12

Ronnie

Cuando se despertó, tuvo la impresión de que tenía todo el cuerpo entumecido. Notaba la espalda rígida, le dolía el cuello. Cuando reunió el coraje para sentarse, una punzada de dolor le recorrió el hombro.

No podía entender cómo la gente elegía dormir a la intemperie. Unos años antes, algunas de sus amigas habían ensalzado lo genial que era ir de acampada, pero ella pensaba que estaban chaladas. Dormir en el suelo «dolía».

Del mismo modo, por supuesto, que el sol cegador. A juzgar por el hecho de que se había despertado con los granjeros desde que había llegado, supuso que aquella mañana no era diferente. Probablemente todavía no eran ni las siete. El disco solar se levantaba sobre el océano, y ya había unas cuantas personas en la playa, paseando a sus perros o corriendo cerca de la orilla. Era evidente que esa gente había dormido en una cama, y no en el suelo. Ronnie no podía imaginar ponerse a caminar, ni mucho menos realizar ejercicio físico. En esos momentos le costaba incluso respirar sin desfallecer.

Con gran dificultad, se puso lentamente de pie antes de recordar por qué se había quedado a dormir allí fuera. Echó un vistazo al nido, y suspiró aliviada al ver que estaba igual que el día previo. Al mismo tiempo, notó que las punzadas y el dolor empezaban a mitigarse, lentamente. Se preguntó distraídamente cómo toleraba Blaze dormir en la playa, y entonces, de repente, recordó lo que aquella chica le había hecho.

Arrestada por robar en una tienda. Por robar objetos de valor. Un delito «grave».

Entornó los ojos, para revivir la pesadilla: la animadversión con que el encargado de la tienda la había mirado hasta que llegó el policía, la cara de decepción del agente Johnson mientras la llevaba en coche a la comisaría, la horrible llamada telefónica que había tenido que hacer a su padre. Había sentido tantas náuseas que por un momento pensó que iba a vomitar en el coche de su padre, mientras regresaban a casa.

Si podía sacar algo positivo de lo sucedido era que su padre no había reaccionado como un energúmeno. Y lo que le parecía incluso más increíble: había afirmado que creía en su inocencia. Pero claro, él aún no había hablado con su madre. Tan pronto como lo hiciera, todas las esperanzas se desvanecerían como un castillo de naipes. Sin duda ella se pondría a chillar y le pediría a su padre que la castigara como era debido, y él acabaría encerrándola porque se lo había prometido. Después del «incidente», su madre la castigó con no salir de casa durante un mes, y lo que había pasado en la tienda de discos era peor, mucho peor que simplemente un incidente.

De nuevo volvió a sentir aquella insoportable opresión en el pecho. No podía imaginar la idea de quedarse encerrada en su cuarto durante un mes, en una habitación que encima tenía que compartir, y además en un lugar en el que no quería estar. Se preguntó si las cosas podrían empeorar aún más. Mientras estiraba los brazos por encima de la cabeza, lanzó un grito sofocado ante el repentino dolor incisivo en el hombro. Lo bajó lentamente, sin poder evitar las muecas de sufrimiento.

Se pasó el siguiente par de minutos arrastrando las cosas hasta el porche. Aunque el nido estaba detrás de la casa, no quería que los vecinos supieran que había dormido fuera. Con sólo ver la fastuosidad de aquellas mansiones, supuso que debía de tratarse de esa clase de personas que esperaban que todo estuviera perfecto cuando salían a tomar el café al porche por la mañana. Si se enteraban de que alguien había dormido fuera, al lado de sus casas, probablemente se enojarían, pues eso no encajaba con su imagen de perfección, y lo último que deseaba era que la Policía volviera a visitarla. Con su mala suerte, probablemente la arrestarían por vagabundear. «Vagabundear en primer grado».

Tuvo que realizar dos viajes para llevar los trastos hasta el porche, pues no tenía la energía para llevarlo todo de una sola vez. Entonces se dio cuenta de que se había olvidado el libro de Ana Karenina junto al nido. Su intención había sido leerlo la noche anterior, pero se había sentido tan cansada que lo había guardado bajo un trozo de madera para resguardarlo de la bruma. Cuando regresó para recogerlo, vio a alguien que llevaba una chaqueta de chándal de color beis en la que se podía leer «Blakelee Brakes» y que se acercaba con un rollo de cinta amarilla y un puñado de varas. Parecía que subía por la playa hacia su casa.

Cuando Ronnie hubo recuperado el libro, el joven estaba más cerca y parecía buscar algo en las inmediaciones de la duna. Ronnie avanzó hacia él, preguntándose qué estaba haciendo, y entonces él se giró hacia ella. Cuando sus ojos se encontraron, fue uno de aquellos pocos momentos… Ronnie se quedó sin habla.

Lo reconoció inmediatamente, a pesar del chándal. Al instante recordó su aspecto sin camiseta, con el torso firme y bronceado, el pelo castaño empapado de sudor, la pulsera de macramé en la muñeca. Era el chico del partido de vóley playa que había chocado contra ella, el chico cuyo amigo había estado a punto de enzarzarse en una pelea con Marcus.

Avanzó hasta que se detuvo delante de ella. Por lo visto, él tampoco sabía qué decir. En vez de eso, se la quedó mirando boquiabierto. A pesar de que Ronnie sabía que era una locura, tuvo la impresión de que se alegraba de verla. Lo dedujo por la expresión de satisfacción en su cara y por la forma en que empezó a sonreírle, lo cual no tenía sentido.

—¡Ah! ¡Eres tú! Buenos días —la saludó.

Ronnie no sabía qué decir, así que lo único que se le ocurrió fue preguntarle en un tono cordial:

—¿Qué haces aquí?

—He recibido una llamada del acuario. Alguien llamó anoche para informar de la presencia de un nido de tortugas bobas, y me han pedido que venga a echar un vistazo.

—¿Trabajas para el acuario?

Él sacudió la cabeza.

—Sólo como voluntario. Trabajo en el taller de coches de mi padre. No habrás visto un nido de tortugas por aquí, ¿no?

Ronnie se sintió un poco más relajada.

—Está allí —dijo, señalando con el dedo.

—Qué alivio —sonrió él—. Esperaba que estuviera cerca de una casa.

—¿Por qué?

—Por las tormentas. Si las olas alcanzan el nido, los huevos no sobreviven.

—Pero si son tortugas marinas.

Él alzó las manos.

—Lo sé. Tampoco tiene sentido para mí, pero así es como funciona la naturaleza. El año pasado perdimos un par de nidos por culpa de una tormenta tropical. Fue muy triste. Esta clase de tortugas está en peligro de extinción, ¿lo sabías? Sólo una de cada mil alcanza la madurez.

—Lo sé.

—¿De veras? —él parecía impresionado.

—Me lo dijo mi padre.

—Ah —apuntó él. Señaló hacia la playa con porte desenfadado—. Supongo que vives por aquí.

—¿Por qué quieres saberlo?

—Oh, sólo intentaba encontrar un tema de conversación —respondió él sin perder la calma—. Por cierto, me llamo Will.

—Hola, Will.

Él hizo una pausa antes de decir:

—¡Qué extraño!

—¿El qué?

—Normalmente, cuando alguien se presenta, la otra persona hace lo mismo.

—Yo no soy como la mayoría de la gente. —Ronnie se cruzó de brazos, procurando mantener la distancia.

—De eso ya me había dado cuenta. —Él le dedicó una sonrisa fugaz—. Siento mucho haberte arrollado el otro día, durante el partido de vóley-playa.

—Ya te habías disculpado, ¿no lo recuerdas?

—Lo sé, pero parecías muy enojada.

—La limonada me manchó toda la camiseta.

—Cuánto lo siento. Pero la verdad es que deberías prestar más atención por donde pisas.

—¿Cómo dices?

—Es un juego de movimientos muy rápidos.

Ronnie puso los brazos en jarras.

—¿Me estás diciendo que la culpa fue mía?

—No. Sólo quiero evitar que se vuelva a repetir. Ya te he dicho que me sentí fatal por lo que te pasó.

Por su respuesta, Ronnie tuvo la impresión de que le estaba tirando los tejos, aunque no entendía el porqué. No le veía el sentido —ella sabía que no era su tipo y era más que obvio que él tampoco era el suyo—. Pero a esa temprana hora de la mañana no estaba de humor para intentar averiguar qué razones había detrás de todo aquello. En lugar de eso, Ronnie señaló los objetos que él sostenía, pensando que lo más apropiado era escudarse de nuevo en el tema de las tortugas.

—¿Cómo conseguirás mantener a los mapaches alejados con esa cinta?

—Ah, no, la cinta no es para los mapaches. Sólo es para marcar el nido. Paso la cinta alrededor de las clavijas para que cuando vengan los del acuario después a poner la jaula sepan exactamente dónde está el nido.

—¿Y cuándo vendrán?

—No lo sé. —Se encogió de hombros—. Quizá dentro de un par de días.

Ronnie pensó en la agonía que había experimentado al despertarse, y empezó a sacudir enérgicamente la cabeza.

—No, no, de ninguna manera. Llámalos y diles que tienen que venir a proteger el nido «hoy mismo». Diles que anoche vi a un mapache rondando cerca del nido.

—¿De veras?

—Mira, díselo y punto.

—Tan pronto como acabe, te aseguro que los llamaré. Te lo prometo.

Ronnie lo observó con recelo, pensando en lo fácil que había sido convencerlo, pero antes de que pudiera darle más vueltas, su padre apareció en el porche.

—Buenos días, cielo —gritó—. El desayuno está listo. ¿Tienes hambre?

Will miró a Ronnie y luego a su padre para finalmente volver a fijar la vista en ella.

—¿Ésa es tu casa?

En vez de contestar, ella retrocedió un paso.

—Habla con los del acuario, ¿vale?

La chica enfiló hacia su casa. Ya había subido los peldaños del porche cuando oyó que Will la llamaba.

—¡Eh!

Ella se dio la vuelta y lo vio montado en una furgoneta.

—Todavía no me has dicho tu nombre.

—No —contestó ella—. Creo que no lo he hecho.

Ronnie sabía que no debía darse la vuelta, pero mientras se dirigía a la puerta, no pudo evitar mirar de soslayo por encima del hombro.

Cuando él enarcó una ceja, Ronnie se felicitó a sí misma: estaba satisfecha por no haberle dicho su nombre.

En la cocina, su padre estaba de pie frente a los fogones removiendo con una espátula el contenido de una sartén. En la encimera había un paquete de tortitas de harina; tuvo que admitir que el olor de fuera lo que fuese lo que estaba cocinando era delicioso. Pero claro, no había probado bocado desde la tarde del día anterior.

—¡Ah, hola! —la saludó él por encima del hombro—. ¿Con quién hablabas?

—Con un chico del acuario. Ha venido a marcar la posición del nido. ¿Qué estás preparando?

—Un burrito vegetariano.

—¿Hablas en serio?

—Tiene arroz, judías y tofu. Con eso rellenaré las tortitas de harina. Espero que esté bueno. Encontré la receta por Internet, así que no puedo asegurarte que sea sabroso.

—Seguro que sí —dijo ella. Cruzó los brazos, pensando que era mejor sacarse la espina cuanto antes mejor—: ¿Has hablado con mamá?

Él sacudió la cabeza.

—No, todavía no. Pero he hablado con Pete esta mañana. Me ha dicho que todavía no ha podido hablar con la dueña de la tienda. Está fuera, de viaje.

—¿La dueña?

—Parece que el hombre que trabaja en la tienda es el sobrino de la dueña. Pero Pete dice que conoce a la dueña desde hace mucho tiempo.

—Ah —dijo ella, preguntándose si eso serviría de algo.

Su padre dio unos golpecitos con la espátula en el borde de la sartén.

—De todos modos, supongo que lo mejor será que no llame a tu madre hasta que tenga todos los detalles. No me gustaría inquietarla innecesariamente.

—¿Quieres decir que puede que no se lo digas?

—A menos que quieras que lo haga.

—No, no —se apresuró a contestar ella—. Tienes razón. Probablemente será mejor que esperemos.

—De acuerdo —convino Steve. Después de remover el contenido de la sartén una última vez, apagó el fuego—. Me parece que esto ya está listo. ¿Tienes hambre?

—Sí, estoy muerta de hambre —confesó Ronnie.

Mientras se acercaba, él sacó un plato del armario y colocó la tortilla de harina, después echó un poco de la mezcla encima y se la enseñó.

—¿Tienes bastante o quieres que ponga más?

—No, es suficiente —dijo ella.

—¿Quieres café? Lo estoy preparando. —Asió una taza de café y se la pasó—. Jonah me dijo que a veces vas al Starbucks, así que he comprado café. Quizá no sea tan bueno como el que preparan en esos sitios, pero es lo mejor que he encontrado.

Ella aceptó la taza, sin apartar la vista de su padre.

—¿Por qué eres tan bueno conmigo?

—¿Y por qué no habría de serlo?

«Porque me he portado muy mal contigo», podría haber contestado. Pero no lo hizo.

—Gracias —se limitó a murmurar, pensando que aquello parecía un capítulo de Dimensión desconocida, en el que, por una extraña razón, su padre se había olvidado completamente de los últimos tres años.

Ronnie se sirvió un poco de café y tomó asiento delante de la mesa. Steve se sentó a su lado con su propio plato y empezó a envolver su burrito.

—¿Qué tal has pasado la noche? ¿Has dormido bien?

—Sí, dormir no ha sido el problema. Pero levantarme no ha resultado tan fácil.

—Después caí en la cuenta de que debería haber comprado un colchón hinchable, pero ya era demasiado tarde.

—No pasa nada. Pero creo que después de desayunar iré a tumbarme un rato. Todavía me siento cansada. Han sido dos días muy intensos.

—Quizá sería mejor que no tomaras café.

—No me afecta. Créeme. Caeré en la cama rendida.

Detrás de ellos, Jonah entró en la cocina. Llevaba un pijama de los Transformers y el pelo completamente revuelto. Ronnie no pudo evitar sonreír.

—Buenos días, Jonah —le dijo ella.

—¿Están bien las tortuguitas?

—Sí, están bien —le aseguró Ronnie.

—Buen trabajo —la felicitó él. Se rascó la espalda mientras avanzaba hacia los fogones—. ¿Qué hay para desayunar?

—Burritos —contestó su padre.

Sin estar del todo convencido, Jonah inspeccionó la mezcla en la sartén y después las tortitas de harina en la encimera.

—¡No me digas que te has pasado al lado oscuro, papá!

Steve intentó contenerse para no echarse a reír.

—Está bueno.

—¡Es tofu! ¡Qué asco!

Ronnie soltó una carcajada mientras se apartaba de la mesa empujando la silla.

—¿Qué te parece si te preparo un bollo dulce relleno de chocolate?

Jonah la miró con desconfianza, como si intentara decidir si se trataba de una propuesta con trampa.

—¿Con leche con cacao?

Ronnie miró a su padre.

—Hay de sobra en la nevera —señaló él.

Ella le preparó un vaso y se lo dejó en la mesa. Jonah no se movió.

—A ver, ¿qué pasa?

—¿A qué te refieres?

—Esto no es normal —dijo—. Alguien debería estar rabioso. Alguien que siempre está rabioso por las mañanas.

—¿Te refieres a mí? —inquirió Ronnie al tiempo que colocaba dos bollos dulces en la tostadora—. Yo «siempre» estoy de buen humor.

—Si tú lo dices… —Jonah la miró con recelo—. ¿Estás segura de que las tortuguitas están bien? Porque los dos os estáis comportando como si estuvieran muertas.

—Están bien, te lo prometo —le aseguró Ronnie.

—No me fío. Iré a echar un vistazo.

—Adelante.

Jonah estudió a su hermana.

—Cuando acabe de desayunar —añadió.

Steve sonrió y desvió la vista hacia su hija.

—¿Cuáles son tus planes para hoy? Después de acostarte, me refiero.

Jonah cogió su vaso de leche.

—¿Cómo? Pero si tú nunca duermes la siesta.

—Cuando estoy cansada, sí.

—No —la rectificó él, sacudiendo enérgicamente la cabeza—. Aquí hay algo raro. —Volvió a depositar el vaso sobre la mesa—. Sí, algo raro, y no pienso parar hasta que lo averigüe.

Después de acabarse el desayuno —y cuando Jonah se hubo calmado—, Ronnie se retiró a su habitación. Steve la siguió con unas toallas que colgó en la barra de la cortina, aunque Ronnie no las necesitaba. Se quedó dormida casi de inmediato. Se despertó a media tarde, sudando. Después de una interminable ducha fría, se pasó por el taller para comunicarle a su padre y a Jonah lo que iba a hacer. Su padre todavía no había mencionado ningún castigo.

Era posible, por supuesto, que él la castigara más tarde, después de hablar con el agente y con su madre. O quizá le había estado diciendo la verdad: tal vez la creyera cuando ella clamaba que era inocente.

¿No sería fantástico?

De un modo u otro, Ronnie tenía que hablar con Blaze, y se pasó las siguientes dos horas buscándola. Fue a casa de la madre de Blaze y a la cafetería, y a pesar de que no entró, echó un vistazo por la ventana de la tienda de música, con el corazón compungido, asegurándose de que el encargado no la viera. Tampoco estaba allí.

De pie en el muelle, examinó detenidamente toda la playa, sin suerte. Era posible, por supuesto, que Blaze estuviera en el Bower’s Point, el lugar favorito de la pandilla de Marcus. Pero no quería ir allí sola. Lo último que deseaba era verlo, y tampoco serviría de nada intentar hablar con Blaze si él se hallaba delante.

Estaba a punto de tirar la toalla y marcharse a casa cuando avistó a Blaze, emergiendo entre las dunas un poco más abajo en la playa. Bajó los peldaños apresuradamente, procurando no perderla de vista, y luego corrió por la playa. Si la chica se había dado cuenta de que Ronnie la seguía, no lo demostró, porque no se inmutó y siguió caminando. En lugar de eso, mientras Ronnie se le acercaba, decidió sentarse en la duna para contemplar el agua.

—Tienes que explicarle a la Policía lo que has hecho —le pidió Ronnie sin ningún preámbulo.

—Yo no he hecho nada. Y es a ti a la que han pillado.

Por un instante, sintió el impulso de estrangularla.

—¡Fuiste tú la que puso esos discos de 45 revoluciones y los CD en mi bolsa!

—No es verdad.

—¡Eran los CD que estabas escuchando!

—Y la última vez que los vi, todavía estaban al lado de los auriculares. —Blaze evitaba mirarla a la cara.

Ronnie notó que la sangre le hervía en las mejillas.

—Hablo en serio, Blaze. Se trata de mi vida. ¡Me pueden empapelar por un delito grave! ¡Y yo te había contado lo que había sucedido antes!

—Es tu problema.

Ronnie apretó los labios para evitar estallar.

—¿Por qué me haces esto?

Blaze se incorporó y se sacudió la arena de los pantalones vaqueros.

—Yo no te estoy haciendo nada —dijo. Su voz era fría y firme—. Y eso es exactamente lo que le he dicho a la Policía esta mañana.

Sin dar crédito a lo que acababa de oír, observó a Blaze mientras ésta se alejaba, con una actitud altiva, como si realmente creyera lo que le acababa de decir.

Ronnie regresó al muelle.

No quería ir a casa, porque sabía que tan pronto como el agente Johnson hablara con su padre, se enteraría de lo que Blaze había dicho. Sí, quizá su padre aún mantendría la calma, pero… ¿y si no la creía?

¿Y por qué Blaze le estaba haciendo eso? ¿Por Marcus? O bien Marcus le había pedido que lo hiciera porque estaba enfadado por cómo Ronnie lo había rechazado aquella noche, o Blaze creía que Ronnie estaba intentando robarle el novio. En aquel momento, se decantaba más por la segunda opción, aunque la verdad era que el motivo tampoco tenía importancia. Fuera cual fuese, Blaze mentía y parecía dispuesta a arruinarle la vida.

No había probado bocado desde la hora del desayuno, pero con el estómago agarrotado por culpa de los nervios, no tenía hambre. Decidió sentarse en el muelle hasta el atardecer, contemplando cómo el agua azul se tornaba gris y finalmente negra como el carbón. No estaba sola: a lo largo del muelle había gente pescando, aunque, por lo visto, sin mucha suerte. Una hora antes, una pareja muy joven había llegado con unos bocadillos y una cometa. Se fijó en la ternura con que ambos se miraban. Imaginó que eran estudiantes universitarios —sólo eran un par de años mayores que ella—, pero destilaban un afecto palpable entre ellos que Ronnie todavía no había experimentado en ninguna de sus relaciones con los chicos. Sí, había tenido varios novios, pero jamás se había sentido enamorada perdidamente, y a veces dudaba de que llegara el día en que perdiera la cabeza por alguien. Después de que sus padres se divorciaran, había adoptado una actitud cínica respecto a las relaciones sentimentales, la misma actitud que mostraban la mayoría de sus amigas. Puesto que casi todas ellas habían pasado por el mismo mal trago —sus padres también se habían divorciado—, supuso que tal vez ése fuera el motivo de su apatía.

Cuando los últimos rayos del sol tocaron el agua, decidió volver a casa. Aquella noche quería llegar a una hora prudente. Era lo mínimo que podía hacer para demostrarle a su padre que apreciaba lo comprensivo que se había mostrado con ella. Además, a pesar de la siesta, todavía se sentía cansada.

Al llegar a la punta del muelle, optó por caminar por la zona comercial en vez de regresar por la playa. Tan pronto como torció por una esquina cerca de la cafetería, supo que su decisión había sido equivocada. Una figura desdibujada por las sombras se hallaba de pie, apoyada en el capó de un coche, con una bola de fuego en la mano.

Marcus.

Pero esta vez estaba solo. Ronnie se detuvo, notando de repente una fuerte opresión en el pecho.

Él se apartó del coche y caminó hacia ella. Las luces de las farolas le iluminaban solo media cara. Sin apartar los ojos de ella, se pasó la bola en llamas por la parte superior de la mano, antes de que la bola acabara atrapada en su puño. Apretó la mano, la apagó y avanzó decididamente hacia ella.

—¿Qué tal, Ronnie? —Su sonrisa le confería un aspecto más lúgubre.

Ella no se movió. Deseaba que él viera que no le tenía miedo. Aunque lo cierto es que estaba asustada.

—¿Qué quieres? —le preguntó, sin poder disimular un ligero temblor en su voz.

—Te he visto y he pensado en acercarme a saludarte.

—Pues ya lo has hecho. Adiós.

Ronnie reemprendió la marcha, pero él le cortó el paso.

—Me he enterado de que has tenido problemas con Blaze —le susurró.

Ella curvó la espalda hacia atrás para separarse de él.

—¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que sabes?

—Lo suficiente como para no fiarme de ella.

—Mira, no estoy de humor para rollos.

Lo rodeó y siguió andando. Esta vez él la dejó pasar antes de llamarla alzando la voz.

—No te marches. Te he venido a buscar porque quiero que sepas que quizá yo podría hablar con ella y convencerla para que cuente la verdad.

A pesar de lo atemorizada que estaba, Ronnie vaciló durante un breve instante. Bajo la tenue luz, Marcus la miraba fijamente.

—Debería haberte prevenido de que es muy celosa.

—Y precisamente por eso decidiste complicar las cosas, ¿no?

—Sólo estaba bromeando aquella noche. Pensé que sería divertido. ¿Crees que tenía idea de cómo iba a reaccionar Blaze?

«Por supuesto que sí. Eso era exactamente lo que querías», se dijo.

—Pues arréglalo —lo increpó—. Habla con ella. Haz lo que tengas que hacer.

Marcus sacudió la cabeza.

—No me has oído. He dicho que «quizá» podría hablar con ella y convencerla. Si…

—¿Si qué?

Él acortó el espacio entre ellos. La calle estaba en una absoluta quietud. No había nadie ni circulaba coche alguno por las inmediaciones.

—Estaba pensando que podríamos ser… amigos.

Ronnie notó nuevamente un intenso ardor en las mejillas, y la palabra afloró por sus labios antes de que pudiera contenerse:

—¿Qué?

—Ya me has oído. Puedo ayudarte a salir de este embrollo.

Se dio cuenta de que él estaba tan cerca que podía tocarla; instintivamente retrocedió un paso.

—¡No te acerques!

Ronnie se dio la vuelta y echó a correr, sabiendo que él la seguiría, consciente de que aquel chico conocía la zona mejor que ella; estaba aterrada ante la idea de que la atrapase. Podía oír los atronadores latidos de su corazón, podía oír su propia respiración frenética.

Su casa no estaba lejos, pero no estaba en forma. A pesar del miedo y del subidón de adrenalina, podía notar que le flaqueaban las piernas. Sabía que no podría continuar corriendo mucho más rato, y al torcer la esquina, aprovechó para mirar hacia atrás por encima del hombro.

Y se dio cuenta de que estaba sola en la calle; nadie la seguía.

Al llegar a casa, Ronnie no entró directamente. Había luz en el comedor, pero quería recuperar la compostura antes de ver a su padre. No sabía por qué, pero no quería que la viera tan asustada, así que se sentó en los peldaños del porche.

Por encima de ella, las estrellas brillaban con un intenso resplandor y la luna flotaba cerca del horizonte. El aroma a sal junto a la bruma proveniente del océano llenaba el ambiente de un olor distintivo. En otro contexto, lo habría encontrado relajante; pero en aquel momento le parecía tan extraño como todo lo que la rodeaba.

Primero Blaze. Luego Marcus. Se preguntó si en aquel lugar todo el mundo estaba loco.

Desde luego, Marcus lo estaba. Bueno, quizá no técnicamente: era inteligente, taimado y, por lo que había podido deducir, sin una pizca de empatia; la clase de persona que sólo pensaba en sí misma y en su propio interés. El otoño anterior, en la clase de literatura, había tenido que leer una novela de un autor contemporáneo: había elegido El silencio de los corderos. En el libro, descubrió que el personaje principal, Hannibal Lecter, no era un psicópata, sino un sociópata; era la primera vez que se daba cuenta de la diferencia entre los dos conceptos. A pesar de que Marcus no era un caníbal asesino, tenía la impresión de que él y Hannibal compartían más similitudes que diferencias, por lo menos en la forma en que veían el mundo y en el papel que desempeñaban en él.

Blaze, en cambio…, únicamente estaba…

Ronnie no estaba totalmente segura. Se sentía traicionada por sus emociones, eso seguro. Enfadada y celosa, también. Pero aquel día que pasaron juntas, Ronnie no tuvo la impresión de que hubiera algo extraño en esa chica, dejando de lado sus terribles problemas emocionales, el tornado de hormonas descontroladas y la inmadurez que dejaban a su paso una estela de destrucción.

Suspiró y se pasó una mano por el pelo. No le apetecía entrar en casa. Mentalmente, podía reproducir la conversación que le esperaba:

«Hola, cielo, ¿qué tal?».

«No muy bien. Blaze está completamente bajo el influjo de un sociópata manipulador y ha mentido a la poli esta mañana, así que no me libraré de la cárcel. Ah, y por si eso fuera poco, el sociópata no sólo ha decidido que quiere acostarse conmigo, sino que me ha seguido y me ha dado un susto de muerte. ¿Y tú, qué tal?».

No era exactamente la plácida conversación de sobremesa que su padre seguramente esperaba, aunque fuera la verdad.

Así pues, tendría que fingir. Suspiró y se puso de pie, acabó de subir los peldaños del porche y se dirigió a la puerta.

Dentro, su padre estaba sentado en el sofá, con una Biblia deslustrada abierta delante de él. La cerró cuando ella entró.

—Hola, cielo, ¿qué tal?

Lo que se había imaginado.

Ronnie esbozó una sonrisa forzada, intentando actuar con toda la naturalidad del mundo.

—No he conseguido hablar con ella —se lamentó.

Resultaba difícil actuar con normalidad, pero siguió intentándolo. Enseguida su padre la invitó a seguirlo hasta la cocina, donde él había preparado otro plato, esta vez pasta —macarrones con tomates troceados, berenjena, jugo de naranja y calabacín—. Cenaron en la cocina mientras Jonah montaba una nave espacial de La guerra de las galaxias con las piezas de Lego que el reverendo Harris le había traído de regalo cuando había pasado a saludarlos.

A continuación, se acomodaron en el comedor. Al intuir que su hija no estaba de humor para hablar, Steve se puso a leer la Biblia mientras ella leía Ana Karenina, un libro que su madre le había asegurado que le encantaría. A pesar de que la novela no estaba mal, Ronnie no conseguía concentrarse. No sólo a causa de Blaze y Marcus, sino porque su padre estaba leyendo la Biblia. Pensó que nunca lo había visto leerla, aunque quizá sí que lo había hecho y simplemente ella no se había dado cuenta.

Jonah terminó de montar el artilugio con las piezas de Lego —Ronnie no tenía ni idea de lo que se suponía que era— y anunció que se iba a dormir. Ella esperó unos pocos minutos más, con la esperanza de que su hermano ya estuviera dormido cuando también se retirase a dormir, entonces dejó el libro a un lado y se levantó del sofá.

—Buenas noches, cielo —le dijo su padre—. Sé que no ha sido fácil para ti, pero me alegro de que estés aquí.

Ronnie se detuvo un instante antes de atravesar la estancia y dirigirse hacia él. Se inclinó hacia delante y, por primera vez en tres años, lo besó en la mejilla.

—Buenas noches, papá.

En la habitación, a oscuras, Ronnie se sentó sobre la cama, completamente exhausta. A pesar de que no quería llorar —«detestaba» llorar— parecía incapaz de controlar el cúmulo de emociones que la abordaban. Soltó un suspiro entrecortado.

—Llorar es bueno, a veces —susurró Jonah.

«Genial», pensó. Lo que le faltaba.

—No estoy llorando —replicó.

—Pues lo parece.

—No estoy llorando.

—Vaaaaaaaaale. De todos modos, a mí no me importa si lloras.

Ronnie contuvo las lágrimas, intentando no perder el control. Sacó el pijama que había guardado antes debajo de la almohada. Se lo llevó hacia el pecho impulsivamente, con los dedos crispados, y se fue al cuarto de baño para cambiarse. Al pasar por delante de la ventana, se le ocurrió echar un vistazo al exterior. La luna había ascendido en el cielo y confería a la arena un brillo plateado; al girarse hacia el nido de las tortugas, detectó un repentino movimiento entre las sombras.

Después de olisquear el aire, un mapache sigiloso se acercó al nido, que únicamente estaba protegido por una cinta amarilla.

—¡Oh, no!

Ronnie soltó el pijama y salió disparada de la habitación. Atravesó el comedor y la cocina como una flecha, sin apenas oír los gritos alarmados de su padre.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

Pero Ronnie ya había llegado a la puerta y no podía contestar. Sin aliento, siguió corriendo hacia la duna mientras empezaba a gritar y a agitar los brazos.

—¡No! ¡Vete! ¡Vete!

El mapache alzó la cabeza y acto seguido huyó precipitadamente. Desapareció por encima de la duna y se perdió entre las hierbas.

—¿Qué pasa?

Al darse la vuelta, Ronnie vio a su padre y a Jonah de pie en el porche.

—¡No han puesto la jaula!