11

Steve

Después de comprar los materiales que necesitaba, básicamente tablones de cinco centímetros de grueso por diez de ancho y planchas de madera contrachapada, Steve y Jonah se pasaron la mañana levantando un tabique en medio de la salita. No había quedado muy bonito —si su padre hubiera levantado la cabeza y visto aquella chapuza, seguramente le habría dado un patatús—, pero Steve pensó que no estaba mal del todo. Sabía que tarde o temprano derribarían la casa, puesto que el terreno seguramente subiría de valor sin aquella construcción tan deteriorada. El bungaló se hallaba flanqueado por unas mansiones de tres plantas, y Steve estaba seguro de que aquellos vecinos consideraban que la casita rústica era antiestética y que desmerecía el valor de sus propiedades.

Steve puso un clavo, colgó la fotografía de Ronnie y Jonah que había sacado de la salita, y retrocedió un paso para examinar el resultado.

—¿Qué te parece? —le preguntó a Jonah.

Jonah arrugó la nariz.

—Parece como si hubiéramos erigido un feo tabique de madera para tapiar la salita y luego hubiéramos colgado una foto para disimular. Además, ya no podrás tocar el piano.

—Lo sé.

Jonah ladeó la cabeza.

—Me parece que el tabique está torcido. Sí, los tablones no están rectos.

—Pues yo no lo veo.

—Necesitas gafas, papá. Y todavía no entiendo por qué has querido levantar ese tabique.

—Ronnie dijo que no quería ver el piano.

—¿Y?

—No hay ningún lugar para esconder el piano, así que lo he tapiado. Ahora ya no lo verá.

—Ah —dijo Jonah, con aire pensativo—. ¿Sabes?, la verdad es que a mí no me gusta tener que hacer los deberes del cole. De hecho, no me gusta verlos apilados en mi mesa.

—Es verano. No tienes que hacer deberes.

—Me refería a que quizá debería construir una pared alrededor de la mesa en mi habitación, para no verla.

Steve se contuvo para no reírse.

—Pues tendrás que comentárselo a tu madre, a ver qué opina.

—O podrías hacerlo tú.

Steve soltó una carcajada.

—¿Todavía no tienes hambre?

—Dijiste que iríamos a hacer volar la cometa.

—Y lo haremos. Sólo quería saber si te apetecía comer algo antes.

—Prefiero tomarme un helado.

—No creo que sea una buena idea.

—¿Unas galletas? —Jonah parecía esperanzado.

—¿Qué te parece un bocadillo con manteca de cacahuete y gelatina?

—Vale. Pero después iremos a hacer volar la cometa, ¿eh?

—Sí.

—¿Toda la tarde?

—Tanto rato como quieras.

—De acuerdo. Me comeré el bocadillo. Pero sólo si tú te comes otro.

Steve sonrió, pasando el brazo alrededor del hombro de Jonah.

—Trato hecho.

Se dirigieron a la cocina.

—¿Sabes?, el comedor ahora ha quedado mucho más pequeño —observó Jonah.

—Lo sé.

—Y la pared está torcida.

—Lo sé.

—Y no hace juego con las otras paredes.

—¿Adonde quieres ir a parar?

Jonah lo miró con el semblante muy serio.

—Sólo quiero confirmar que no te estás volviendo loco.

El día era perfecto para hacer volar cometas. Steve se sentó en una duna dos casas más debajo de la suya, mirando cómo la cometa describía eses en el cielo. Jonah, lleno de energía como de costumbre, corría playa arriba y playa abajo. Steve lo observó con orgullo, sorprendido al pensar que cuando él había hecho lo mismo de niño, ni su padre ni su madre habían estado a su lado.

No eran malas personas. Lo sabía. Jamás le habían puesto la mano encima, nunca había pasado hambre, nunca se habían peleado en su presencia. Lo llevaban a las revisiones del dentista y del pediatra una o dos veces al año, en casa siempre había mucha comida, y siempre había tenido una chaqueta para soportar las crudas mañanas de invierno y una moneda de cinco centavos en el bolsillo para que se comprara leche en la escuela. Pero si su padre tenía un comportamiento estoico, el de su madre no era muy diferente; quizás ésa había sido la razón por la que habían estado casados tantos años. Ella era de Rumania. Su padre la conoció cuando estuvo destinado a Alemania. Su madre apenas hablaba inglés cuando se casaron y nunca cuestionó la cultura en la que se vio inmersa. Cocinaba, limpiaba la casa y lavaba la ropa; por las tardes, trabajaba media jornada como costurera. Al final de su vida, había aprendido a defenderse con un inglés básico, el necesario para apañarse en el banco y en la tienda de comestibles, pero incluso entonces su acento seguía siendo tan marcado que a veces tenía dificultades para hacerse entender.

También era una católica devota, algo ciertamente inusual en Wilmington en aquella época. Iba a misa cada día y rezaba el rosario por las noches, y a pesar de que Steve apreciaba la tradición y la ceremonia de la misa los domingos, el cura siempre le pareció un hombre frío y arrogante, más interesado en las normas de la iglesia que en lo que realmente más le convenía a su rebaño. A veces —muchas veces— Steve se preguntaba cómo habría sido su vida si, a los ocho años, no hubiera oído la música que salía de la primera iglesia bautista.

Cuarenta años más tarde, los detalles le parecían difusos. Apenas recordaba cómo había entrado una tarde y había oído al reverendo Harris tocar el piano. Sabía que el reverendo había intentado que se sintiera a gusto, y obviamente lo consiguió, puesto que regresó otro día para oírlo de nuevo, hasta que finalmente el reverendo Harris se convirtió en su primer profesor de piano. Con el tiempo empezó a ir —para más tarde desertar— a la catequesis que la iglesia ofrecía. En muchos sentidos, la iglesia bautista acabó por convertirse en su segunda casa, y el reverendo Harris, en su segundo padre.

Recordó que a su madre no le gustaba aquella relación. Cuando se angustiaba, murmuraba en rumano, y durante años, cuando él iba a la iglesia bautista, la escuchaba decir palabras y frases ininteligibles mientras se santiguaba y lo obligaba a llevar un escapulario. Para ella, que un reverendo protestante le enseñara a tocar el piano a su hijo era lo mismo que jugar a la reina mora con el diablo.

Pero nunca le prohibió ir, y con eso Steve tenía suficiente. No le importaba que su madre no asistiera a las reuniones escolares con sus profesores, ni que nunca le leyera un cuento, ni que nadie en el vecindario invitara a su familia a una fiesta o a disfrutar de una barbacoa. Lo importante era que ella le permitió no sólo descubrir su pasión, sino ir a clases de piano, a pesar de que desconfiara del reverendo. Y de algún modo, su madre consiguió que su padre, al que la idea de ganarse la vida a partir de la música le parecía ridícula, no lo detuviera. Sólo por eso, siempre le estaría agradecido.

Jonah continuaba correteando arriba y abajo, aunque la cometa no precisaba tantos meneos. Steve sabía que la brisa era lo bastante fuerte como para mantenerla suspendida en el aire sin que ésta cayera. Podía ver el contorno del símbolo de Batman perfilado entre dos oscuros cúmulos, la clase de nubes que presagiaban lluvia. Aunque las tormentas de verano no solían durar mucho —una hora y luego el cielo se despejaba—, se levantó para decirle a su hijo que tal vez sería una buena idea regresar a casa. Sólo había dado un par de pasos cuando se fijó en una serie de trazos borrosos en la arena y que iban a morir en la duna que había justo detrás de su casa, unas marcas que había visto en más de una docena de ocasiones cuando era pequeño. Sonrió.

—¡Jonah! —le llamó, siguiendo las marcas—. ¡Ven! ¡Hay algo que quiero enseñarte!

El niño corrió hacia él, con la cometa enredada en el brazo.

—¿Qué pasa?

Steve descendió por la duna hasta llegar a un punto donde la arena se fundía con la playa. Únicamente eran visibles unos pocos huevos a escasos centímetros bajo la superficie cuando Jonah llegó a su lado.

—¿Qué has encontrado? —quiso saber Jonah.

—Es un nido de tortugas bobas —le explicó Steve—. Pero no te acerques demasiado. Y no los toques. Podrías romperlos.

Jonah se inclinó para verlos más de cerca, todavía con la cometa en la mano.

—¿Qué es una tortuga boba? —preguntó, intentando controlar la cometa.

Steve tomó una pieza de madera que había en la playa y empezó a trazar un gran círculo alrededor del nido.

—Es una tortuga marina que está en peligro de extinción. Salen por la noche a la playa para poner los huevos.

—¿Detrás de nuestra casa?

—Este es uno de los lugares donde las tortugas bobas ponen sus huevos. Pero lo más importante que quiero que sepas es que están en peligro de extinción. ¿Sabes lo que significa eso?

—Significa que se están muriendo —contestó Jonah—. Veo el canal Planet Animal, ¿sabes?

Steve completó el círculo y lanzó al mar el trozo de madera. Mientras se ponía de pie, notó una punzada de dolor, pero la ignoró.

—No exactamente. Significa que si no tratamos de ayudarlas y no tenemos cuidado, esta especie puede llegar a desaparecer.

—¿Como los dinosaurios?

Steve iba a contestar cuando oyó el teléfono en la cocina. Había dejado la puerta de atrás abierta para ventilar la casa; caminó y corrió por la arena hasta que llegó al porche. Respiraba con dificultad cuando contestó al teléfono.

—¿Papá? —dijo una voz al otro lado de la línea telefónica.

—¿Ronnie?

—Necesito que vengas a buscarme. Estoy en la comisaría.

Steve se llevó los dedos pulgar e índice impulsivamente al puente de la nariz para frotárselo.

—De acuerdo —contestó—. Ahora voy.

El agente Johnson le contó lo sucedido, pero él sabía que Ronnie todavía no estaba lista para hablar sobre el tema. A Jonah, sin embargo, no parecía importarle.

—Mamá se pondrá hecha una furia —remarcó Jonah.

Steve vio que a Ronnie se le tensaba la mandíbula inferior.

—Yo no he sido —empezó a decir.

—Entonces, ¿quién ha sido?

—No quiero hablar de eso —respondió. Se cruzó de brazos y se apoyó en la puerta del coche.

—A mamá no le hará ni pizca de gracia.

—¡No he sido yo! —repitió Ronnie, fulminando a Jonah con una mirada de resentimiento—. Y no quiero que le digas que lo he hecho. —Se aseguró de que su hermano veía que hablaba en serio antes de girarse hacia su padre—. No he sido yo, papá —repitió—. Lo juro por Dios, no he sido yo. Tienes que creerme.

Steve detectó la desesperación en su tono, pero no pudo evitar acordarse de la angustia de Kim cuando hablaron sobre el incidente de Ronnie. Pensó en la forma en que su hija se había comportado desde que había llegado y consideró la clase de amistades que había elegido.

Suspirando, notó cómo la poca energía que le quedaba lo abandonaba. Delante de él, el sol se erigía como una bola anaranjada, abrasadora y furiosa, y por encima de todo, sabía que su hija necesitaba apoyo.

—Te creo —le dijo.

Cuando llegaron a casa, ya empezaba a anochecer. Steve salió fuera para echar un vistazo al nido de tortugas. Era uno de esos magníficos atardeceres típicos de Carolina del Norte y de Carolina del Sur: una suave brisa, el cielo como un manto de mil colores distintos. A cierta distancia de la orilla, una manada de delfines jugaba sobre las crestas rizadas de las olas. Pasaban por delante de su casa dos veces al día, y recordó que le había dicho a Jonah que estuviera atento. No le parecía extraño que su hijo quisiera meterse en el agua para ver si podía nadar hasta ellos y acariciarlos; Steve había intentado hacer lo mismo muchas veces, de niño, pero nunca lo consiguió.

No tenía ganas de llamar a Kim para contarle lo que había sucedido. Tras decidir que lo haría más tarde, tomó asiento en la duna al lado del nido y clavó la vista en lo que quedaba de las marcas que la tortuga había dejado en la arena. Entre el viento y la multitud, casi se habían borrado por completo. Aparte de una pequeña huella más profunda en el lugar donde la duna convergía con la playa, el nido era prácticamente invisible, y el único par de huevos que sobresalían parecían unas piedras pálidas y lisas.

Un trozo de madera contrachapada había volado hasta la arena. Mientras se inclinaba para recogerla, avistó a Ronnie, que se acercaba. Caminaba despacio, con los brazos cruzados y cabizbaja, con la melena cubriéndole prácticamente toda la cara. Se detuvo a escasos pasos de él.

—¿Estás enfadado conmigo? —le preguntó.

Era la primera vez desde que ella había llegado que le dirigía la palabra sin una gota de rabia o resentimiento.

—No, claro que no —contestó él.

—Entonces, ¿qué haces aquí fuera?

Steve señaló hacia el nido.

—Una tortuga boba puso los huevos aquí anoche. ¿Has visto alguna vez una tortuga de esa especie?

Ronnie sacudió la cabeza.

—Son unas criaturas preciosas. Tienen un caparazón entre rojizo y marrón, y pueden llegar a pesar hasta más de trescientos sesenta kilos. Carolina del Norte es uno de los pocos sitios donde ponen los huevos. Pero el problema es que están en peligro de extinción. Creo que sólo una de cada mil llega a alcanzar la madurez, y no quiero que los mapaches se coman los huevos antes de que nazcan las tortugas.

—¿Y cómo sabrán los mapaches que aquí hay un nido?

—Cuando una tortuga boba pone los huevos, orina. Los mapaches pueden olerlo, y si pueden se comen todos los huevos, sin dejar ni uno. Cuando yo era pequeño, encontré un nido al otro lado del muelle. Un día todo era normal, pero al día siguiente sólo quedaban los cascarones rotos. Fue muy triste.

—Pues ayer vi un mapache en nuestro porche.

—Lo sé. Es por la basura, que los atrae. Tan pronto como pueda, se lo diré a los del acuario. Con un poco de suerte, enviarán a alguien mañana con una jaula especial que mantendrá a esos rapaces alejados.

—¿Y qué pasará esta noche?

—Supongo que tendremos que tener fe.

Ronnie se apartó un mechón de pelo rebelde de la cara y se lo puso detrás de la oreja.

—Papá, ¿puedo preguntarte una cosa?

—Lo que quieras.

—¿Por qué has dicho que me creías?

De perfil, Steve podía ver tanto a la joven en la que Ronnie se estaba convirtiendo como a la niña pequeña que recordaba.

—Porque confío en ti.

—¿Por eso has erigido la pared para ocultar el piano? —Ella no se atrevía a mirarlo directamente a la cara—. Al entrar lo he visto enseguida; no pasa desapercibida.

Steve sacudió la cabeza.

—No. Lo he hecho porque te quiero.

Ronnie esbozó una leve sonrisa, vacilando antes de tomar asiento a su lado. Contemplaron el oleaje que se estrellaba suavemente contra la orilla. La marea subiría muy pronto, y la playa había desaparecido parcialmente.

—¿Qué me pasará? —preguntó ella.

—Pete hablará con el dueño, pero no lo sé. Un par de esos discos eran piezas de coleccionista. Valen mucho dinero.

Ronnie sentía una terrible opresión en el pecho.

—¿Se lo has dicho a mamá?

—No.

—¿Y piensas hacerlo?

—Probablemente sí.

Ninguno de los dos dijo nada durante un rato. Un grupo de surfistas pasó caminando por la orilla, sosteniendo sus tablas. En la distancia, la superficie empezaba a rizarse y formaba unas olas que parecían romperse antes de volver a formarse inmediatamente.

—¿Cuándo piensas llamar al acuario?

—Ahora, cuando vuelva a casa. Estoy seguro de que Jonah estará hambriento. Será mejor que empiece a preparar la cena.

Ronnie miró fijamente el nido. Con el estómago agarrotado por culpa de los nervios, no podía imaginar probar bocado.

—No quiero que les pase nada a los huevos de las tortugas esta noche.

Steve se giró hacia ella.

—Entonces, ¿qué piensas hacer?

Unas horas más tarde, después de cubrir a Jonah con el edredón en la cama, Steve salió fuera por el porche trasero para ver cómo estaba Ronnie. Un poco antes, había dejado un mensaje en el contestador del acuario, había ido a la tienda a comprar lo que creía que necesitaba: un saco de dormir fino, una linterna, una almohada barata y repelente de mosquitos.

No estaba muy tranquilo con la idea de que Ronnie durmiera a la intemperie, pero ella parecía absolutamente decidida; debía reconocer que admiraba su impulso por proteger el nido. Había insistido en que estaría bien; en cierto modo, Steve sabía que eso era cierto. Al igual que la mayoría de la gente que se había criado en Manhattan, Ronnie había aprendido a ir con cuidado y había visto y experimentado bastantes cosas como para saber que a veces el mundo podía ser un lugar peligroso. Y lo más importante, el nido estaba a tan sólo unos quince metros de la ventana de su habitación —que él pensaba tener toda la noche abierta—, por lo que confiaba en que si le pasaba algo a Ronnie, lo oiría inmediatamente. A causa de la forma de la duna modelada por el viento y la ubicación del nido, era poco probable que nadie que pasara andando por la playa llegase a enterarse de que ella estaba allí.

Sin embargo, Ronnie sólo tenía diecisiete años, y él era su padre, lo cual significaba que probablemente acabaría por salir para confirmar que estaba bien varias veces aquella noche. Estaba seguro de que no conseguiría dormir de un tirón hasta el amanecer.

La luna era sólo una fina rendija, pero el cielo estaba despejado; mientras avanzaba entre las sombras, se acordó de la conversación que habían mantenido. Se preguntó cómo se había sentido Ronnie al ver que él había tapiado el piano. ¿Se levantaría a la mañana siguiente con la misma actitud desafiante que había tenido desde que había llegado? No lo sabía. Mientras se acercaba lo suficiente como para distinguir la silueta de Ronnie durmiendo, pensó que el juego de luces y sombras le conferían un aspecto más joven y a la vez más mayor de lo que realmente era. Steve pensó de nuevo en los años que no había estado con ella, viéndola crecer, unos años perdidos que ya nunca recuperaría.

Se quedó de pie bastante rato, examinando la playa de arriba abajo. No vio a nadie, así que se dio la vuelta y entró en casa. Se sentó en el sofá y encendió el televisor; después de pasar de un canal a otro, acabó por apagarlo. Finalmente, se fue a su cuarto y arrastró los pies hasta la cama.

Se quedó dormido casi inmediatamente, pero se despertó una hora más tarde. Salió de puntillas al exterior para ver cómo estaba su hija, a quien quería más que a su propia vida.