensación de la arena bajo sus pies y la brisa que le acariciaba la mejilla. A pesar de sus intentos, no sabía si se estaba acercando más al final de su búsqueda que cuando había empezado.

Se preguntó por enésima vez qué era lo que el reverendo Harris escuchaba a modo de respuesta en su corazón. ¿A qué se refería cuando decía que notaba la presencia de Dios? Steve pensó que se lo podría preguntar directamente, pero dudaba de que obtuviera una respuesta satisfactoria. ¿Cómo se podía explicar en palabras esa clase de sensaciones? Sería como si alguien ciego de nacimiento intentara describir los colores: las palabras podrían ser comprensibles, pero el concepto permanecería misterioso e intransferible.

Le parecía extraño pensar en esos conceptos. Hasta hacía poco, jamás se había planteado tales cuestiones, pero supuso que sus responsabilidades diarias siempre lo habían mantenido demasiado ocupado como para pensar en ello, por lo menos hasta que regresó a Wrightsville Beach. Allí, el tiempo se había ralentizado al son del ritmo pausado de su vida. Mientras continuaba paseando por la playa, nuevamente reflexionó sobre cómo se había equivocado al intentar ganarse la vida como concertista de piano. Era cierto que siempre había querido triunfar, y sí, había sentido que el tiempo se le escurría de las manos. Pero ¿por qué esos pensamientos habían adoptado tanta fuerza en aquella etapa de su vida? ¿Por qué se había sentido dispuesto a abandonar a su familia durante varios meses seguidos? Se preguntó cómo había podido ser tan egoísta. Con perspectiva, era evidente que no había sido una sabia decisión para nadie. Durante una época había creído que era su pasión por la música lo que lo bahía empujado a seguir tal camino, pero ahora sospechaba que realmente sólo había intentado buscar formas de llenar el vacío que a veces sentía en su interior.

Y mientras paseaba, empezó a preguntarse si aquel pensamiento era el que finalmente lo conduciría hasta la respuesta que estaba buscando.